De repente, Julius dijo:
—Grite y los mataré a los dos. Colóquese a la izquierda de la puerta.
El ruido de los pasos que atravesaban el vestíbulo alcanzó un volumen sobrenatural en el pavoroso silencio. Los dos hombres contuvieron la respiración.
Philby apareció en la puerta y vio la pistola inmediatamente. Abrió unos ojos como platos y luego se puso a parpadear de manera frenética. Pasó la vista de un hombre a otro. Al hablar lo hizo con voz ronca, como disculpándose, y se dirigió a Dalgliesh a la manera de un niño que explica una fechoría.
—Wilfred me ha hecho regresar. Dot pensaba que se había dejado el gas encendido. —Volvió la vista hacia Julius y en esta ocasión el terror era inconfundible—. ¡No! —dijo.
Y casi en el mismo instante Julius disparó. El chasquido del revólver, aunque previsible, resultaba igualmente espeluznante, igualmente increíble. El cuerpo de Philby se puso rígido, osciló y luego cayó hacia atrás como un árbol cortado con un estruendo que hizo temblar la habitación. La bala había penetrado justo entre los dos ojos. Dalgliesh sabía que allí era donde la había mandado Julius, que había usado aquel asesinato necesario para demostrar que sabía usar un arma. Había sido un blanco de prácticas.
Apuntó nuevamente a Dalgliesh, y dijo con calma:
—Acérquese a él.
Dalgliesh se inclinó sobre el muerto. Los ojos todavía parecían retener la última mirada de tremenda sorpresa. La herida era un agujero limpio y grumoso que se abría en la parte baja de la abultada frente, tan pulcro que hubiera podido utilizarse en una demostración de balística forense sobre el efecto de una descarga a un metro y medio de distancia. No había señales de pólvora y muy poca sangre, únicamente la tiznadura de la piel causada por la rotación de la bala. Era un estigma preciso, casi decorativo, y no constituía índice de la destrucción que estaba teniendo lugar dentro.
—Con esto estamos en paz por lo del busto hecho añicos. ¿Hay herida de salida?
Dalgliesh volvió suavemente la pesada cabeza.
—No. Ha debido de topar con un hueso.
—Tal como quería yo. Quedan dos balas. Pero esto nos viene bien, comandante. Se equivocaba al decir que yo sería la última persona en verlo vivo. Me iré en el coche para buscar coartada y a los ojos de la policía la última persona que lo habrá visto vivo será Philby, un criminal con propensión a la violencia. Dos cuerpos en el mar con heridas de bala. Una pistola, con licencia, he de decir, robada del cajón de mi mesilla de noche. Que la policía se invente una teoría que lo explique. No les será difícil. ¿Hay sangre?
—Todavía no. La habrá, pero poca.
—Lo recordaré. Y no me costará mucho limpiarla de este linóleo. Vaya a buscar la bolsa de plástico del busto de Wilfred y póngasela en la cabeza. Átesela con su propia corbata. Dése prisa. Lo seguiré a seis pasos de distancia. Si me impaciento a lo mejor me decido a adelantar el trabajo.
Encapuchado de plástico blanco, con la herida a modo de tercer ojo, Philby se transformó en un monigote inerte, su abultado cuerpo grotescamente enfundado en un aseado traje demasiado pequeño para él, la corbata torcida bajo los bufonescos rasgos faciales.
—Ahora vaya a buscar una de las sillas de ruedas ligeras.
Le indicó una vez más con un gesto que se dirigiera al taller y lo siguió, siempre a unos prudentes seis pasos. Dalgliesh encontró tres sillas apoyadas en una pared, desplegó una y la empujó hasta el cadáver. Habría huellas dactilares, pero ¿qué demostrarían? Incluso podía ser la silla en que había llevado a Grace Willison.
—Siéntelo. —Puesto que Dalgliesh vacilaba, añadió con un matiz de controlada impaciencia en la voz—: No quiero tener que encargarme de dos cuerpos a la vez, pero puedo si hace falta. En el cuarto de baño hay una polea. Si no puede levantarlo solo, vaya a buscarla, pero tenía entendido que a los policías les enseñaban habilidades como ésta.
