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Después de entregarles la jeringuilla y de relatar cómo había encontrado el cuerpo, Dalgliesh no quiso presenciar la investigación. No deseaba dar lugar a que pensaran que estaba vigilando la actuación del inspector Daniel; no le gustaba el papel de espectador y sentía, incómodo, que los entorpecía. Ninguno de los hombres presentes obstaculizaba a los demás. Se movían con seguridad en el reducido espacio, cada uno especializado en una cosa pero actuando en equipo. El fotógrafo transportó los focos portátiles al estrecho pasillo; el experto en huellas dactilares, de paisano, con el maletín abierto mostrando las pulcramente ordenadas herramientas de su oficio, se sentó a la mesa, con el cepillo preparado, para iniciar la metódica operación de quitarle el polvo a la botella de whisky; el médico de la policía se arrodilló junto al cuerpo, concentrado y con aire crítico, y comenzó a tirar de la piel manchada de Maggie como si esperara devolverla a la vida. El inspector Daniel se inclinó sobre él y conferenciaron. Dalgliesh pensó que parecían dos granjeros estudiando las cualidades de un pollo muerto. El hecho de que Daniel se hubiera llevado al médico de la policía y no a un forense despertó su curiosidad. Pero ¿por qué no? Los forenses del Ministerio del Interior, dado la extensión de las zonas que tenían que cubrir, raramente llegaban con prontitud a la escena del crimen. Por otro lado, el reconocimiento médico que los ocupaba no presentaba problemas evidentes. No tenía sentido emplear más recursos de los necesarios. Se preguntó si se hubiera personado el propio Daniel de no estar presente en Toynton Grange un comandante de la policía metropolitana.

Dalgliesh pidió formalmente permiso a Daniel para regresar a Villa Esperanza. Eric Hewson ya se había marchado. Daniel sólo le había hecho unas pocas preguntas necesarias, breves y suaves, antes de sugerirle que regresara con los demás a Toynton Grange. Dalgliesh percibió el alivio que representó su marcha. Hasta aquellos imperturbables expertos se movían con mayor libertad descargados de la inhibidora restricción del dolor público. El inspector se esforzó por dedicarle algo más que una lacónica inclinación de cabeza y dijo:

—Muchas gracias. Pasaré a cambiar impresiones con usted antes de irnos, si me lo permite. —Tras lo cual volvió a inclinarse para proseguir la contemplación del cuerpo.

Fuera lo que fuese lo que Dalgliesh esperaba encontrar en el promontorio de Toynton, no era aquello: la vieja conmemoración rutinaria de la muerte no natural. Durante un momento lo vio con los ojos de Julius Court, un esotérico rito nigromántico ejecutado por sus practicantes de pardo uniforme en silencio o entre gruñidos y murmullos tan breves como conjuros, un secreto oficio de difuntos. Desde luego, Julius parecía absorto en las operaciones y no hizo ademán de marcharse, sino que permaneció de pie a un lado de la puerta y, sin apartar los fascinados ojos del inspector Daniel, la abrió para que pasara Dalgliesh. Daniel no sugirió que se fuera también él, pero a Dalgliesh le pareció poco probable que ello se debiera a que se hubiera olvidado de su presencia.

Transcurrieron cerca de tres horas antes de que el automóvil del inspector Daniel se detuviera ante Villa Esperanza. El inspector iba solo; el sargento Varney y los demás, explicó, ya se habían marchado. Al entrar arrastró consigo los restos de una bruma que podía ser ectoplasma y una corriente de aire frío y húmedo. Tenía el cabello perlado de humedad y el largo y rubicundo rostro resplandecía como si acabara de tomar el sol. A invitación de Dalgliesh, se quitó la gabardina y se acomodó en la butaca situada ante la chimenea, hecho lo cual paseó los vivaces ojos negros por la estancia tomando nota de la zarrapastrosa alfombra, la mezquina chimenea y el deterioro del empapelado.

