El trayecto hasta la mansión de su hermana era corto, pero más le hubiera valido ahorrarse el viaje. Maria, sin llegar a defender abiertamente el hurto que había perpetrado su hijo Giovanni, alegó que atentaba contra el pudor andar sin velo y con el pelo recogido. Más aún: se permitió echarle un sermón sobre la conveniencia de ofrecer limosna a los pobres. ¿Y qué mejor ofrenda que esa perversa diadema de plata que su hijo iba a entregar a los buenos sacerdotes de San Marcos? Debía, por tanto, alegrar su corazón, pues, aunque el modo en el que habían sucedido las cosas no era el aconsejable, su buen fin lo justificaba a los ojos de Dios. Lorena se enfureció ante tan magras explicaciones, pero la discusión acabó al poco de entrar Luca en el salón. El marido de Maria tuvo la desfachatez de asegurar que pensaba felicitar a su hijo por su buena acción. Lorena optó entonces por emular las palabras de Jesucristo y marcharse de aquella casa sin pronunciar palabra, tras sacudirse el polvo de sus pies.
Por la tarde, las nubes cubrieron Florencia, el aire se volvió plomizo y una gigantesca tormenta descargó su furia sobre la ciudad. La lluvia le recordó a Lorena la historia del arca de Noé. Los truenos resonaron en sus oídos como las campanas del Juicio Final y los rayos fueron la única luz durante aquellas oscuras horas en las que la densidad del agua resultó impenetrable para el ojo humano.
¿Cómo era posible que las cosas cambiaran tan rápidamente?, se preguntó Lorena, consciente de que la comunicación con su hermana se había roto posiblemente para siempre. Lorena cogió la mano de su marido mientras observaba el crepitar de la hoguera. Los maderos, como los sentimientos, se consumen abrasados por el calor del fuego, pensó. Las brasas también se acaban apagando. Pero ¿y las cenizas? ¿Qué ocurría con las cenizas?