—Criamos animales para robarles sus hijos y llenar con ellos nuestro estómago, que es la tumba donde son enterrados —sentenció Leonardo da Vinci.
Mauricio miró con asombro a tan extravagante comensal. Era guapo, de unos veinticinco años, bien proporcionado y elegante. Su cabello rizado, esmeradamente cuidado, le llegaba hasta la mitad de la espalda. Tanto los rizos de la melena como el color rosa de la túnica que portaba le conferían un toque femenino. Sus maneras eran tan suaves como sorprendentes sus juicios.
¿Estaría en contra ese Leonardo de que se castrase a los pollos al poco de nacer? ¿Se opondría a que fueran generosamente cebados durante su cría y degollados cuando su carne aún era tierna? Por sus palabras y hechos parecía capaz de sustentar tan insólitas opiniones. Quizá por ello estuviera comiendo dos insulsas mitades de pepinillo sobre una hoja de lechuga en lugar de disfrutar de aquellos deliciosos capones. ¿Cómo era posible comer lechugas y pepinillos en una mesa principesca donde abundaba la carne de caza vedada al pueblo llano? ¡En su casa paterna tal proceder se hubiera considerado una falta de educación!
—Interesante comentario —apuntó Marsilio Ficino—. Más de una vez he pensado que del mismo modo que comemos animales, también nosotros somos cebados, y nos degustan como alimentos otras entidades.
Mauricio observó con desconcierto al otro comensal invitado por Lorenzo. Su aspecto, aunque grave, transmitía serenidad. Era mayor. Tendría al menos cuarenta y cinco años. Delgado y de frágil constitución, vestía una sotana negra bajo la que se podía adivinar una pequeña joroba. Al igual que Leonardo, tampoco había probado los riñones, capones, lenguas de buey, salchichas ni el resto de las carnes especiadas que tan tentadoramente se desplegaban sobre las bandejas de la mesa. Ambos compartían perfiles singulares. De Leonardo se decía que era un prometedor artista cuyo talento igualaba, e incluso superaba, sus excentricidades. Por su parte, Marsilio Ficino era sacerdote, médico y, según había oído, el alma de la Academia Platónica que reunía las mentes más preclaras de Florencia.
—¿Y quiénes son esas entidades que nos van a devorar? —preguntó Mauricio sin alcanzar a entender la reflexión de Marsilio Ficino.
—«Los demonios», cuando uno se deja llevar por la ira o la crítica intolerante hacia otros seres humanos —contestó con voz suave y amable Marsilio—. Creo que esas entidades infernales se alimentan de nuestras bajas pasiones y buscan por todos los medios que tienen a su alcance hacernos adictos a ellas.
—En ese caso, deseo que los demonios se estén dando un festín con los Pazzi y el resto de los conspiradores —apuntó Mauricio, llevando la conversación a un lugar en el que se sentía más seguro.
Las ideas que se daban cita en aquella mesa eran completamente inesperadas, extrañas y, a menudo, fascinantes; sin embargo, al hallarse tan distantes de la tradición en la que le habían educado, Mauricio prefería no adentrarse en territorios desconocidos. A juzgar por la familiaridad con la que les trataban, los tres hombres eran amigos. Lorenzo disfrutaba con los comentarios de ambos comensales sin que pareciera importarle su desprecio hacia las sabrosas carnes que su cocinero había preparado. De hecho, Lorenzo dirigía cómplices miradas a ambos invitados, en las que Mauricio creía adivinar un secreto divertimento cuando algunas de sus opiniones le desconcertaban. ¿O acaso esas medias sonrisas eran suscitadas por haber escogido el mantel de lino para limpiarse las manos en vez de esos pañuelos azules que utilizaban los demás? En su hogar solían limpiarse las manos con los manteles cuando la mesa se adornaba con ellos, pero debía reconocer que quizás el que cubría la mesa fuera demasiado bonito para ensuciarlo. Así pues, era aconsejable utilizar, como el resto, los pañuelos azules para limpiarse de la grasa que resbalaba sobre sus manos.
—Que se pudran en el Infierno —intervino Lorenzo, trocando su relajado rostro por uno de gesto adusto—. Y para que nadie olvide el destino que aguarda a los siervos de Satanás, he decidido que su agonía final se vea a diario por toda la ciudad. A tal objeto, se pintarán sus muertes a tamaño natural sobre los muros del Bargello. Quiero que todo el mundo contemple cómo trata Florencia a sus traidores.
—Si deseáis retratos que reflejen con detalle la crudeza de la ejecución, difícilmente encontrarás a un pintor tan observador de la realidad como el maestro Leonardo —sugirió Marsilio.
