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Al día siguiente Dalgliesh subió a Toynton Grange con intención de explicarle a Wilfred que tenía que quedarse en Villa Esperanza hasta que terminara el juicio, así como de pagarle una renta simbólica. Lo encontró solo en el despacho. Sorprendentemente, no había rastro de Dot Moxon. Wilfred estaba estudiando un mapa de Francia que tenía extendido sobre la mesa, una esquina de la cual estaba ocupada por un fajo de pasaportes sujetos con una goma. Apenas parecía escuchar lo que le decía su huésped. «La investigación. Sí, claro», repuso como si fuera un compromiso olvidado, y volvió a inclinarse sobre el mapa. No nombró la muerte de Maggie y las ceremoniosas palabras de pésame de Dalgliesh fueron recibidas con frialdad, como si fueran de mal gusto. Parecía que desligándose de Toynton Grange se hubiera eximido también de toda responsabilidad, incluso de todo interés. Ahora ya no quedaban más que sus dos obsesiones, el milagro y la peregrinación a Lourdes.

El inspector Daniel y el laboratorio forense trabajaban deprisa. El juicio se celebró exactamente una semana después de la muerte de Maggie, una semana durante la cual los habitantes de Toynton Grange parecían tan decididos a no interponerse en el camino de Dalgliesh como él a evitarlos. Nadie, ni siquiera Julius, demostró inclinación alguna a hablar de la muerte de Maggie. Era como si ahora sólo lo vieran en cuanto policía, un intruso inoportuno de incierta filiación, un espía en potencia. Cada mañana se marchaba de Toynton en coche y regresaba cada noche en medio del silencio y la oscuridad. Ni las actividades policiales ni la vida de Toynton Grange lo alcanzaban. Proseguía su diaria e impulsiva exploración de Dorset como un preso de permiso y esperaba con ansiedad que llegara el día del juicio, la liberación definitiva.

Y por fin llegó. Ninguno de los pacientes de Toynton Grange asistió, a excepción de Henry Carwardine, sorprendentemente, pues no había sido llamado a declarar. Mientras los asistentes se congregaban en reverentes grupitos murmuradores ante el juzgado en la habitual espera desorganizada que sigue a los rituales públicos más sombríos, Carwardine acercó la silla con vigorosos movimientos de los brazos adonde estaba Dalgliesh. Parecía eufórico.

—Este ceremonial de atar cabos legales sueltos no es tan novedoso para usted como para mí. Pero en este caso ha sido muy interesante. Menos fascinante en los aspectos técnicos y forenses que el de Holroyd, pero con mayor interés humano.

—Parece usted un experto en juicios.

—Si continuamos así en Toynton Grange, pronto lo seré. Helen Rainer ha sido la estrella de hoy. Ese extraordinario traje y ese sombrero que se ha puesto supongo que debían de ser el uniforme de la enfermera oficial. Una elección muy sensata. El cabello recogido, ni un vestigio de maquillaje, un aire general de abnegada profesionalidad. «Quizá la señora Hewson creía que había algo entre su esposo y yo, pero tenía demasiado tiempo para pensar. Naturalmente, el doctor Hewson y yo colaboramos estrechamente. Tengo una gran opinión de su manera de ser y de su competencia, pero nunca ha habido algo incorrecto entre nosotros. El doctor Hewson era fiel a su esposa». ¡Nada incorrecto! Jamás había pensado que se usara realmente esa expresión.

—En los juicios sí —dijo Dalgliesh—. ¿Cree usted que la ha creído el jurado?

—Yo creo que sí, ¿usted no? Es difícil imaginarse a nuestra dama de la Cruz Roja vestida como esta tarde de jamete gris, bueno, gabardina, mística y maravillosa, retozando entre las sábanas. Creo que ha hecho bien en admitir que Hewson y ella pasaron la hora de meditación juntos en su habitación explicando que ello se debía a que ambos habían decidido ya y no podían permitirse desperdiciar una hora dándole vueltas a lo mismo con tantos asuntos profesionales que tratar como tenían.

—Tenían que arriesgarse a proporcionarse una coartada a cambio de poner en peligro su reputación. En general, han hecho bien.

Henry hizo girar la silla de ruedas con agresiva exuberancia.

—Pero ha dejado bastante perplejos a los honrados jurados de Dorset. Se les notaba lo que estaban pensando: Si no son amantes, ¿por qué estaban encerrados juntos? Pero, si estaban juntos, Hewson no pudo matar a su esposa. No obstante, de no ser amantes, no tenía motivo para matarla. Y si tenía motivo, ¿por qué admitir que estaban juntos? Evidentemente, para proporcionarle coartada a él. Pero no hubiera necesitado coartada de no tener el motivo de siempre. Y teniendo motivo, era lógico que la chica y él estuvieran juntos. Desconcertante.

—¿Qué le ha parecido la actuación de Hewson? —preguntó Dalgliesh, divertido.

—También lo ha hecho bien. No con la misma competencia e imparcialidad profesional de usted, querido comandante, pero tranquilo, sincero y con la natural aflicción valientemente dominada. Muy sensato por su parte admitir que Maggie deseaba desesperadamente que dejara Toynton Grange pero que él sentía una obligación para con Wilfred, «que me dio trabajo cuando no me resultaba fácil encontrar empleo». Sin mencionar, claro, que había sido expulsado del colegio de médicos. Y nadie ha tenido la falta de tacto necesaria para aclararlo.