Dalgliesh se las arregló solo, aunque no fue fácil. Las ruedas resbalaban en el linóleo incluso con el freno puesto y tardó más de dos minutos en dejar el pesado y torpe cuerpo apoyado en la lona. Dalgliesh había conseguido ganar un poco de tiempo pero a costa de algo: había perdido fuerzas. Sabía que seguiría vivo mientras Julius pudiera utilizar su mente, todo su bagaje de experiencia aterradoramente apropiada para la ocasión, y su fuerza física. Tener que trasladar dos cuerpos hasta el borde del acantilado le resultaría engorroso pero podía hacerlo. Toynton Grange contaba con medios para transportar cuerpos inertes. En aquel momento, Dalgliesh era una carga mayor muerto que vivo, pero el margen era peligrosamente estrecho; no tenía sentido reducirlo todavía más. Ya se presentaría el momento óptimo para actuar, y se les presentaría a los dos. Ambos lo esperaban. Dalgliesh para atacar, Julius para disparar. Ambos sabían cuál era el coste de un error a la hora de reconocer ese momento. Quedaban dos balas y tenía que asegurarse de que ninguna de ellas iba a parar a su cuerpo. Mientras Julius se mantuviera a esa distancia y empuñara el arma, era inviolable. De alguna manera Dalgliesh tenía que acercarlo lo suficiente para dar lugar al contacto físico. De alguna manera tenía que romper aquella concentración, aunque sólo fuera durante una fracción de segundo.
—Ahora vamos a dar un paseo hasta Toynton Cottage.
Julius se mantuvo a la distancia de seguridad mientras Dalgliesh empujaba la silla de ruedas con el grotesco bulto por la rampa de la puerta principal y por el promontorio. El cielo era una sofocante manta gris que amenazaba con caer sobre ellos. El aire cargado resultaba áspero y metálico al tacto de la lengua y tenía un olor tan penetrante como las algas en putrefacción. En la penumbra los guijarros del sendero brillaban a la manera de piedras semipreciosas. A medio camino Dalgliesh oyó un quejumbroso gemido y al volver la cabeza vio que Jeoffrey los seguía con la cola erecta. El gato avanzó detrás de Julius a lo largo de otros cincuenta metros y luego, tan inesperadamente como había aparecido, dio media vuelta y emprendió el regreso. Julius, sin apartar los ojos de la espalda de Dalgliesh, no pareció percibir ni su llegada ni su partida. Continuaron andando en silencio. La cabeza de Philby estaba caída hacia atrás y el cuello sujeto por la lona de la silla. La herida ciclópea, pegada al plástico, miraba fijamente a Dalgliesh con lo que parecía un mudo reproche. El sendero estaba seco. Bajando la vista, Dalgliesh advirtió que las ruedas dejaban un rastro casi imperceptible en las mantas de hierba seca y en el polvo y la arena del camino. Además, oía cómo tras él Julius arrastraba los pies y borraba las señales. No quedarían pruebas útiles.
Llegaron al patio enlosado. Parecía que temblaba bajo sus pies con el atronador vaivén de las olas, como si el mar y la tierra anticiparan la inminente tormenta. Pero la marea estaba descendiendo. Entre ellos y el borde del acantilado no se alzaba cortina alguna de rocío. Dalgliesh sabía que era un momento de gran peligro. Se obligó a soltar una risotada y se preguntó si el sonido le había sonado tan falso a Julius como a sus propios oídos.
—¿Qué le hace tanta gracia?
—Es fácil advertir que sus asesinatos los hace moralmente a distancia, como una mera transacción comercial. Pretende lanzarnos al mar desde su propia puerta, una pista lo suficientemente clara para el más estúpido de los detectives. Y no asignarán oficiales estúpidos a este crimen. La señora de la limpieza ha de venir esta mañana, ¿no? Y ésta es la única parte de la costa que conserva la playa hasta en la marea alta. Pensaba que deseaba que los cuerpos tardaran en descubrirse.
—Ella no saldrá aquí. Nunca sale.
