Ursula Hollis cerró el libro de la biblioteca, entornó los ojos para protegerse del sol de la tarde y penetró en su sueño particular. Hacerlo en el breve cuarto de hora que faltaba para el té era un capricho, y rápida como siempre en sentirse culpable por tan indisciplinado placer, al principio temió que la magia funcionara. Por lo general, se obligaba a esperar hasta encontrarse en la cama por la noche, incluso hasta que la áspera respiración de Grace Willison, que le llegaba a través del fino tabique, se hubiera vuelto rítmica a causa del sueño, para permitirse pensar en Steve y en su piso de la calle Bell. El ritual se había convertido en un esfuerzo de voluntad. Yacía casi sin atreverse a respirar porque las imágenes, por muy claramente que las evocara, eran sumamente sensibles y se disipaban con facilidad. Pero ahora se desarrollaban a la perfección. Se concentró y vio cómo los amorfos contornos y el cambiante colorido adquirían la claridad de una fotografía, del mismo modo que cuando se revela un negativo.
El sol matinal iluminaba la fachada de la casa del siglo XIX que se levantaba enfrente haciendo que cada ladrillo cobrara individualidad y creando un luminoso dibujo multicolor. El miserable piso de dos habitaciones situado encima de la tienda de comestibles preparados del señor Polanski, la calle que discurría delante, la apiñada y heterogénea vida de ese kilómetro y medio cuadrado que se extiende entre la calle Edgware y la estación Marylebone la absorbió y encantó. Ahora estaba otra vez allí, andando nuevamente con Steve por el mercado de la calle Church un sábado por la mañana, el día más feliz de la semana.
Veía a las mujeres del barrio con sus batas floreadas y sus zapatillas de fieltro, gruesas alianzas hundidas en sus dedos bulbosos y llenos de cicatrices debidas al trabajo, con brillantes ojos en rostros amorfos, chismorrear sentadas junto a sus cochecitos de ropa usada; los jóvenes, alegremente vestidos, en cuclillas sobre el bordillo detrás de los puestos de quincallería; los turistas, impulsivos o cautelosos, observando por turnos, conferenciando sobre sus dólares o mostrando sus extraños tesoros. La calle olía a fruta, flores y especias, a cuerpos sudorosos, vino barato y libros viejos. Veía a las mujeres negras de prominentes nalgas, oía sus agudas charlas bárbaras e inconexas, sus roncas risotadas repentinas mientras se agolpaban en torno del puesto de enormes plátanos verdes y mangos grandes como pelotas de fútbol. En sus sueños ella seguía adelante, con los dedos suavemente entrelazados con los de Steve como un fantasma que pasara sin ser visto por senderos familiares.
Los dieciocho meses de su matrimonio habían sido una época de intensa pero precaria felicidad, precaria porque nunca la sintió arraigada en la realidad. Era como convertirse en otra persona. Antes se había enseñado a sí misma a contentarse y había llamado a eso felicidad. Después se dio cuenta de que había un mundo de experiencias, de sensaciones, de pensamientos incluso, para el cual ni los primeros veinte años de vida en el suburbio de Middlesbrough ni los dos años y medio del albergue de la YWCA la habían preparado. Sólo una cosa lo estropeaba, el miedo a nunca poder dejar de pensar que le estaba ocurriendo a una persona equivocada, que era una impostora de la alegría.
No lograba imaginarse qué parte de ella había despertado tan caprichosamente la atracción de Steve la primera vez que se presentó en el mostrador de información de las oficinas del Concejo para preguntar por la contribución urbana. ¿Era el único rasgo que ella siempre había considerado próximo a una deformidad, el hecho de que tenía un ojo azul y el otro marrón? Desde luego, aquella particularidad lo había intrigado y divertido, le había proporcionado un valor añadido a sus ojos. Steve la hizo cambiar de apariencia induciéndola a dejarse crecer el pelo hasta la altura de los hombros y trayéndole faldas largas y estridentes de algodón indio que encontraba en los mercadillos callejeros o en las tiendas de las callejuelas adyacentes a la calle Edgware. A veces, al verse de reojo en un escaparate, tan maravillosamente cambiada, volvía a preguntarse qué extraña predilección lo había llevado a escogerla, qué posibilidades no detectadas por otros, desconocidas por ella misma, había visto Steve en ella. Alguna cualidad suya había llamado su excéntrica atención del mismo modo que la extraña mercancía de las quincallerías de la calle Bell. Algún objeto, despreciado por los viandantes, despertaba su curiosidad y lo cogía para hacerlo girar hacia un lado y hacia otro en la palma de la mano, repentinamente hechizado. Ella iniciaba un intento de protesta:
—Pero, cariño, ¿no te parece más bien espantoso?
