La iglesia de Todos los Santos de Toynton era una interesante reconstrucción victoriana de un edificio anterior, y el cementerio un solar triangular de hierba cortada que se extendía entre la pared occidental, la carretera y una hilera de casas corrientes. La tumba de Victor Holroyd, señalada por Julius, era un montículo rectangular toscamente recubierto de pedazos de pobre césped. Al lado, una sencilla cruz de madera indicaba el lugar donde habían sido enterradas las cenizas del padre Baddeley. Grace Willison iba a yacer junto a él. En el funeral se hallaban presentes todos los habitantes de Toynton Grange menos Helen Rainer, que se había quedado para cuidar a Georgie Allan, y Maggie Hewson, cuya ausencia, que nadie comentó, debía de considerarse normal. Pero Dalgliesh, al llegar solo, se sorprendió de ver el Mercedes de Julius estacionado frente a la entrada con sotechado, junto al autobús de Toynton Grange.
El cementerio estaba atestado y el sendero que discurría entre las lápidas era estrecho y estaba lleno de hierba, de modo que tardaron cierto tiempo en maniobrar las tres sillas de ruedas para situarlas en torno de la fosa.
El párroco se había tomado unas tardías vacaciones y su sustituto, que aparentemente nada sabía de Toynton Grange, quedó perplejo al ver a cuatro miembros de la comitiva fúnebre ataviados con hábitos de monje. Preguntó si eran franciscanos anglicanos, cosa que provocó una nerviosa risita por parte de Jennie Pegram. La respuesta de Anstey, que Dalgliesh no oyó, no debió de satisfacer al sacerdote, quien, con aire asombrado y reprobatorio, condujo el servicio a controlada velocidad como si deseara liberar el cementerio cuanto antes del riesgo de contaminación de aquellos impostores. El grupito cantó, a propuesta de Wilfred, el himno favorito de Grace, Vosotros, santos ángeles inteligentes. Era un himno poco apropiado para ser cantado por unos aficionados y sin acompañamiento, pensó Dalgliesh. Las inseguras y discordantes voces se elevaban débiles en el fresco aire del otoño.
No había flores. Su ausencia, el penetrante olor de la tierra removida, el suave sol otoñal, el omnipresente olor a madera ardiendo, e incluso la sensación de ser observado morbosamente por unos ojos invisibles pero inquisitivos apostados detrás de los setos, le recordó dolorosamente otro funeral.
Era en aquel entonces un muchacho de catorce años que se encontraba en casa durante las vacaciones de medio curso. Sus progenitores estaban en Italia y el padre Baddeley se había quedado encargado de la parroquia. El hijo de un campesino del pueblo, un muchacho tímido, amable y formal que estudiaba en la universidad y había ido a pasar el fin de semana en casa, había cogido la escopeta de su padre y había matado a su padre, a su madre y a su hermana de quince años antes de suicidarse. Era una familia devota, y el chico un hijo cariñoso. Para el joven Dalgliesh, que empezaba a imaginarse enamorado de la muchacha, había sido un horror que había eclipsado todos los horrores posteriores. La tragedia, inexplicable, pasmosa, causó primero consternación en el pueblo, pero la aflicción dejó pronto paso a una oleada de ira, terror y repulsión supersticiosos. Era impensable que el chico fuera enterrado en tierra consagrada, y la suave pero inexorable insistencia del padre Baddeley en que la familia debía permanecer unida en una sola tumba lo convirtió temporalmente en un paria. El funeral, boicoteado por el pueblo, se celebró en un día como aquél. La familia carecía de parientes cercanos. Sólo estuvieron presentes el padre Baddeley, el sacristán y Adam Dalgliesh. El muchacho de catorce años, rígido de aflicción incomprendida, se concentró en las respuestas intentando divorciar las palabras insoportablemente conmovedoras de su significado, verlas simplemente como símbolos negros sin sentido impresos en la página del libro de oraciones, y pronunciadas con firmeza, incluso con indiferencia, sobre la fosa. Ahora, cuando aquel sacerdote desconocido alzó la mano para dar la bendición final al cuerpo de Grace Willison, Dalgliesh vio en su lugar la frágil y erguida figura del padre Baddeley, con el cabello revuelto por el viento. Mientras las primeras paladas de tierra caían sobre el ataúd y él se volvía para marcharse, se sentía como un traidor. El recuerdo de una ocasión en que el padre Baddeley no se había fiado de él en vano reforzó la actual e insistente sensación de fracaso. Seguramente fue esto lo que le hizo replicar con aspereza a Wilfred cuando se acercó a él y le dijo:
—Ahora vamos a almorzar. El consejo de familia comenzará a las dos y media y la segunda sesión a eso de las cuatro. ¿Está seguro de que no quiere ayudarnos?
