Henry Carwardine hizo rodar su silla hasta el ascensor abrió con dificultad la puerta de rejilla metálica, la cerró estrepitosamente y pulsó el botón del piso superior. Había insistido en que quería una habitación en el edificio principal, rechazando con firmeza las celdas precarias y de mezquinas proporciones de la ampliación, y Wilfred, pese a lo que a Henry le parecían miedos obsesivos, casi paranoicos, de quedarse aislado en medio de un incendio, accedió de mala gana. Henry confirmó su compromiso con Toynton Grange trasladando allí uno o dos muebles escogidos de su piso de Westminster y prácticamente todos sus libros. Su habitación era amplia, de techo alto y agradables proporciones; las dos ventanas se abrían hacia el sudeste y ofrecían una extensa vista del promontorio. Al lado tenía un cuarto de baño que sólo compartía con el paciente que ocupara la habitación reservada a los enfermos. Sin la menor sombra de culpa, sabía que disponía de la habitación más cómoda de la casa y cada vez se retiraba más a este pulcro mundo privado y cerraba la pesada puerta labrada a la convivencia; de vez en cuando sobornaba a Philby para que le llevara bandejas de comida, le comprara quesos especiales, pâté y fruta en Dorchester para complementar las comidas institucionales que el personal de Toynton Grange preparaba por turnos. Por lo visto, Wilfred no había considerado prudente comentar esta insubordinación menor, esta violación de la ley de la solidaridad.
Pensó qué le habría impulsado a lanzar aquella pequeña pulla contra la inofensiva y patética Grace Willison. No era la primera vez desde la muerte de Holroyd que se descubría hablando en el tono de éste. El fenómeno le parecía interesante. Volvía a hacerle pensar en aquella otra vida, aquélla a la que había renunciado tan prematura y resueltamente. Mientras presidía comisiones, había observado que los miembros desempeñaban sus papeles individuales casi como si se los hubieran repartido de antemano. El halcón, la paloma, el transigente, el paternalista estadista de edad, el rebelde impredecible. Y con qué rapidez, si uno de los colegas se hallaba ausente, otro modificaba sus puntos de vista, adaptaba sutilmente incluso su voz y sus modales para llenar el hueco. Por lo visto, de la misma manera había él adoptado el manto de Holroyd. La idea resultaba irónica y en cierta medida lo satisfacía. ¿Por qué no? ¿Quién si no se adaptaba mejor que él a ese papel incordiante e inconformista?
Había sido uno de los subsecretarios de Estado más jóvenes de toda la historia. Su nombre sonaba como futuro jefe de un departamento. Y así se veía él. Pero la enfermedad, que al principio rozó nervios y músculos con dedos vacilantes, afectó la raíz de la confianza y todos los planes cuidadosamente elaborados. Cada conversación telefónica suponía una dura prueba; aquel pitido insistente cargado de impaciencia bastaba para que le empezaran a temblar las manos. Las reuniones, a las que siempre le había gustado asistir y había presidido con una competencia discreta pero abrasiva, se convirtieron en competiciones impredecibles entre la mente y el ingobernable cuerpo. Perdió la confianza justo en lo que más seguro había estado.
No se hallaba solo en la desgracia. Había visto otros, algunos en su propio departamento, a quienes les ayudaban a pasar de los grotescos coches de inválidos a las sillas de ruedas, que aceptaban un trabajo inferior y más sencillo y se trasladaban a una división que pudiera permitirse transportar un pasajero. El departamento conseguía el equilibrio entre la eficacia y el interés público por un lado y la consideración y la compasión debida por otro. Le hubieran permitido quedarse mucho tiempo más del que justificaba su utilidad. Hubiera podido morir, como había visto morir a otros, con los arneses oficiales puestos, unos arneses más ligeros y adaptados a sus débiles hombros, pero arneses al fin y al cabo. Admitía que para eso se requería cierta valentía. Pero no era su estilo.
