El médico forense era un registrador que sustituía al titular. Si al llegar allí esperaba que aquellas tres semanas de paréntesis en el oeste del país fueran menos arduas que su empleo de Londres, se equivocaba. Cuando sonó el teléfono por décima vez aquella mañana, se quitó los guantes, trató de no pensar en los quince cadáveres desnudos que todavía esperaban en los estantes refrigerados y levantó el auricular filosóficamente. La firme voz masculina, excepto por el agradable acento rural, podía haber sido la voz de cualquier oficial de la policía metropolitana; también las palabras las había oído en otras ocasiones.
—¿Es usted? Tenemos un cadáver en un campo, a cinco kilómetros al norte de Blandford, que no nos gusta en absoluto. ¿Podría venir?
La llamada pocas veces difería. Siempre tenían un cadáver que no les gustaba, en una zanja, en un campo, en una cuneta, entre los retorcidos hierros de un coche aplastado. Cogió el cuaderno de notas, hizo las preguntas de siempre y oyó las respuestas que esperaba.
—Bueno, Bert, ya la puedes coser —le dijo a su ayudante—. No es cosa del otro mundo. Dile al secretario del juez que ya puede dar la orden para que se hagan cargo. Yo me voy a ver a otro. Prepárame los dos siguientes, ¿de acuerdo?
Echó una última mirada al enflaquecido cuerpo de la mesa de operaciones. Grace Miriam Willison, soltera, de cincuenta y siete años, no había presentado dificultad alguna. Ningún signo externo de violencia, ninguna prueba interna que justificara el envío de las vísceras al laboratorio. Le había comentado con cierto mal humor a su ayudante que si los médicos de cabecera se dedicaban a mandar a sus clientes a un servicio de medicina forense agobiado de trabajo para averiguar cuál de sus diagnósticos era el acertado, más valía que cerraran el servicio. Pero la corazonada del médico tenía fundamento. Se le había pasado una cosa por alto, el neoplasma avanzado de la parte superior del estómago. Sin embargo, ese dato de nada le iba a servir ahora. Eso, la esclerosis múltiple o la dolencia cardíaca la habían matado. Él no era Dios y ya había tomado una determinación. O quizá la mujer había decidido que ya tenía suficiente y había dejado de luchar. En su estado, lo misterioso era que continuara viviendo, no que le sobreviniera la muerte. Empezaba a pensar que la mayor parte de los pacientes morían cuando decidían que les había llegado la hora. Pero eso no se podía poner en el certificado de defunción.
Garabateó una nota final en el expediente de Grace Willison, le dio una última indicación a su ayudante y empujó las puertas oscilantes para dirigirse a otra muerte, otro cadáver, hacia su verdadero trabajo, pensó con algo parecido al alivio.