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Ya eran más de las ocho y media cuando Dalgliesh se dispuso a empujar a Henry Carwardine hasta casa de Julius Court. La tarea no era fácil para un hombre en las primeras etapas de la convalecencia. Carwardine, aunque estaba delgado, pesaba mucho, y el pedregoso sendero serpenteaba cuesta arriba. Dalgliesh no había querido sugerir que usaran su coche porque ser traspasado por la estrecha puerta debía de resultar más doloroso y humillante para su compañero que la habitual silla de ruedas. Anstey cruzaba el vestíbulo cuando ellos se marchaban y les sostuvo la puerta y le ayudó a bajar la silla por la rampa, pero no propuso asistirlo en el recorrido ni le ofreció la furgoneta de los pacientes. Dalgliesh pensó si se estaría imaginando que en el «buenas noches» final de Anstey había una nota de desaprobación de la empresa.

Ninguno de los dos hombres habló durante la primera parte del trayecto. Carwardine llevaba una gran linterna entre las rodillas y trataba de mantenerla enfocada en el camino. El círculo de luz, que giraba y se bamboleaba ante ellos a cada sacudida de la silla, iluminaba con deslumbrante claridad un mundo nocturno secreto y circular de verdor, movimiento y vida fugaz. Dalgliesh, un poco mareado por el cansancio, se sentía disociado de su entorno físico. Los dos gruesos asideros de goma, resbaladizos al tacto, estaban flojos y se retorcían de un modo irritante bajo sus manos, como si no tuvieran relación alguna con el resto de la silla. El camino que se extendía ante él sólo era real porque sus piedras y grietas sacudían las ruedas. La noche era apacible y muy cálida para ser otoño, el aire estaba cargado de olor a hierba y de recuerdos de las flores del estío. Unas nubes bajas habían tapado las estrellas y avanzaban en una oscuridad casi total hacia el creciente murmullo del mar y los cuatro rombos luminosos que señalaban Toynton Cottage. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca para que se distinguiera que el rombo mayor correspondía a la puerta trasera, Dalgliesh dijo llevado de un impulso:

—Encontré un anónimo bastante desagradable en el escritorio del padre Baddeley. Evidentemente no le caía simpático a alguien de Toynton Grange. Querría saber si era por despecho personal o si alguien más ha recibido otro.

Carwardine alzó la cabeza. Dalgliesh vio su rostro intrigantemente escorzado, la afilada nariz un garfio óseo, la mandíbula colgante, como si de una marioneta se tratara, bajo el informe vacío de la boca.

—Yo recibí uno hace unos diez meses —dijo—. Estaba dentro del libro que había sacado de la biblioteca. Desde entonces no he recibido otro y no sé de alguien que haya recibido alguno. No solemos hablar de estos temas, pero creo que la noticia se hubiera extendido si el mal fuera endémico. El mío supongo que era una burla corriente. Sugería que tenía a mi alcance métodos de autosatisfacción sexual en cierto modo acrobáticos si todavía contaba con la agilidad física suficiente para ejecutarlos. Daba por hecho el deseo de llevarlos a cabo.

—¿Entonces era obsceno y no meramente ofensivo?

—Obsceno en el sentido de que estaba calculado para producir repugnancia más que para pervertir o corromper, sí.

—¿Tiene usted alguna idea de quién podría ser el responsable?

—Estaba escrito en papel de Toynton Grange y con una vieja máquina de escribir Remington que usa Grace Willison fundamentalmente para mandar el boletín trimestral. Ella parecía la candidata más probable. No fue Ursula Hollis, que no llegó hasta dos meses después. Y, ¿no suelen mandar estas cosas las solteronas respetables de mediana edad?

—En este caso, lo dudo.

—Bueno… me someto a su mayor experiencia en cuestiones de obscenidad.

—¿Se lo contó a alguien?

—Sólo a Julius. Él me aconsejó que no lo dijera y me sugirió que rompiera el papel y lo echara al retrete. Dado que el consejo coincidía con mis propias inclinaciones, lo seguí. Como he dicho, no he recibido otro. Me imagino que la diversión pierde interés si la víctima no se muestra molesta.

—¿Podría haber sido Holroyd?

