5

Era patente que a Anstey no le inquietó lo más mínimo el deseo expresado por Dalgliesh de hablar con la señorita Willison a solas después del té. Seguramente le pareció que tal petición no respondía más que a un protocolo de cortesía y respeto digno de alabanza. Dijo que Grace se encargaba de dar de comer a las gallinas y recoger los huevos antes de anochecer. Quizás Adam podría ayudarla.

Las dos ruedas mayores de la silla llevaban incorporada otra rueda cromada interior que podía ser utilizada por el ocupante para impulsar la silla. La señorita Willison la agarró e inició una marcha lenta por el sendero asfaltado, irguiendo su frágil cuerpo como una marioneta. Dalgliesh vio que tenía la mano izquierda deformada y que ejercía muy poca fuerza con ella, de modo que la silla tendía a desviarse y avanzaba irregularmente. Se situó a su izquierda y, mientras andaba junto a ella puso la mano disimuladamente en el respaldo de la silla y la empujó con suavidad. Esperaba que lo que hacía fuera aceptable. Quizá su tacto ofendería a la señorita Willison por lo que tenía de compasivo. Pensó que habría percibido la vergüenza que le acometía a él y había resuelto no agudizarla dándole las gracias ni siquiera con una sonrisa.

Mientras avanzaban lentamente a la par, Dalgliesh era plenamente consciente de todos los detalles físicos de la presencia de la mujer, con la misma intensidad que si fuera una joven deseable y él estuviera al borde del enamoramiento. Observó que los afilados huesos de los hombros ascendían rítmicamente bajo el fino algodón gris del vestido y los morados capilares se abultaban como cuerdas en la transparencia de la mano izquierda, pequeña y frágil en comparación con la pareja. También ésta parecía deformada por la relativa fuerza y enormidad masculina con que agarraba la rueda. Las piernas, revestidas por unas arrugadas medias de lana, eran delgadas y rígidas como palos; los pies, enfundados en sandalias, resultaban demasiado grandes para tan inadecuado calzado y se adherían a los estribos de la silla como si los hubieran pegado al metal. Llevaba el cabello grisáceo moteado de caspa peinado hacia arriba en un único moño sujeto a la coronilla mediante una peineta blanca de plástico no demasiado limpia. La parte posterior del cuello parecía roñosa, ya fuera porque se le estaba yendo el bronceado o por la falta de limpieza. Al mirarla desde arriba, veía cómo se le contraían los surcos de la frente formando hendiduras todavía más profundas con el esfuerzo de hacer avanzar la silla mientras parpadeaba espasmódicamente tras las gafas de fina montura.

El gallinero era una enorme jaula desvencijada formada por alambres combados y postes cubiertos de creosota. Resultaba evidente que se había diseñado pensando en los minusválidos. La puerta era doble, de modo que la señorita Willison podía entrar y cerrarla tras de sí antes de abrir la segunda puerta, que daba acceso a la jaula principal. El bien pavimentado sendero asfaltado, de la anchura suficiente para una silla de ruedas, discurría por delante y a ambos lados de los ponederos. Una vez traspasada la primera puerta, se había clavado a uno de los postes a la altura de la cintura un estante de madera tosca sobre el cual descansaba un recipiente de comida preparada, una garrafa de plástico llena de agua y una cuchara de madera acoplada a un largo mango, evidentemente destinada a recoger los huevos. La señorita Willison se lo puso todo en el regazo con cierta dificultad y alargó los brazos para abrir la segunda puerta. Las gallinas, que por algún desconocido motivo se habían agrupado todas en el rincón más alejado de la jaula como vírgenes nerviosas, alzaron sus malévolos rostros ansiosos e inmediatamente se abalanzaron graznando sobre ella como si se propusieran protagonizar una hecatombe plumada. La señorita Willison retrocedió un poco y comenzó a lanzar puñados de grano ante ellas con el aire de un neófito que tratara de aplacar las furias. Las gallinas empezaron a picotear y engullir agitadamente. Arañando el borde del recipiente, la señorita Willison dijo:

—Ojalá pudiera hacerme más amiga de ellas, o ellas de mí. Ambos lados podríamos sacar mayor provecho de esta actividad. Yo pensaba que los animales sentían cariño por la mano que los alimenta, pero parece que eso no va con las gallinas. Y en realidad no sé por qué habría de ser así. Las explotamos despiadadamente, primero les quitamos los huevos y cuando ya han dejado de poner les retorcemos el pescuezo y las echamos a la olla.