—¿Puede darme una razón que justifique mi intervención? —dijo Dalgliesh al tiempo que abría la portezuela del coche. Wilfred dio media vuelta; por una vez parecía casi desconcertado. Dalgliesh oyó la risita de Julius.
—¡Pobre cretino! ¿De verdad cree que no sabemos que no celebraría el consejo familiar si no estuviera convencido de que saldrá como quiere él? ¿Qué planes tiene para hoy?
Dalgliesh dijo que todavía no lo sabía. En realidad había resuelto disipar la repugnancia que sentía hacia sí mismo andando por el sendero del acantilado hasta Weymouth para luego regresar por el mismo camino. Pero no le apetecía contar con la compañía de Julius.
Entró en una taberna próxima para tomar un poco de queso y cerveza, regresó rápido a Villa Esperanza, se cambió de pantalones, se puso una chaqueta que lo protegiera del viento y se dirigió al este por el camino del acantilado. Era muy distinto del paseo de primeras horas de la mañana que había dado el día siguiente a su llegada, cuando todos sus sentidos, que acababan de despertar, estaban atentos al sonido, al color y al olor. Ahora avanzaba resueltamente a grandes zancadas, inmerso en sus pensamientos, los ojos fijos en el sendero, apenas consciente siquiera de la trabajosa y sibilante respiración del mar. Pronto tendría que decidir con respecto a su trabajo, pero eso podía esperar otro par de semanas. Había otras decisiones más inmediatas pero menos gravosas. ¿Cuánto tiempo debía quedarse en Toynton? Poca excusa tenía ya para retrasarse. Los libros estaban clasificados, las cajas casi listas para atar y no avanzaba en el problema que lo había retenido en Villa Esperanza. Apenas le quedaban ya esperanzas de resolver el misterio de la llamada del padre Baddeley. Era como si, viviendo en la casita del sacerdote, durmiendo en su cama, Dalgliesh hubiera absorbido algo de su personalidad. Casi estaba convencido de que percibía la presencia del mal. Era una facultad ajena que no le gustaba y de la cual desconfiaba. Sin embargo, cada vez era más fuerte. Ahora estaba seguro de que el padre Baddeley había sido asesinado. Con todo, cuando estudiaba las pruebas con mente de policía, el caso se disolvía como el humo entre las manos.
Quizá debido a su inmersión en improductivos pensamientos, la bruma lo cogió por sorpresa. Penetraba procedente del mar, una repentina invasión física de blanca viscosidad fría y húmeda que lo borraba todo. De repente dejó de encontrarse paseando a la suave luz de la tarde con una brisa que le erizaba el vello del cuerpo y los brazos para quedarse súbitamente inmóvil apartando de sí la bruma que empañaba el sol, el color y el olor como si de una fuerza ajena se tratara. Se pegaba a su cabello, se agarraba a su cuello y se retorcía en grotescas filigranas sobre el promontorio. Dalgliesh la contempló, un culebreante velo transparente que pasaba por entre zarzas y helechos, agrandando y modificando las formas, oscureciendo el sendero. Con la bruma se hizo un fulminante silencio. Sólo adquirió conciencia de que el promontorio estaba poblado de pájaros ahora que sus trinos habían enmudecido. El silencio era sobrenatural. Por contra, el sonido del mar aumentó y se volvió penetrante, desorganizado, amenazador, como si avanzara sobre él por todos los costados. Era como un animal encadenado que ahora gimiera en indeseada cautividad, ahora se liberara para lanzarse con rugidos de rabia impotente contra los guijarros.