Fue una reunión con otro departamento, presidida por él mismo, lo que le hizo decidirse finalmente. Todavía no era capaz de pensar en el desastre sin vergüenza y horror. Volvía a verse, arrastrando los pies impotentes, imprimiendo tatuajes en el suelo con el bastón mientras se esforzaba por dar un paso hacia su asiento, farfullando y rociando de babas los papeles de su vecino al saludarlo. El círculo de ojos que rodeaba la mesa, ojos animales, vigilantes, predatorios, avergonzados, que no se atrevían a encontrarse con los de él. Con la excepción de un muchacho, un joven y apuesto jefe de Hacienda. Éste miraba fijamente al presidente, no con piedad, sino con un interés casi cínico, observando para futura referencia una manifestación más del comportamiento humano sometido a tensiones. Por fin le salieron las palabras, por supuesto. No sabía cómo, había aguantado hasta el final de la reunión, pero para él era el fin.
Se había enterado de la existencia de Toynton Grange como se entera uno de la existencia de tales lugares, a través de un colega cuya esposa recibía el boletín trimestral y contribuía a su financiación. Parecía que podía constituir una solución. Era soltero y no tenía familia. No podía esperar ser siempre capaz de valerse por sí mismo, ni que la pensión de invalidez le permitiera pagar a una enfermera fija. Además tenía que salir de Londres. Si no podía alcanzar el éxito, optaría por desaparecer por completo, por retirarse al olvido, lejos de la azarada compasión de los colegas, del ruido y el aire viciado, de los peligros y las molestias de un mundo agresivamente organizado para los ricos y los sanos. Escribiría el libro sobre la toma de decisiones en el Gobierno planeado para cuando se jubilara, refrescaría sus conocimientos de griego, volvería a leer todo Hardy. Si no podía cultivar su propio jardín, al menos podría desviar los exigentes ojos de la falta de cultivo de los demás.
Y durante los primeros seis meses parecía que funcionaba. Había desventajas que, extrañamente, ni esperaba ni se le habían ocurrido: las monótonas comidas; las tensiones entre personalidades discordantes; el retraso con que le llegaban los libros y el vino; la falta de buena conversación; el egocentrismo de los enfermos, su preocupación por los síntomas y las funciones corporales; el horroroso infantilismo y falsa jovialidad de la vida institucional. Pero, aunque por poco margen, era soportable y tenía miedo de admitir el fracaso, dado que todas las demás alternativas parecían peores. Y entonces llegó Peter.
Hacía poco más de un año de su ingreso en Toynton Grange. Era una víctima de la polio, un muchacho de diecisiete años, hijo único de la viuda de un transportista de la industrial región central de Inglaterra que hizo tres visitas preparatorias de inspección oficiosa y mal informada antes de calcular si podía permitirse aceptar la vacante. Henry sospechaba que, asustada por la soledad y la degradada posición de los primeros meses de viudez, buscaba ya un segundo marido y empezaba a darse cuenta de que un hijo de diecisiete años confinado a una silla de ruedas constituía un obstáculo para la cuidadosa evaluación que harían de ella los posibles candidatos teniendo en cuenta el dinero de su difunto esposo y su propia avejentada y desesperada sexualidad. Al escuchar su torrente de intimidades obstétricas y maritales, Henry constató una vez más que los impedidos eran tratados como una raza aparte. No representaban amenaza alguna, ni sexual ni de cualquier otro tipo, y no ofrecían competencia. Como compañía, tenían la ventaja de los animales: delante de ellos se podía decir literalmente cualquier cosa sin avergonzarse.
Así pues, Dolores Bonnington expresó su satisfacción y, al poco tiempo, llegó Peter. El muchacho le causó al principio una pobre impresión, pero luego fue apreciando gradualmente su capacidad mental. Peter se había criado en casa con la ayuda de enfermeras y, cuando su salud lo permitía, lo acompañaban al colegio público local. Allí había tenido mala suerte. Nadie, y menos su madre, había descubierto su inteligencia. Henry Carwardine dudaba de la capacidad de ésta para reconocerla, pero estaba menos dispuesto a exculpar al colegio. Incluso teniendo en cuenta el problema que representaban las clases demasiado numerosas y la falta de personal, inevitables dificultades logísticas de una enorme escuela pública urbana, algún miembro del claustro de aquel indisciplinado y mal equipado jardín zoológico debería haber reconocido a un niño estudioso, pensaba con ira. Fue Henry quien concibió la idea de proporcionarle a Peter la educación de la que le habían privado, de que con el tiempo podía ingresar en una universidad y ganarse la vida.