—Mis buenos amigos —fintó Lorenzo—, no soy yo quien decidirá la mano que realice el trabajo. Si se acepta mi propuesta, será el Consejo de los Ocho el que elija al pintor que les parezca más adecuado. Y pese a que conozco mejor que nadie las extraordinarias cualidades de Leonardo, tampoco nos debería extrañar que optaran por Sandro Botticelli. Ya sabéis el enorme afecto que le profesaba Sandro a mi hermano Giuliano. Tal vez los Ocho, conocedores de ese amor fraternal, prefieran finalmente a Sandro, que es también un gran pintor.
—Y gran amigo tuyo…, como yo mismo me honro de serlo —añadió Leonardo.
Mauricio no podía menos que deleitarse ante la sutileza de los comentarios. Lorenzo había dicho entre líneas que el encargo iría a parar a Sandro Botticelli. Sin embargo, lo había expresado tan sólo como una posibilidad cuya decisión no dependía de él, al tiempo que elogiaba a Leonardo. Éste, sabedor que tras los Ocho se hallaba la alargada mano del Magnífico, había sugerido que prefería a Sandro por ser más amigo suyo, pero también afirmaba en última instancia lo contrario: que ambos eran igual de amigos. Ya había oído hablar de las diplomáticas dagas florentinas, capaces de matar con elogios y sonrisas. Si esto pasaba entre amigos…
—Ya veremos qué ocurre —intervino Marsilio—. Lo único seguro es que a Leonardo no le faltarán ideas ni proyectos. Precisamente antes de la comida me estaba comentando los ingenios con los que pensaba levantar el baptisterio del suelo, sin dañarlo, para que reposase sobre andamios.
Marsilio había cambiado hábilmente de conversación. Lorenzo volvía a sonreír. Parecía evidente que aquellos hombres eran amigos y que el Magnífico había organizado la comida para poder relajarse de la enorme tensión que le acompañaba desde la muerte de su hermano.
—Desde luego es una idea excelente —aseguró Leonardo—. El baptisterio de San Juan quedaría colocado al mismo nivel que la catedral, lo que favorecerá la estética del conjunto, al tiempo que lo protegeremos de las recurrentes inundaciones del río Arno.
—Afortunadamente tampoco soy yo quien puede aprobar este proyecto —dijo el Magnífico—. Si hay alguien capaz de elevar el baptisterio en el aire y depositarlo suavemente sobre un armazón de tablones, sois vos. Pero si por desgracia ocurriera algún imprevisto y la iglesia más antigua de la ciudad sufriera graves daños, tanto quien propuso la idea como quien dio la aprobación a su ejecución deberían abandonar Florencia con los pies por delante.
—Se diría que te sientes feliz por tener tan pequeño margen de decisión —señaló irónicamente Leonardo.
—Me siento feliz por vivir en una República donde los asuntos públicos se deciden por cargos elegidos democráticamente y donde los ciudadanos de a pie deciden sobre sus propios bienes. Ahora bien —añadió guiñando un ojo—, eso no implica que carezca de poder de decisión o que no sea generoso.
—Si os conozco en algo, diría que vas a hacernos partícipes de un anuncio —pronosticó Marsilio.
—En efecto —prosiguió el Magnífico—. Hace mucho que nos conocemos y os considero mis amigos. Pero ¿es el tiempo el que forja la amistad o más bien se hacen los hombres amigos por una afinidad espiritual que no guarda relación con el tiempo? ¿No ocurre que cuando encontramos un amigo verdadero al que no habíamos visto durante semanas, meses y hasta años al poco estamos hablando con él como si nunca hubiéramos dejado de tratarlo? ¿Y no es Mauricio el mejor ejemplo de que la amistad no requiere más que unos breves instantes para que los amigos se reconozcan el uno al otro?
—Bien sabes, Lorenzo, que tu abuelo Cosimo me encomendó traducir los libros de Platón del griego al latín con el propósito de que los hombres cultos de Europa pudiera al fin leer su obra. También tuve el privilegio de iniciarte en su lectura, por lo que conozco muy bien tu afición por el insigne filósofo. Mas te ruego que no te recrees en tu habilidad oratoria, emulando las preguntas retóricas de Platón, y nos reveles sin demora la noticia que esconde tu mente.
—En otras palabras: abrevia —rio Leonardo.
Mauricio y todos los presentes estallaron en carcajadas ante la intervención de Leonardo. Éste se disculpó entre risas por su falta de tacto, alegando que, aunque instruido en múltiples saberes prácticos, no había recibido una adecuada educación humanista. Por eso tenía la fea costumbre de resumir con sólo una palabra lo que un filósofo podía razonar durante un día entero.
—Acepto tus disculpas —dijo Lorenzo con una sonrisa aún en los labios—, a cambio de no sufrir más interrupciones. Mi anuncio es muy simple: quiero agradecer públicamente a Mauricio que me salvara la vida; por eso le realizaré una oferta por su anillo, una oferta que superará cualquier cifra que hubiera imaginado en sus más locos sueños. Pero no aceptaré un no por respuesta, ya que desde el atentado perpetrado contra mi persona duermo cada noche con el anillo, al que considero mi talismán protector.