Se volvió hacia Toynton, dudando de qué distancia había recorrido. El trayecto de regreso se presentaba difícil. No tenía otro medio de orientación que la hebra de tierra pisoteada que se sucedía bajo sus pies. Sin embargo, pensó que el peligro sería pequeño si avanzaba despacio. El sendero apenas era visible, pero la mayor parte de la ruta estaba bordeada de zarzales, una agradecida aunque espinosa barrera útil cuando se desorientaba momentáneamente. En una ocasión la bruma se levantó ligeramente y avivó el paso confiado, pero fue un error. Apenas a tiempo se dio cuenta de que se balanceaba al borde de una amplia grieta que dividía el camino y que lo que le había parecido un banco de niebla que ascendía era espuma que topaba con la cara del acantilado quince metros más abajo.
La torre negra se levantó en la bruma tan inesperadamente que su primera reacción al advertir su presencia fue frotar las palmas de las manos, instintivamente adelantadas, contra la fría e infrangible superficie. Entonces, de pronto, la bruma se alzó y perdió densidad y Dalgliesh alcanzó a ver la cima de la torre. La base todavía estaba envuelta en remolinos de blanca viscosidad, pero la cúpula octogonal, con sus tres aberturas visibles, parecía flotar plácidamente detrás de las últimas hebras sinuosas de neblina, pender inmóvil en el espacio, dramática, amenazadoramente sólida, y sin embargo tan insustancial como un sueño. La fugitiva visión se movía con la bruma, ya descendiendo tan abajo que casi la creía a su alcance, ya alzándose inmaterial, inalcanzable, muy por encima del atronador mar. Era imposible que entrara en contacto con las frías piedras en que descansaban sus manos ni con la firme tierra que sostenía sus pies. A fin de recuperar el equilibrio, apoyó la cabeza en la torre y sintió la realidad dura y afilada contra la frente. Al menos había un elemento paisajístico conocido. Desde allí recordaba el trazado del camino.
Y entonces lo oyó, escalofriante arañazo inequívoco de huesos contra la piedra. Procedía del interior de la torre. La razón se impuso a la superstición con tal rapidez que su mente apenas tuvo tiempo de reconocer el terror. Sólo el doloroso golpeteo del corazón contra la caja torácica, el repentino hielo en que se le convirtió la sangre, hizo ver durante un segundo que había atravesado la frontera del mundo incognoscible. Durante un segundo, quizá menos, se presentaron ante él infantiles pesadillas largo tiempo acalladas. Y entonces pasó el terror. Escuchó con mayor atención y empezó a explorar. Rápidamente identificó el sonido. En el lado de la torre que daba al mar, y oculto en el rincón que quedaba entre el porche y la pared redonda, había un robusto zarzal. El viento había arrancado una rama y dos extremos afilados y sueltos arañaban la piedra. Por algún efecto acústico, el sonido, distorsionado, parecía proceder del interior de la torre. De tales coincidencias, pensó sonriendo sombríamente, nacían los fantasmas y las leyendas.
Menos de veinte minutos después se detuvo por encima del valle a contemplar Toynton Grange. La bruma estaba retrocediendo y apenas distinguía la casona, una imponente sombra oscura salpicada de resplandores de luz procedentes de las ventanas. Su reloj señalaba las tres y ocho minutos, de modo que todos debían de estar encerrados en solitaria meditación esperando la llamada de las cuatro para anunciar sus votos definitivos. Se preguntó cómo estarían pasando el tiempo. Pero el resultado no daba lugar a dudas. Como Julius, consideraba poco probable que Wilfred convocara un consejo de no estar seguro de obtener la conclusión deseada. Y, seguramente, sería el traspaso a Ridgewell. Dalgliesh se imaginó cómo iría la votación. Wilfred se habría cerciorado de que los puestos de trabajo no corrieran peligro. Con tal condición, Dot Moxon, Eric Hewson y Dennis Lerner probablemente votarían a favor de la absorción. El pobre Georgie Allan poca opción tenía. Los puntos de vista de los demás pacientes no estaban tan claros, pero le daba la impresión de que Carwardine se contentaría con poder quedarse, sobre todo con la mayor comodidad y competencia profesional que aportaría la nueva dirección. Millicent, por supuesto, querría vender y tendría una aliada en Maggie Hewson, si se permitía que participara.