—Espero que no tenga usted que retorcer pescuezos.

—No, no, el encargado de esa desagradable tarea es Albert Philby. Pero no creo que a él le resulte del todo desagradable. Sin embargo, sí me como la parte que me corresponde del guisado.

—Yo coincido bastante con usted —dijo Dalgliesh—. Crecí en una vicaría de Norfolk y mi madre siempre criaba gallinas. Ella les tenía cariño y parecía que los animales le correspondían, pero a mi padre y a mí nos parecían una molestia. No obstante, nos gustaban los huevos recién puestos.

—¿Sabe? Me da vergüenza confesar que no distingo estos huevos de los del supermercado. Wilfred prefiere que no comamos cosa alguna que no haya sido producido naturalmente. Aborrece la cría industrializada y tiene razón, claro. Preferiría que Toynton Grange fuera vegetariana, pero eso dificultaría todavía más el servicio de comidas. Julius hizo unos cálculos y demostró que estos huevos nos cuestan dos veces y media más que los del supermercado, sin contar, por supuesto, mi trabajo. Fue bastante desalentador.

—¿Es que Julius Court se encarga de la contabilidad?

—¡No, no! Las cuentas de verdad, las del informe anual, no. Wilfred tiene un contable profesional. Pero Julius es listo para las finanzas y sé que Wilfred le consulta. Me temo que por lo general obtiene consejos descorazonadores. Lo cierto es que funcionamos con muy pocos recursos. El legado del padre Baddeley ha sido una verdadera bendición y Julius ha sido muy amable. El año pasado la furgoneta que alquilamos para traernos desde el puerto después del viaje a Lourdes tuvo un accidente. Todos estábamos muy agitados. Las sillas de ruedas iban en la parte de atrás y dos se rompieron. El mensaje telefónico que llegó aquí era bastante alarmista. No resultó tan grave como pensó Wilfred, pero Julius fue corriendo al hospital donde nos habían llevado para hacernos un reconocimiento, alquiló otra furgoneta y se ocupó de todo. Y luego compró el autobús acondicionado que tenemos actualmente para que fuéramos independientes. Así entre Dennis y Wilfred pueden llevarnos hasta Lourdes. Julius nunca viene con nosotros, naturalmente, pero siempre nos está esperando a la vuelta de la peregrinación y nos tienen preparada una fiesta de bienvenida.

Aquella desinteresada amabilidad no encajaba con la impresión que, incluso tras tan breve encuentro, se había formado Dalgliesh de Court. Intrigado, preguntó con precaución:

—Perdone si le parezco grosero, pero ¿qué saca Julius Court de todo este interés en Toynton?

—¿Sabe?, yo también me lo he preguntado algunas veces. Pero parece una pregunta impertinente siendo tan evidente lo que Toynton Grange saca de él. Viene de Londres como un aliento del mundo exterior. Nos anima a todos. Pero ya sé que usted querrá hablar de su amigo. ¿Recogemos los huevos y buscamos un sitio tranquilo?

Su amigo. Aquellas palabras apaciblemente pronunciadas le produjeron remordimientos. Llenaron los recipientes de agua y recogieron juntos los huevos. La señorita Willison los levantaba mediante la cuchara de madera con la habilidad propia de la práctica. Sólo encontraron ocho. Todo el proceso, que a una persona normal le hubiera costado diez minutos, resultó tedioso, largo y no particularmente productivo. Dalgliesh, que no veía el interés de trabajar por trabajar, se preguntó qué pensaría de verdad su compañera de una tarea que evidentemente había sido ideada desafiando a la economía para crearle la ilusión de que podía ser útil.

Regresaron al patio de detrás de la casa. Sólo Henry Carwardine estaba allí, con un libro en el regazo pero con la vista fija en el invisible mar. La señorita Willison le dedicó una rápida mirada preocupada y parecía que se disponía a hablar, pero no dijo palabra hasta que se hubieron instalado a unos treinta metros de la silenciosa figura. Dalgliesh se acomodó en el extremo del banco, ella se situó a su lado y dijo:

—No me acabo de acostumbrar a estar tan cerca del mar y no poder mirarlo. Muchas veces lo oímos con la misma claridad que ahora. Casi nos rodea por completo, a veces lo olemos y oímos, pero es como si estuviéramos a cien kilómetros.

