Antes de cenar, Anstey propuso que Dennis Lerner le enseñara la casa a Dalgliesh. Se disculpó por no acompañar él mismo al huésped alegando que tenía una carta urgente que escribir. El correo se entregaba y recogía cada mañana poco después de las nueve en el buzón de la verja de acceso. Si Adam deseaba mandar alguna carta, no tenía más que dejarla en la mesa del vestíbulo y Albert Philby la llevaría al buzón con todas las de Toynton Grange. Dalgliesh le dio las gracias. Sí, tenía que escribir una carta urgente, dirigida a Bill Moriarty de Scotland Yard, pero se proponía mandarla personalmente desde Wareham algo más tarde. Y desde luego no tenía intención de dejarla expuesta a la curiosidad o la especulación de Anstey y su personal.
La propuesta de que fuera a ver la casa tenía la fuerza de una orden. Helen Rainer se encontraba ayudando a los pacientes a lavarse antes de cenar y Dot Moxon había desaparecido con Anstey, de modo que sus acompañantes fueron Lerner y Julius Court. Dalgliesh pensó que ojalá ya hubiera terminado el recorrido, o, mejor aún, que lo hubiera podido evitar sin herir. Recordó incómodo una visita que había hecho de niño con su padre a un hospital geriátrico el día de Navidad: la cortesía con que los pacientes aceptaban una invasión más de su intimidad, la exhibición pública del dolor y la deformidad, el patético afán con que el personal enseñaba sus pequeños triunfos. Ahora, como entonces, advirtió que estaba mórbidamente atento al mínimo rastro de repugnancia que pudiera haber en su voz y le pareció detectar lo que podía ser incluso más ofensivo, un matiz de condescendiente cordialidad. Dennis Lerner no demostró percibirlo y Julius andaba gallardamente con ellos mirando alrededor con animada curiosidad, como si fuera nuevo para él. Dalgliesh pensó si habría ido a vigilar a Lerner o a él.
Mientras pasaban de una habitación a otra, Lerner perdió la timidez inicial y se volvió desenvuelto, casi parlanchín. Había algo cautivador en el ingenuo orgullo por lo que trataba de hacer Anstey. Desde luego, Anstey había gastado su dinero con imaginación. La propia casa, con sus amplias habitaciones de techos altos y fríos suelos de mármol, sus paredes recubiertas de opresiva madera de roble oscuro y sus ventanas divididas con parteluz, era un entorno deprimente e inadecuado para pacientes disminuidos. Aparte del comedor y el salón posterior, que se había convertido en sala de televisión y sala de estar común, Anstey había empleado la casa fundamentalmente para alojarse él y su personal, y había construido en la parte de atrás una ampliación de piedra de planta y piso en cuyo nivel inferior estaban situados los dormitorios de los pacientes; el primer piso lo ocupaba un consultorio médico y más dormitorios. Esta ampliación se comunicaba con los antiguos establos, que formaban ángulos rectos con ella, dando lugar así a un patio resguardado para las sillas de ruedas de los pacientes. Los establos se habían acondicionado para servir de garaje, taller y sala de trabajos de madera y barro para los pacientes. También se fabricaban y empaquetaban allí, en un banco de trabajo situado detrás de una separación de plástico transparente instalada, presumiblemente, como indicativo del respeto hacia el principio de pulcritud científica, la crema de manos y las sales de baño que vendía la comunidad para contribuir a su financiación. Dalgliesh vio que de la separación colgaban las sombras blancas que proyectaban unas batas.
—Victor Holroyd era profesor de química y nos dio la fórmula de la crema de manos y las sales. En realidad, la crema no es más que lanolina, aceite de almendras y glicerina, pero resulta muy eficaz y parece que a la gente le gusta. Nos va muy bien. Y en este rincón es donde se hace el modelado.
Dalgliesh casi había agotado su repertorio de comentarios de alabanza, pero ahora se hallaba genuinamente impresionado. En medio del banco de trabajo y montada en una base de madera había una cabeza de Wilfred Anstey en arcilla. El cuello, alargado y tendinoso, se elevaba, como si de una tortuga se tratara, de los dobleces de la capucha. La cabeza se proyectaba hacia delante y ligeramente a la derecha. Casi era una parodia y, sin embargo, tenía una extraordinaria fuerza. ¿Cómo había conseguido el escultor transmitir la dulzura y la obstinación de aquella particular sonrisa, moldear la compasión y a la vez reducirla al autoengaño, demostrar la humildad vestida con hábito de monje y comunicar el avasallador poder del mal. Los terrones y rollos de arcilla envueltos en plástico que yacían desordenados sobre la mesa no hacían más que realzar la fuerza y la calidad técnica de la obra terminada.
—La ha hecho Henry —dijo Lerner—. Creo que la boca no le ha salido muy bien. A Wilfred no parece importarle, pero todos los demás opinan que no le hace justicia.
Julius echó la cabeza a un lado y frunció los labios en una parodia de la evaluación crítica.
—Yo no diría eso. Yo no diría eso. ¿Qué le parece a usted, Dalgliesh?
—Me parece extraordinaria. ¿Había hecho Carwardine mucho modelado antes de llegar aquí?
—Creo que nunca lo había hecho —dijo Dennis Lerner—. Antes de caer enfermo era un alto funcionario. Esto lo hizo hace un par de meses sin que Wilfred posara ni una sola vez. Está bastante bien para ser la primera obra, ¿verdad?
