La puerta principal de Toynton Grange estaba abierta y Julius Court encabezó la marcha hasta el vestíbulo cuadrado de techo alto, paredes recubiertas de roble y suelos de mármol a cuadros negros y blancos. La casa parecía muy cálida. Era como atravesar una cortina invisible de aire caliente. El vestíbulo tenía un olor extraño; no el olor habitual de las instituciones públicas a cuerpos, comida y pulimento de muebles recubierto de antiséptico, sino más dulce y de un exotismo extraño, como si alguien hubiera quemado incienso. La iluminación era tenue como en una iglesia, impresión que quedaba reforzada por las dos vidrieras de estilo prerrafaelita que flanqueaban la puerta principal. La izquierda representaba la expulsión del Edén, la de la derecha el sacrificio de Isaac. Dalgliesh se preguntó qué aberrante imaginación habría concebido aquel ángel afeminado con una mata de pelo rubio debajo del casco de plumas o la espada adornada con gelatinosos rombos rojos, azules y naranja mediante la cual impedía el paso de los delincuentes a un Edén plantado de manzanos. Adán y Eva, con los rosados miembros decorosa aunque improbablemente recubiertos de laurel, lucían expresiones de espuria espiritualidad y malhumorada compunción. A la derecha, el mismo ángel se abalanzaba como un hombre murciélago metamorfoseado sobre el cuerpo herido de Isaac, observado desde la maleza por un carnero excesivamente lanoso cuyo rostro, comprensiblemente, exhibía una expresión de intensa aprensión.
En el vestíbulo había sillas, bastardos artefactos de madera pintada cubiertos de plástico, deformidades ellas mismas, una con un asiento altísimo, dos con asientos muy bajos. Una silla de ruedas plegada descansaba contra la pared más alejada y con el recubrimiento de madera se había acoplado un pasamanos igualmente de madera a la altura de la cintura. A la derecha una puerta abierta permitía entrever lo que debía de ser un despacho o un guardarropa. Dalgliesh alcanzó a distinguir los pliegues de una capa a cuadros que pendía de la pared, un tablero para colgar las llaves y el borde de una voluminosa mesa de despacho. A la izquierda de la puerta había una consola labrada con una bandeja de cartas sobre la cual montaba guardia una alarma contra incendios.
Julius los precedió por una puerta trasera hasta un distribuidor central del que nacía una escalinata profusamente labrada con la barandilla recortada para acomodar el armazón metálico de un amplio ascensor moderno. Alcanzaron una tercera puerta. Julius la abrió teatralmente y anunció.
—Una visita para los muertos. Adam Dalgliesh.
Los tres pasaron juntos a la estancia. Dalgliesh, flanqueado por sus dos introductores, tenía la extraña sensación de que lo estaban escoltando. Después de atravesar la penumbra del vestíbulo y del distribuidor, el comedor estaba tan iluminado que tuvo que parpadear. Los altos ventanales divididos con parteluz dejaban entrar escasa luz natural, pero la estancia estaba intensamente iluminada por un par de tubos fluorescentes suspendidos del techo, que producían un chocante efecto junto a las molduras de escayola. Las imágenes se fundieron unas con otras y luego se separaron hasta que vio con claridad a los habitantes de Toynton Grange tomando el té, como en una escena pictórica, en torno de la mesa de roble del refectorio.
Su llegada pareció sumirlos momentáneamente en un estado de silenciosa sorpresa. De los cuatro que ocupaban sillas de ruedas, uno era hombre. Las otras dos mujeres eran evidentemente empleadas; una iba vestida de enfermera, con la excepción de la cofia habitual. Sin ella tenía un aspecto curiosamente incompleto. La otra, una rubia más joven, vestía pantalones negros y una camisa blanca, pero, pese a lo poco ortodoxo del uniforme, conseguía dar una inmediata impresión de competencia ligeramente intimidatoria. Los tres hombres de cuerpo sano vestían hábitos marrones. Tras un segundo de pausa, una figura que ocupaba la cabecera de la mesa se levantó y se aproximó a ellos con ceremoniosa lentitud alzando las manos.