—¿Cómo sabe que no sale cuando no está usted aquí? Es posible que sacuda los paños en el precipicio. Incluso puede tener la costumbre de sacudir las alfombras. Pero haga lo que quiera. Yo me limito a señalar que su única posibilidad de éxito, y no la suponga muy alta, es retrasar el descubrimiento de los cuerpos. Nadie empezará a buscar a Philby hasta que regresen los peregrinos, dentro de tres días. Si se libra de mi coche, todavía tardarán más en echarme en falta a mí. Eso le da oportunidad de disponer de este envío de heroína antes de que termine la búsqueda, suponiendo que piense dejar que Lerner lleve a cabo los planes. Pero no permita que yo interfiera.
Sin que la mano con que empuñaba la pistola temblara ni un instante, Julius dijo como el que considera la elección de un lugar para merendar:
—Tiene razón, claro. Deberían caer en aguas profundas y lejos de aquí. El mejor sitio es la torre negra. Allí el mar todavía llegará al acantilado. Tenemos que llevarlo hasta la torre.
—¿Cómo? Debe de pesar más de ochenta kilos. No puedo empujar solo la silla por la cuesta. Y usted de nada me sirve si viene detrás apuntándome con una pistola. ¿Y las huellas de las ruedas?
—La lluvia se encargará de borrarlas. Y no iremos por la cuesta del promontorio. Iremos en coche por la carretera de la costa y nos dirigiremos a la torre como cuando fuimos a rescatar a Anstey. Una vez los tenga a los dos en el maletero del coche miraré si llega la señora Reynolds con los prismáticos. Viene en bicicleta desde el pueblo y siempre es puntual. Deberíamos encontrarnos con ella justo al otro lado de la puerta de acceso a la finca. Me pararé y le diré que no estaré para cenar. Esos momentos de conversación insustancial impresionarán al juez si llega a celebrarse juicio. Y cuando haya terminado el tedioso asunto, me iré a Dorchester a almorzar.
—¿Con la silla de ruedas y la bolsa de plástico en el maletero?
—Con la silla y el plástico bajo llave en el maletero. Me fabricaré una coartada para todo el día y regresaré a Toynton Grange esta noche. Y no me olvidaré de lavar la bolsa de plástico antes de ponerla en su sitio, de limpiar sus huellas de la silla ni de mirar si hay manchas de sangre en el suelo. Naturalmente, también sacaré el cartucho. ¿Esperaba que se me olvidara? No se preocupe, comandante. Soy consciente de que entonces no contaré con su valiosa ayuda, pero gracias a usted dispondré de un par de días para resolver todos los detalles. Hay un par de minucias que me intrigan. No sé si utilizar lo de la destrucción de la escultura de mármol. ¿No podría eso presentarse como motivo del ataque asesino de Philby hacia usted?
—Le conviene no complicarlo demasiado.
—Quizá tiene razón. Los primeros dos asesinatos fueron modelos de simplicidad y salieron la mar de bien. Métalo en el maletero del Mercedes. Está aparcado detrás. Pero primero pase por la despensa. Encontrará dos sábanas en la lavadora. Coja la de encima. No quiero fibras ni tierra de zapatos en el coche.
—¿No notará la señora Reynolds que falta una?
—Mañana es el día que lava y plancha. Sigue una estricta rutina. Esta noche la dejaré en su sitio. No pierda el tiempo.
«La mente de Julius debe de ir registrando cada segundo que pasa», pensó Dalgliesh. Pero su voz no delataba inquietud alguna. No miró su reloj de pulsera ni una sola vez, y tampoco el de la cocina. Mantuvo los ojos y el cañón de la Luger apuntando a la víctima. Había que romper aquella concentración de algún modo. Y se le estaba acabando el tiempo.
El Mercedes se hallaba aparcado junto al garaje de piedra. Siguiendo instrucciones de Julius, Dalgliesh levantó la tapa del maletero y extendió la arrugada sábana en el suelo. Alzar el cuerpo de Philby de la silla no fue cosa fácil. Luego Dalgliesh la plegó y la colocó sobre el cuerpo.
—Métase al lado —le dijo Julius.