—No, no, es gracioso. Me gusta. Y a Mogg le encantará. Comprémoslo para Mogg.
Mogg, su mejor y, a veces le parecía a ella, único amigo, había sido bautizado Morgan Evans, pero preferiría su apodo, que consideraba más apropiado para un poeta de la lucha del pueblo. No era que Mogg luchara por gran cosa; Ursula no había conocido a persona alguna que bebiera y comiera con tanta resolución a expensas de otros. Profería sus confusos gritos de guerra en favor de la anarquía y el odio en tabernas locales donde sus peludos seguidores de triste mirada escuchaban en silencio o golpeaban espasmódicamente la mesa con sus jarras de cerveza entre gruñidos de aprobación. No obstante, la prosa de Mogg era más comprensible. Había leído una carta suya una sola vez antes de volver a meterla en el bolsillo de los tejanos de Steve, pero recordaba todas y cada una de las palabras. A veces pensaba si habría pretendido él que la encontrara, si era una casualidad que se hubiera olvidado de vaciarse los bolsillos de los tejanos la única noche que tenía por costumbre llevar la ropa sucia a la lavandería. Fue tres semanas después de que en el hospital le dieran el diagnóstico definitivo.
«Yo diría que ya te lo habían advertido, pero ésta es mi semana de adjurar de los lugares comunes. Profeticé el desastre, pero no el desastre total. ¡Pobre Steve! ¿No puedes divorciarte? Debía de tener algún síntoma antes de que os casarais. Puedes, o podrías, divorciarte alegando enfermedades venéreas en el momento del matrimonio, y ¿qué es una gonorrea comparado con esto? Me deja perplejo la irresponsabilidad del llamado sistema acerca del matrimonio. Pregonan su santidad, la conveniencia de protegerlo como pilar de la sociedad y luego permiten que la gente adquiera una esposa sin comprobar su estado físico, cosa que no harían con un coche de segunda mano. De cualquier modo, te das cuenta de que debes liberarte, ¿no? Si no lo haces será el fin. Y no te refugies en la cobardía de la compasión. ¿De verdad te ves empujando la silla de ruedas y limpiándole el trasero? Sí, ya sé que algunos hombres lo hacen, pero a ti nunca te ha ido el masoquismo, ¿no? Además, los esposos capaces de hacer eso saben algo del amor, y ni siquiera tú, mi querido Steve, te atreverías a pretender tal cosa. Además ¿no es católica? Como os casasteis por lo civil, dudo que se considere debidamente casada. Por ahí podrías escapar. Bueno, ya nos veremos en el Paviours Arms el miércoles a las ocho. Celebraré tu desgracia con un poema nuevo y una pinta de cerveza».
Ella no esperaba que empujara su silla. No quería que hiciera el más mínimo y menos íntimo servicio físico por ella. Ya en los primeros momentos del matrimonio aprendió que cualquier dolencia, incluso los resfriados e indisposiciones transitorios, le repugnaban y asustaban. Pero tenía la esperanza de que la enfermedad se extendiera con gran lentitud, que pudiera continuar valiéndose por sí misma al menos unos pocos y preciosos años. Había ideado planes que lo hicieran posible. Se levantaría temprano para no ofenderlo con su lentitud y torpeza. Podía mover los muebles unos pocos centímetros, seguramente él ni se daría cuenta, para que le sirvieran de discretos puntos de apoyo, evitando así el recurrir demasiado pronto a los bastones y aparatos. Quizá podrían buscar un piso en la planta baja. Si dispusiera de una rampa en la puerta principal podría salir de día a hacer la compra. Y seguirían pasando la noche juntos. Eso nada podría cambiarlo.