Mientras contemplaba el valle vio los cuadraditos gemelos de luz de Villa Caridad, donde, excluida, Maggie esperaba sola el regreso de Eric. Del borde del acantilado salía un resplandor más intenso. Julius, cuando estaba en casa, era extravagante con la electricidad.
Las luces, aunque se oscurecían intermitentemente con los movimientos y oscilaciones de la niebla, constituían un buen faro. Se sorprendió bajando casi a la carrera. Pero entonces, curiosamente, la luz de casa de los Hewson se apagó y se encendió tres veces de manera intencionada, como una señal.
Fue tal la impresión de que se trataba de una petición individual de auxilio que hubo de hacer un esfuerzo por retornar a la realidad. Maggie no podía saber que él o alguien estaba en el promontorio. Sólo cabía una pequeña posibilidad de que la señal fuera advertida por alguna persona de Toynton Grange, absortos como estaban en la meditación y la decisión. Además, la mayoría de las habitaciones de los pacientes estaban en la parte de atrás. Quizá no había sido más que un fortuito parpadeo de las luces, o quizá no acabaría de decidirse a mirar la televisión a oscuras.
Pero las dos manchas de luz amarilla, que ahora brillaban con más intensidad a medida que se desvanecía la niebla, lo atrajeron hacia casa de los Hewson. No tenía que apartarse más que unos trescientos metros de su camino. Maggie estaba sola. Más valía que echara una mirada, aun a riesgo de meterse en un alcohólico recital de agravios y sentimientos.
La puerta principal no estaba cerrada con llave. Al comprobar que ninguna voz respondía a su llamada, la empujó y entró. La sala de estar, sucia, desordenada, con su descuidado aspecto de ocupación temporal, se hallaba vacía. Las tres barras de la estufa eléctrica portátil estaban incandescentes y la estancia bien caldeada. El televisor descansaba. La única bombilla sin pantalla que pendía del centro del techo iluminaba con fuerza la mesa cuadrada, la botella de whisky abierta y casi vacía, el vaso vuelto boca abajo y la hoja de papel de cartas garabateada de bolígrafo negro, al principio con relativa firmeza, luego irregular como el rastro de un insecto sobre la blanca superficie. El teléfono había sido trasladado del lugar que ocupaba habitualmente encima de la librería y estaba ahora sobre la mesa, con el cable tenso y el auricular colgando por el borde.
No esperó a leer el mensaje. La puerta que daba al oscuro pasillo estaba entornada y la abrió. Sabía con una morbosa pero segura premonición lo que iba a encontrar. El pasillo era muy estrecho y la puerta topó con las piernas de ella al abrirse. El cuerpo giró y el rostro enrojecido se volvió lentamente para mirarlo desde lo alto con lo que parecía una sorpresa despectiva, medio melancólica, medio apesadumbrada por encontrarse en desventaja. La luz del pasillo, emitida por una sola bombilla, resultaba deslumbrante y el cuerpo pendía cuan largo era como una extraña muñeca pintarrajeada colgada en un escaparate. Los ceñidos pantalones rojos, la blusa blanca de satén, las uñas pintadas de los pies y de las manos y el carmín a juego eran horrorosos pero a la vez irreales. Una cuchillada y de seguro que el serrín saltaría de las venas para amontonarse a sus pies.
La cuerda de escalada, un suave cordón rojo y tostado, alegre como el badajo de una campana, había sido fabricada para sostener el peso de un hombre y no le había fallado a Maggie. La había usado con sencillez. La había doblado y había metido los dos extremos por el aro para formar un lazo corredizo antes de atarla, torpe pero eficazmente, a la parte superior de la barandilla. Los metros que le sobraban yacían enredados en el rellano.
Un taburete de cocina con dos peldaños había caído de lado obstruyendo el pasillo como si lo hubiera apartado de sí con un puntapié. Dalgliesh lo colocó debajo del cuerpo y, tras apoyarle las rodillas en el plástico acolchado, subió los escalones y le quitó el lazo por la cabeza. Todo el peso del cuerpo inerte se precipitó sobre él. Lo dejó deslizar suavemente hasta el suelo y lo arrastró a la sala de estar, donde la depositó en la estera de delante de la chimenea y aplicó su boca a la de ella para practicarle la respiración artificial.