—Bienvenido a Toynton Grange, Adam Dalgliesh. Soy Wilfred Anstey.
Lo primero que pensó Dalgliesh fue que parecía un actor secundario que representara con ensayada convicción el papel de un obispo ascético. El hábito marrón le sentaba tan bien que resultaba imposible imaginárselo ataviado de algún otro modo. Era alto y muy delgado; las muñecas de las cuales pendían las amplias bocamangas de lana eran oscuras y quebradizas como ramas otoñales. Tenía el cabello canoso pero fuerte, y lo llevaba muy corto, de modo que revelaba la curva infantil del cráneo. Debajo, el rostro fino y alargado era de un tono tostado irregular, como si se le estuviera yendo el bronceado veraniego; en la sien derecha tenía dos relucientes manchas blancas que parecían producidas por alguna enfermedad de la piel. Resultaba difícil calcular su edad; quizás unos cincuenta años. Los ojos afablemente inquisitivos, portadores de un recuerdo del sufrimiento de otros, eran ojos jóvenes de azules írises cristalinos y esclerótica opaca como la leche. Esbozó una sonrisa singularmente dulce, ladeada y estropeada por la revelación de unos dientes amarillentos y desiguales. Dalgliesh se preguntó por qué los filántropos solían ser reacios a ir al dentista.
Alargó la mano, sintió cómo quedaba aprisionada entre las palmas de Anstey y hubo de hacer un esfuerzo para no retroceder bruscamente ante el opresivo contacto de una carne húmeda y viscosa.
—Esperaba hacerle una visita de unos días al padre Baddeley. Soy un viejo amigo. No me enteré de que estaba muerto hasta que llegué.
—Muerto e incinerado. El miércoles pasado enterramos sus cenizas en el cementerio de la iglesia de St. Michael’s Toynton. Sabíamos que le hubiera gustado descansar en tierra sagrada. No anunciamos su fallecimiento en la prensa porque no nos constaba que tuviera amigos.
—Aparte de los que estamos aquí —corrigió suave pero firmemente una de las pacientes. Era mayor que los demás, huesuda y de cabello canoso, como una muñeca holandesa clavada a su silla. Contempló a Dalgliesh con mirada persistente, afable e interesada.
—Naturalmente, aparte de los que estamos aquí —dijo Wilfred Anstey—. Creo que la más amiga de Michael era Grace, y estuvo con él la noche que murió.
—La señora Hewson me dijo que murió solo —declaró Dalgliesh.
—Por desgracia, sí. Pero en definitiva así lo hacemos todos. Espero que nos acompañe a tomar el té. Lo mismo que Julius y Maggie, claro. ¿Ha dicho que esperaba alojarse con Michael? En ese caso, debe pasar la noche aquí. —Se volvió hacia la enfermera jefe—. Dot, después de cenar podrías preparar la habitación de Victor para nuestro invitado.
—Es muy amable de su parte, pero no quiero molestar. ¿Le importaría que, después de esta noche, pasara unos días en la casita? La señora Hewson me ha dicho que el padre Baddeley me dejó su biblioteca. Me iría bien seleccionar y empaquetar los libros mientras estoy aquí.
Le pareció que su sugerencia no era demasiado bien recibida. Pero Anstey no vaciló más que un segundo antes de decir:
—Naturalmente que no, si eso es lo que prefiere. Pero permítame que le presente a la familia.