—No parecía su estilo. Victor podía ser insultante, pero creo que no de esa manera. Su arma era su voz, no la pluma. Personalmente, a mí no me desagradaba tanto como a algunos. Atacaba como un niño desdichado. Había en él más amargura personal que malicia activa. Es cierto que añadió un codicilo bastante infantil a su testamento la semana antes de morir; Philby y la asistenta de Julius, la señora Reynolds, fueron testigos. Pero probablemente eso se debía a que estaba decidido a morir y quería liberarnos de toda obligación de recordarlo con afecto.

—¿De modo que piensa usted que se suicidó?

—Naturalmente. Lo mismo que todo el mundo. ¿Cómo iba a ocurrir si no? Me parece la hipótesis más probable. O bien fue suicidio, o bien asesinato.

Era la primera vez que alguien usaba esa portentosa palabra. En la voz pedante y aguda de Carwardine resultaba tan incongruente como una blasfemia en labios de una monja.

—También es posible que fallaran los frenos de la silla —dijo Dalgliesh.

—Dadas las circunstancias, eso lo considero asesinato.

Guardaron silencio unos instantes. La silla saltó por encima de una piedra y la luz de la linterna ascendió bruscamente describiendo un amplio arco, como un foco diminuto y débil. Carwardine la sujetó y luego dijo:

—Philby engrasó y comprobó los frenos de las sillas a las ocho y media de la noche anterior de la muerte de Holroyd. Yo estaba en el taller jugando con la arcilla y lo vi. Poco después se marchó y yo me quedé hasta aproximadamente las diez.

—¿Le ha contado todo esto a la policía?

—Dado que querían saberlo, sí. Con bien poco tacto, me preguntaron dónde había estado exactamente esa noche y si había tocado la silla de Holroyd después de que Philby se marchara. Puesto que aunque lo hubiera hecho no lo habría admitido, la pregunta era bastante inocente. Interrogaron a Philby, pero no delante de mí, y estoy seguro de que confirmó mi relato. Tengo una actitud ambivalente respecto a la policía: me limito estrictamente a responder a sus preguntas, pero aceptando la premisa de que, en general, tienen derecho a la verdad.

Habían llegado. De la puerta trasera de la casa salía una potente luz y Julius Court, una silueta oscura, se asomó al umbral para recibirlos. Ocupó el lugar de Dalgliesh detrás de la silla y la empujó por el corto pasadizo de piedra que conducía a la salita. De camino, Dalgliesh sólo tuvo tiempo para entrever por una puerta abierta las paredes cubiertas de madera de pino, el suelo de losetas rojas y el reluciente metal de la cocina de Julius, una cocina como la suya, en la que una mujer, con una remuneración demasiado alta y muy poco trabajo a fin de mitigar la culpabilidad del que la emplea por contratarla, prepara de vez en cuando una comida que satisfaga los exigentes gustos de una sola persona.

La sala de estar ocupaba toda la parte delantera de la planta baja de lo que originalmente habían sido dos casitas adosadas. Una hoguera de madera abandonada por el mar chisporroteaba en la chimenea, pero ambas ventanas estaban abiertas a la noche. Las paredes de piedra vibraban con las acometidas del mar. Resultaba desconcertante sentirse tan cerca del borde del precipicio pero no saber exactamente a qué distancia. Como si hubiera leído sus pensamientos, Julius dijo:

—No estamos más que a cinco metros y medio de un precipicio de doce metros. Ahí fuera hay un patio y un muro bajo; luego podemos salir si no hace mucho frío. ¿Qué desea tomar, un licor o vino? Ya sé que Henry prefiere el clarete.

—Clarete, por favor.

Dalgliesh no se arrepintió de su elección cuando vio las etiquetas de las tres botellas, dos previamente descorchadas, que había sobre la mesita próxima a la chimenea. Le sorprendió que se ofreciera vino de tal calidad a dos huéspedes de poco compromiso. Mientras Julius preparaba las copas, Dalgliesh empezó a pasear por la estancia. Contenía objetos admirables, si uno estaba de humor para valorar las posesiones personales. Al advertir una espléndida jarra Sunderland de loza con reflejos metálicos que conmemoraba la batalla de Trafalgar, tres figuritas Staffordshire de la primera época que descansaban en la repisa de la chimenea, y un par de bonitas marinas colgadas de la pared más larga, se le iluminaron los ojos. Sobre la puerta que conducía al borde del acantilado había un mascarón de proa fina y recargadamente tallado en madera: dos querubines sostenían un galeón cubierto por un escudo y envuelto con gruesos nudos de marinero. Al percibir su interés, Julius comentó:

—Lo hizo Grinling Gibbons hacia 1660, se dice que para Jacob Court, un contrabandista de estas tierras. Por lo que he averiguado, no era antepasado mío. Mala suerte. Seguramente es el mascarón de proa más antiguo que existe. En Greenwich piensan que tienen uno anterior, pero yo diría que el mío lo aventaja en un par de años.