—Y tampoco nadie ha tenido la falta de tacto necesaria para insinuar que Helen y él podían estar mintiendo sobre su relación.

—¿Qué esperaba? Lo que sabe la gente y lo que pueden demostrar legalmente, o lo que se atreven a declarar en un tribunal de justicia, son dos cosas distintas. Además, debemos proteger a toda costa a nuestro querido Wilfred de los peligros de la verdad. No, a mí me ha parecido que ha ido muy bien. Suicidio por desequilibrio mental transitorio, etc., etc. ¡Pobre Maggie! Estigmatizada como una zorra egoísta en busca de placer, adicta a la botella, sin comprender la dedicación de su marido a la noble profesión y ni siquiera capaz de mantener un hogar acogedor para él. La insinuación de Court en el sentido de que podía haber sido una muerte accidental, una comedia que se salió de madre, no ha merecido el crédito del jurado, ¿verdad? Han llegado a la conclusión de que una mujer que se bebía casi una botella entera de whisky, cogía una cuerda y escribía una carta de despedida llevaba la comedia demasiado lejos y le han hecho el cumplido de creer que pretendía hacer lo que hizo. Me ha parecido que el experto forense ha sido muy estricto en su opinión, dada la naturaleza fundamentalmente subjetiva del examen del documento. Parece que no le queda duda alguna de que Maggie lo escribió.

—Las primeras cuatro líneas, que son las únicas sobre las que se ha atrevido a pronunciarse. ¿Qué le ha parecido el veredicto?

—Bueno, estoy de acuerdo con Julius. Ella pretendía que la bajaran a tiempo en medio del alboroto general. Pero con una botella de whisky en el cuerpo no pudo siquiera representar su propia resurrección. Julius me hizo una descripción gráfica del drama de Villa Caridad, con el impresionante debut de Helen en el papel de lady Macbeth:

Dadme la jeringuilla. Los durmientes y los muertos

no son sino lienzos; es el ojo infantil

el que teme al diablo pintado.

El rostro y la voz de Dalgliesh eran totalmente inexpresivos cuando dijo:

—Muy entretenido para los dos. Es una lástima que Court no estuviera tan frío en aquel momento, quizás hubiera resultado útil en lugar de comportarse como un mariquita histérico.

Henry sonrió, satisfecho por haber provocado la respuesta deseada.

—¿Así que no le resulta simpático? Y sospecho que tampoco se lo resultaba a su amigo de las órdenes sagradas.

—Ya sé que no es asunto mío —dijo Dalgliesh impulsivamente—, pero ¿no es hora ya de que se vaya de Toynton Grange?

—¿Que me vaya? ¿Adónde sugiere?

—Debe de haber otros sitios.

—El mundo está lleno de sitios. Pero ¿qué cree usted que podría hacer, ser o esperar yo en ellos? Lo cierto es que en una ocasión sí pensaba marcharme, pero era un sueño de lo más iluso. No, me quedo. Ridgewell tiene la profesionalidad y la experiencia que le faltan a Anstey. En otro sitio podría estar peor aún. Además, Wilfred también se quedará y yo estoy en deuda con él. Entre tanto, cuando haya terminado esta formalidad, todos podremos descansar y mañana emprender el viaje a Lourdes en paz. Debería usted venir con nosotros, Dalgliesh. Lleva tanto tiempo aquí que me hace pensar que le gusta nuestra compañía. Además, me parece que la convalecencia no le ha servido de mucho. ¿Por qué no viene a Lourdes a ver si le hace bien el olor a incienso y el cambio de aires?

El autobús de Toynton Grange, conducido por Philby, se había detenido junto a ellos y estaba descendiendo la rampa posterior. Dalgliesh observó en silencio cómo Eric y Helen se separaban de Wilfred, agarraban simultáneamente las empuñaduras y empujaban a Henry con energía hacia el autobús. La rampa ascendió. Wilfred ocupó su lugar junto a Philby y el vehículo de Toynton Grange desapareció de la vista.

El coronel Ridgewell y los demás directivos llegaron después del almuerzo. Dalgliesh contempló cómo se detenía el coche y el grupo de sombría vestimenta desaparecía en la casa. Luego salieron y se dirigieron a pie, acompañados de Wilfred, hacia el mar. A Dalgliesh le sorprendió un poco que Eric y Helen fueran con ellos pero no Dorothy Moxon. Alcanzaba a ver cómo el viento agitaba el cabello canoso del coronel mientras se detenía y hacía oscilar el bastón en amplios movimientos explicativos o conferenciaba con el grupito, que rápidamente se cerraba en torno de él. Sin duda desearían ver las casitas, pensó Dalgliesh. Bueno, Villa Esperanza estaba lista. Las estanterías estaban vacías y sin polvo, los cajones de embalaje atados y etiquetados esperando al transportista, la maleta preparada a excepción de las pocas cosas que precisaba aquella última noche. Sin embargo, no deseaba participar en presentaciones ni charlas insustanciales.

Cuando el grupo por fin giró sobre sus talones y se encaminó a Villa Caridad, él se metió en el coche y se marchó, sin destino fijo, sin objetivo concreto, sin otra intención que alejarse en la noche.