Hablaba con añoranza, pero sin resentimiento. Permanecieron un momento en silencio. Dorothy oía el mar claramente, el largo chirrido del agua que frota los guijarros al retirarse transportado hasta ella por la brisa marina. Para los internos de Toynton Grange ese incesante murmullo debía de evocar la tentadoramente próxima pero inalcanzable libertad de amplios horizontes azules, nubes veloces y alas blancas ascendiendo y descendiendo por el aire en movimiento. Comprendió que la necesidad de verlo pudiera convertirse en obsesión y dijo con toda intención:

—El señor Holroyd consiguió que lo llevaran a un lugar desde donde se veía el mar.

Era importante observar la reacción de Grace y se dio cuenta inmediatamente que consideraba el comentario peor que carente de tacto. Una profunda zozobra se apoderó de ella. La débil mano izquierda, curvada en el regazo, comenzó a agitarse violentamente, la derecha se aferró al brazo de la silla. Su rostro se sonrojó en una oleada poco favorecedora y luego palideció bruscamente. Durante un momento casi deseó no haber hablado. Pero el arrepentimiento fue transitorio; aquel ansia profesional por descubrir regresaba a él a pesar de sí mismo, pensó con sarcástico humor. Y raramente se descubría algo gratuitamente, por impertinente o importante que resultara el descubrimiento, y por lo general no era él el que pagaba. Oyó que hablaba en voz tan baja que tuvo que inclinar la cabeza para descifrar lo que decía.

—Victor tenía una especial necesidad de alejarse a solas. Todos lo comprendíamos.

—Pero debió de ser muy difícil empujar una silla ligera como ésta por la hierba y luego pendiente arriba hasta el borde del acantilado.

—Él tenía silla propia, como éstas pero más grande y más fuerte. Y no es necesario subir por la parte más empinada. Hay un sendero que se coge desde el interior, creo, y que lleva a un camino estrecho y bajo. Por ahí se puede llegar al borde del acantilado. Aún así, resultaba pesado para Dennis Lerner. Era media hora de empujar en cada sentido. Pero quería usted hablar del padre Baddeley.

—Si no la incomodo demasiado. Parece ser que fue usted la última en verlo vivo. Debió de morir muy poco tiempo después de que usted se marchara, puesto que todavía llevaba la estola cuando lo encontró la señora Hewson a la mañana siguiente. Lo normal es que se la hubiera quitado después de confesar.

Guardó silencio unos instantes, como si estuviera decidiendo algo, y seguidamente dijo:

—Sí que se la quitó, como siempre, inmediatamente después de darme la absolución. La dobló y la colocó sobre el brazo de la butaca.

También aquélla era una sensación que en los largos días de calor pasados en el hospital pensaba que no volvería a experimentar, el estremecimiento de excitación en la sangre al darse cuenta de que se había dicho algo importante, que si bien la presa todavía no se hallaba a la vista ni era detectable su rastro, ahí estaba. Trató de deshacerse de la inoportuna tensión, pero era tan elemental e involuntaria como un acceso de miedo.

—Pero eso quiere decir que el padre Baddeley volvió a ponerse la estola después de que se marchara usted. ¿Por qué lo haría?

O se la había puesto otro. Pero eso más valía no decirlo; sus implicaciones debían esperar.

—La suposición más lógica es que tendría otra confesión.

—¿Cree usted que podría habérsela puesto para decir sus oraciones vespertinas?

Dalgliesh trató de recordar las costumbres de su padre en tal caso en las rarísimas ocasiones en que el párroco no rezaba en la iglesia, pero el recuerdo sólo le proporcionó una imagen infantil de ambos refugiados en una choza de los Cairngorms durante una tormenta, él mirando, medio aburrido medio fascinado, los remolinos de nieve que golpeaban las ventanas, su padre en polainas, anorak y gorro de lana leyendo en silencio su librito negro de oraciones. Desde luego entonces no llevaba estola.

—¡No, no! —dijo la señorita Willison—. Sólo se la ponía para administrar un sacramento. Además, ya había dicho las vísperas, estaba terminando cuando llegué yo e incluso lo acompañé en la última colecta.