Colocado sobre un pedestal en el extremo más alejado de la habitación, desde donde emitía un ligero resplandor, como si fuera luminoso, había un busto de mármol de un niño alado que sostenía en la regordeta mano un ramillete de capullos de rosa y azucenas. El mármol era de un color café claro, excepto en los párpados de los cerrados ojos, donde estaba teñido de un rosa pálido. Las manos sin venas sostenían las flores con la fuerza honesta y despreocupada de un niño; el niño tenía los labios entreabiertos en un esbozo de sonrisa, serena e intrigante. Dalgliesh extendió un dedo y acarició suavemente la mejilla; se la imaginó cálida al tacto. Julius se le acercó con dos copas.

—Le gusta el mármol. Naturalmente, formaba parte de un monumento funerario, del siglo XVII o principios del XVIII, y de la escuela de Bernini. Sospecho que a Henry le gustaría más si fuera un Bernini auténtico.

—No me gustaría más —declaró Henry—. Lo que dije es que estaría dispuesto a pagar más por él.

Dalgliesh y Court regresaron a la chimenea y se acomodaron para dar inicio a lo que evidentemente iba a ser una noche de mucho beber. Dalgliesh se sorprendió paseando los ojos por la habitación. Evidentemente, no había en ella ostentación ni búsqueda consciente de originalidad o efecto. Sin embargo, se notaba el cuidado puesto en su arreglo; cada objeto ocupaba el lugar adecuado. Habían sido adquiridos, pensó, porque a Julius le gustaban; no formaban parte de un cuidadoso plan de revalorización, ni habían sido comprados por una obsesiva necesidad de ampliar la colección. No obstante, Dalgliesh dudaba de que hubieran sido descubiertos casualmente o pagados a bajo precio. También los muebles constituían muestras de prosperidad. El sofá y las dos butacas de piel eran quizá demasiado opulentos para las proporciones y la simplicidad de la estancia, pero evidentemente Julius los había elegido pensando en la comodidad. Dalgliesh se reprochó el ramalazo de puritanismo que le hacía comparar desfavorablemente la habitación con los acogedores andrajos de la sala de estar del padre Baddeley.

Carwardine, contemplando el fuego desde su silla de ruedas por encima del borde de la copa, preguntó de repente:

—¿Le habló Baddeley de las extrañas manifestaciones de la filantropía de Wilfred, o su visita ha sido repentina?

Era una pregunta que Dalgliesh esperaba y percibió que ambos hombres sentían algo más que interés por su respuesta.

—El padre Baddeley me escribió diciendo que le gustaría verme. Yo decidí venir llevado por un impulso. He estado una temporada en el hospital y me pareció buena idea pasar unos días de convalecencia con él.

—A mí se me ocurren muchos sitios mejores que Villa Esperanza para pasar un período de convalecencia, si el interior se parece mínimamente al exterior. ¿Hacía tiempo que conocía a Baddeley?

—Desde la infancia. Fue ayudante de mi padre. Pero la última vez que nos vimos, y brevemente, fue cuando yo todavía estaba en la universidad.

—Y después de contentarse sin tener noticias uno de otro durante aproximadamente una década, a usted le inquieta encontrárselo muerto de un modo tan inoportuno.

—Más de lo que esperaba —dijo Dalgliesh con tranquilidad, sin darse por aludido—. Nos escribíamos con muy poca frecuencia, generalmente sólo una tarjeta para Navidad, pero pensaba en él más que en otras personas a quienes veía casi diariamente. No sé por qué nunca me tomé la molestia de contactar con él. Siempre podemos poner la excusa del trabajo. Pero, por lo que recuerdo del padre Baddeley, no acabo de entender cómo encajaba aquí.

