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Lorena ahogó sus lágrimas y extrajo del pozo de su angustia el agua milagrosa que le permitiera seguir luchando. El precipitado velatorio de su padre había sido necesariamente breve, pues la Signoria, con la intención de luchar contra la peste, había decretado que los muertos debían ser enterrados en el plazo máximo de veinticuatro horas. Pese a tales premuras había sido posible organizar un ostentoso funeral donde medio centenar de portadores de antorchas alumbraron el último paseo de su padre por Florencia.

Las emociones que experimentó Lorena durante el sepelio fueron extremadamente dolorosas. Lo cierto era que la relación con su padre había estado presidida por la frustración. Despechado por lo que consideraba una traición —su matrimonio con Mauricio—, el juicio de su progenitor hacia ella siempre fue crítico. Los silencios ante sus éxitos y los comentarios ácidos ante sus errores eran las dos formas en las que expresaba habitualmente su rechazo hacia ella. Y esa sensación de no ser aceptada por su padre se remontaba más allá de su florecimiento como mujer, alcanzando sus primeros recuerdos de niña. ¿Acaso había truncado todas las expectativas que su padre tenía sobre ella desde su mismo nacimiento? Pues tal vez sí, porque, aun enfermo en su lecho de muerte, Lorena no había conseguido arrancar de su padre más que gestos displicentes ante sus muestras de cariño.

A buen seguro que tampoco habría aprobado que Lorena y su viuda hubieran mantenido una frenética actividad durante las exequias, sondeando a cualquier persona que pudiera informar sobre la situación de Mauricio. Las noticias no eran alentadoras. Lo habían detenido bajo la acusación de conspirar contra la República, aunque nadie parecía conocer los detalles. Los rumores apuntaban a que Mauricio habría estado preparando en secreto las condiciones para el regreso de Piero Medici, el hijo del Magnífico, que todavía soñaba con regresar triunfalmente a Florencia. En cualquier caso, lo que sí constituía una verdad incontestable era que lo habían encarcelado en una de las dos celdas situadas en lo alto de la torre del palacio de la Signoria, un dudoso privilegio reservado a importantes presos políticos cuyo destino más frecuente era una muerte rápida. Maria había prometido interceder ante Luca, pero el corazón de Lorena estaba lleno de negros presagios.