Para sorpresa de Henry, preparar a Peter para los exámenes de reválida se convirtió en una preocupación general, en la conciencia de unidad y comunidad de Toynton Grange que ninguno de los experimentos de Wilfred había logrado crear. Incluso Victor Holroyd participó.
—Parece que ese chico no es tonto. Por supuesto, carece casi por completo de instrucción. Los profesores estarían los pobres demasiado ocupados enseñando relaciones raciales, educación sexual y otros añadidos contemporáneos al programa de estudios, además de evitar que los bárbaros destruyeran el colegio, para que les quedara tiempo para dedicar a alguien con inteligencia.
—Tendría que dar matemáticas y una asignatura de ciencias como mínimo, Victor. Si usted pudiera ayudarlo…
—¿Sin laboratorio?
—Tenemos el consultorio. Si pudiera arreglarse con eso, después de superar el examen ya no tendría que dar más ciencias.
—Claro que no. Soy consciente de que mis disciplinas sólo se incluyen para crear una ilusión de equilibrio académico. Pero habría que enseñar al chico a pensar científicamente. Conozco a los proveedores, seguramente podría arreglar algo.
—Lo pagaré yo, claro.
—Desde luego. Yo no podría, pero soy de los que cree que la gente ha de pagarse sus propios caprichos.
—Y es posible que a Jennie y Ursula también les interese.
A Henry le sorprendió verse a sí mismo proponiéndolo. El afecto —todavía no había llegado a usar la palabra amor— lo había vuelto amable.
—¡Por Dios! No pienso abrir una guardería. Pero me ocuparé de instruir al chico en matemáticas y ciencias.
Holroyd daba tres sesiones semanales de una hora exacta y no cabía duda sobre la calidad de sus clases.
Al padre Baddeley le convencieron para que le enseñara latín. El propio Henry se hizo cargo de la literatura y la historia inglesa, así como de la supervisión general. Descubrió que Grace Willison era la que mejor hablaba francés de Toynton Grange y, tras cierta reticencia, ésta accedió a dar dos sesiones de conversación a la semana. Wilfred observaba los preparativos con indulgencia, sin participar activamente pero sin poner tampoco objeciones. De pronto, todo el mundo estaba ocupado y contento.
El propio Peter se mostraba más resignado que entusiasmado. Pero demostró ser infatigable, en cierta medida divertido, quizá por el entusiasmo de ellos, pero capaz de mantener una concentración prolongada, que es el distintivo de un estudioso. Les resultaba casi imposible encargarle más trabajo del que podía hacer. Era agradecido y dócil pero distante. A veces, Henry, mirando el sosegado rostro afeminado, tenía la aterradora sensación de que los maestros eran todos chicos de diecisiete años y el muchacho el único depositario del triste cinismo de la madurez.