La boca de Maggie emitía vapores de whisky. Percibía también el sabor del carmín, un nauseabundo ungüento en la lengua. La camisa de él, pegajosa de sudor, se adhería a la blusa de ella soldando el oscilante pecho con el cuerpo suave, todavía cálido pero silencioso. Dalgliesh bombeaba su respiración al interior del cuerpo luchando contra una repugnancia atávica. Se asemejaba demasiado a violar a un muerto y percibía la ausencia del latido del corazón de ella con la misma intensidad que un dolor en su propio pecho.
Sólo notó que se había abierto la puerta por la repentina corriente de aire frío. Un par de pies se detuvieron junto al cuerpo. Oyó la voz de Julius.
—¡Dios mío! ¿Está muerta? ¿Qué ha ocurrido?
El matiz de terror sorprendió a Dalgliesh. Éste levantó la vista un segundo hacia el desencajado rostro de Court, que pendía sobre él como una máscara incorpórea de rasgos blancos y distorsionados por el miedo. Julius se esforzaba por controlarse. Todo su cuerpo temblaba. Dalgliesh, concentrado en el desesperado ritmo de la resucitación, emitió las órdenes en una serie de ásperas frases inconexas.
—Vaya a buscar a Hewson. Deprisa.
—No puedo. No me pida eso. No sirvo para estas cosas. Ni siquiera le soy simpático. Nunca hemos sido amigos. Vaya usted, prefiero quedarme aquí con ella que enfrentarme a Eric —contestó Julius en un murmullo agudo y monótono.
—Entonces llámelo por teléfono. Y luego llame a la policía. Coja el auricular con el pañuelo, es posible que haya huellas.
—¡No contestarán! Nunca contestan cuando están meditando.
—¡Entonces, por el amor de Dios, vaya a buscarlo!
—¡Pero tiene la cara llena de sangre!
—Es carmín, suciedad. Llame a Hewson.
Julius permaneció inmóvil, pero luego dijo:
—Voy a probar. Ya habrán terminado de meditar. Acaban de dar las cuatro. Es posible que contesten.
Se volvió hacia el teléfono. Por el rabillo del ojo Dalgliesh vio el tembloroso auricular en sus manos y el pañuelo blanco mediante el cual Julius había envuelto el instrumento con la torpeza del que intenta vendarse una herida que se ha infligido a sí mismo. Al cabo de dos largos minutos contestaron al teléfono. No sabía quién, y después tampoco recordaba lo que dijo Julius.
—Ya se lo he dicho. Vienen hacia aquí.
—Ahora llame a la policía.
—¿Qué les digo?
—La verdad. Ellos ya sabrán lo que tienen que hacer.
—Pero… ¿no deberíamos esperar? ¿Y si revive?
Dalgliesh se enderezó. Sabía que llevaba cinco minutos trabajando con un cadáver.
—No creo que reviva —dijo.
Inmediatamente reanudó la tarea adhiriendo la boca a la de ella, esperando percibir con la palma derecha el primer pulso de vida en el silencioso corazón. La bombilla oscilaba levemente con la corriente de aire que penetraba por la puerta abierta y una sombra se paseaba como una cortina sobre el rostro sin vida. Dalgliesh era consciente del contraste entre la carne inerte, los fríos labios insensibles magullados por los de él y su aspecto de ruborizada atención, una mujer inmersa en el acto sexual. El estigma carmesí de la cuerda era como un brazalete de dos vueltas que rodeara la gruesa garganta. Restos de la fría bruma penetraban a hurtadillas por la puerta para retorcerse en torno de las polvorientas patas de la mesa y de las sillas. La niebla le causaba picazón en las ventanas de la nariz como un anestésico; en la boca tenía el gusto amargo del aliento impregnado de whisky.
De repente se oyeron pasos apresurados; la habitación se llenó de gente y de voces. Eric Hewson lo empujaba a un lado para arrodillarse junto a su esposa; detrás de él, Helen Rainer abría un botiquín. Le entregó un estetoscopio. El médico desabrochó de un tirón la blusa de su mujer. Delicada y fríamente, la enfermera levantó el pecho izquierdo de Maggie para que auscultara el corazón. Un instante después, Eric se quitó el estetoscopio, lo lanzó a un lado y alargó la mano. En esta ocasión, todavía sin hablar, Helen le entregó una jeringuilla.