—No encajaba —rió Julius—. Entró en un momento en que Wilfred pasaba por una fase más ortodoxa, supongo que para dar a Toynton Grange cierta respetabilidad religiosa. Pero en los últimos meses yo percibí que se trataban con frialdad, ¿tú no, Henry? Seguramente el padre Baddeley ya no estaba seguro de si Wilfred quería un sacerdote o un gurú. Wilfred aprovecha cualquier retazo de filosofía, metafísica y religión ortodoxa que le sirva para confeccionar su sueño en tecnicolor. En consecuencia, como seguramente descubrirá si se queda el tiempo suficiente, este lugar sufre una carencia de ética coherente. Y nada hay más fatal para el éxito. Tomemos como ejemplo mi club de Londres, dedicado simplemente al disfrute de una buena comida y el buen vino, excluyendo a los pelmazos y a los pederastas. Naturalmente, no existe la más mínima declaración explícita, pero todos sabemos a qué atenernos. Los fines son sencillos y comprensibles, por lo tanto, alcanzables. Aquí los pobrecitos no saben si están en una clínica, en una comuna, en un hotel, en un monasterio o en un manicomio especialmente estrafalario. Incluso tienen sesiones de meditación de vez en cuando. Me temo que Wilfred se está dejando influir un poco por los zen.

—Está confuso, pero ¿quién no lo está? —interrumpió Carwardine—. En el fondo es amable y bien intencionado, y se ha gastado su fortuna personal en Toynton Grange. En esta época de compromisos orientados a la propia complacencia en la que el primer principio de la protesta pública o privada es que no debe estar relacionada con cosa alguna de lo que el que protesta pueda ser responsable, ni implique para él el más ligero sacrificio personal, eso al menos habla en su favor.

—¿Le tiene usted simpatía? —preguntó Dalgliesh.

—Puesto que me ha salvado del encarcelamiento en un hospital para enfermos crónicos y me proporciona una habitación amplia a un precio que puedo pagar, estoy naturalmente obligado a considerarlo encantador —contestó Henry Carwardine con sorprendente aspereza. Se produjo un corto y tenso silencio. Al percibirlo, Carwardine, añadió—: La comida es lo peor de Toynton. Pero eso puede remediarse, aunque a veces me sienta como un colegial glotón dándome un festín solo en mi habitación. Y escuchar a mis compañeros leer sus fragmentos preferidos de la teología popular y las antologías más asequibles de la poesía inglesa es poco precio por el silencio durante la cena.

—Debe de ser difícil encontrar personal. Según la señora Hewson, Anstey se fía de un expresidiario y de una enfermera que en ningún sitio contratarían.

Julius Court alargó el brazo para coger la botella de vino y volvió a llenar las tres copas.

—Nuestra querida Maggie, tan discreta como siempre. Es cierto que Philby, el mozo, tiene ciertos antecedentes. No es exactamente un orgullo para la institución, pero alguien tiene que lavar la ropa sucia, matar los pollos, limpiar los lavabos y hacer todas las otras tareas ante las cuales se estremece el alma sensible de Wilfred. Además, es un apasionado devoto de Dot Moxon, y no me cabe duda alguna de que ello contribuye a tenerla contenta. Puesto que Maggie se ha ido tanto de la lengua, más vale que sepa la verdad sobre Dot. Quizá recuerde algo del caso; es la famosa enfermera del hospital geriátrico de Nettigfield. Hace cuatro años le pegó a un paciente. No fue un golpe fuerte, pero la vieja se cayó, se dio un golpe contra la mesilla de noche y casi murió. Leyendo entre líneas el informe de la investigación subsiguiente se deduce que era una arpía egoísta, exigente y gruñona que hubiera tentado a un santo. Su familia no quería tener nada que ver con ella, ni siquiera la iban a ver, hasta que descubrieron que podían obtener mucha publicidad beneficiosa demostrando su lícita indignación; cosa perfectamente correcta, por otra parte. Los pacientes, por muy desagradables que sean, son sagrados y, en nuestro propio interés, es preciso mantener ese admirable precepto. El incidente levantó una oleada de quejas sobre el hospital. Hubo una investigación completa que abarcó la administración, los servicios médicos, la comida, la atención, todo. No es de extrañar que encontraran abundante materia que investigar. Como consecuencia, fueron despedidos dos practicantes y Dot se marchó por iniciativa propia. El resultado de la investigación, al tiempo que lamentaba que hubiera perdido el control, la exoneraba de toda sospecha de crueldad deliberada. Pero el daño ya estaba hecho; ningún otro hospital la contrataría. Aparte de la sospecha de que no era del todo fiable en situaciones difíciles, la culpaban por desencadenar un proceso que a nadie benefició e hizo perder el trabajo a dos hombres. Después de esto, Wilfred intentó ponerse en contacto con ella; por lo que se supo de la investigación, le pareció que había sido muy severa. Le costó algo de tiempo localizarla, pero por fin lo consiguió y la invitó a venir aquí como una especie de enfermera jefe. En realidad, igual que el resto del personal, hace todo lo que sea necesario, desde prestar cuidados médicos a cocinar. Pero los motivos de Wilfred no eran totalmente altruistas. Nunca resulta fácil encontrar enfermeras para un lugar remoto y especializado como éste, dejando aparte lo poco ortodoxo de los métodos de Wilfred. Si perdiera a Dorothy Moxon, no le sería sencillo encontrarle sustituta.