Henry sabía que nunca olvidaría el momento en que reconoció, por fin y con alegría, el amor. Era un día cálido de principios de primavera. ¿De verdad sólo hacía de ello seis meses? Estaban sentados en el mismo sitio que él ocupaba ahora bajo el sol del mediodía, con los libros en el regazo, dispuestos para empezar la clase de historia de las dos y media. Peter llevaba una camisa de manga corta y él se había arremangado la suya para percibir cómo los primeros rayos cálidos del sol le hacían cosquillas en el vello del brazo. Permanecían en silencio igual que él ahora. Y entonces, sin volverse a mirarlo, Peter colocó la suave piel de la parte interior del antebrazo contra la de Henry y, deliberadamente, como si cada movimiento formara parte de un ritual, de una afirmación, entrelazaron los dedos y sus palmas quedaron unidas carne con carne. Los nervios y la sangre de Henry recordaban ese momento y lo recordarían hasta la muerte. El sobresalto de éxtasis, el repentino acceso de alegría, un ramalazo de felicidad en estado puro que, pese a la excitación de la novedad, estaba ya paradójicamente enraizada en la realidad y la paz. En ese momento parecía que todo lo que le había ocurrido en la vida, su trabajo, su enfermedad, su ingreso en Toynton Grange, lo había conducido inevitablemente a aquella paz, a aquel amor. Todo —el éxito, el fracaso, el dolor, la frustración— lo había conducido a ello y quedaba por ello justificado. Nunca había sido tan consciente del cuerpo de otro, de los latidos del pulso en la fina muñeca, del laberinto de venas azules que descansaban contra las suyas, la sangre que fluía en armonía con su propia sangre, la piel delicada e increíblemente suave del brazo, los huesos de los infantiles dedos que descansaban confiados entre los suyos. Ante la intimidad de este primer contacto, todas las anteriores aventuras de la carne quedaban ensombrecidas. Y así permanecieron en silencio, durante un tiempo sin medida, insondable, antes de volver la cabeza para mirarse, al principio gravemente, pero luego sonriendo, a los ojos.
Ahora se preguntaba cómo era posible que hubiera subestimado tanto a Wilfred. Felizmente seguro en la confianza del amor reconocido y correspondido, trató las indirectas y recriminaciones de Wilfred —cuando penetraron su conciencia— con compasivo desdén, sin considerarlas más reales o amenazadoras que los lamentos de un maestro tímido e ineficaz que previene obsesivamente a sus pupilos sobre el vicio contrario a la naturaleza.
—Es muy amable por su parte dedicarle tanto tiempo a Peter, pero debemos recordar que en Toynton Grange somos una familia. Otras personas agradecerían también un poco de atención. No es considerado ni conveniente demostrar una preferencia demasiado marcada hacia una sola persona. Creo que Ursula, Jennie y a veces incluso el pobre Georgie se sienten abandonados.
Henry apenas lo oía, y ciertamente no se molestaba en responder.
—Henry, me ha dicho Dot que ahora cierra usted con llave la puerta de su habitación cuando le da clase a Peter. Preferiría que no lo hiciera. Tenemos por norma que las puertas nunca se cierren con llave. Si uno de ustedes necesitara atención médica urgente podría ser muy peligroso.
Henry continuó echando la llave a la puerta y llevándola siempre encima. Era como si Peter y él fueran los únicos habitantes de Toynton Grange. Mientras estaba en la cama, de noche, comenzó a hacer planes y soñar, al principio vacilante y luego con la euforia de la esperanza. Había abandonado demasiado pronto y con demasiada facilidad. Todavía tenía cierto futuro ante él. La madre del chico apenas lo iba a ver y casi nunca le escribía. ¿Por qué no iban a poder abandonar Toynton Grange para vivir juntos? Él disponía de su pensión y de cierto capital. Podría comprar una casita, quizás en Oxford o Cambridge, y acondicionarla para las sillas de ruedas. Cuando Peter asistiera a la universidad necesitaría un hogar. Hizo cálculos, escribió al director de su banco e ideó la manera de presentarle la idea a Peter en su lógica y belleza supremas. Sabía que ello entrañaba peligros. Él empeoraría; con suerte, Peter podía incluso mejorar ligeramente. No debía permitir convertirse en una carga para el chico. El padre Baddeley sólo le habló directamente de Peter en una ocasión. Había llevado a Toynton Grange un libro que Henry quería que resumiera. Al marcharse, dijo con calma, sin eludir la verdad:
—Su enfermedad es progresiva, la de Peter no. Un día tendrá que arreglárselas sin usted. Recuérdelo, hijo mío. —Bueno, lo recordaría.
A primeros de agosto, la señora Bonnington dispuso que Peter pasara quince días en casa con ella. Lo llamó «llevárselo de vacaciones».
—No me escribas —le dijo Henry—. Nunca espero algo bueno de una carta. Ya nos veremos dentro de dos semanas.