—¿Qué vas a hacer? —grito Julius con voz histérica.
Hewson alzó la vista hacia Dalgliesh. Tenía el semblante cadavérico y los iris muy dilatados.
—No es más que digital —dijo, pero aquella voz ronca pedía que lo tranquilizaran, que le infundieran esperanza, que le dieran permiso para retirarse, para inhibirse de la responsabilidad.
Dalgliesh asintió con la cabeza. Si era digital, tal vez funcionara. Y no sería tan tonto como para inyectar nada letal. Detenerlo ahora podía significar matarla. ¿Hubiera sido mejor proseguir la respiración artificial? Seguramente no; en todo caso, era una decisión que correspondía a un médico. Y allí había un médico. Pero en el fondo Dalgliesh sabía que era un argumento retórico. No era susceptible de ser perjudicada, como tampoco era susceptible de ser ayudada.
Helen Rainer tenía ahora una linterna en la mano y la enfocaba hacia el pecho de Maggie. Los poros de la piel que se abrían entre los pechos caídos parecían enormes, cráteres en miniatura obturados de polvo y sudor. A Hewson empezó a temblarle la mano. De repente, Helen dijo:
—Déjame a mí.
El médico le entregó la jeringuilla. Dalgliesh oyó el incrédulo «¡Oh, no!» de Julius Court y contempló cómo penetraba la aguja tan limpia y certeramente como un golpe de gracia.
Las finas manos no temblaron al extraer la aguja, aplicar un trocito de algodón al pinchazo y, sin hablar, alargar la jeringuilla a Dalgliesh.
Súbitamente, Julius Court salió dando traspiés de la habitación para regresar casi de inmediato con un vaso. Antes de que alguien pudiera detenerlo, había agarrado la botella de whisky por el cuello y se había servido el último centímetro. Apartando una silla de la mesa, se sentó y se abalanzó hacia delante, abrazando la botella.
—Pero Julius… no debemos tocar nada hasta que llegue la policía —dijo Wilfred.
Julius se sacó el pañuelo y se lo pasó por la cara.
—Lo necesitaba. Y no he tocado las huellas. Además, tenía una cuerda alrededor del cuello, ¿o no se habían dado cuenta? ¿De qué creen que ha muerto, de alcoholismo?
El resto de los presentes permanecían inmóviles en torno del cadáver. Hewson todavía estaba agachado junto a su esposa; Helen le acunaba la cabeza. Wilfred y Dennis los flanqueaban con los dobleces de los hábitos inmóviles en la calma de la habitación. Dalgliesh pensó que parecían una multicolor colección de actores que posaran para un díptico contemporáneo con los expectantes ojos fijos en el iluminado cuerpo de la santa martirizada.
Cinco minutos después, Hewson se puso en pie y dijo en tono monótono:
—No responde. Pónganla en el sofá. No podemos dejarla en el suelo.
Julius Court se levantó de la silla. Entre él y Dalgliesh alzaron el pesado cuerpo y lo colocaron en el sofá. Éste era demasiado corto y los pies ribeteados en escarlata, a la vez grotescos y patéticamente vulnerables, asomaban rígidos por un extremo. Dalgliesh oyó suspirar levemente a los observadores como si hubieran satisfecho alguna oscura necesidad de acomodar confortablemente el cuerpo. Julius miró alrededor en busca de algo con que taparla. Fue Dennis Lerner el que, para sorpresa de todos, sacó un gran pañuelo blanco, lo desdobló de una sacudida y lo colocó con ritual precisión sobre el rostro de Maggie. Los presentes lo contemplaron intensamente, como si esperaran que la tela se agitara con la primera exhalación.
—Es una extraña tradición cubrir los rostros de los muertos. ¿Será porque pensamos que están en desventaja, expuestos sin modo de defenderse a nuestra crítica mirada? ¿O será porque les tenemos miedo? Me parece que lo segundo.
Sin prestarle atención, Eric Hewson se volvió hacia Dalgliesh.
—¿Dónde…?
—Allí, en el pasillo.