Dalgliesh siguió a Anstey en una ceremoniosa procesión de saludos. Una sucesión de manos, secas, frías, húmedas, vacilantes o firmes, estrecharon la suya. Grace Willison, la solterona de mediana edad, un estudio en gris, piel, cabello, vestido, medias, todo ligeramente deslustrado para parecer una anticuada muñequita de rígidas articulaciones olvidada durante demasiado tiempo en un armario polvoriento. Ursula Hollis, una chica alta de rostro moteado vestida con una falda larga de algodón indio que le dedicó una titubeante sonrisa y un apretón de manos breve y tímido. Su mano izquierda yacía fláccida en el regazo como abatida por el peso del grueso anillo de bodas. Percibió algo extraño en su rostro, pero ya la había dejado atrás antes de darse cuenta de que tenía un ojo azul y otro marrón. Jennie Pegram, la paciente más joven pero seguramente mayor de lo que aparentaba, con un rostro pálido y afilado y unos apacibles ojos de lémur. Tenía un cuello tan corto que parecía que estaba encorvada encima de la silla de ruedas y un pajizo cabello dorado, dividido en el centro de la cabeza, que pendía como una cortina ondulada en torno del cuerpo de enano. Al tocarlo se contrajo de timidez y lo saludó con un «hola» emitido en un jadeante susurro. Henry Carwardine, un rostro atractivo y autoritario pero atravesado por profundos surcos de fatiga, con una nariz larga y picuda y una boca grande. La enfermedad le había desviado la cabeza hacia un lado y parecía una arrogante ave rapaz. Carwardine hizo caso omiso de la mano que le ofrecía Dalgliesh, pero pronunció un breve «¿Cómo está usted?» con un desinterés que rozaba la descortesía. Dorothy Moxon, la enfermera jefe, miraba sombría, enérgica y melancólicamente desde debajo de la oscura orla. Helen Rainer tenía unos grandes ojos verdes ligeramente saltones bajo unos párpados delgados como la piel de las uvas y una figura torneada que ni la amplia camisa conseguía disimular del todo. Resultaría atractiva, pensó él, de no ser por la adusta caída de las mejillas, que le confería un ligero aire marsupial. Le estrechó la mano con firmeza y le dedicó una mirada amenazadora, como si estuviera recibiendo a un nuevo paciente que podía crearle problemas. El doctor Eric Hewson era un hombre rubio y apuesto de vulnerable rostro infantil y ojos color barro bordeados por pestañas notablemente largas. Dennis Lerner tenía un semblante flaco tirando a débil, ojos parpadeantes tras las gafas de montura metálica y mano húmeda. Ansley añadió, casi como si la figura de Lernes precisara de una explicación, que Dennis era el practicante.
—A los otros dos miembros de nuestra familia, Albert Philby, nuestro hombre para todo, y mi hermana, Millicent Hammitt, espero que tenga ocasión de conocerlos más tarde. Ah, y no debemos olvidar a Jeoffrey. —Como si hubiera entendido su nombre, un gato que había estado dormitando en el antepecho de la ventana se desenroscó, saltó pesadamente al suelo y avanzó a grandes zancadas hacia ellos con la cola erecta—. Lleva el nombre del gato de Christopher Smart —explicó Anstey—. Supongo que recordará el poema.
Consideraré a mi gato Jeoffrey,
que es siervo del Dios vivo,
y le sirve abnegada y diariamente,
que contrarresta los poderes de la oscuridad
con su piel eléctrica y su fúlgida mirada,
y contrarresta al Demonio, que es la muerte,
fortificando la vida.
Dalgliesh dijo que conocía el poema. Podía haber añadido que si Anstey había destinado aquel herético papel al gato, había tenido mala fortuna al elegir la camada. Jeoffrey era un rechoncho gato atigrado, con una cola que parecía un rabo de zorra, que daba la impresión de que su vida se dedicaba menos al servicio de su creador que a la satisfacción de los placeres felinos. El animal dedicó a Anstey una desagradable mirada compuesta de sufrimiento y repugnancia y saltó con ligereza y precisión al regazo de Carwardine, donde no fue bien recibido. Complacido por la evidente mala disposición de Carwardine a acogerlo, se acomodó con mucho ronroneo y agitación de zarpas y permitió que sus ojos se cerraran.
Julius Court y Maggie Hewson se habían acomodado también en el extremo más alejado de la larga mesa. De pronto Julius gritó:
—Tengan cuidado con lo que dicen al señor Dalgliesh, puede ser utilizado en su contra. Pretende viajar de incógnito, pero en realidad es el comandante Adam Dalgliesh, de New Scotland Yard. Su trabajo consiste en atrapar asesinos.