—Recuerdo el caso, sin embargo su cara no —dijo Dalgliesh—. Es la chica rubia, Jennie Pegram, ¿no?, la que me suena.

Carwardine sonrió, indulgente, un poco desdeñoso.

—Ya pensaba que preguntaría por ella. Wilfred debería idear un modo de usarla para obtener fondos, a ella le encantaría. No conozco persona alguna que adopte mejor esa expresión de fortaleza melancólica, perplejidad y sufrimiento. Debidamente explotada, podría conseguir una fortuna para la casa.

—A Henry, como habrá observado, no le es simpática —dijo Julius riendo—. Si su cara le suena, quizá sea de verla en la televisión hace aproximadamente un año y medio. Fue el mes en que los medios de comunicación se propusieron lacerar la conciencia británica en bien de los enfermos crónicos juveniles. El productor mandó a sus subordinados a buscar una víctima idónea y encontraron a Jennie. Hacía doce años que recibía cuidados, y muy buenos cuidados, en una clínica geriátrica, en parte, supongo, porque no encontraron un lugar más adecuado para ella, en parte porque a ella le gustaba ser la niñita malcriada de los pacientes y de las visitas, y en parte porque el hospital contaba con un servicio de fisioterapia y terapia ocupacional que a Jennie le venía muy bien. Pero el programa, como se puede imaginar, explotó la situación: «Desafortunada muchacha de veinticinco años encarcelada entre viejos y moribundos, aislada de su comunidad, desvalida, sin esperanza». Agruparon cuidadosamente a los pacientes más seniles alrededor de ella, Jennie ocupó el centro e hizo su papel magníficamente ante las cámaras. Se lanzaron estridentes acusaciones contra la falta de humanidad del Ministerio de Sanidad, la junta regional de centros hospitalarios y la dirección del hospital. Al día siguiente, como era de esperar, hubo un estallido público de indignación que duró, me imagino, hasta el siguiente programa de denuncia. El misericordioso público británico exigió que se encontrara un lugar más apropiado para Jennie. Wilfred escribió ofreciéndole una plaza aquí, Jennie aceptó, y llegó hace catorce meses. Nadie sabe del todo qué piensa de nosotros. Yo daría mucho por ver lo que pasa por su mente.

A Dalgliesh le sorprendió que Julius conociera tan íntimamente a los pacientes de Toynton Grange, pero no preguntó más. Dejó discretamente la charla y se dedicó a saborear el vino, apenas escuchando las vagas voces de sus contertulios. Era la charla apacible y poco exigente de unos hombres que tenían conocidos e intereses en común, que sabían lo suficiente el uno del otro y se importaban lo suficiente para crear una ilusión de compañerismo. Él carecía de deseos de compartirla. El vino merecía el silencio. Cayó en la cuenta de que éste era el primer vino de calidad que tomaba desde su enfermedad. Resultaba tranquilizador que otro de los placeres de la vida conservara su reconfortante poder. Tardó un instante en advertir que Julius le hablaba a él.