Hewson se dirigió a la puerta y se quedó mirando la cuerda que todavía pendía de la escalera y el taburete de metal cromado y plástico amarillo. Se volvió hacia el círculo de rostros vigilantes y compasivos y preguntó:
—¿De dónde ha sacado la cuerda?
—Es posible que sea mía. —La voz de Wilfred era interesada, segura. Volviéndose a Dalgliesh, añadió—: Está más nueva que la de Julius. La compré poco después de encontrar la otra deshilachada. La tengo colgada de un gancho en el despacho. Quizá se haya fijado. Y sin duda allí estaba esta mañana cuando hemos salido para asistir al funeral de Grace. ¿Lo recuerda, Dot?
Dorothy Moxon se adelantó desde la sombría posición de la pared más alejada y habló por primera vez con voz poco natural, aguda, agresiva, insegura. Los demás volvieron la cabeza como asombrados de que se encontrara allí.
—Sí, me he fijado. Bueno, quiero decir que me hubiera fijado si no hubiera estado. Sí, lo recuerdo. La cuerda estaba en su sitio.
—¿Y al regresar del funeral? —preguntó Dalgliesh.
—He entrado sola al despacho a colgar la capa. Me parece que entonces no estaba, estoy casi segura.
—¿No le ha extrañado? —preguntó Julius.
—No. ¿Por qué? No sé si entonces la he echado en falta conscientemente. Pero ahora, pensándolo, estoy bastante segura de que no estaba. De todos modos, la ausencia no me hubiera preocupado aunque la hubiera advertido. Hubiera pensado que Albert la había cogido para algo. No podía haberlo hecho, claro, porque ha venido con nosotros al funeral y ha subido al autobús delante de mí.
—¿Ha llamado alguien a la policía? —preguntó de repente Lerner.
—Claro —dijo Julius—. He llamado yo.
—¿Y qué hacía usted aquí? —La lógica pregunta de Dorothy Moxon sonó a acusación, pero Julius, que parecía haber recuperado el control de sí mismo, respondió con calma.
—Ha encendido y apagado la luz tres veces antes de morir. Lo he visto casualmente a través de la bruma por la ventana del cuarto de baño. No he venido enseguida. Primero he pensado que no sería algo importante, que no correría peligro alguno. Pero luego estaba intranquilo y he decidido venir. Dalgliesh ya estaba aquí.
—Yo he visto las señales desde el promontorio. Como Julius, no me he alarmado mucho, pero tampoco me ha parecido correcto pasar sin echar un vistazo.
Lerner se había acercado a la mesa y observó:
—Ha dejado una nota.
—¡No la toquen! —exclamó Dalgliesh.
Lerner retiró la mano como si le hubieran dado un picotazo. Todos rodearon la mesa. La nota estaba escrita con bolígrafo negro en la primera página de un cuaderno de papel de cartas blanco tamaño cuartilla. La leyeron en silencio.
Querido Eric: Te he dicho muchas veces
que no puedo seguir en este cuchitril.
Pensabas que no eran más que palabras.
Estabas tan ocupado con tus queridos pacientes
que me habría podido morir de aburrimiento
y no te hubieras dado ni cuenta. Perdona
que te haya desbaratado los planes.
No me engaño pensando que me echarás de menos.
Ahora puedes irte con ella y Dios sabe
que no os pondré impedimento alguno.
Hemos pasado momentos buenos. Recuérdalos
e intenta añorarme. Estoy mejor muerta.
Lo siento, Wilfred. La torre negra.
Las primeras ocho líneas estaban escritas con firmeza, las últimas cinco eran garabatos casi ilegibles.
—¿Es su letra? —preguntó Anstey.
Eric Hewson replicó en voz tan baja que apenas lo oyeron.
—Sí, sí, es su letra.
Julius se volvió hacia Eric y dijo con repentina energía:
—Mira, está perfectamente claro lo que ha ocurrido. Maggie no pensaba matarse. No era propio de ella. Por el amor de Dios, ¿qué necesidad tenía de suicidarse? Era joven y sana. Si no le gustaba esto, podía marcharse. Era enfermera, podía encontrar trabajo. Todo esto era para asustarte. Trató de telefonear a Toynton Grange para que vinieras justo a tiempo, claro. Como nadie contestó, hizo señales con las luces. Pero entonces estaba ya demasiado borracha para saber exactamente lo que hacía y todo se convirtió en una horrible realidad. ¿Parece ésa la nota de un suicida?