—Pero si después se presentó otra persona, entonces no fue usted la última en verlo vivo. ¿Se lo comentó a alguien cuando le comunicaron que había muerto?

—¿Debería haberlo hecho? Creo que no. Si la propia persona prefirió no decirlo no era cosa mía introducir conjeturas. Claro que si alguien hubiera percibido la importancia de la estola no hubiera sido posible evitar las especulaciones. Pero a nadie se le ocurrió o si se le ocurrió, nadie dijo palabra. En Toynton hay demasiados chismorreos, señor Dalgliesh. Quizá sea inevitable, pero no es… bueno, moralmente sano. Si alguien más fue a confesarse esa noche, no es asunto más que de él y del padre Baddeley.

—Pero el padre Baddeley todavía llevaba la estola puesta a la mañana siguiente. Eso parece indicar que murió estando el visitante todavía con él. De ser así, no cabe duda de que la primera reacción, por muy privado que fuera el asunto que lo llevara allí, sería pedir auxilio médico.

—Es posible que la visita no tuviera duda de que el padre Baddeley había muerto y ese tipo de auxilio ya era innecesario. En tal caso, podía estar tentado de dejarlo sentado en paz y marcharse sin ser visto. No creo que el padre Baddeley lo considerara pecado y tampoco creo que pueda llamarse crimen. Puede parecer crueldad, pero ¿lo sería necesariamente? Quizás indicaría indiferencia hacia las formas y el decoro, pero no es lo mismo, ¿verdad?

También indicaría, pensó Dalgliesh, que el visitante era un médico o una enfermera. ¿Quería la señorita Willison darlo a entender? Sin duda, la primera reacción de un lego sería buscar ayuda, o al menos una confirmación de que la muerte se había producido realmente. A no ser, claro está, que supiera, por el motivo que fuera, que Baddeley estaba muerto. Pero aparentemente esa siniestra posibilidad no se le había ocurrido a la señorita Willison. ¿Por qué iba a ocurrírsele? El padre Baddeley era viejo, estaba enfermo, debía morir y había muerto. ¿Por qué iba alguien a sospechar de lo natural y lo inevitable? Hizo un comentario sobre la determinación de la hora de la muerte y escuchó una respuesta plácida e inexorable.

—Supongo que para su trabajo la hora de la muerte siempre es importante y por eso está acostumbrado a averiguar ese dato, pero ¿acaso importa en la vida real? Lo que importa es que uno muera en estado de gracia.

Irreverentemente, Dalgliesh se imaginó durante un momento a su sargento detective tratando de determinar y de hacer constar de modo meticuloso en un informe oficial la información esencial relativa a alguna víctima, y pensó que la bonita distinción que hacía la señorita Willison entre el trabajo policial y la vida real era un sano recordatorio de cómo veía la gente su trabajo. Esperaba contárselo pronto al gobernador. Pero entonces recordó que éste no era un chisme profesional corriente de los que intercambiarían en la entrevista ligeramente formal e inevitablemente decepcionante que señalaría el fin de su carrera policial.

No sin cierto pesar, reconoció en la señorita Willison al testigo generalmente honrado que siempre le había presentado dificultades. Paradójicamente, esa rectitud anticuada, esa escrupulosa conciencia, eran más engorrosas que los engaños, las evasivas o las mentiras aparatosas que formaban parte de un interrogatorio normal. Le hubiera gustado preguntarle cuál de los habitantes de Toynton Grange podía haber visitado al padre Baddeley para confesarse, pero reconoció que la pregunta no haría más que perjudicar la confianza existente entre ellos y que, en cualquier caso, no obtendría respuesta alguna. Pero tenía que haber sido alguno de los sanos. Nadie más podía ir y venir en secreto, a no ser que, naturalmente, tuviera un cómplice. Se sentía inclinado a desechar la idea del cómplice. Una silla de ruedas con su ocupante, ya hubiera ido rodando desde Toynton Grange o la hubieran llevado en coche, hubiera sido vista en algún momento del trayecto.

Con la esperanza de no recordar demasiado a un detective en pleno interrogatorio, preguntó:

—Así, cuando usted lo dejó, ¿cómo estaba?

—Sentado tranquilamente en la butaca de la chimenea. No permití que se levantara. Wilfred me había llevado en la camioneta pequeña. Dijo que iría a ver a su hermana a Villa Fe mientras yo estaba con el padre Baddeley y que me esperaría fuera al cabo de media hora, a no ser que yo lo avisara antes.