La taza de Henry Carwardine inició un agitado bailoteo sobre el plato que él intentó inútilmente apaciguar con la mano izquierda. Nadie lo miró. Jennie Pegram resolló impresionada y luego miró con complacencia en torno de la mesa, como si hubiera hecho alguna gracia.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Helen Rainer.
—Vivo en el mundo, queridos amigos, y de vez en cuando leo el periódico. El año pasado hubo un caso famoso que le valió al comandante cierto reconocimiento público. —Y volviéndose hacia Dalgliesh añadió—: Henry va a venir conmigo a tomar un poco de vino y a escuchar música conmigo después de cenar. Si le apetece acompañarnos, podría venir con él. Seguro que Wilfred lo excusará.
La invitación no le pareció un gesto de cortesía, pues excluía a todos los presentes menos a dos y acaparaba al recién llegado sin mostrar la menor consideración hacia el anfitrión. Pero nadie se mostró ofendido. Quizá los dos hombres tenían por costumbre reunirse a beber cuando Court se encontraba en casa. Al fin y al cabo, nada obligaba a los pacientes a tener los mismos amigos, ni a los amigos a hacer invitaciones generales. Además, era evidente que había sido invitado para que acompañara a Henry. Dalgliesh expresó su agradecimiento y se sentó a la mesa entre Ursula Hollis y Henry Carwardine.
Era un té corriente de internado. No había mantel. La rayada mesa de roble, cuajada de quemaduras, sostenía dos grandes teteras marrones transportadas por Dorothy Moxon, dos fuentes de gruesas rebanadas de pan moreno untadas de una fina capa de lo que Dalgliesh sospechaba era margarina, un tarro de miel y otro de mermelada, y un plato de galletas caseras salpicadas de excrecencias de pasas de Corinto negras como el tizón. También había un cuenco de manzanas. Parecían de las que se habían caído de los árboles. Todo el mundo bebía de tazones de barro. Helen Rainer se dirigió a un armario situado bajo la ventana y sacó tres tazones y tres platos similares para las visitas.
Constituían un extraño grupo. Carwardine no le prestó la menor atención al huésped, con la excepción del gesto de empujar la fuente de pan con mantequilla hacia él, y a Dalgliesh le costó aproximarse a Ursula Hollis, cuyo rostro pálido e intenso no se apartaba de él mientras los dos ojos discordantes buscaban los de Dalgliesh. Éste percibió con cierta incomodidad que le estaba formulando alguna petición, que tenía una desesperada ansia de despertar algún interés en él, o quizás incluso afecto, pero Dalgliesh ni podía admitirlo ni estaba capacitado para darlo. No obstante, por una feliz casualidad, nombró Londres. Al oírlo, a Ursula se le iluminó el rostro y le preguntó si conocía Marylebone o el mercado de la calle Bell. Así se encontró sumido en una animada y casi obsesiva conversación sobre los mercadillos de Londres. Ursula cobró nuevos bríos, su aspecto mejoró y dio la impresión de que la charla la reconfortaba.
De repente, Jennie Pegram se inclinó sobre la mesa y dijo con un mohín de simulada repugnancia:
—Curioso trabajo atrapar asesinos y hacer que los cuelguen. No sé cómo puede gustarle.
—No nos gusta, y hoy en día ya no los cuelgan.
—Bueno, los encierran de por vida. Eso me parece peor. Y seguro que a algunos de los que cogió de más joven los colgaron.
Dalgliesh detectó un brillo de ansiedad, casi lascivo, en los ojos de ella. No era la primera vez que lo veía.
—A cinco —dijo en voz baja—. Es curioso que la gente siempre se interese por éstos.
Anstey esbozó su gentil sonrisa y habló como el que está decidido a ser justo.
—No sólo es cuestión de castigar, ¿verdad, Jennie? Está también la teoría de la disuasión, la necesidad de hacer patente el aborrecimiento público del crimen violento, la esperanza de reformar y rehabilitar al criminal, y, naturalmente, la importancia de tratar de que no vuelva a ocurrir.