¿Podía ésta ser la mejor oportunidad de actuar, incluso la única oportunidad? ¿Ante la propia casa de Julius con el cadáver en el coche y las pruebas bien evidentes? ¿Evidentes para quién? Dalgliesh sabía que si saltaba sobre Julius ahora no ganaría más que dar rienda suelta durante un segundo a la frustración y la cólera hasta que lo alcanzara la bala. Y en lugar de un solo cuerpo, serían dos los transportados a la torre negra y arrojados al mar. Con el ojo de la mente veía a Julius de pie en solitario triunfo al borde del acantilado y la pistola girando en el aire como un pájaro que cae para hender las turbulentas olas, bajo las cuales la marea en descenso vapulea dos cuerpos. El plan seguiría su curso. Un poco más tedioso y más largo, puesto que habría dos cuerpos que trasladar sin ayuda por el promontorio, pero ¿quién podía impedírselo? Desde luego, la señora Reynolds no, aunque se acercara ya pedaleando por la carretera del pueblo. ¿Y si sospechaba, si llegaba a comentar casualmente al desmontar para saludar a Julius en la carretera que le había parecido oír un disparo? Aún quedarían dos balas en el revólver. Y Dalgliesh ya no estaba seguro de la cordura de Julius.
Pero al menos algo podía hacer en aquel momento, algo que ya había pensado hacer, aunque no resultaría fácil. Tenía la esperanza de que, como mínimo durante un par de segundos, la tapa del maletero lo ocultara parcialmente de la vista de Julius. Pero Julius estaba justo detrás del coche, veía a Dalgliesh perfectamente. No obstante, aquella posición ofrecía una ventaja. Los ojos grises nunca se movían, no se atrevían a apartarse de su rostro. Si era rápido y astuto, y tenía suerte, quizá lo lograra. Se llevó las manos a las caderas en un gesto casual. Percibía el ligero peso de la cartera de fina piel que llevaba en el bolsillo posterior de los pantalones, curvada sobre la nalga.
—Le he dicho que se ponga al lado —dijo Julius con peligrosa calma—. No pienso arriesgarme a dejarme ver con usted.
El pulgar y el índice derechos de Dalgliesh retorcieron el botón del bolsillo. Gracias a Dios el ojal era holgado.
—Entonces más vale que vaya deprisa si no quiere tener que explicar un cuerpo muerto por asfixia —dijo.
—Después de pasar un par de noches en el mar tendrá los pulmones demasiado llenos de agua para que se note.
Tenía el botón desabrochado. Introdujo el índice y el pulgar derechos cuidadosamente en el bolsillo y agarró la cartera. Ahora todo dependía de si lograba sacarla con suavidad, de si era capaz de dejarla caer tras la rueda del coche sin que Julius se diera cuenta.
—No funciona así, ¿sabe? En la autopsia se verá perfectamente que estaba muerto antes de llegar al agua.
—Y será cierto, con una bala en el cuerpo. Cuando lo vean, dudo de que busquen signos de asfixia. Pero gracias por advertirme. Conduciré deprisa. Métase ahí.
Dalgliesh se encogió de hombros y se inclinó con repentina energía para introducirse en el maletero, como si abandonara momentáneamente toda esperanza. Apoyó la mano izquierda en el parachoques. Allí al menos dejaría una huella de la palma de la mano difícil de explicar. Pero entonces se acordó. Había apoyado la mano en el parachoques al cargar el cayado, los sacos y la escoba en el maletero. Era una pequeña desilusión, pero lo deprimió. Dejó caer la mano derecha y la piel se deslizó entre el pulgar y el índice para ir a parar al suelo. No siguió la más mínima orden peligrosamente serena. Julius ni habló ni se movió, y continuó vivo. Si le acompañaba la suerte, permanecería con vida hasta que llegaran a la torre negra. Sonrió ante la ironía de que ahora su corazón se alegrara por un obsequio que hacía menos de un mes había recibido tan de mala gana.
La tapa del maletero se cerró. Estaba aprisionado en completa oscuridad, absoluto silencio. Sintió un segundo de pánico claustrofóbico, una irresistible necesidad de extender el cuerpo encogido y aporrear el metal con los puños. El coche no se movía. Julius tendría ahora libertad para mirar el reloj. El cuerpo de Philby yacía junto a él. Percibía el olor del muerto como si todavía respirara, una amalgama de grasa, bolas de alcanfor y sudor; el aire del maletero estaba cargado de su presencia. Sintió una punzada de culpabilidad por el hecho de que Philby estuviera muerto y él vivo. ¿Podría haberlo salvado advirtiéndole con un grito? Pero sabía que el único resultado hubiera sido la muerte de los dos. Philby hubiera seguido avanzando, tenía que seguir avanzando. Y aun de haber dado media vuelta y haber echado a correr, Julius lo hubiera seguido para liquidarlo. Pero ahora, la sensación de la carne húmeda y fría contra la de él, el vello de las fláccidas muñecas erizado como si fueran cerdas, le causaban la misma comezón que un reproche. El automóvil dio una pequeña sacudida y se puso en marcha.