Pero pronto se hizo evidente que la enfermedad, que avanzaba inexorablemente por sus nervios como un predador, se extendía a su propio ritmo, no al de ella. Los planes que había hecho mientras yacía rígida junto a él, distanciada en la amplia cama de matrimonio, con el deseo de que ningún espasmo muscular lo molestara, perdían cada vez más realismo. Mientras observaba sus patéticos esfuerzos, él trataba de ser considerado y amable. No le había hecho otro reproche que su alejamiento. No había condenado su creciente debilidad más que demostrando su propia falta de fuerza. En las pesadillas se ahogaba; al tiempo que agitaba brazos y piernas y se ahogaba en un mar sin límites, se agarraba a una rama que flotaba y sentía cómo se hundía, blanda y podrida, bajo sus manos. Advirtió mórbidamente que estaba adquiriendo el aire propiciatorio, bobalicón y patético de los minusválidos. Le resultaba difícil ser natural con él, y todavía más difícil hablar. Recordaba cómo solía tumbarse cuan largo era en el sofá para observarla leer o coser, la criatura por él elegida y creada, envuelta y exaltada con las excéntricas ropas escogidas por él. Ahora temía que sus miradas se encontraran.
Recordaba cómo le había dado la noticia de que había hablado con la asistente social del hospital y era posible que pronto hubiera una vacante en Toynton Grange.
—Está cerca del mar, cariño. A ti siempre te ha gustado el mar. Y es un sitio pequeño, no una de esas instituciones enormes e impersonales. El que lo lleva está muy bien considerado y fundamentalmente es una organización religiosa. Anstey no es católico, pero van con frecuencia a Lourdes. Eso te gustará; quiero decir que a ti siempre te ha interesado la religión. Es uno de los temas en los que no hemos coincidido. Seguramente yo no comprendía tus necesidades como debiera.
Ahora podía permitirse ser indulgente con ese pequeño punto flaco. Se le había olvidado que le había enseñado a pasar sin Dios. Su religión había sido una de esas posesiones de las que, sin darle importancia, sin comprenderlas ni valorarlas, la había despojado. Para ella no eran fundamentales aquellos consoladores sustitutivos del sexo, del amor. No podía fingir que le había costado gran esfuerzo renunciar a aquellas ilusiones reconfortantes que le habían inculcado en la escuela primaria de St. Matthew, que había asimilado tras las cortinas de terylene de la sala de estar de su tía, en Alma Terrace, Middlesbrough, con sus imágenes sagradas, su fotografía del papa Juan y la bendición papal enmarcada de la boda de su tía y su tío. Todo aquello formaba parte de una infancia de huérfana, plácida, no desgraciada, que ahora le resultaba tan distante como una orilla extranjera una vez visitada. No podía regresar porque ya no conocía el camino.
Al final, la idea de Toynton Grange se convirtió en un refugio. Se había imaginado sentada al sol contemplando el mar con un grupo de pacientes; el mar, cambiando constantemente pero eterno, reconfortante y a la vez aterrador, diciéndole con su incesante ritmo que nada importaba realmente, que la desgracia humana tenía poco valor, que con el tiempo todo pasaba. Y, al fin y al cabo, no iba a ser una cosa permanente. Steve, con la ayuda de los servicios sociales locales, pensaba trasladarse a un piso nuevo y más adecuado; no era más que una separación temporal.
Pero ya hacía ocho meses que duraba, ocho meses en que su incapacidad había ido aumentando, a la par que su desdicha. Había tratado de ocultarlo, pues en Toynton Grange la desdicha era un pecado contra el Espíritu Santo, un pecado contra Wilfred. Y durante la mayor parte del tiempo creía haberlo superado. Tenía poco en común con los demás pacientes. Grace Willison, sosa, de mediana edad, piadosa. George Allan, de dieciocho años y una vulgaridad escandalosa; había sido un descanso cuando se puso tan enfermo que le resultó imposible levantarse de la cama. Henry Carwardine, distante, sarcástico, que la trataba como si fuera una subordinada. Jennie Pegram, siempre pendiente de su pelo y sonriendo con aquella estúpida sonrisa misteriosa. Y Victor Holroyd, el aterrador Victor, que la odiaba tanto como odiaba a todos los demás, no veía virtud alguna en ocultar la desgracia y frecuentemente proclamaba que si la gente se dedicaba a la práctica de la caridad debían tener alguien con quien ser caritativos.