—¿Así que aquí es donde vivía el anciano? —dijo.

—Y donde murió. ¿Le apetece un whisky, o prefiere un café?

—Whisky, gracias. El señor Anstey no le proporcionó muchas comodidades que digamos. Pero supongo que todo el dinero se destina a los pacientes, y con razón, sin duda.

«Una parte iba destinada al propio Anstey», pensó Dalgliesh, acordándose de la sibarítica celda que servía de dormitorio de Wilfred.

—No está tan mal como parece —dijo—. Y los cajones de embalaje no contribuyen demasiado a crear un ambiente acogedor. Pero dudo de que el padre Baddeley advirtiera el deterioro, o, si lo advirtió, que le importara.

—Bueno, al menos se está caliente. Esta bruma del mar te cala hasta los huesos. En el interior hace un día más claro, nada más pasar el pueblo. Por eso hemos podido llegar enseguida. —Tomó un sorbo de whisky con complacencia y después de un minuto de silencio prosiguió—: Este asunto de hoy, señor Dalgliesh, parece bastante claro. En la botella de whisky había huellas de ella y de Court, y en el teléfono de ella y de Hewson. Es imposible sacar algo del interruptor de la luz, por supuesto, y las del bolígrafo no están claras. Hemos encontrado un par de muestras de su letra. Los compañeros del laboratorio les echarán una mirada, pero a mí me parece bastante evidente, y también al doctor Hewson, que escribió esa nota suicida. Es un trazo firme de mujer.

—Menos las tres últimas líneas.

—¿Las que hablan de la torre negra? Estaba bastante bebida cuando las escribió. Ah, y el señor Anstey lo interpreta como una admisión de que fue ella la que provocó el incendio que casi lo mató. Y según él, no fue el único intento. Sin duda, ya le habrán hablado de la cuerda deshilachada. Me ha contado todos los detalles del incidente de la torre negra y que usted encontró el hábito.

—¿Ah, sí? Entonces insistió en que no lo dijéramos a la policía, y ahora lo pone todo a los pies de Maggie Hewson.

—Siempre me sorprende cómo desata las lenguas la muerte violenta, aunque a estas alturas ya no debería sorprenderme. Dice que desde el principio sospechaba de ella, que no ocultaba el odio que sentía hacia Toynton Grange ni el resentimiento hacia él en particular.

—En absoluto. Pero me sorprendería que una mujer que expresaba sus sentimientos de modo tan desinhibido tuviera necesidad de alguna otra liberación. El incendio y la cuerda deshilachada me parecen o bien parte de una estratagema deliberada o bien manifestaciones de un odio frustrado, y Maggie Hewson era perfectamente espontánea en la antipatía que le tenía a Anstey.

—El señor Anstey considera el incendio como parte de una estratagema. Según él, pretendía asustarlo para que vendiera. Estaba desesperada por sacar a su marido de aquí.

—Entonces había juzgado mal a su marido. Yo soy de la opinión de que Anstey no va a vender. Mañana habrá decidido traspasar Toynton Grange al Ridgewell Trust.

—Lo está decidiendo ahora, señor Dalgliesh. Por lo visto, la muerte de la señora Hewson ha interrumpido el proceso de decisión. Quería que hablara con los internos lo más deprisa posible para que pudieran regresar a la tarea. No es que haya tardado demasiado en averiguar los detalles, al menos los fundamentales. Nadie ha visto salir a persona alguna de Toynton Grange después de llegar del funeral. Aparte el doctor Hewson y la enfermera Rainer, que admiten haber pasado la hora de meditación juntos en la habitación de ella, todos los demás afirman haber estado solos. Los dormitorios de los pacientes, como sin duda sabrá, están en la parte de atrás. Cualquiera, es decir cualquier persona no impedida, podría haber salido de la casa, pero no hay pruebas de que alguien haya salido.

—Y aun de ser así, la bruma lo hubiera ocultado. Hubiera sido facilísimo recorrer el promontorio sin ser visto. Ah, ¿está usted convencido de que el incendio lo provocó Maggie Hewson?