—Entonces, ¿se oyen ruidos de una casa a otra? Lo pregunto porque se me ha ocurrido que, si el padre Baddeley se sintió enfermo después de que usted se marchara, podría haber golpeado la pared para avisar a la señora Hammitt.

—Dice que no la llamó, pero es posible que no lo oyera si tenía encendido el televisor con el volumen muy alto. Aunque las casas están muy bien construidas, se oyen ruidos por la medianería, sobre todo si se habla en voz alta.

—¿Quiere usted decir que oyó usted al señor Anstey hablar con su hermana?

La señorita Willison pareció lamentar haber llegado tan lejos y rectificó con rapidez.

—Bueno… de vez en cuando. Recuerdo que hube de hacer un esfuerzo para que no me distrajeran. Pensé que ojalá hablaran más bajo, pero luego me avergoncé por dejarme distraer tan fácilmente. Fue muy amable por parte de Wilfred llevarme a casa del padre. Por lo general, el padre Baddeley venía a la casa a verme, claro, y usábamos lo que llamamos la habitación tranquila, que está al lado del despacho, nada más entrar. Pero lo habían dado de alta en el hospital aquella misma mañana y no debía salir de casa. Yo hubiera podido esperar a que estuviera más recuperado, pero me escribió desde el hospital para decirme que esperaba que fuera y exactamente a qué hora debía ir. Sabía que significaba mucho para mí.

—¿Se encontraba lo suficientemente bien para estar solo? Parece que no.

—Eric y Dot, es decir la hermana Moxon, querían que viniera aquí para que pudiera estar vigilado al menos la primera noche, pero él insistió en ir directamente a casa. Entonces Wilfred propuso que se quedara alguien a dormir en la habitación sobrante por si necesitaba ayuda durante la noche, pero tampoco accedió a eso. Estaba empeñado en quedarse solo, y tenía mucha autoridad, pese a sus modales apacibles. Luego me parece que Wilfred se sintió culpable por no haber sido más firme. Pero ¿qué iba a hacer? No podía traérselo a la fuerza.

Sin embargo, todo hubiera sido más sencillo para los implicados si el padre Baddeley hubiera accedido a pasar por lo menos la primera noche en Toynton Grange. Desde luego no era propio de él oponerse tan tercamente a la sugerencia. ¿Esperaba otra visita? ¿Quería ver a alguien, urgentemente y en privado, a alguien a quien, como la señorita Willison, había escrito desde el hospital para concertar una cita precisa? De ser así, fuera cual fuera el motivo de la visita, esa persona debía de haber ido a pie. Le preguntó a la señorita Willison si Wilfred y el padre Baddeley hablaron antes de que ella se marchara.

—No, al cabo de una media hora de estar con él, el padre Baddeley golpeó la pared con el atizador y poco después Wilfred tocó la bocina. Yo llegué a la puerta principal justo al mismo tiempo que Wilfred la abría. El padre Baddeley seguía en su butaca. Wilfred le dio las buenas noches desde la puerta pero creo que no contestó. Wilfred parecía tener prisa por volver a casa. Millicent salió para ayudar a meter la silla en la parte trasera de la furgoneta.

Así pues, ni Wilfred ni su hermana hablaron con Michael antes de irse aquella noche, y tampoco lo vieron de cerca. Mientras contemplaba la fuerte mano derecha de la señorita Willison, Dalgliesh jugueteó unos instantes con la posibilidad de que Michael ya estuviera muerto. Pero tal idea, aparte su poca probabilidad psicológica, era, naturalmente, absurda. No podía contar con que Wilfred no entrara en la casita. Y, ahora que lo pensaba, era extraño que no hubiera entrado. Michael acababa de salir del hospital, hubiera sido natural entrar y preguntarle cómo se encontraba, hacerle compañía al menos unos minutos. Era interesante que Wilfred Anstey se hubiera marchado tan deprisa, que nadie admitiera haber ido a ver al padre Baddeley después de las ocho menos cuarto.

—¿Qué luces había encendidas en la casita mientras estaba usted con el padre Baddeley? —preguntó. Si la pregunta la sorprendió, no lo demostró.