—A mí me lo parece —dijo Anstey—. Y sospecho que al juez también se lo parecerá.
—Pues a mí no. Podría ser la nota de una mujer que piensa marcharse.
—Pero no se marchaba —dijo Helen Rainer con calma—. No se iría de aquí sólo con una camisa y unos pantalones. ¿Dónde está la maleta? Ninguna mujer huye de casa sin llevarse el maquillaje y el camisón.
Junto a una de las patas de la mesa había una bolsa grande. Julius la cogió y comenzó a revolver en su interior.
—Aquí no hay nada, ni camisón ni neceser.
Prosiguió la inspección, pero de pronto miró primero a Eric y luego a Dalgliesh. Una extraordinaria sucesión de emociones atravesó su rostro: sorpresa, vergüenza, interés. Cerró la bolsa y la dejó encima de la mesa.
—Wilfred tiene razón. No deberíamos tocar nada hasta que llegue la policía.
Permanecieron en silencio unos instantes y luego Anstey dijo:
—La policía querrá saber dónde hemos estado todos esta tarde. Incluso en un caso de suicidio claro están obligados a hacer estas preguntas. Debió de morir casi al final de nuestra hora de meditación. Eso quiere decir, naturalmente, que ninguno de nosotros tiene coartada. Dadas las circunstancias, seguramente hemos tenido suerte de que haya dejado una carta.
—Eric y yo hemos estado juntos en mi habitación toda la hora —dijo Helen Rainer con calma.
Wilfred se la quedó mirando desconcertado. Por primera vez desde que entrara en la casa parecía alterado.
—¡Pero estábamos celebrando un consejo de familia! Según las reglas, hemos de meditar en silencio y solos.
—Nosotros no hemos meditado y no hemos guardado silencio precisamente. Pero estábamos solos… solos juntos. —Fijó la vista más allá de Wilfred, desafiante, casi triunfante, en los ojos de Eric Hewson, que la miraba perplejo.
Dennis Lerner, como para disociarse de la controversia, se había situado junto a Dot Moxon al lado de la puerta y dijo en voz baja:
—Me parece que oigo coches. Debe de ser la policía.
La bruma había amortiguado el sonido de la aproximación. Mientras Lerner hablaba, Dalgliesh oyó cómo se cerraban dos portezuelas de golpe. La primera reacción de Eric fue arrodillarse junto al sofá, haciendo de pantalla entre el cuerpo de Maggie y la puerta. Pero de inmediato se puso torpemente en pie como si temiera ser descubierto en una postura comprometedora. Dot, sin volverse, apartó su corpachón de la puerta.
De repente, la reducida estancia quedó más abarrotada que la marquesina de una parada de autobús una tarde de lluvia y se impregnó de olor a bruma y a impermeables húmedos. Pero no se produjo confusión alguna. Los recién llegados penetraron con calma como un solo hombre, equipados con su instrumental, y empezaron a moverse con la precisión de los cargados miembros de una orquesta al ocupar los lugares señalados. El grupo de Toynton Grange se retiró a observarlos cautelosamente. Nadie habló hasta que la voz sosegada del inspector Daniel rompió el silencio.
—Bueno, ¿quién ha encontrado a la pobre señora?
—Yo —respondió Dalgliesh—. Court ha llegado unos doce minutos después.
—Entonces, que se queden el señor Dalgliesh, el señor Court y el doctor Hewson. Con ellos bastará de momento.
—A mí me gustaría quedarme, si no le importa —dijo Wilfred.
—Sí, señor, no lo dudo. Es usted el señor Anstey, ¿no es así? Sin embargo, no siempre podemos hacer lo que nos gustaría. Si me hace el favor de regresar a la residencia, el detective Burroughs los acompañará y pueden decirle a él todo lo que les parezca. Enseguida estaré con ustedes.
Sin pronunciar una sola palabra más, Wilfred abrió la marcha.
El inspector Daniel miró a Dalgliesh y dijo:
—Bueno, señor, parece que la muerte no le deja convalecer en Toynton.