Mauricio miró expectante a Lorenzo. ¿Cuál sería esa oferta fabulosa? ¿Podría vivir como un acaudalado prohombre el resto de sus días sin necesidad de ganarse el pan con el sudor de su frente? El Magnífico guardó un teatral silencio. Sin duda le gustaba ser el centro de atención. Al fin, sus labios se abrieron.
—Te ofrezco entrar como socio de nuestra tavola, el banco Medici en Florencia, con derecho al cinco por ciento de sus beneficios anuales y el cargo de subdirector, tras un periodo de preparación previa, con un sueldo de doscientos florines anuales. De tu residencia también me encargo yo. De momento el primer año te alojarás en mi palacio, un lugar tan cómodo y seguro como conveniente para aprender todo lo que merece saberse en Florencia.
Lorenzo miró al auditorio sabiendo que los había dejado sin habla. La cabeza de Mauricio funcionaba a una velocidad desconocida. La oferta era fabulosa y sobrepasaba todos sus cálculos, pero ¿era realidad o polvo de estrellas? Si, como parecía probable, los enemigos de Lorenzo triunfaban, ¿en qué se traduciría aquella proposición? En la ruina. Si el régimen Medici caía, declararían el banco en quiebra y valdría menos que un florín. No había que ir muy lejos para encontrar un caso similar. La incalculable fortuna de los Pazzi se había evaporado como el rocío de la mañana en tan sólo unas horas. Sus negocios y propiedades habían pasado a las manos de otras familias presuntamente acreedoras de los Pazzi. Que dichos créditos fueran reales o simulados era una cuestión irrelevante. La victoria es avara de su éxito y no sabe de justicia. El poder todo lo justifica. Demasiado bien lo sabía Mauricio. Así pues, buscó la manera de rechazar la oferta sin parecer descortés.
—Tu generosidad me abruma, pero no puedo aceptarla. Lo que me ofreces vale mucho más de lo que yo te vendo. Y la amistad no debe cegarnos ante lo que a cada uno le conviene. Carezco de los estudios adecuados y de experiencia en la banca. Por ello me conformaría con una modesta cantidad de dinero que me permitiera fundar un negocio de tejidos, ya que por tradición familiar conozco ese tipo de industria.
El rostro de Lorenzo permanecía inescrutable. Era imposible saber si sus palabras habían podido convencerle.
—¿Dos más dos? —le preguntó de improviso en latín.
—Cuatro —respondió automáticamente Mauricio, sin detenerse a pensar.
Pese a que no había recibido una esmerada educación humanista ni había acudido a ninguna universidad, conocía el latín tan bien como la aritmética. En efecto, a la formación recibida por el párroco de su iglesia, su padre había sumado el coste de contratar tutores particulares que le instruyeran en tales enseñanzas. Entusiasmado, había ampliado sus conocimientos devorando con fruición las obras que Joan, el amigo librero de su padre, almacenaba en bellos anaqueles de madera. La expresión triunfal de Lorenzo le advirtió que había caído en una suerte de trampa.
—Eres demasiado modesto, Mauricio. Sabes sumar, conoces varios idiomas, dominas al dedillo un negocio tan importante como el de las telas, y hasta sabes cómo funciona el espionaje industrial.
El Magnífico realizó una pausa y le dirigió una significativa mirada.
Mauricio captó al instante que Lorenzo se refería a los secretos robados por Sandro Tubaroni y utilizados por su padre para hacer prosperar su negocio en Barcelona. ¿Cómo lo había averiguado? Aún sin reponerse de la sorpresa y con la cara roja por la vergüenza, Mauricio se intentó defender.
—Saberes insuficientes para trabajar en la banca —adujo—. Soy ignorante en asuntos financieros, que nunca me han atraído.
Mauricio no se atrevió a añadir algo que también le preocupaba: la usura, prestar dinero a cambio de un interés, era un pecado terrible condenado por la Iglesia. ¿Y no era ésa una práctica habitual de los bancos aunque lo camuflaran bajo complicadas fórmulas legales?
—No te preocupes por nada de eso. Ya irás aprendiendo poco a poco los entresijos de las finanzas. Lo que no se aprende ni se enseña es la lealtad. Y eso es lo que verdaderamente aprecio en estos tiempos inciertos. Yo no puedo estar en varios sitios a la vez, pero sí puedo colocar a hombres de mi entera confianza en los lugares que considere oportunos para ver a través de sus ojos. Tiempo habrá para que te explique los detalles. Ahora únicamente quiero que aceptes mi propuesta.
—Lorenzo ya te había advertido que no admitiría un no por respuesta —comentó socarronamente Leonardo.
Todos se rieron con ganas, menos Mauricio, que esbozó una sonrisa forzada.