—Lamento haber propuesto la lectura poética, pero no me desagrada del todo haberlo hecho. Ilustra una cosa que ya verá usted de Toynton. Te explotan. No lo hacen intencionadamente, pero no pueden evitarlo. Dicen que quieren ser tratados como personas normales y luego piden cosas que a ninguna persona normal se le ocurriría pedir, y naturalmente, uno no puede negarse. Ahora quizás ya no piense tan mal de aquéllos de nosotros que parecemos menos entusiastas acerca de Toynton.

—¿Nosotros?

—El grupito de los normales, al menos físicamente, esclavizados en el lugar.

—¿Están esclavizados?

—¡Y tanto! Yo me voy a Londres o al extranjero para que el encantamiento no tenga tiempo de hacer efecto en mí. Pero piense en Millicent, atrapada en esa casita porque Wilfred se la cede sin pedirle alquiler. Lo único que desea es regresar a las partidas de bridge y a los pasteles de crema del balneario de Cheltenham. ¿Por qué no lo hace? Y Maggie. Maggie diría que lo único que quiere es vivir un poco. Y eso es lo que queremos todos, vivir un poco. Wilfred trató de convencerla de que debería aficionarse a observar los pájaros. Recuerdo perfectamente lo que le contestó: «Si tengo que observar otra maldita gaviota cagarse en el cabo de Toynton, me lanzaré gritando al mar». Querida Maggie. Me gusta cuando está sobria. ¿Y Eric? Bueno, Eric podría huir si tuviera valentía suficiente. Cuidar a cinco pacientes y supervisar médicamente la producción de crema de manos y sales de baño no es una tarea muy honrosa para un médico titulado, aunque tenga una desafortunada predilección por las niñas pequeñas. Y está también Helen Rainer. Pero me da la impresión de que el motivo que tiene nuestra enigmática Helen para quedarse es más elemental y comprensible. Todos se mueren de aburrimiento. Y ahora yo le estoy aburriendo a usted. ¿Le apetece escuchar un poco de música? Por lo general escuchamos discos cuando viene Henry.

El clarete, sin la compañía de la charla o de la música, ya habría contentado a Dalgliesh. Pero era consciente de que Henry tenía tantas ganas de escuchar un disco como Julius probablemente de demostrar la superioridad de su equipo musical. Al ser invitado a elegir, Dalgliesh pidió Vivaldi. Mientras sonaba el disco, salió a la noche. Julius lo siguió y permanecieron en silencio junto a la pequeña barricada de piedras que se levantaba al borde del acantilado. El mar se extendía ante ellos, ligeramente luminoso, fantasmagórico, bajo las altas y difuminadas estrellas. Pensó que la marea se estaba retirando pero todavía parecía muy próxima, golpeando la pedregosa playa con grandes acordes, un acompañamiento de bajo para el agudo y dulce contrapunto de los distantes violines. Le pareció que la espuma le salpicaba la frente, pero al alzar la mano descubrió que sólo era un efecto de la fresca brisa.

Así pues, debía de haber dos escritores de anónimos, de los cuales sólo uno se entregaba genuinamente a su obsceno oficio. De la inquietud de Grace Willison y de la lacónica aversión de Carwardine se deducía que habían recibido un tipo de escrito muy distinto al que había encontrado en Villa Esperanza. Era demasiada coincidencia que hubiera dos escritores de anónimos simultáneamente en una comunidad tan pequeña. Cabía suponer que la nota destinada al padre Baddeley había sido colocada en su escritorio después de su muerte, procurando no ocultarla demasiado, para que la encontrara Dalgliesh. De ser así, tenía que haberla puesto alguien que estuviera al corriente de la existencia de uno de los otros dos anónimos, alguien a quien le hubieran dicho que había sido escrito con una de las máquinas de Toynton Grange y en papel de Toynton Grange pero no hubiera llegado a verlo. La carta de Grace Willison había sido escrita con la Imperial, y sólo le había hablado de ella a Dot Moxon. La de Carwardine, igual que la del padre Baddeley, había sido escrita con la Remington y se lo había contado a Julius Court. La deducción era obvia. Pero ¿cómo podía un hombre de la inteligencia de Court esperar que un truco tan infantil engañara a un detective profesional, o siquiera a un aficionado entusiasta? Pero ¿era eso lo que pretendía? Dalgliesh sólo había firmado la postal que le envió al padre Baddeley con sus iniciales. Si la había encontrado alguien que tuviera un secreto mientras rebuscaba febrilmente en el escritorio, no debía de haberle revelado dato alguno aparte que el padre Baddeley esperaba una visita la tarde del primero de octubre, una visita seguramente inocua, otro clérigo o un antiguo feligrés. Sólo en el caso de que el padre Baddeley hubiera confiado a alguien que algo le preocupaba, hubiera merecido la pena fabricar y colocar una pista falsa. Era casi seguro que había sido colocada en el escritorio poco antes de su llegada. Si Anstey no mentía al decir que había mirado los papeles de Baddeley la mañana siguiente a su muerte, era imposible que se le pasara por alto el anónimo o que lo hubiera dejado donde estaba.

