Durante la época del Magnífico, los carnavales de febrero habían sido un canto a la vida que se regocijaba en fiestas sin fin hasta la llegada de la cuaresma, en la que los cuerpos exhaustos de los florentinos estaban ya prestos a someterse a los rigores del ayuno y la abstinencia. Sin embargo, bajo la férula de Savonarola, los carnavales eran en sí mismos una penitencia, reflexionó Mauricio mientras regresaba a casa. El fraile había sacado sus tropas a la calle y toda la ciudad se encontraba ocupada por un ejército de niños y adolescentes cuya edad oscilaba entre los cinco y los dieciséis años. Miles de infantes con ramas de olivo recorrían las calles acompañados de tamborileros, gaiteros y servidores de la Signoria que gritaban: «Viva Cristo e la Vergine Maria, nostra regina». En cada esquina, el ejército de Dios solicitaba limosnas con las que contribuir a su causa, al tiempo que trataba de descubrir a jugadores, bebedores, fornicadores, mujeres vestidas frívolamente o a cualquier otro elemento subversivo. Al menos, Savonarola había conseguido acabar con la costumbre de que los jóvenes montaran barricadas en las calles y que el lanzamiento de piedras fuera el deporte favorito durante los carnavales. Por desgracia, también se había acabado con otras costumbres menos bárbaras: la Signoria había prohibido hablar del Gobierno, de los sacerdotes y del rey de Francia, así como llevar máscaras. Desde luego sin hablar no era fácil criticar, y sin máscara era imposible ocultarse. Ahora bien, ni la falta de crítica ni la milicia de ángeles rubicundos iban a devolver a Florencia las ciudades de Pisa, Sarzana o Pietrasanta.
Al llegar a casa, su mujer —con los ojos empañados por las lágrimas— lo recibió muy alterada.
—¡Ha ocurrido algo terrible, Mauricio! —exclamó Lorena, que prorrumpió en sollozos entre frases ininteligibles sobre los niños de Dios y Satanás.
—Todo ha sido culpa mía —interrumpió Cateruccia con aspecto contrito—. Esta mañana, mientras usted y la señora estaban ausentes, un grupito de niños llamó a la puerta solicitando presentes. Como estamos en Carnaval y Carlo había cocinado unos dulces de almendra y miel envueltos en una deliciosa pasta de hojaldre, he querido obsequiarlos con unos pocos. Al abrir la puerta han aparecido dos sacerdotes dominicos flanqueando a esos muchachos. El mayor de ellos, un viejo albino de complexión cadavérica y semblante tan sombrío como pálido, me ha mostrado una denuncia anónima en la que se acusaba a los miembros de esta casa de practicar en secreto ritos judíos. Nos han amenazado, a mí y al resto de los sirvientes, con detenernos por encubridores si no les dejábamos examinar la mansión.
Mauricio había visto ya muchos buzones de piedra con boca de cobre, llamados eufemísticamente «agujeros de la verdad», esparcidos por la ciudad para que cualquiera pudiera introducir en ellos una denuncia anónima. El procedimiento regular consistía en que, tras examinarla, los ufficiali di notte, «los oficiales de la noche y custodios de la moralidad», decidían archivarla o abrir una investigación. Aparentemente, los frailes del convento de San Marcos se habían saltado todas las reglas abusando de la credulidad de Cateruccia.
—Por fuerza tenían que estar espiándonos —afirmó Lorena, cuyo enfado había secado sus lágrimas—, porque llamaron a la puerta justo después de que ambos hubiéramos salido. ¡Y uno de los milicianos de Savonarola era Giovanni, el hijo mayor de mi hermana! Estoy segura de que ha sido él, instigado por su padre, quien nos ha denunciado. Las relaciones con mi hermana y su familia se han roto para siempre. No quiero saber nada más de ellos.
Mauricio estaba de acuerdo con su esposa. Seguramente Luca estaba detrás de aquello e incluso podía ser el propagador de los rumores contra su persona. Pese a que Mauricio era cristiano hasta la médula, una sensación absurda le embargaba. ¿Podían los dominicos haber encontrado algo que le incriminara? Aunque quizá sí tuviera motivos para preocuparse. ¿Acaso no había residido el tío Jaume y su familia durante tres semanas en su palazzo antes de embarcar rumbo a Turquía? ¿Y si inadvertidamente hubieran dejado algún objeto de culto propio de los judíos? En aquellos oscuros tiempos, presintió Mauricio, cualquier nube pasajera podía desencadenar una tormenta Al menos, se consoló, el anillo permanecía a salvo, puesto que el suelo ajedrezado del recibidor permanecía intacto.
