7

Mientras salían del despacho de Wilfred, Julius dijo bruscamente, como llevado de un impulso:

—Venga a desayunar a casa. Al menos a tomar una copa. O, si es demasiado pronto para tomar alcohol, un café. Por favor, no me diga que no. He empezado el día enfadado conmigo mismo y no quiero quedarme solo.

La invitación se aproximaba demasiado a una súplica para negarse.

—Si me permite cinco minutos… —dijo Dalgliesh—. Quisiera hablar con una persona. Espéreme en el vestíbulo.

Gracias al recorrido de la casona que había hecho el primer día recordaba dónde se hallaba la habitación de Jennie Pegram. Pensó que quizá no era el mejor momento para hacer aquella visita, pero no podía esperar. Cuando llamó percibió un matiz de sorpresa en el «adelante» con que respondió. Estaba sentada en la silla de ruedas enfrente del tocador, con la rubia melena suelta sobre los hombros. Dalgliesh sacó el anónimo de la cartera, avanzó desde detrás y se lo puso sobre la mesa. Sus ojos se encontraron en el espejo.

—¿Escribió usted esto?

Jennie dejó que su mirada se posara en él sin cogerlo. Parpadeó y una mancha roja comenzó a avanzar por su cuello como una ola. Dalgliesh oyó el siseo de una inspiración, pero al hablar lo hizo con calma.

—¿Por qué iba a escribirlo yo?

—Podría sugerir varias razones. Pero ¿lo escribió o no?

—¡Claro que no! Es la primera vez que lo veo. —Volvió a mirarlo con desprecio—. Es… es una estupidez, una niñería.

—Sí, está muy poco logrado. Supongo que lo redactarían con prisas. Ya me había imaginado que le parecería bastante deficiente; no tan emocionante ni imaginativo como los demás.

—¿Los demás?

—Venga, empecemos por el de Grace Willison. De ése puede estar orgullosa. Un esfuerzo imaginativo, elaborado con ingenio para echar por tierra el placer del único amigo que había hecho aquí, y lo suficientemente desagradable para asegurarse de que le daría vergüenza enseñárselo a alguien, excepto, claro, a un policía. En lo que se refiere a obscenidad, disfrutamos de una dispensa casi médica.

—¡No era capaz! Y no sé de qué me habla.

—¿Ah, no? Lástima que no pueda preguntárselo. ¿Sabía que ha muerto?

—Eso nada tiene que ver conmigo.

—Afortunadamente para usted, no creo. No era de las que se suicidan. Me pregunto si ha tenido la misma suerte, o desgracia, con las demás víctimas, con Victor Holroyd, por ejemplo.

El terror que la embargó era inconfundible. Las finas manos retorcían el mango del cepillo en un gesto de desesperación.

—¡No fue mi culpa! ¡Yo no le escribí a Victor! ¡Yo no le escribí nada a nadie!

—No es tan lista como se cree. Se olvidó de las huellas dactilares. Quizá no cayó en la cuenta de que los laboratorios de la policía pueden detectarlas en el papel. Y además está la cuestión del tiempo. Todas las cartas han sido recibidas desde que usted llegó a Toynton Grange. La primera se recibió antes de que ingresara Ursula Hollis, creo que podemos descartar a Henry Carwardine y sé que han dejado de recibirse después de la muerte del señor Holroyd. ¿Se debe eso a que se arrepintió de haber llegado tan lejos? ¿O esperaba que se culpara al señor Holroyd? Pero la policía sabe que no fueron escritos por un hombre. Y está también la prueba de la saliva. Analizándola se puede determinar el grupo sanguíneo del ochenta y cinco por ciento de la población. Es una lástima que no lo supiera cuando chupó las solapas de los sobres.

—¿Los sobres? Pero si no…

Se quedó mirando a Dalgliesh con la boca abierta y los ojos dilatados de terror. El rubor desapareció y se volvió pálida.

—No, no iban en ningún sobre. Los papeles iban doblados y metidos en el libro que estaba leyendo la víctima. Pero eso no lo saben más que las víctimas y usted.

—¿Qué piensa hacer? —dijo ella sin mirarlo.

—Todavía no lo sé.