Siempre había dado por seguro que el autor del anónimo había sido Victor. Era una carta tan traumática, a su manera, como la que había encontrado de Mogg. La palpó, guardada en las profundidades del bolsillo lateral de la falda. Todavía estaba allí, el papel barato gastado de tanto manosearlo. Pero no le hacía falta leerla. Se la sabía de memoria, incluso el primer párrafo. Lo había leído una vez y luego había doblado la parte superior del papel para no tener esas palabras a la vista. Sólo de pensar en ellas se sonrojaba. ¿Cómo podía —debía de ser un hombre— saber cómo habían hecho el amor Steve y ella, que habían hecho esas posturas concretas y de aquella manera? ¿Cómo podía saberlo alguien? ¿Habría hablado dormida, expresado entre gemidos sus necesidades y sus anhelos? Pero, de ser así, sólo Grace Willison podía haberla oído desde la habitación de al lado, y ¿cómo iba a entenderlo?
Recordó haber leído en algún sitio que eran generalmente mujeres las que escribían cartas obscenas, sobre todo solteronas. Quizá no habría sido Victor Holroyd. Grace Willison, la insulsa, reprimida y religiosa Grace. Pero ¿cómo podía saber lo que Ursula no había admitido ni ante sí misma?
«Debías saber que estabas enferma cuando te casaste con él. ¿Y los temblores, la flojera en las piernas y el aturdimiento de las mañanas? Sabías que estabas enferma, ¿verdad? Lo engañaste. No es de extrañar que casi nunca escriba, que jamás te venga a ver. Ya sabes que no vive solo. ¿No esperarías que te siguiera siendo fiel?».
Allí se interrumpía la carta. Pero ella intuía que el autor no había llegado al final, que tenía previsto algún fin más dramático y revelador. Pero quizá lo habían interrumpido; alguien debía de haber entrado en el despacho inesperadamente. La nota había sido mecanografiada en papel de Toynton Grange, barato y poroso, y con una máquina de escribir Remington. Casi todos los pacientes y miembros del personal escribían a máquina de vez en cuando. Le pareció poder recordar a cada uno de ellos usando la Remington en una ocasión u otra. Por supuesto, en realidad la máquina era de Grace; era un hecho desconocido que primordialmente pertenecía a ella; la usaba para escribir el boletín trimestral. Solía quedarse a trabajar sola en el despacho cuando los demás pacientes consideraban que su jornada laboral ya había terminado. Y no hubiera tenido dificultad en asegurarse de que llegaba a su destinatario.
Meterlo entre las páginas de un libro de la biblioteca era lo más seguro. Todos sabían lo que estaban leyendo los demás. ¿Cómo iban a evitarlo? Los libros se dejaban sobre las mesas, sobre las sillas, estaban al alcance de cualquiera. Todos los empleados y pacientes debían de saber que estaba leyendo la última obra de Iris Murdoch. Y, sorprendentemente, habían colocado el anónimo exactamente en la página por donde iba.
Al principio dio por hecho que no era más que un nuevo ejemplo de la capacidad de Victor para herir y humillar. Hasta después de su muerte no empezó a albergar estas dudas, a observar furtivamente los rostros de sus compañeros, a pensar y a temer. Pero seguro que aquello carecía de sentido. Se estaba atormentando sin necesidad. Tenía que haber sido Victor y, si había sido Victor, no habría más anónimos. Pero ¿cómo podía estar al tanto de su relación con Steve? Aunque Victor se enteraba de cosas misteriosamente. Recordaba el día en que Grace Willison y ella estaban sentadas con Victor en el patio de los pacientes. Grace, con el rostro alzado hacia el sol y aquella estúpida y dulce sonrisa, empezó a hablar de lo feliz que era y de la próxima peregrinación a Lourdes. Victor la interrumpió con brusquedad:
—Está contenta porque está eufórica. Es una euforia provocada por la enfermedad. Los enfermos de esclerosis múltiple siempre sienten esa absurda felicidad y esperanza. Lea los libros de texto. Es un síntoma reconocido. Desde luego, no es una virtud por su parte, y a todos los demás nos resulta de lo más irritante.