—Sólo la lamparita de encima del escritorio, detrás de la butaca. Me sorprendió que viera lo suficiente para decir vísperas, pero claro está que conocía muy bien las oraciones.

—Y a la mañana siguiente la lámpara estaba apagada.

—Sí, Maggie dice que encontró la casa a oscuras.

—Me parece muy extraño que nadie pasara en toda la noche a ver cómo estaba el padre Baddeley o a ayudarlo a acostarse.

—Eric Hewson pensaba que pasaría Millicent —se apresuró a decir—, y ella tenía la impresión de que Eric y Helen, la enfermera Rainer, ya sabe, habían quedado en ir. Al día siguiente todos se sentían muy culpables. Pero, como nos dijo Eric, médicamente no hubieran podido hacer gran cosa. El padre Baddeley murió apaciblemente poco después de marcharme yo.

Guardaron silencio unos instantes. Dalgliesh se preguntaba si era el momento adecuado para preguntar por el anónimo. Recordando la angustia que le había producido hablar de Victor Holroyd, temía volver a inquietarla. Pero era importante «averiguarlo». Mirando de reojo el fino rostro y la expresión de decidida tranquilidad, dijo:

—Al poco de llegar he mirado en el escritorio del padre Baddeley por si había alguna nota o carta sin mandar para mí y he encontrado un anónimo muy desagradable debajo de unos recibos viejos. No sé si habría hablado con alguien de ello o si alguien más de Toynton Grange habría recibido alguno parecido.

La pregunta la trastornó todavía más de lo que temía. Grace se quedó un momento sin habla. Él fijó la vista al frente hasta que oyó su voz. Cuando por fin respondió, se había dominado por completo.

—Yo recibí uno unos cuatro días antes de que muriera Victor. Era… una obscenidad. Lo rompí en pedacitos y lo eché al inodoro.

—Es lo mejor que podía hacer —dijo Dalgliesh en tono de aliento—. Sin embargo, como policía siempre lamento que destruyan pruebas.

—¿Pruebas?

—Bueno, mandar anónimos puede ser un delito, y, lo que es más importante, puede ser la causa de mucha infelicidad. Probablemente, lo mejor es avisar a la policía para que averigüen quién es el culpable.

—¡A la policía! ¡No, no! No podíamos. Estos problemas no los resuelve la policía.

—No somos tan insensibles como se imagina a veces la gente. Se puede evitar que el culpable sea procesado, y es importante poner fin a este tipo de molestias. La policía es la mejor preparada. Pueden mandar la carta a sus laboratorios para que la examine un experto en documentos.

—Pero tendrían que ver la carta, y yo no hubiera podido enseñársela a alguien.

De modo que tan ofensiva había sido.

—¿Le importaría decirme qué tipo de carta era? —preguntó Dalgliesh—. ¿Estaba escrita a mano o a máquina? ¿Cómo era el papel?

—Estaba mecanografiada en papel de Toynton Grange, a doble espacio, en nuestra vieja Imperial. La mayoría de nosotros ha aprendido a escribir a máquina. Es uno de nuestros medios de subsistencia. No había el más mínimo error de puntuación ni de ortografía. Y yo no advertí pista alguna. No sé quién la escribió, pero creo que el autor era experimentado sexualmente.

Así pues, incluso en plena zozobra, había implicado su mente en el problema.

—Las personas con acceso a esa máquina de escribir son un número limitado. No hubiera sido un problema muy difícil para la policía —dijo Dalgliesh.

—Cuando murió Victor vino la policía —explicó ella con voz resuelta—. Fueron muy amables y muy considerados, pero nos trastornó mucho. Para Wilfred… para todos nosotros… fue horrible. Creo que no lo hubiéramos aguantado otra vez. Seguro que hubiera sido insoportable para Wilfred. Por mucho tacto que tenga la policía, han de hacer preguntas hasta resolver el caso, ¿no? No tiene sentido llamarlos y esperar que antepongan la sensibilidad de la gente a su trabajo.

Aquello era una verdad innegable y Dalgliesh tenía poco que objetar. Le preguntó si había hecho algo más aparte de echar la carta ofensiva al retrete.

