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Poco después de las diez, y tras haber cenado, Dalgliesh salió al exterior. La bruma había desaparecido tan misteriosamente como había aparecido y el aire fresco, que olía a hierba húmeda, le acariciaba el rostro acalorado. De pie en absoluto silencio, alcanzaba a oír el siseo del mar.

La luz de una linterna, errática como el fuego fatuo, avanzaba hacia él desde la casona. De la oscuridad surgió una voluminosa sombra que tomó forma. Millicent Hammitt había regresado a casa. Al llegar a la puerta de Villa Fe, se detuvo y le gritó con voz aguda, casi beligerante:

—Buenas noches, comandante. ¿Se han marchado ya sus amigos?

—El inspector se ha ido, sí.

—Habrá notado que no he participado en la desconsiderada función de Maggie. Estas emociones no son de mi gusto. Eric ha decidido pasar la noche en Toynton Grange. Sin duda, lo mejor que podía hacer, pero, como tengo entendido que la policía ya se ha llevado el cuerpo, no hacía falta que fingiera esa exagerada sensibilidad. Ah, y hemos votado por la absorción de Ridgewell. Entre unas cosas y otras, una tarde bien movidita. —Hizo amago de abrir la puerta, pero se volvió para gritar—: Me han dicho que llevaba las uñas pintadas de rojo.

—Sí, señora Hammitt.

—Las de los pies también.

Adam Dalgliesh no contestó y Millicent exclamó con repentina ira:

—¡Una mujer extraordinaria!

Oyó cómo se cerraba la puerta y unos segundos más tarde se encendió la luz detrás de las cortinas. Dalgliesh entró en casa. Casi demasiado fatigado para subir las escaleras que lo conducirían a la cama, se acomodó en la butaca del padre Baddeley con la vista fija en el fuego apagado. Mientras lo contemplaba, las blancas cenizas se movieron levemente, una ennegrecida rama de madera adquirió vida durante un instante y por primera vez aquella noche oyó el familiar y reconfortante gemido del viento en la chimenea. A éste siguió otro sonido familiar. A través de la pared le llegó una amortiguada melodía alegre y sincopada. Millicent Hammitt había encendido el televisor.