—Estaba aterrada sin saber cómo proceder —continuó Cateruccia—. Si no les dejaba entrar, temía que nos detuvieran y registraran igualmente la mansión. Por otro lado, hubiera apostado las dos manos y hasta una pierna en contra de quien acusara a cualquiera de los que aquí moran de practicar ritos judíos en secreto. Si después de cuidar a Lorena desde su nacimiento y ser el ama de esta casa durante quince años se me pudiera escapar algo así, bien merecido me tendría perder no sólo las extremidades, sino también la cabeza. Así que me dije: si no puedes con tus enemigos, únete a ellos, y les indiqué a los clérigos que, con mucho gusto, les mostraría la casa, acompañada por mi Carlo, puesto que nada había que ocultar a la vista de sus eminencias. No obstante, exigí con firmeza el regreso de los chiquillos a las calles, ya que no estaba dispuesta a consentir ningún desorden en ausencia de mis señores. Los frailes asintieron satisfechos y procedieron a examinar la mansión con nuestros ocho ojos, que al avanzar a la par evitaban que nadie pudiera encontrar pruebas de objetos que antes no estuvieran, pues bien sabe nuestro Señor que en estos tiempos que corren ni de los ungidos por Dios puede uno fiarse.
—Has actuado del mejor modo posible —la tranquilizó Mauricio, admirando la astucia con la que había afrontado la situación.
—Gracias, señor. Los dominicos, hombres de tan afilada nariz como perspicaz mirada, quisieron inspeccionar la cocina en primer lugar. Ahora bien, si esperaban encontrar allí pan ácimo y ristras de ajo con cebolla, se han tenido que retirar con el rabo entre las piernas, pues nuestra despensa estaba generosamente provista de tocino, con cuya grasa derretida mi buen Carlo había preparado una masa de pasteles tan exquisita que hasta sus eminencias la han elogiado.
Al escuchar aquellas palabras, Mauricio se relajó instintivamente. Por su amigo Elías conocía muy bien que uno de los métodos preferidos en España para descubrir judíos que se hacían pasar por cristianos consistía en escrutar sus hábitos alimentarios. En efecto, los falsos conversos freían la comida con aceite, pero nunca con tocino, ya que sólo probaban el cerdo si su vida corría peligro por negarse a comerlo en público. También gustaban de aderezar los platos con ajo y cebolla, por lo que se los acusaba de oler como judíos. Precisamente habían sido frailes dominicos los creadores de un método muy celebrado con el que atrapar a los marranos españoles. Sabedores de la costumbre de no cocinar en sábado, habían instalado vigías en lo alto de torres y edificios elevados, desde donde anotaban de qué casas no salía humo en tal día. Si conversos bautizados vivían en ellas, eso bastaba para encausarlos. Muchos marranos españoles habían sido descubiertos con tales mañas, hasta que se corrió la voz y procuraron que también en sábado humearan sus chimeneas. Afortunadamente la cocina de su casa, sopesó Mauricio, constituía una inmejorable defensa contra las calumnias de ser un judío camuflado.
—Sin embargo —prosiguió Cateruccia—, los dominicos no se han dado por satisfechos y han insistido en seguir husmeando. ¿Qué pretendían hallar? ¿Candelabros de siete brazos? ¿Un shofar, el cuerno de carnero judío? ¿O acaso la Tora o el Talmud? Pues tal vez esto último, ya que tras escudriñar las dos primeras plantas con semblante decepcionado, el mayor de ellos me ha pedido, con ojos taimados, que le mostrara la biblioteca.
«Los libros, por supuesto», se dijo Mauricio. Afortunadamente no sabía hebreo y no poseía ninguno en esa lengua, pero cualquier obra que en vida de Lorenzo hubieran admirado ciertos hombres cultivados podía considerarse como un señuelo de Satanás.
—¿Y qué les ha parecido mi modesta colección literaria? —preguntó Mauricio, disimulando su temor.