No había modo de saber si Julius había visto la cartera y la había cogido, aunque le parecía poco probable. No obstante, ¿la encontraría la señora Reynolds? Estaba en el camino por el que había de pasar. Casi con seguridad desmontaría de la bicicleta delante del garaje. Si la encontraba, suponía que no descansaría hasta devolverla. Pensó en su propia señora Mack, la viuda de un guardia de la policía metropolitana que le limpiaba el piso y de vez en cuando le preparaba una comida, en su obsesiva honradez, en su meticuloso interés por las pertenencias de quien le daba empleo, las perpetuas notas explicativas sobre piezas de ropa que faltaran, el incremento en el coste de las compras y los gemelos extraviados. No, la señora Reynolds no descansaría mientras tuviera la cartera en su poder. La última vez que había ido a Dorchester había cobrado un cheque; los tres billetes de diez libras, el manojo de tarjetas de crédito, el carnet de la policía, todo ello la preocuparía muchísimo. Seguramente perdería algo de tiempo yendo a Villa Esperanza. Al no encontrarlo allí, ¿qué haría? Suponía que llamaría a la policía local aterrorizada de pensar que podía denunciar la pérdida antes de que ella informara del hallazgo. ¿Y la policía? Si tenía suerte, advertirían la curiosa circunstancia de que la cartera hubiera caído precisamente en medio del camino. Sospecharan o no, tendrían la cortesía de intentar ponerse de inmediato en contacto con él. Quizá considerarían que valía la pena llamar a Toynton Grange, puesto que la casita por él ocupada no tenía teléfono. Descubrirían que inexplicablemente no podían establecer comunicación. Al menos había una posibilidad de que creyeran conveniente mandar una patrulla, y si había alguna cerca, llegaría enseguida. Lógicamente, una acción debía seguir a la otra. Y en una cosa tenía suerte: la señora Reynolds, recordó, era la viuda del guardia del pueblo. Al menos, no tendría miedo de llamar por teléfono, sabría a quién acudir. Su vida dependía de que viera la cartera. Unos centímetros cuadrados de piel marrón en las losas del patio. Y la luz era cada vez más tenue bajo aquel cielo tormentoso.
Julius conducía a toda velocidad incluso por el irregular terreno del promontorio. El coche se detuvo. Ahora abriría la verja. Unos pocos segundos más de movimiento y volvió a detenerse. Debía de haberse encontrado a la señora Reynolds y estaría charlando con ella. Al cabo de medio minuto volvieron a ponerse en marcha, en esta ocasión con la lisa carretera bajo las ruedas.
Podía hacer una cosa más. Se llevó la mano a la cara y se mordió el pulgar izquierdo. La sangre tenía un sabor dulce y caliente. La extendió por el techo del maletero y después de levantar la sábana oprimió el pulgar contra la moqueta del fondo. Grupo AB, RH negativo. Era un grupo bastante raro. Con suerte, Julius no advertiría estas manchitas delatoras. Esperaba que los investigadores de la policía fueran más perspicaces.
Comenzó a sentir que le faltaba aire, le martilleaba la cabeza. Se dijo que había aire suficiente, que la opresión que notaba en el pecho no era más que un efecto psicológico. Entonces el coche dio una pequeña sacudida. Ello indicaba que Julius había dejado la carretera para situarse en la hondonada oculta tras el muro de piedra que separaba la carretera del promontorio. Era un lugar idóneo para detenerse. Aunque pasara otro coche, y ello era poco probable, el Mercedes no sería visible. Ya habían llegado. Estaba a punto de dar comienzo el último trecho del viaje.