—No estoy investigando un delito de incendio premeditado ni de intento de asesinato, señor Dalgliesh. El señor Anstey me ha contado lo que hizo en secreto y ha dicho que deseaba que se olvidara el tema. Pudo haber sido ella, pero no hay pruebas. También es posible que fuera él.

—Lo dudo, pero sí se me ha ocurrido si Henry Carwardine podría tener algo que ver. No pudo haber provocado el incendio en persona, pero tal vez pagó a un cómplice. Creo que le tiene antipatía a Anstey, aunque eso poco motivo es. Él no está obligado a quedarse en Toynton Grange, pero es muy inteligente y me parece a mí que quisquilloso. Resulta difícil imaginárselo ideando una travesura tan infantil.

—Ah, pero no utiliza la inteligencia, ¿verdad, señor Dalgliesh? Ahí está el problema. Abandonó demasiado fácilmente y demasiado pronto. ¿Quién puede saber la verdad de los motivos? A veces pienso que ni el propio criminal. Me imagino que no ha de ser fácil para un hombre como él vivir en una comunidad tan restringida, siempre dependiente de los demás, teniendo que estar siempre agradecido al señor Anstey. Seguro que le estará agradecido al señor Anstey, todos lo están. Pero la gratitud puede ser muy mala, sobre todo si tienen que agradecer servicios que preferiría no recibir.

—Seguramente tiene razón. Yo conozco poco los sentimientos de Carwardine, o de cualquier otra persona de Toynton Grange. He procurado por todos los medios no conocerlos. ¿Se ha visto alguien más inducido a revelar sus secretitos por la proximidad de la muerte violenta?

—La señorita Hollis ha querido aportar su granito de arena. No sé lo que pensaba que demostraría ni por qué pensaba que valía la pena contarlo, quizá deseaba que se le prestara atención un momento. Esa paciente rubia ha hecho lo mismo. Señorita Pegram se llama, ¿no? Venía a insinuar que sabía que el señor Hewson y Helen Rainer eran amantes. No tenía una prueba real, claro, sólo el despecho y el deseo de darse importancia. Yo puedo tener mis opiniones sobre esos dos, pero necesito más pruebas de las que he oído hoy antes de empezar a pensar en conspiración para asesinar. Lo que nos ha contado la señorita Hollis ni siquiera era especialmente pertinente para la muerte de Maggie Hewson. Ha dicho que la noche que murió Grace Willison vio a la señora Hewson pasar por el pasillo de los dormitorios con un hábito marrón y encapuchada. Por lo visto, la señorita Hollis tiene por costumbre salir de la cama de noche y pasearse por la habitación subida en una almohada. Dice que es una forma de hacer ejercicio, que trata de ganar movilidad e independencia. La cuestión es que la noche de marras consiguió abrir la puerta, sin duda con intención de darse una vueltecita por el pasillo, y vio esa figura encapuchada. Después pensó que debía de ser Maggie Hewson. Cualquiera que no estuviera incurriendo en falta, cualquier miembro del personal, no hubiera llevado la capucha puesta.

—Eso si lo que se llevaban entre manos era una actividad lícita. ¿Cuándo fue exactamente?

—Dice que poco después de las doce. Luego volvió a cerrar la puerta y se metió en la cama con dificultad. No oyó ni vio más.

—Por lo poco que la he visto, me sorprende que pudiera volver a la cama sola —dijo Dalgliesh pensativo—. Bajarse es una cosa, pero subirse otra vez debe de ser mucho más difícil. No valdría la pena el esfuerzo, me parece a mí.

Se produjo un corto silencio, tras el cual el inspector Daniel, con los negros ojos fijos en el rostro de Dalgliesh, preguntó:

—¿Por qué pensó el doctor Hewson que era necesaria la intervención del juez en esa muerte? Si tenía alguna duda sobre el diagnóstico, ¿por qué no consultó con el hospital o le pidió a algún colega que se la abriera?

