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Ursula Hollis y Jennie Pegram estaban juntas en la habitación de Jennie, las dos sillas de ruedas una al lado de otra frente al tocador. Ursula se hallaba vuelta de costado cepillándole el cabello a Jennie. No estaba segura de cómo había ido a parar allí, cómo había empezado a realizar una tarea tan extraña. Jennie nunca se lo había pedido. Pero aquella noche, mientras esperaban que Helen las acostara, Helen, que nunca se había retrasado tanto, era reconfortante no estar a solas con sus pensamientos, incluso era reconfortante observar cómo se alzaba el cabello dorado con cada cepillado y luego caía lentamente, como una delicada neblina brillante, sobre los encorvados hombros. Las dos mujeres se sorprendieron susurrando amigablemente, como dos colegialas conspirando.

—¿Qué crees que va a ocurrir ahora? —preguntó Ursula.

—¿En Toynton Grange? Ridgewell se hará cargo y Wilfred se marchará, supongo. A mí me da igual. Al menos habrá más pacientes. Ahora que somos tan pocos es aburrido. Y Wilfred me dijo que piensan construir una terraza en el acantilado. Eso está bien. Y seguro que tenemos más diversiones, viajes, etcétera. Últimamente bien pocas hemos tenido. De hecho, he llegado a pensar en marcharme. No hacen más que escribirme del hospital donde estaba antes para que vuelva.

Ursula sabía que no le habían escrito, pero daba lo mismo. Contribuyó con su porción de fantasía.

—Yo también. Steve está empeñado en que vaya más cerca de Londres para que pueda ir a verme. Hasta que haya encontrado un piso más adecuado, claro.

—Ridgewell tiene una residencia en Londres, ¿verdad? Podrían trasladarte allí.

Qué extraño que Helen no se lo hubiera dicho.

—Me sorprende que Helen votara por la absorción —susurró Ursula—. Pensaba que quería que Wilfred vendiera.

—Seguramente sí, hasta que se enteró de que Maggie había muerto. Ahora que se ha librado de Maggie, supongo que piensa que más le vale quedarse. Quiero decir que ahora tiene el campo libre, ¿no?

¿Que se había librado de Maggie? Pero de Maggie nadie se había librado, como no fuera ella misma. Y Helen no podía saber que Maggie iba a morir. Sólo seis días antes había tratado de convencer a Ursula para que votara por la venta. Entonces no podía saberlo. Incluso en la reunión preliminar, antes de que todas se fueran a meditar, había dejado bien claro qué opción le interesaba. Y luego, durante la hora de meditación, cambió de opinión. No, Helen no podía saber que Maggie iba a morir. La idea le resultó reconfortante a Ursula. Todo saldría bien. Le había hablado al inspector Daniel de la figura encapuchada que había visto la noche de la muerte de Grace, no toda la verdad, claro, pero sí lo suficiente para liberarse del peso de una irracional preocupación que no podía quitarse de la cabeza. A él no le había parecido importante. Se había dado cuenta de ello por la manera en que la escuchaba, por las pocas y breves preguntas que le había dirigido. Y tenía razón, claro está. Carecía de importancia. Ahora se preguntaba cómo era posible que hubiera permanecido despierta carcomiéndose con inexplicables angustias, perseguida por imágenes del mal y la muerte, con capa y capucha, recorriendo los silenciosos pasillos. Debía de haber sido Maggie. Al recibir la noticia de la muerte de Maggie cayó repentinamente en la cuenta. No sabía por qué, salvo que la figura resultaba a la vez teatral y furtiva, muy fuera de lugar, y llevaba el hábito sin la descuidada familiaridad del personal de Toynton Grange. Pero se lo había contado al inspector. Ya no había necesidad de seguir pensando en ello. Todo se arreglaría. Toynton Grange no cerraría. De todas maneras tampoco importaba. Pediría que la trasladaran a la residencia de Londres, quizá mediante un intercambio. Seguro que a alguien de allí le apetecería venir junto al mar. Oyó entonces la aguda voz infantil de Jennie.

—Te voy a contar un secreto de Maggie si me juras no decirlo. Júramelo.

—Lo juro.

—Escribía anónimos. Me mandó uno a mí.

A Ursula le dio un vuelco el corazón y dijo de inmediato:

—¿Cómo lo sabes?

—Porque el mío estaba escrito en la máquina de Grace Willison y vi a Maggie escribiéndolo la tarde anterior. La puerta del despacho estaba entreabierta. No se dio cuenta de que la miraba.

—¿Qué decía?

—Era todo de un enamorado que tengo. Uno de los productores de la televisión. Quería divorciarse de su mujer y llevarme con él. Armó un gran revuelo por cuestión de celos en el hospital. Por eso, en parte, tuve que marcharme. En realidad, todavía podría irme con él si quisiera.

—Pero ¿cómo lo sabía Maggie?

—Era enfermera, ¿no? Creo que conocía a una de las enfermeras del hospital. Maggie era lista para averiguar cosas. Y creo que sabía algo de Victor Holroyd también, pero no decía qué. Me alegro de que haya muerto. Si tú también recibiste algún anónimo, ya no recibirás más. Maggie ha muerto y se han acabado los anónimos. Cepíllame un poco más fuerte y hacia la derecha. Así, muy bien, muy bien. Deberíamos ser amigas, tú y yo. Cuando empiecen a llegar los pacientes nuevos tenemos que unirnos. Eso si decido quedarme, claro.

Con el cepillo en el aire, Ursula vio reflejada en el espejo la socarrona y satisfecha sonrisa de Jennie.