Unos ciento cuarenta metros de hierba irregular salpicada de piedras los separaban del lugar donde se erigía la torre negra, agazapada con aire malévolo bajo el cielo amenazador. Dalgliesh sabía que Julius preferiría hacer un solo viaje. Querría alejarse cuanto antes de la carretera, querría que todo acabara para poder marcharse. Y, lo que era más importante, no debía tener contacto físico con ninguna de las dos víctimas. Sus ropas nada revelarían cuando los hinchados cuerpos fueran por fin recuperados al mar. Julius sabía lo difícil que resultaría erradicar los infinitamente pequeños restos de cabello, de fibras o de sangre de su propia ropa sin realizar una limpieza delatora. Hasta el momento, estaba totalmente limpio. Sería una de sus mejores cartas. Dalgliesh podría vivir al menos hasta que alcanzaran el refugio de la torre. Estaba lo suficientemente seguro para dedicarse a atar el cuerpo de Philby a la silla con toda calma. Después se apoyó un momento en los asideros respirando entrecortadamente y simulando un agotamiento mayor del que sentía. Debía conservar las fuerzas pese al esfuerzo que le esperaba. Julius cerró de un golpe la tapa del maletero y dijo:
—Andando, que tenemos la tormenta encima.
Pero no alzó la vista hacia el cielo, no tenía necesidad. La lluvia casi se olía en la fresca brisa.
Aun cuando las ruedas de la silla estaban bien engrasadas, el avance resultaba duro. Las manos de Dalgliesh resbalaban en los asideros de goma. El cuerpo de Philby, amarrado como un niño perverso, sufría sacudidas y deslizamientos cuando las ruedas topaban con las piedras o las matas de hierba. Dalgliesh notó que el sudor le caía sobre los ojos. Ello le proporcionó la oportunidad que esperaba para quitarse la chaqueta. Cuando llegara el momento de la lucha final, el hombre que estuviera más libre gozaría de ventaja. Dejó de empujar y se paró a jadear. Los pies que lo seguían también se detuvieron.
Aquél podía ser el momento. En tal caso, nada podría hacer. Se consoló pensando que no se daría cuenta. Si Julius apretaba el gatillo, su atrafagada y aterrada mente se aquietaría. Recordó las palabras de Julius. «Sé lo que pasará cuando muera: aniquilación. No sería lógico tener miedo de eso». ¡Si fuera tan sencillo! Pero Julius no disparó. La voz peligrosamente tranquila dijo desde detrás de él:
—¿Qué pasa?
—Tengo calor. ¿Puedo quitarme la chaqueta?
—¿Por qué no? Póngala encima de las rodillas de Philby. La echaré al mar detrás de usted. De todos modos se la hubiera arrancado el oleaje.
Dalgliesh se quitó la chaqueta, la dobló y la colocó sobre las rodillas de Philby. Sin volver la vista, dijo:
—No le conviene dispararme por la espalda. Philby murió instantáneamente. Tiene que parecer que él me disparó primero, pero sólo me hirió antes de que yo le quitara la pistola y lo liquidara. Sin lucha y con una sola pistola no pueden producirse dos muertes instantáneas, y una de un disparo en la zona lumbar.
—Ya lo sé. A diferencia de usted, es posible que carezca de experiencia en las manifestaciones más crudas de la violencia, pero no soy tonto y entiendo de armas. Siga.
Continuaron avanzando prudentemente distanciados: Dalgliesh empujaba a su macabro pasajero y escuchaba el suave restregar de los pies que lo seguían. Se sorprendió pensando en Peter Bonnington. El hecho de que un muchacho desconocido, ahora muerto, hubiera sido trasladado de Toynton Grange era la causa de que ahora él, Adam Dalgliesh, estuviera atravesando el promontorio de Toynton con una pistola a la espalda. El padre Baddeley le hubiera encontrado la lógica, pero el padre Baddeley creía en una lógica subyacente a todo. Con esa creencia, todas las perplejidades humanas quedaban reducidas a ejercicios de geometría espiritual. De repente, Julius empezó a hablar. Dalgliesh se imaginó que sentía la necesidad de entretener a su víctima durante aquel último y tedioso paseo, que trataba de justificarse.
—No puedo volver a la pobreza. Necesito el dinero como el oxígeno. No el dinero justo, sino más que el justo, mucho más. La pobreza mata. Yo no temo a la muerte, pero temo ese particular proceso lento y corrosivo que conduce a la muerte. No me creyó, ¿verdad?, cuando le conté esa historia de mis padres.