—A mí lo que me interesa es si lo hizo intencionalmente, en cuyo caso tiene demasiado talento para malgastarlo aquí, o si sus dedos se limitaron a obedecer a su subconsciente —declaró Julius—. En tal caso, se plantean interesantes interrogantes sobre el origen de la creatividad y otros todavía más interesantes sobre el subsconsciente de Henry.
—Creo que le salió así —dijo Dennis Lerner simplemente. Contempló la cabeza con asombrado respeto, sin ver en ella el menor motivo de maravilla ni necesidad alguna de explicación.
Por último, entraron en una de las habitaciones pequeñas del extremo de la ampliación. Había sido preparada para despacho y estaba amueblada con dos escritorios de madera manchados de tinta que parecían desechos de una oficina gubernamental. Tras uno de ellos Grace Willison estaba escribiendo nombres y direcciones a máquina en una hoja perforada de etiquetas adhesivas. Dalgliesh vio con sorpresa que Carwardine escribía lo que parecía una carta privada en la otra mesa. Ambas máquinas de escribir eran muy viejas. Henry usaba una Imperial, Grace una Remington. Dalgliesh se acercó y contempló la lista de nombres y direcciones. Advirtió que el boletín tenía extensa distribución. Aparte las parroquias locales y otras residencias para enfermos crónicos, se enviaba a direcciones de Londres e incluso a dos de los Estados Unidos y a una de las proximidades de Marsella. Nerviosa por el interés que demostraba él. Grace levantó torpemente el codo y la lista encuadernada de nombres y direcciones que estaba copiando cayó al suelo. Pero Dalgliesh ya había visto lo suficiente: la e pequeña no alineada con las demás, la o negruzca, la w mayúscula apenas perceptible. Sin duda aquélla era la máquina de escribir de la que había salido la nota del padre Baddeley. Cogió el libro y se lo entregó a la señora Willison. Sin mirarlo, ella sacudió la cabeza y dijo:
—Gracias, pero ya no me hace falta copiarlo. Me sé los sesenta y ocho nombres de memoria. Hace tanto que lo vengo haciendo… Sólo por sus nombres y los nombres que ponen a sus casas, me imagino cómo son las personas. Pero siempre he tenido facilidad para recordar nombres y direcciones. Me resultaba muy útil cuando trabajaba en una institución benéfica que se ocupaba de ayudar a los presos que salían en libertad. Había muchas listas que pasar a máquina. Ésta es cortísima. ¿Me permite que añada su nombre y así recibirá nuestro boletín trimestral? No son más que diez peniques. Me temo que el franqueo es tan caro que tenemos que cobrar más de lo que quisiéramos.
Henry Carwardine levantó la vista y dijo:
—Tengo entendido que este trimestre hay un poema de Jennie Pegram que empieza:
Mi estación preferida es el otoño
me encantan sus vivos tonos.
»Yo diría que vale la pena gastarse los diez peniques para descubrir cómo se enfrenta a ese pequeño problema de rima.
Grace Willison sonrió alegremente.
—Ya sabemos que no es más que una producción de aficionados, pero mantiene a la Liga de Amigos en contacto con lo que sucede aquí, y también a nuestros amigos personales, claro.
—A los míos no —dijo Henry—. Saben que estoy incapacitado físicamente, pero no quiero que piensen que también lo estoy mentalmente. En el mejor de los casos, el boletín alcanza el nivel literario de una revista parroquial; en el peor, que es tres números de cada cuatro, es vergonzosamente pueril.
Grace Willison se sonrojó y empezó a temblarle el labio. Dalgliesh se apresuró a decir:
—Sí, por favor, incluya mi nombre. ¿Resultaría más fácil si les pagara ahora todo un año?
—¡Qué amable! Quizá seis meses sería más seguro. Si Wilfred decide traspasar Toynton Grange a Ridgewell Trust, es posible que tengan otros planes para el boletín. Me temo que en este momento el futuro es muy incierto para todos nosotros. ¿Tiene la bondad de anotarme aquí su dirección? Queenhythe. Eso está junto al río, ¿verdad? Qué agradable. Supongo que no querrá crema de manos ni sales de baño, aunque les mandamos sales a un par de caballeros. Pero ése es el departamento de Dennis. Él se ocupa de la distribución y hace la mayor parte del embalaje. Me temo que nuestras manos tiemblan demasiado para ser útiles. Estoy segura de que podría separarle unas sales.
El sonido de un gong salvó a Dalgliesh de responder a esta anhelante petición.
—El gong de aviso —dijo Julius—. Al segundo toque la cena estará servida. He de regresar a casa a ver lo que me ha dejado mi indispensable señora Reynolds. Ah, ¿han advertido al comandante de que en Toynton Grange se cena al estilo trapense, en silencio? No queremos que infrinja las reglas con inoportunas preguntas sobre el testamento de Michael o sobre qué razones podría tener un paciente de este nidito de amor para lanzarse por un acantilado.
Desapareció con cierto apresuramiento, como si temiera que cualquier tendencia a entretenerse fuera a exponerlo al riesgo de ser invitado a cenar.
Evidentemente Grace Willison se sintió aliviada al verlo marchar, pero sonrió con valentía a Dalgliesh.
—Es cierto que tenemos por norma que nadie hable durante la cena. Espero que no le moleste. Nos turnamos para leer el libro que elijamos. Esta noche le toca a Wilfred, de modo que leerá un sermón de Donne. Son muy buenos, eso sí, y al padre Baddeley le gustaban, lo sé, pero yo los encuentro bastante difíciles. Y creo que no van muy bien con el cordero guisado.