—Se lo conté a Dorothy Moxon. Me pareció lo más sensato. No hubiera podido contárselo a un hombre. Dorothy me dijo que no debería haberla destruido, que nada podía hacer sin la prueba. Pero convino en que de momento no debíamos decir palabra. Por aquel entonces a Wilfred le preocupaba mucho el dinero, y no quería distraerlo. Sabía cuánto lo alteraría. Además, creo que tenía alguna sospecha de quién podía ser el autor. Si estaba en lo cierto, ya no recibiremos más cartas.

Así pues, Dorothy Moxon creía, o fingía creer, que el autor era Victor Holroyd. Y si el autor tenía ahora el sentido común y el autodominio suficiente para no escribir más, era una teoría cómoda que, en ausencia de pruebas, nadie podía refutar.

Preguntó si sabía de alguien más que hubiera recibido anónimos. No sabía de nadie más. Nadie más había consultado a Dorothy Moxon. Tal idea pareció intranquilizarla. Dalgliesh se dio cuenta de que había considerado la nota una pieza única de inquina gratuita hacia ella. Pensar que el padre Baddeley había recibido otra la angustiaba casi tanto como el anónimo original. Sabiendo por experiencia qué tipo de carta debía de ser, dijo amablemente:

—No se preocupe demasiado por la carta del padre Baddeley. Creo que a él no lo hubiera inquietado. Era muy suave, una maliciosa notita dando a entender que no era de utilidad alguna en Toynton Grange y que la casa resultaría más útil ocupada por otra persona. Tenía demasiada humildad y sentido común para que la molestaran esas tonterías. Me imagino que sólo la guardó porque querría consultarme por si no era la única víctima. Las personas sensatas echan estas cosas al retrete. Pero no siempre podemos ser sensatos. Bueno, si recibe otra nota, ¿promete que me la enseñará?

Ella movió la cabeza suavemente pero no respondió. Dalgliesh vio que estaba más contenta. Extendió la agostada mano izquierda y la posó momentáneamente sobre la de él, ejerciendo una ligera presión.

La sensación era desagradable; tenía la mano seca y fría y parecía que los huesos estaban desarticulados bajo la piel. Pero el gesto era a la vez humillante y noble.

El patio se estaba quedando frío y oscuro; Henry Carwardine ya había entrado. Era hora de pasar al interior. Dalgliesh pensó rápidamente y dijo:

—Carece de importancia, y por favor no piense que me llevo el trabajo a todas partes, pero si durante los próximos días recuerda usted cómo pasó el padre Baddeley la semana anterior a ser ingresado en el hospital, me resultaría útil. No pregunte a los demás acerca de esto, simplemente cuénteme lo que recuerde que hizo cuando vino a Toynton Grange y qué otros sitios frecuentó. Me gustaría tener una idea de cómo transcurrieron sus últimos diez días de vida.

—Sé que el miércoles anterior a caer enfermo fue a Wareham, dijo que iba de compras y a ver a alguien por cuestión de negocios. Lo recuerdo porque el martes explicó que a la mañana siguiente no vendría a Toynton Grange como de costumbre —dijo ella.

Así pues, pensó Dalgliesh, entonces fue cuando compró las provisiones, seguro de que su carta no quedaría desatendida. Y tenía razón para estar seguro.

Permanecieron unos instantes sin hablar. Dalgliesh se preguntó si se le habría ocurrido que podía hacerle tan extraña solicitud, pues no pareció sorprenderse. Quizá consideraba perfectamente natural tal deseo de tener una idea de los últimos días de la vida de un amigo.

Pero de repente experimentó un espasmo de recelo y precaución. ¿Debería tal vez hacer hincapié en que formulaba aquella petición a título meramente personal? Ciertamente no. Ya le había dicho que no lo comentara. Volver sobre el tema sólo despertaría más sospechas. Y, ¿qué peligro podía ello representar? ¿Con qué datos contaba para proseguir?

Una cerradura que se había roto, un diario que había desaparecido y una estola que se había vuelto a poner para confesar. Aquello no eran pruebas reales. Haciendo un esfuerzo desechó el inexplicable espasmo de recelo, intenso como una premonición. Era un recordatorio demasiado desagradable de las largas noches pasadas en el hospital luchando en inquieta semiconsciencia contra los terrores irracionales y los miedos medio injustificados. Aquello era igualmente irracional, igualmente opuesto a la lógica y a la razón, una ridícula convicción de que una petición sencilla, casi casual y no muy prometedora había sonado con tal claridad a sentencia de muerte.