—No del todo. ¿Debía creérmela?
—Eso al menos era cierto. Podría llevarlo a muchas tabernas de Westminster; Dios santo, seguramente las conocerá; y ponerlo cara a cara con lo que me da miedo a mí: los patéticos maricones entrados en años que sobreviven con sus pensiones. O que no sobreviven. Y ellos, pobres desgraciados, ni siquiera han tenido alguna vez dinero. Yo sí. No me avergüenza mi naturaleza. Pero, si he de vivir, he de ser rico. ¿De veras esperaba que permitiera que una vieja moribunda se interpusiera en mi camino?
Dalgliesh no contestó; en cambio, comentó:
—Supongo que vino por aquí cuando prendió fuego a la torre.
—Claro. Hice lo mismo que hemos hecho ahora. Fui en coche hasta la hondonada y seguí a pie. Sabía cuándo era probable que Wilfred, que es una criatura de costumbres, estuviera en la torre y lo observé con los prismáticos. Si no era ese día, sería otro. No tuve dificultad alguna en hacerme con la llave y el hábito. De eso me ocupé con un día de antelación. Cualquiera que conozca Toynton Grange puede moverse por allí sin ser visto. Y aunque me hubiera visto alguien, no me hace falta explicar mi presencia. Como dice Wilfred, soy de la familia. Por eso me fue tan fácil matar a Grace Willison. Estaba en casa y acostado poco después de las doce y sin otras complicaciones que un poco de frío en las piernas y cierta dificultad en dormirme. Ah, y debo decirle, por si alberga alguna duda, que Wilfred ignora lo del contrabando. Si fuera yo el que ha de morir y usted el que ha de vivir, en vez de al contrario, podría tener la satisfacción de dar la noticia. Las dos noticias: que su milagro era un engaño y su reducto de amor una parada de postas de la muerte. Daría cualquier cosa por verle la cara.
Se encontraban ya a pocos pasos de la torre negra. Sin cambiar abiertamente de dirección, Dalgliesh empujó la silla todo lo que pudo hacia el porche. El viento iba ganando intensidad en bruscos arrebatos gimientes. Pero siempre corría cierta brisa en aquel elevado promontorio de hierba y roca. De repente, se paró. Sostuvo la silla con la mano izquierda y se volvió hacia Julius con mucho cuidado de no perder el equilibrio. Entonces. Tenía que ser entonces.
—¿Qué pasa? —dijo Julius ásperamente.
El tiempo se detuvo. Un segundo era una eternidad. En esa breve laguna infinita, la mente de Dalgliesh se liberó de toda tensión y de todo temor. Era como si se distanciara del pasado y del futuro, simultáneamente consciente de sí mismo, de su adversario y del sonido, el aroma y el color del cielo, del acantilado y del mar. La cólera contenida de las últimas semanas, el controlado suspense de la hora anterior, todo se apaciguó en aquel momento preliminar a la liberación final. Habló con voz aguda y quebrada, simulando terror, un terror que hasta a sus propios oídos parecía horriblemente real.
—¡La torre! ¡Hay alguien dentro!
Volvió a oírse —sus súplicas habían sido escuchadas— como los huesos, atravesando la carne desgarrada, arañaban frenéticamente la dura piedra. Percibió entonces más que oyó el siseo de la inspiración de Julius. El tiempo avanzó y en ese último segundo Dalgliesh saltó.
Al caer, con el cuerpo de Julius debajo, Dalgliesh sintió el martillazo en el hombro derecho, la inmediata insensibilidad, el pegajoso calor, sedante como un bálsamo, que le empapaba la camisa. El disparo resonó en la torre negra y el promontorio cobró vida. Una nube de gaviotas se alzó graznando de las rocas. Cielo y acantilado eran una vorágine de alas batientes. Y en ese preciso instante, como si las cargadas nubes hubieran esperado que se diera la señal, el cielo se rasgó acompañado del sonido del desgarramiento de un lienzo y empezó a llover.
Lucharon como animales hambrientos que dan torpes zarpazos a su presa, con los ojos irritados y cegados por la lluvia, enzarzados en un rigor de odio.