Pero Peter no regresó. La noche anterior al día en que estaba previsto su regreso, Wilfred anunció la noticia durante la cena, evitando cuidadosamente que sus ojos se encontraran con los de Henry.
—Se alegrarán por Peter al saber que la señora Bonnington le ha encontrado una residencia más próxima a su casa y no regresará aquí. Espera volver a casarse muy pronto y su marido y ella quieren ir a ver a Peter con más frecuencia y tenerlo en casa algún fin de semana. En la nueva residencia se ocuparán de que Peter prosiga su educación. Todos han trabajado mucho con él y sé que se alegrarán de saber que no ha sido en balde.
Un plan muy bueno, tenía que reconocerle ese mérito a Wilfred. Debía de haber habido discretas cartas y llamadas telefónicas a la madre, y negociaciones con la nueva residencia. Peter debía de llevar semanas, posiblemente meses, en la lista de espera. Henry se imaginaba las frases empleadas. «Interés malsano; afecto contrario a la naturaleza; exigir demasiado del chico; presión mental y psicológica».
Casi ninguno de los residentes le habló directamente del traslado. Evitaron contagiarse de su aflicción. Grace Willison, encogiéndose ante su mirada iracunda, le dijo:
—Todos le echaremos de menos, pero su madre… Es natural que quiera tenerlo más cerca.
—Por supuesto, debemos someternos a los sagrados derechos de la maternidad.
Al cabo de una semana aparentemente ya se habían olvidado de Peter y habían regresado a sus antiguas ocupaciones con la misma facilidad con que los niños desechan los juguetes nuevos y no deseados de Navidad. Holroyd desconectó sus aparatos y los guardó.
—Que le sirva de lección, mi querido Henry. No ponga sus esperanzas en chicos guapos. Ni siquiera podemos esperar que lo arrastraran a la nueva residencia a la fuerza.
—Quizá sí.
—¡Venga! El muchacho es prácticamente mayor de edad. Tiene todas sus facultades mentales y de habla. Sabe escribir. Hemos de aceptar que nuestra compañía era menos fascinante de lo que nos habíamos imaginado. Peter es dócil. No objetó cuando lo trajeron aquí, y seguro que tampoco cuando se lo llevaron.
Siguiendo un impulso, Henry agarró al padre Baddeley de la manga al pasar y le preguntó:
—¿Conspiró usted en este triunfo de la moralidad y el amor materno?
El padre Baddeley negó débilmente con la cabeza, un gesto tan ligero que apenas resultó perceptible. Parecía que estaba a punto de hablar, pero luego, tras oprimir con la mano el hombro de Henry, siguió adelante, por una vez sin saber qué hacer, sin ofrecer consuelo. Pero Henry experimentó un acceso de ira y resentimiento hacia Michael como no sentía hacia persona alguna de Toynton Grange. Michael, cuyas piernas y cuya voz funcionaban, que no había quedado reducido a un bufón baboso y farfullero por la cólera. Michael, que sin duda hubiera podido evitar que ocurriera esta monstruosidad de no haberse visto inhibido por la timidez, por el miedo y la repelencia de la carne. Michael, cuya única misión en Toynton Grange era fomentar el amor.
No había recibido carta alguna. Henry se había visto obligado a sobornar a Philby para que recogiera el correo. Su paranoia le había llevado a creer que Wilfred podía interceptar las cartas. Él tampoco escribió, aun cuando la conveniencia o no de hacerlo era una preocupación que acaparaba su conciencia durante la mayor parte del tiempo. Sin embargo, menos de un mes y medio después, la señora Bonnington le escribió a Wilfred para decirle que Peter había muerto de neumonía. Henry sabía que hubiera podido ocurrir en cualquier sitio y en cualquier lugar. Ello no quería decir necesariamente que la atención médica de la nueva residencia fuera inferior a la de Toynton Grange. Peter siempre había corrido un peculiar peligro. Pero, en el fondo, Henry sabía que él podría haber protegido al chico. Al fraguar el traslado de Peter, Wilfred lo había matado.