—Porque yo lo forcé y no le di opción. No podía negarse a requerir la intervención del juez sin despertar sospechas. Y no creo que conozca a algún colega por aquí. No tiene amistades. ¿Cómo se ha enterado usted?

—Por Hewson. Después de escuchar a la muchacha hablé otro poco con él. Pero por lo visto la muerte de la señorita Willison era clara.

—Sí, sí, igual que este suicidio, igual que la muerte del padre Baddeley. Aparentemente, todo muy claro. Murió de cáncer de estómago. Pero volviendo a lo de hoy. ¿Ha descubierto algo de la cuerda?

—Se me había olvidado decírselo, señor Dalgliesh. Es la cuerda lo que ha acabado de confirmarlo todo. La enfermera Rainer ha visto a la señora Hewson cogerla del despacho a eso de las once y media de esta mañana. La enfermera se había quedado a cuidar de ese paciente que tiene que guardar cama, Georgie Allan, ¿no?, pero todos los demás estaban en el funeral de la señorita Willison. Estaba redactando el historial del paciente y se le acabó el papel, que se guarda en un archivador del despacho. Es caro y al señor Anstey no le gusta dejarlo al alcance de cualquiera. Tiene miedo de que lo usen para hacer borradores. Al llegar al vestíbulo, la enfermera Rainer ha visto a la señora Hewson salir del despacho con la cuerda bajo el brazo.

—¿Qué explicación ha dado Maggie?

—Según la enfermera Rainer, lo único que ha dicho es: «No te preocupes, no voy a deshilacharla, más bien todo lo contrario. La recuperaréis como nueva, pero no de mis manos».

—Helen Rainer no parecía muy dispuesta a dar esa información cuando hemos encontrado el cuerpo, pero, suponiendo que no mienta, redondea bien el caso.

—No creo que mienta, señor Dalgliesh. Sin embargo, he echado una mirada al historial del chico. La enfermera Rainer ha empezado una hoja nueva esta tarde. Y parece que no hay lugar a dudas sobre el hecho de que la cuerda estaba en su sitio cuando el señor Anstey y la señora Moxon salieron hacia el funeral. ¿Quién si no iba a cogerla? Sólo estaban la enfermera Rainer, ese chico enfermo y la señora Hammitt.

—Se me había olvidado la señora Hammitt. He observado que casi todo el mundo de Toynton Grange estaba en el cementerio, pero no me había dado cuenta de que faltaba ella.

—Dice que no le gustan los funerales, que la gente debería ser incinerada en lo que ella llama una intimidad decente. Dice que se ha pasado la mañana limpiando la cocina de gas. Por si le interesa, la cocina ha sido limpiada.

—¿Y esta tarde?

—Ha estado meditando en Toynton Grange con los demás. Todos tenían que estar separados, de modo que el señor Anstey ha puesto a su disposición la salita de las entrevistas. Según la señora Hammitt, no ha salido hasta que su hermano ha tocado la campanilla para reunirlos poco antes de las cuatro. El señor Court ha telefoneado casi de inmediato. La muerte se ha producido durante la hora de meditación, de eso no hay duda. Y el médico de la policía supone que más cerca de las cuatro que de las tres.

¿Tenía Millicent fuerza suficiente para colgar el cuerpo de Maggie?, se preguntó Dalgliesh. Seguramente sí, con la ayuda del taburete. Y la estrangulación hubiera sido fácil dado que Maggie estaba borracha. Un movimiento silencioso por detrás, pasar el lazo por la cabeza inclinada con manos enguantadas y una brusca convulsión mientras la cuerda se le clavaba en la carne. Lo podía haber hecho cualquiera, cualquiera podía haber salido sin ser visto a la encubridora bruma para dirigirse a la difuminada luz que señalaba el hogar de los Hewson. Helen Rainer era la más delgada, pero era enfermera y tenía experiencia en levantar cuerpos pesados. Y quizá no estaba sola. Oyó entonces hablar a Daniel:

—Analizaremos lo que hay en la jeringuilla y más vale que pidamos al laboratorio que le echen una mirada al whisky. Pero esos dos trabajitos no deben retrasar la investigación. El señor Anstey desea que se solvente lo antes posible para que no interfiera con la peregrinación a Lourdes programada para el veintitrés. El funeral a nadie parece preocuparle. Puede esperar hasta la vuelta. No veo razón para que no vayan si el laboratorio puede hacer los análisis deprisa. Y sabemos que al whisky no le pasa nada. Court no parece afectado. Me intriga, señor Dalgliesh, por qué habrá tomado ese trago. Ah, y el whisky se lo había regalado él, media docena de botellas para su cumpleaños, que es el 11 de septiembre. Un caballero generoso.

—Ya sospechaba yo que el whisky se lo proporcionaba él, pero no creo que se lo tomara para ahorrarles trabajo a los del laboratorio. Lo necesitaba.

—Court insiste en su teoría de que no pretendía matarse —comentó Daniel pensativo con la mirada fija en el vaso medio vacío—, que todo era una comedia, un desesperado intento por llamar la atención. Es muy posible que escogiera el momento. Estaban todos reunidos tomando una importante decisión que afectaba el futuro de ella y, sin embargo, había sido excluida. Quizá tenga razón; a lo mejor el jurado así lo cree… Pero al marido no le proporcionará mucho consuelo.

Hewson podía buscar consuelo en otro sitio, pensó Dalgliesh, y dijo:

—No parece propio de su carácter. Me la imagino capaz de hacer alguna maniobra dramática, aunque sólo fuera por romper la monotonía, pero lo que no me imagino es que pudiera desear quedarse en Toynton Grange como una suicida fracasada, atraer el desprecio compasivo que siente la gente hacia quien no es siquiera capaz de matarse. Mi problema es que un intento genuino de suicidio todavía me cuadra menos.

—Quizá no esperaba tener que quedarse en Toynton Grange. Quizá lo que pretendía era convencer a su marido de que se mataría si no buscaba otro trabajo. No creo que muchos hombres corrieran ese riesgo. Pero se mató, señor Dalgliesh, tanto si lo pretendía como si no. Este caso se basa en dos pruebas: el relato de la enfermera Rainer referente a la cuerda y la nota suicida. Si Rainer convence al jurado y el grafólogo confirma que la señora Hewson fue la autora de la nota, yo daría el veredicto por seguro. Concuerde o no con su carácter, no se pueden dejar las pruebas de lado.

Sin embargo, había otra prueba, pensó Dalgliesh, menos clara pero que no dejaba de tener interés.

—Parecía que iba a ir a algún sitio, o al menos que esperaba visita —dijo—. Acababa de bañarse, tenía los poros llenos de polvos. Se había maquillado y se había pintado las uñas. No iba vestida para una solitaria velada en casa.

—Eso ha dicho su marido. Yo he pensado que parecía que se había emperifollado. Eso podría sustentar la teoría del intento de suicidio fingido. Si piensas ser el centro de atención, es lógico vestirte para la ocasión. No hay pruebas de que tuviera alguna visita, aunque es cierto que con la niebla nadie se hubiera dado cuenta. Y dudo de que se hubiera podido orientar después de dejar la carretera. Por otra parte, si pensaba marcharse de Toynton, alguien tenía que venir a buscarla. Los Hewson no tienen coche. El señor Anstey no permite a sus empleados disponer de medio de transporte particular, hoy no hay autobús y hemos llamado a las agencias de alquiler.

—No ha perdido el tiempo, ¿eh?

—Dólo era cuestión de unas pocas llamadas, señor Dalgliesh. Me gusta dejar estos detalles zanjados a medida que se me van ocurriendo.

—No me imagino a Maggie sentada sola en casa mientras los demás decidían su futuro. Era amiga de un abogado de Wareham, Robert Loder. ¿Supongo que no tenía que venir a verla?