Dalgliesh, incluso con el cuerpo de Julius debajo, sintió que se le consumían las fuerzas. Tenía que ser ahora, ahora que todavía estaba encima y todavía podía usar el hombro izquierdo. Retorció la muñeca de Julius contra la tierra enlodada y le oprimió las venas con todas sus fuerzas. Percibía el aliento de Julius como una ráfaga de aire caliente en el rostro. Estaban mejilla contra mejilla en una horrible parodia de amor sin fuerzas. Pero los rígidos dedos no soltaron la pistola. Lentamente, con dolorosos espasmos, Julius dobló el brazo derecho hacia la cabeza de Dalgliesh. Entonces la pistola se disparó. Dalgliesh sintió que la bala pasaba rozándole el cabello hasta perderse inocuamente en la cortina de lluvia.
Empezaron a rodar hacia el borde del precipicio. Dalgliesh, que cada vez estaba más débil, notó cómo se agarraba a Julius en busca de apoyo. La lluvia era una afilada lanza contra los globos oculares. Tenía la nariz apretada contra la herbosa tierra con el consiguiente efecto sofocante. Humus. Un último olor reconfortante y familiar. Mientras rodaba sus dedos agarraban impotentes la hierba, que se le iba quedando en las manos en húmedos manojos. De pronto Julius estaba de rodillas encima de él, agarrándole la garganta con las manos, echándole la cabeza hacia atrás por el borde del acantilado. El cielo, el mar y la densa lluvia conformaban una turbulenta blancura, un inmenso rugido en sus oídos. El rostro de Julius, surcado de arroyos, estaba fuera de su alcance, los rígidos brazos empujaban las crueles manos opresoras. Tenía que acercarse a aquel rostro. Relajó deliberadamente los músculos y aflojó el ya debilitado asimiento de los hombros de su oponente. Funcionó. Julius aflojó también e instintivamente bajó la cabeza para mirar el rostro de Dalgliesh. Cuando los pulgares del policía se le clavaron en los ojos lanzó un alarido. Sus cuerpos se separaron. Dalgliesh se puso en pie y echó a correr promontorio arriba con intención de parapetarse en la silla.
Se agazapó detrás, jadeando contra la combada lona que le servía de apoyo, contemplando cómo avanzaba Julius con el cabello chorreando, los ojos desorbitados, los robustos brazos extendidos hacia delante anhelando ese agarrón final. Tras él, la torre rezumaba sangre negra. La lluvia chocaba contra las rocas como si fuera granizo, despidiendo una fina neblina que se mezclaba con la áspera respiración. El doloroso ritmo le rasgaba el pecho y le llenaba los oídos como los gritos de la agonía de un enorme animal. Inesperadamente, soltó los frenos y con las últimas fuerzas que le quedaban impulsó la silla hacia delante. De inmediato vio los ojos asombrados y desesperados de su asesino. Durante un instante pensó que Julius iba a lanzarse contra la silla, pero en el último momento se hizo a un lado y la silla, cargada con el aterrador bulto, se precipitó por el acantilado.
—¿Cómo lo va a explicar cuando lo saquen? —Dalgliesh nunca llegó a saber si habló para sí mismo o lo dijo en voz alta porque en ese mismo momento notó que tenía a Julius encima.
Aquello era el fin. Ya no luchaba, se limitaba a dejarse arrastrar rodando hacia la muerte. Nada podía esperar más que llevarse a Julius con él. Unos gritos roncos y discordantes le horadaban los tímpanos. El gentío llamaba a Julius. Todo el mundo gritaba. El promontorio estaba lleno de voces, de formas. De repente, el peso que tenía en el pecho desapareció. Estaba libre. Seguidamente oyó susurrar a Julius «¡Oh, no!», una protesta triste y desesperada, clara como si la voz le perteneciera a él. No era el último grito horrorizado de un hombre sin esperanza. Había sido pronunciada con calma, con pesar, casi con diversión. Entonces el cielo se oscureció por efecto de una sombra, negra como un pájaro enorme que pasara con las alas extendidas sobre su cabeza a cámara lenta. La tierra y el cielo se unieron lentamente. Una solitaria gaviota graznaba. La tierra palpitaba. Un aro blanco de glóbulos amorfos se inclinaba sobre él. Pero el suelo estaba blando, irresistiblemente blando, y dejó que su consciencia fuera perdiendo sangre sobre él.