—Ambos frailes han ido leyendo los lomos de los libros con expresión sombría mientras se cruzaban miradas reprobadoras. Al acabar su examen, el más joven ha cogido en sus manos dos obras de Boccacio: El Decameron y el Elogio de la poesía. El fraile más viejo ha escupido sobre ellos y ha afirmado que tales libros eran una afrenta al cristianismo, por lo que tendrían su merecido destino en las llamas. Acto seguido ha cogido una obra de Ovidio, Las metamorfosis, creo recordar, y ha aleccionado a su compañero sobre cómo la filosofía puede ser tan peligrosa como el erotismo. Una no puede dejar de preguntarse en qué clase de personas quieren convertirnos estos santurrones que reniegan por igual de la cabeza y del sexo. Por supuesto, no les he hecho partícipes de mis pensamientos, sino que, por el contrario, me he disculpado asegurando que aquellos ejemplares tan sólo se guardaban en la biblioteca por ser un obsequio de un antiguo camarada fallecido años atrás. «Dime de quién eres amigo y te diré cómo eres. En todo caso, vamos a haceros el favor de limpiar la basura de esta biblioteca. Dile a tus dueños que estos libros serán quemados en la hoguera de las vanidades con la que festejaremos el inicio de la cuaresma», ha dicho el fraile albino.
Mauricio respiró hondo. Tal vez si hubieran rebuscado un poco más hubieran encontrado el Libro de Henoc, una obra apócrifa por la que hubieran podido ponerle en aprietos. Sin embargo, había tenido la precaución de ocultarla tras libros tan poco sospechosos como el de caballería Attila flagelum dei, de Incola da Casola, Los sonetos, de Gaspare Visconti, el sentimental poema de Luca Pulci, Cirifo calvaneo, y La divina comedia, obra maestra de la literatura florentina.
—Pero eso no es todo —advirtió Lorena, que continuaba muy alterada—. Se han llevado algo que sé te va a causar un hondo pesar.
—Al salir de la biblioteca —explicó Cateruccia—, el fraile albino, que llevaba la voz cantante, ha insistido en examinar el despacho de trabajo del amo de la casa. Al mostrárselo, ha reaccionado como un poseso al ver el dibujo a sanguina que cuelga de una de las paredes. Entonces ha dicho con desprecio: «Conocemos muy bien a ese Leonardo da Vinci. Ese sodomita reniega de Cristo y de la Iglesia. Suerte tiene de vivir en Milán, porque aquí no se libraría del castigo que merece. No consentiremos bajo ningún concepto que sus apestosas creaciones infecten Florencia. Este dibujo, prueba palpable de su impiedad, será quemado en la hoguera junto con el resto de los cuadros paganos que encontremos».
—Se han llevado el dibujo de tu amigo Leonardo —dijo Lorena, afectada—. Han entrado a plena luz del día y lo han robado impunemente, disfrazando su condición de ladrones con hábitos de frailes. ¡Menos mal que nuestros hijos no estaban en casa esta mañana para contemplar esta nueva humillación!
—Lo siento muchísimo —se disculpó Cateruccia—. La convicción y la fiereza con la que denostaban a ese Leonardo era tan grande que no he sabido reunir fuerzas para oponerme, aunque, eso sí, ya no han sustraído ningún otro objeto de la casa.
—No te preocupes, Cateruccia —la animó Mauricio—. Has obrado prudentemente.
Así que al final no habían encontrado pruebas con las que acusarle. Mauricio suspiró aliviado. Sin embargo, le dolía enormemente que le hubieran despojado del dibujo que le había regalado Leonardo once años atrás, con motivo de su visita a Milán, al poco de que su amigo se hubiera establecido definitivamente en dicha ciudad. Aquel dibujo a sanguina era nada menos que el boceto que Leonardo había utilizado para su primer encargo en Milán. La cofradía de la Inmaculada Concepción le había solicitado un retablo que debía mostrar a la Virgen María, al niño Jesús y a dos profetas rodeados de ángeles tañendo instrumentos musicales entre fastuosos oropeles de pan dorado. Leonardo, fiel únicamente a su propio genio, había hecho caso omiso a las instrucciones hasta el punto de que La Virgen de las rocas, el título final de la tabla, poco tenía que ver con el encargo de la cofradía. En él se podía admirar el encuentro entre dos niños pequeños, Jesús y san Juan Bautista, bajo la mirada de María y el ángel Uriel, envueltos en un onírico paisaje rocoso. El dibujo era un prodigio de gracia y delicadeza. Ahora bien, ¿renegaba Leonardo de Cristo? No en público, desde luego. ¿Podía esconder aquel boceto algún mensaje ofensivo hacia la Iglesia tal como habían afirmado los frailes dominicos delante de Cateruccia? Mauricio no lo creía, pese a las peculiaridades que lo envolvían, algo que siempre había atribuido a la extravagante personalidad de Leonardo. Sin embargo, tampoco se hubiera jugado ni las uñas de una mano apostando contra la opinión de los dominicos. Y es que las verdaderas creencias de Leonardo se esfumaban siempre junto con sus paisajes, que dejaban en el aire más preguntas que respuestas.