A Dalgliesh le recordó a un maestro a quien tenía mucha antipatía que era dado a iniciar discusiones francas pero permitiendo una expresión limitada de opiniones no ortodoxas tan sólo con la condición de que la clase recuperara dentro del tiempo permitido el convencimiento de que sus opiniones eran las correctas. Pero ahora Dalgliesh no estaba ni obligado ni dispuesto a cooperar. Interrumpió el simple «Bueno, si los cuelgan no pueden volverlo a hacer, ¿verdad?» de Jennie diciendo:
—Es un tema interesante e importante, lo sé. Pero perdóneme si a mí personalmente no me fascina. Estoy de vacaciones, en realidad convaleciente, y trato de no acordarme del trabajo.
—¿Ha estado usted enfermo? —Carwardine, con la deliberada imprudencia de un niño que no está seguro de su capacidad, alargó la mano y se sirvió un poco de miel.
—Espero que su visita no esté, ni siquiera subconscientemente, relacionada con su enfermedad. No buscará plaza, ¿verdad? ¿No tendrá una enfermedad progresiva e incurable?
—Todos sufrimos una enfermedad progresiva e incurable —terció Anstey—. La llamamos vida.
Carwardine sonrió felicitándose así mismo, como si acabara de puntuar en algún juego particular. Dalgliesh, que empezaba a pensar que estaba participando en un té de locos, no sabía si la observación era falsamente profunda o simplemente tonta. De lo que sí estaba seguro era de que Anstey la había formulado con anterioridad. Se produjo un largo y tenso silencio hasta que Anstey dijo:
—Michael no nos había dicho que lo esperaba. —Y empleó un tono ligeramente reprobatorio.
—Es posible que no recibiera mi postal. Tenía que haber llegado la mañana de su muerte, pero no la he encontrado en su escritorio.
Anstey estaba pelando una manzana; la cinta amarilla se retorcía sobre sus dedos y tenía los ojos fijos en esta tarea.
—Lo trajeron en una ambulancia. Esa mañana no pude ir a buscarlo personalmente. Tengo entendido que la ambulancia se detuvo en el buzón para recoger el correo, seguramente a petición de Michael. Luego él mismo nos entregó una carta a mí y otra a mi hermana, de modo que debió de recibir su postal. Yo desde luego no la encontré cuando busqué el testamento o cualquier instrucción escrita que hubiera dejado en el escritorio. Eso fue a primeras horas de la mañana posterior a su muerte. Claro que pudo pasarme inadvertida.
—En tal caso todavía estaría allí —dijo Dalgliesh con calma—. Supongo que el padre Baddeley la tiraría a la basura. Es una lástima que tuviera que forzar la cerradura del escritorio.
—¿Forzar la cerradura? —La voz de Anstey no expresaba más que una cortés y despreocupada curiosidad.
—Está forzada.
—Ya. Me imagino que Michael perdería la llave y se vería forzado a hacerlo. Perdone el juego de palabras. Yo lo encontré abierto. Me temo que no se me ocurrió estudiar la cerradura. ¿Es importante?
—Es posible que a la señorita Willison se lo parezca. Tengo entendido que el escritorio es ahora de ella.
—Sí, la cerradura rota reduce su valor, pero ya se dará cuenta de que en Toynton Grange damos poca importancia a las posesiones materiales.
Volvió a sonreír sin prestar atención a la frivolidad y se volvió hacia Dorothy Moson. La señorita Willison se concentró en su plato. No levantó la vista.
—Seguramente es una tontería por mi parte —dijo Dalgliesh—, pero me gustaría saber si el padre Baddeley estaba enterado de que pensaba venir. He pensado que quizá metió mi postal en su diario, pero el último cuaderno no está con los demás.
En esta ocasión, Anstey alzó la vista. Los ojos azules se encontraron con los marrón oscuro, inocentes, educados, tranquilos.
