A Luca no le sorprendió que los dominicos no hubieran encontrado ninguna prueba concluyente en la mansión de Mauricio. El taimado marido de Lorena debía de haber eliminado ya cualquier prueba incriminatoria. Habría sopesado que podía ser denunciado no sólo por haberse dejado ver en una sinagoga acompañado de su amigo Elías, sino también por haber acogido a familiares suyos que andaban huyendo de España. Ah, España; ese reino sí sabía cómo preservar la fe cristiana. Los judíos eran expulsados, y los falsos conversos, quemados. Por el contrario, la pusilánime Florencia se conformaba con que los hombres judíos llevaran un círculo amarillo cosido en su ropa; y las mujeres, un velo del mismo color. Sí, se estaba trabajando para redactar leyes que desterraran a los judíos de Florencia, pero mientras tanto seguían contaminando la ciudad con su presencia. En su fuero interno, Luca estaba convencido de que ellos habían provocado el nuevo brote de peste. De momento, la enfermedad estaba confinada en los barrios más pobres, aunque, de no remitir, la llegada del verano podría propagar la enfermedad por toda la ciudad. Para evitar semejante calamidad, Luca era partidario de implantar una medida sanitaria tan práctica como efectiva: el exterminio de los judíos de toda la Toscana, o al menos, su expulsión inmediata de Florencia. Sin embargo, aunque había sido reelegido otra vez como miembro de la Signoria, no contaba con los apoyos necesarios para lograr que se aprobara una ley que solucionara definitivamente el problema hebreo. Felizmente, sí existían otros asuntos en los que su influencia era decisiva. Iban a detener a Mauricio esa misma noche. Su posterior condena y su ejecución corrían de su cuenta. Luca se relajó jugueteando con su gato favorito, que acababa de atrapar a un ratón entre sus garras con tanta facilidad como él iba a cazar a su enemigo. La venganza, se relamió, estaba servida.