Daniel echó el robusto cuerpo hacia delante y lanzó otro tronco al fuego, que ardía perezosamente, como si la chimenea estuviera obturada por la niebla.

—El amiguito. No es usted el único que lo ha sugerido, señor Dalgliesh. También a mí se me ha ocurrido llamar a casa de ese caballero para hablar con él. El señor Loder está en el Hospital General Poole sometiéndose a una operación de hemorroides. Lo ingresaron ayer y le habían avisado con una semana de antelación. Una situación desagradable y dolorosa, no muy oportuna para planear una huida con la esposa de otro.

—¿Y la única persona de Toynton que sí dispone de coche propio, Court?

—Sí, se lo he planteado, pero me ha contestado de una manera definitiva y poco caballerosa. En resumen, que hubiera hecho cualquier cosa por la querida Maggie, pero que la autoconservación era la primera ley de la naturaleza y que casualmente sus gustos no iban por ese camino. No es que se opusiera a la idea de que se marchara de Toynton; de hecho, se la sugirió él, aunque no sé cómo la relaciona con la opinión de que la señora Hewson fingió el intento de suicidio. No pueden ser ciertas las dos teorías.

—¿Qué ha encontrado en el bolso, un anticonceptivo?

—Ah, se ha fijado, ¿eh? Sí, el diafragma. Por lo visto, no tomaba la píldora. Court trató de actuar con tacto, pero, como le he dicho, en la muerte violenta no hay lugar para el tacto. Se trata de la única catástrofe social para la que no sirven los libros de urbanidad. Es la mayor indicación de que tal vez pensara marcharse, eso y el pasaporte. Ambas cosas estaban en el bolso. Se podría decir que estaba preparada para una eventualidad.

—Estaba preparada con las dos cosas que no podía conseguir en una breve visita a cualquier farmacia. Supongo que se podría aducir que es lógico guardar el pasaporte en el bolso, pero ¿y lo otro?

—¿Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí? Además, las mujeres guardan las cosas en sitios disparatados. No tiene sentido darle demasiadas vueltas. Tampoco hay razón para suponer que ambos estaban dispuestos a marcharse. A mi modo de ver, él está tan atado a Anstey y a la residencia como cualquier paciente, pobre diablo. Conoce su historia, supongo.

—No mucho. Ya le he dicho que he procurado no inmiscuirme demasiado.

—Yo tuve un sargento como él en una ocasión. Las mujeres no lo dejaban en paz. Debe de ser esa apariencia vulnerable, de niño perdido, que tienen. Se llamaba Purkiss, el pobre hombre. No podía vivir con las mujeres y tampoco podía vivir sin ellas. Le destrozaron la carrera. Ahora tiene un garaje, cerca de Market Harborough, me han dicho. Y para Hewson es peor. Ni siquiera le gusta su trabajo. Lo obligó una de esas madres autoritarias, me imagino, viuda y decidida a convertir en médico a su corderito. Supongo que es lógico. Es el equivalente moderno del sacerdocio, ¿no le parece? Me ha dicho que los estudios no le fueron mal. Tiene una memoria fenomenal y se acuerda de todo. Es la responsabilidad lo que le cuesta aceptar. Bueno, Toynton Grange es poco conflictiva a ese respecto. Los pacientes son incurables y ni ellos ni nadie esperan demasiado de él. El señor Anstey le escribió y lo contrató, me da la impresión, después de que lo expulsaran del colegio de médicos. Había tenido un idilio con una paciente, una chica de dieciséis años. Se insinuó que hacía un año que duraba, pero tuvo suerte. La chica no se apartó de la historia. Aquí en Toynton Grange no podía recetar drogas peligrosas ni firmar certificados de defunción, claro, hasta que lo rehabilitaron hace seis meses. Sin embargo, no podían privarlo de sus conocimientos médicos y sin duda al señor Anstey le resultó útil.

—Y barato.