—Sí, yo también me fijé. Por lo visto, dejó de escribir el diario a finales de junio. Lo sorprendente es que lo escribiera, no que abandonara la costumbre. Al final uno se impacienta con el egoísmo que lo lleva a anotar las trivialidades como si tuvieran un valor permanente.
—Lo extraño es que después de tanto tiempo lo dejara a mitad de un año.
—Acababa de regresar del hospital después de una grave enfermedad y no podía poner demasiado en duda el pronóstico. Sabiendo que la muerte no estaba lejos, es posible que decidiera destruir los diarios.
—¿Empezando por el último?
—Destruir un diario debe de ser como destruir el recuerdo. Lo lógico sería empezar por los años cuya pérdida se puede soportar mejor. Los recuerdos antiguos son persistentes, por eso empezó quemando el último cuaderno.
Grace Willison formuló nuevamente una corrección en tono suave pero firme:
—No lo quemó, Wilfred. El padre Baddeley usó la estufa eléctrica cuando regresó del hospital. En la parrilla hay un bote de hierba seca.
Dalgliesh se imaginó la salita de Villa Esperanza. Naturalmente, tenía razón. Recordó el anticuado bote grisáceo de gres y el rebullo de hojas secas que llenaban el estrecho hogar. Sus polvorientos pedúnculos llenos de hollín asomaban entre las varillas. Seguramente no habían sido tocadas en casi todo el año.
La animada charla del otro extremo de la mesa se trocó en un silencio especulativo como sucede cuando la gente sospecha de repente que se está diciendo algo interesante que no debería perderse.
Maggie Hewson se había sentado tan pegada a Julius Court que a Dalgliesh le sorprendió que quedara sitio para tomar el té. Ya fuera para incomodar a su marido o para contentar a Court, resultaba difícil discernirlo, se pasó la merienda coqueteando abiertamente con él. Eric Hewson, cuando les echaba alguna mirada, parecía un colegial avergonzado. Court, perfectamente tranquilo, repartía su atención entre todas las mujeres presentes, con la excepción de Grace. Ahora Maggie paseó la mirada de un rostro a otro y dijo bruscamente:
—¿Qué ocurre? ¿Qué ha dicho?
Nadie contestó, y fue Julius quien rompió la repentina e inexplicable tensión.
—Se me ha olvidado. El privilegio de contar con este visitante es doble. El talento del comandante no se limita a cazar asesinos, también escribe versos. Es Adam Dalgliesh, el poeta.
Tal anuncio fue recibido con un confuso murmullo congratulatorio durante el cual Dalgliesh se fijó en el «Qué bien» de Jennie, comentario que consideró el súmum de la necedad. Wilfred sonrió en señal de aliento y dijo:
—Ya lo creo. Desde luego es un gran privilegio. Y Adam Dalgliesh ha llegado en el momento oportuno. El jueves vamos a celebrar la velada social familiar de todos los meses. ¿Sería demasiado esperar que nuestro huésped recitara alguno de sus poemas para nuestro deleite?
La pregunta tenía varias respuestas, pero en aquella compañía tan desaventajada ninguna le pareció cortés ni posible.
—Lo lamento, pero cuando viajo no suelo llevar ejemplares de mis libros —dijo Dalgliesh.
—Eso no representa problema alguno. Henry tiene los dos últimos libros suyos y seguro que nos los prestará —declaró Anstey sonriendo.
Sin levantar la vista del plato, Carwardine dijo en voz baja:
—Con la falta de intimidad que tenemos aquí, seguro que podría citar todos los títulos de mi biblioteca. Pero, dado que hasta el momento ha demostrado usted un total desinterés por la obra de Dalgliesh, no tengo intención de prestarle mis libros para que obligue a un invitado a hacer una representación ante usted como si fuera un mono domesticado.
Wilfred se sonrojó ligeramente y bajó la cabeza.
No había más que decir. Tras un segundo de silencio se reanudó la charla, inocua, tópica. No se volvió a nombrar al padre Baddeley ni su diario.