Y el asesino de Peter continuaba con sus cosas, sonreía con su indulgente sonrisa de medio lado, se apretaba ceremoniosamente los pliegues de la capa para evitar contaminarse de la emoción humana, vigilaba complaciente los defectuosos objetos de su beneficencia. Henry se preguntaba si sería cosa de su imaginación, pero le parecía que Wilfred le había cogido miedo. Ahora raramente se dirigían la palabra. De naturaleza solitaria, Henry se había vuelto arisco desde la muerte de Peter. A excepción de las horas de las comidas, pasaba la mayor parte del día en su habitación, contemplando el desolado promontorio, sin leer ni trabajar, poseído por una profunda abulia. Sabía que odiaba más que se sentía odiado. El amor, la alegría, la cólera, incluso la aflicción, eran emociones demasiado potentes para su disminuida personalidad. Solamente era capaz de soportar sus pálidas sombras. Pero el odio era como una fiebre latente dormida en la sangre; a veces estallaba en un frenético delirio. Durante uno de estos estados de ánimo, Holroyd le hizo una seña y acercó su silla a la de Henry desde el otro lado del patio. La boca de Holroyd, rosada y precisa como la de una niña, una herida limpia y supurante en la marcada mandíbula azulada, se arrugó para descargar su veneno. Henry percibió el amargo aliento de Holroyd en las ventanas de la nariz.
—Me he enterado de una cosa interesante de nuestro querido Wilfred. Dentro de un tiempo la compartiré con usted, pero de momento me perdonará que la saboree solo. Ya llegará la ocasión de desvelarla. Uno siempre aspira a lograr el máximo efecto dramático.
A aquello los habían reducido el odio y el aburrimiento, pensó Henry, a dos escolares cuchicheando, planeando sus pequeñas estratagemas de venganza y traición.
Miró hacia occidente por el alto ventanal redondeado, hacia donde se levantaba el promontorio. Estaba oscureciendo. En alguna parte la inquieta marea restregaba las rocas, de las cuales había lavado para siempre la sangre de Holroyd. Ni siquiera quedaba un jirón de sus ropas para que se adhirieran los percebes. Las manos muertas de Holroyd como algas flotantes que se movieran indolentemente en la marea, ojos llenos de arena vueltos hacia las gaviotas que se precipitaban hacia ellos. ¿Cómo decía aquel poema de Walt Whitman que había recitado Holroyd durante la cena la noche anterior a su muerte?
Acércate, vigorosa libertadora,
y cuando lo has hecho, cuando te los has llevado,
yo canto alborozadamente a los muertos,
perdidos en tu amoroso mar flotante,
bañados en la corriente de tu dicha, oh muerte.
La noche en silencio bajo un sinnúmero de estrellas,
la orilla del mar y la ronca ola susurrante
cuyas voces conozco,
y el alma volviéndose hacia ti, oh vasta y bien velada muerte,
y el cuerpo acurrucándose agradecido contra ti.
¿Por qué ese poema de sentimental resignación, tan ajeno al espíritu batallador de Holroyd y, sin embargo, tan proféticamente apropiado? ¿Les estaba diciendo, aunque fuera subconscientemente, que sabía lo que había de ocurrir, que lo aceptaba y lo esperaba de buena gana? Peter y Holroyd. Holroyd y Baddeley. Y ahora había llegado este policía amigo de Baddeley procedente del pasado. ¿Por qué y para qué? Quizá se enteraría de algo cuando tomaran juntos una copa con Julius después de cenar. Lo mismo, naturalmente, que Dalgliesh. «Conocer la construcción de la mente por el rostro no es un arte». Pero Duncan se equivocaba. Había mucho de arte en ello y un comandante de la Policía Metropolitana tendría más práctica en él que la mayoría. Bueno, si había venido para eso, podía empezar después de cenar. Hoy él, Henry, cenaría en su habitación. Cuando lo llamara, Philby le llevaría la bandeja y se la colocaría delante sin ceremonia y de mala gana. Philby no podía ofrecer urbanidad, a ningún precio, pero casi todo lo demás sí tenía precio, pensó con ceñudo regocijo.