Recordaba la voz de Grace Willison, temblorosa de dolor:
—Yo no he dicho que la felicidad sea una virtud. Y aunque sólo se trate de un síntoma, todavía puedo dar gracias por ello; es una especie de don.
—Mientras no espere que los demás participemos, dé todas las gracias que quiera. Dé gracias a Dios por el privilegio de no ser útil ni a usted misma ni a nadie. Y de paso, agradézcale otras bendiciones de su creación: los millones que luchan por vivir de una tierra estéril arrasada por las inundaciones, abrasada por la sequía; los niños de vientres deformes; los prisioneros torturados; todo este desbarajuste sin sentido y sin remedio.
Grace Willison trató de protestar sin perder la calma entre el primer escozor de lágrimas:
—Pero Victor, ¿cómo puede hablar así? Sufrir no es lo único que se hace en la vida. No puede creer que a Dios no le importe. Venga con nosotros a Lourdes.
—Claro que voy a ir. Es la única posibilidad de salir de esta aburrida y desquiciada cárcel. Me gusta el movimiento, me gusta viajar, me gusta ver el brillo del sol en los Pirineos, me gusta el color. Incluso me produce cierta satisfacción la evidente comercialización del asunto, el ver a millares de congéneres que están más engañados que yo.
—¡Eso es una blasfemia!
—¿Ah, sí? Pues entonces eso también me gusta.
—Si por lo menos hablara con el padre Baddeley, Victor —insistió Grace—. Estoy segura de que lo ayudaría. O quizá con Wilfred. ¿Por qué no habla con Wilfred?
Victor soltó una estridente risotada, burlona, pero extraña y aterradora, causada por una genuina diversión.
—¡Que hable con Wilfred! ¡Por Dios! Podría contarle una cosa de nuestro santurrón Wilfred que la haría reír, y un día, si me irrita lo suficiente, probablemente lo haré. ¡Que hable con Wilfred!
Todavía le parecía oír el eco distante de aquella risa. «Podría contarle una cosa de Wilfred». Pero no se la había contado, y ahora ya no la contaría. Pensó en la muerte de Victor. ¿Qué impulso lo había llevado esa tarde en concreto a dar el paso final contra el destino? Debió de ser un impulso, el miércoles no era el día que solía salir a dar paseos y Dennis al principio no quería llevarlo. Recordaba con claridad la escena del patio. Victor impertinente, insistente, haciendo todo el esfuerzo posible por conseguir lo que quería. Dennis enrojeció malhumorado, como un niño obstinado, y al final accedió, pero de mala gana.
Así pues, emprendieron juntos el paseo final, y ella no volvió a ver a Victor. ¿En qué pensaba cuando soltó los frenos y se lanzó con silla y todo a la aniquilación? Tenía que ser un impulso momentáneo. Nadie elegiría morir con un horror tan espectacular habiendo medios más suaves. Y desde luego había medios más suaves. A veces se sorprendía pensando en ello, en las dos muertes recientes, la de Victor y la del padre Baddeley.
El padre Baddeley, afable, ineficaz, había pasado a mejor vida como si nunca hubiera vivido, apenas se le nombraba ya. En cambio, parecía que Victor todavía se encontraba entre ellos. El espíritu amargado e inquieto de Victor planeaba sobre Toynton Grange. A veces, especialmente al anochecer, no se atrevía a volver el rostro hacia una silla de ruedas por miedo de ver no al ocupante habitual, sino la figura de Victor envuelta en la gruesa capa a cuadros, su oscuro rostro burlón con la sonrisa fija como un rictus. De pronto, pese al calor del sol de la tarde, Ursula se estremeció. Soltó los frenos de su silla de ruedas se volvió y se encaminó a la casa.