Sin embargo, aunque todo eso fuera una elaborada y demasiado retorcida sucesión de conjeturas y el padre Baddeley hubiera recibido realmente el anónimo, Dalgliesh estaba convencido de que no era la verdadera razón que le había llevado a llamarlo. El padre Baddeley se hubiera considerado perfectamente competente, tanto para descubrir al remitente como para ocuparse de él. No era un hombre de mundo, pero tampoco era un ingenuo. A diferencia de Dalgliesh, seguramente pocas veces habría tenido que tratar en el plano profesional con los pecados más espectaculares, pero eso no quería decir que escaparan a su capacidad o a su comprensión. De cualquier modo, se podía argüir que aquéllos eran los pecados más inocuos. Él, como cualquier párroco, debía de estar harto de enfrentarse a las faltas más corrosivas, mezquinas y viles en toda su triste pero limitada variedad. Tenía la respuesta preparada, misericordiosa pero inexorable, y la ofrecía, según recordaba Dalgliesh displicentemente, con toda la suave arrogancia de la absoluta certeza. No, cuando el padre Baddeley le escribió que buscaba consejo profesional, eso era lo que quería, el asesoramiento que sólo un policía podía darle sobre un asunto que no se sentía capacitado para solucionar por sí solo, y no era probable que consistiera en la identificación de un autor de anónimos malicioso, pero no particularmente depravado, que operaba en una pequeña comunidad en la cual él debía de conocer íntimamente a todos los miembros.

La posibilidad de tratar de descubrir la verdad sumió a Dalgliesh en una profunda depresión. Se encontraba en Toynton Grange haciendo una visita de carácter meramente privado. Carecía de posición, de instalaciones e incluso de material. Podía alargar la tarea de seleccionar los libros del padre Baddeley para que le ocupara una semana, quizás algo más. Después, ¿qué excusa podía poner para quedarse? Y nada había descubierto que le diera motivo para hacer intervenir a la policía local. ¿Qué entidad tenían aquellas vagas sospechas, aquel presentimiento? Un viejo que se está muriendo de una dolencia cardíaca, que sufre el esperado ataque final en paz sentado en su butaca junto al fuego, y quizás en el último momento de conciencia se lleva a la mano el familiar tacto de la estola, se la levanta por encima de la cabeza por última vez por razones, seguramente sólo medio reconocidas, de comodidad, tranquilidad, simbolismo o simple afirmación de su sacerdocio o de su fe. Podrían aducirse docenas de explicaciones, todas sencillas, todas más plausibles que la visita secreta de un falso penitente asesino. Y el diario que faltaba…, ¿quién podía demostrar que el propio padre Baddeley no lo había destruido antes de que se lo llevaran al hospital? La cerradura forzada del escritorio…, lo único que faltaba era el diario, y que él supiera, no se había robado nada de valor. En ausencia de otras pruebas, ¿cómo podía justificar una investigación oficial de una llave extraviada y una cerradura rota?

Pero el padre Baddeley lo había llamado. Algo le preocupaba. Si Dalgliesh, sin comprometerse ni complicarse demasiado la vida, podía descubrir durante la semana o diez días siguientes a qué se debía la llamada, lo haría. Le debía al menos eso al anciano. Pero ahí se acabaría. Al día siguiente haría una visita de compromiso a la policía y al abogado del padre Baddeley. Si descubría algo, que la policía se ocupara de ello. Él había dejado ese tipo de trabajo, como profesional y como aficionado, y haría falta algo más que la muerte de un sacerdote para revocar esa decisión.