—Sí, claro. Y ahora no quiere marcharse. Supongo que podría haber matado a su mujer para que dejara de protestar, pero personalmente no lo creo, y tampoco lo creerá jurado alguno. Es de los que se las arreglan para que una mujer les haga el trabajo sucio.

—¿Helen Rainer?

—Sería una locura, ¿no cree usted, señor Dalgliesh? ¿Y las pruebas?

Dalgliesh pensó si debía hablarle a Daniel de la conversación entre Maggie y su marido que había oído después del incendio, pero lo descartó. Hewson o bien lo negaría o lo explicaría. Seguramente en un sitio como Toynton Grange había una docena de secretitos. Daniel se sentiría obligado a interrogarlo, claro, pero lo consideraría un deber irritante impuesto por un intruso de los metropolitanos demasiado receloso y decidido a enredar los datos para convertirlos en un marasmo de complicadas conjeturas. Y, ¿qué más daba? Daniel tenía razón. Si Helen insistía en la historia de que había visto a Maggie coger la cuerda, si el grafólogo confirmaba que la autora de la nota era Maggie, el caso estaba cerrado. Ahora sabía cuál sería el resultado de la investigación, de la misma manera que había sabido que la autopsia de Grace Willison nada revelaría. Nuevamente se vio como en una pesadilla, contemplando impotente cómo el extraño charabán de los hechos y las conjeturas avanzaba a toda velocidad por la ruta predestinada. No podía detenerlo porque se le había olvidado cómo se hacía. Parecía que la enfermedad le había minado la inteligencia, lo mismo que la voluntad.

La rama transformada por el fuego en una ennegrecida flecha adornada de chispas se vino abajo lentamente y se apagó. Dalgliesh cobró conciencia de que la habitación estaba muy fría y de que empezaba a sentir apetito. Quizá debido a la tupida bruma que tiznaba el crepúsculo intermedio entre el día y la noche, tenía la sensación de que el atardecer había sido eterno. Pensó si debería ofrecerle algo de comer a Daniel. Seguramente le vendría bien una tortilla. Pero hasta el esfuerzo de prepararla le pareció demasiado.

De pronto, el problema se resolvió por sí solo. Daniel se puso en pie lentamente y cogió la gabardina.

—Gracias por el whisky, señor Dalgliesh. Más vale que me vaya. Ya nos veremos en el juicio, lo cual quiere decir que tendrá que quedarse, pero nos ocuparemos del caso lo antes posible.

Se estrecharon la mano. Dalgliesh casi hizo una mueca al percibir el apretón. Daniel se detuvo junto a la puerta mientras se ceñía la gabardina.

—He estado a solas con el doctor Hewson en esa salita para entrevistas que me han dicho solía usar el padre Baddeley. Y en mi opinión, hubiera estado mejor con un sacerdote. No me ha costado hacerle hablar. El problema ha sido que callara. Luego ha empezado a llorar y ha salido todo. Cómo va a seguir viviendo sin ella, nunca ha dejado de quererla, de desearla. Es curioso que cuanto más expresa sus sentimientos menos sinceros parecen. Pero ya lo habrá notado usted. Y luego ha levantado la vista hacia mí con el rostro anegado de lágrimas y ha dicho: «No mintió porque le importara. Para ella no era más que un juego. Nunca fingió que me quería. Era sólo que pensaba que el comité del colegio eran un atajo de pelmazos pomposos que la despreciaban y ella no pensaba darles la satisfacción de ver cómo me encerraban en la cárcel. Por eso mintió». ¿Sabe, señor Dalgliesh, que hasta entonces no me he dado cuenta de que no hablaba de su mujer, que ni siquiera pensaba en ella, ni en la enfermera Rainer? ¡Pobre diablo! Bueno, usted y yo tenemos un trabajo muy peculiar.

Volvió a darle la mano, olvidado ya el último apretón, y, con un último repaso atento a la sala de estar como si deseara convencerse de que todo estaba en su sitio, se perdió en la niebla.