Y no lo sabía. Sentía una mezcla de culpabilidad, ira y turbación que le resultaba extraña. Había sido tan fácil engañarla, tan fácil y tan despreciable. Se vio con la misma claridad que si fuera un espectador, sano y capaz, juzgando magistralmente la debilidad de ella, emitiendo la advertencia de rigor desde el estrado, retrasando la sentencia. La escena era repugnante. Jennie le había causado dolor a Grace Willison, pero al menos tenía alguna excusa psicológica. ¿Qué proporción de su propia cólera y repugnancia derivaba de un sentimiento de culpa? ¿Qué había hecho él para aportar un poco de felicidad a los últimos días de Grace Willison? Sin embargo, había que hacer algo con ella. Ahora no era probable que cometiera alguna otra fechoría en Toynton Grange, pero ¿y en el futuro? Además, Henry Carwardine tenía derecho a saberlo, lo mismo, se podía argüir, que Wilfred y el Ridgewell Trust si se hacía cargo de la residencia. Otros argumentarían también que la chica necesitaba ayuda. Propondrían la ortodoxa solución de la época, mandarla a un psiquiatra. No sabía qué hacer. No confiaba mucho en tal remedio. Quizás ello la satisfaría en su vanidad y contribuiría a que se tomara en serio su necesidad de darse importancia. Pero si las víctimas habían resuelto guardar silencio, aunque sólo fuera para proteger a Wilfred de la preocupación, ¿qué derecho tenía a despreciar sus motivos o a traicionar la confianza que habían depositado en él? En su trabajo estaba acostumbrado a observar reglas. Aun después de tomar una decisión poco ortodoxa, cosa que no era infrecuente, las cuestiones morales —si es que era lícito usar esa palabra, que él nunca había usado— eran siempre claras y nada ambiguas. Su enfermedad debía de haberle debilitado la voluntad y el juicio, así como la fortaleza física, para que se dejara vencer por aquel nimio problema. ¿Debía dejar una nota sellada para que la abriera Anstey o su sucesor en caso de que se produjeran futuros problemas? Realmente era ridículo caer en tan débil e histriónica medida. Por Dios santo, ¿por qué no podía tomar una decisión expeditiva? Pensó que ojalá hubiera estado vivo el padre Baddeley, pues hubiera podido depositar en sus frágiles hombros aquel particular peso.

—Dejaré en sus manos el comunicar a las víctimas, a todas, que fue la autora de los anónimos. Y más vale que se cerciore de que no se repita. Puede inventarse la excusa que prefiera. Ya sé que debe de echar de menos el revuelo y la atención de que era objeto en el hospital donde estaba antes, pero ¿por qué sustituir eso haciendo sufrir a otras personas?

—Me odian.

—¡Qué la van a odiar! Es usted la que se odia a sí misma. ¿Ha escrito anónimos a alguien más, aparte de a la señorita Willison y el señor Carwardine?

Lo miró furtivamente desde abajo.

—No, sólo esos dos.

Seguramente mentía, pensó él con fastidio. Era muy probable que Ursula Hollis también hubiera recibido el suyo. ¿Sería beneficioso o perjudicial preguntárselo?

Oyó la voz de Jennie Pegram, más firme, más segura, que alzó el brazo izquierdo y comenzó a cepillarse el pelo echándose los mechones ante la cara.

—Aquí a nadie le importo. Todos me desprecian. No querían que viniera. Y yo tampoco quería venir. Usted podría ayudarme, pero le da igual. Ni siquiera le interesa escuchar.

—Dígale al doctor Hewson que la mande a un psiquiatra y hágale sus confidencias a él. A los psiquiatras les pagan para que escuchen a los neuróticos hablar de sí mismos, a mí no.

En cuanto cerró la puerta se arrepintió de su crueldad. Pero sabía a qué se debía, al repentino recuerdo del feo y mezquino cuerpo de Grace Willison enfundado en el camisón barato. Hacía bien en dejar aquel trabajo si no era capaz de impedir que la compasión y la ira destruyeran su distanciamiento, pensó despreciándose a sí mismo. ¿O era Toynton Grange? «Esto me está atacando los nervios», se dijo.

Mientras avanzaba con paso rápido por el corredor se abrió la puerta del dormitorio contiguo al de Grace Willison y vio a Ursula Hollis, que lo llamó con un gesto y apartó la silla de la puerta para dejarle paso.

—Nos han dicho que esperemos en las habitaciones. Grace ha muerto.

—Sí, lo sé.

—¿Que ha sido? ¿Qué ha pasado?

—Nadie lo sabe todavía. El doctor Hewson está disponiendo la autopsia.

—No se habrá suicidado, ¿verdad?

—No, seguro que no. Parece que ha muerto mientras dormía tranquilamente.

—¿Quiere decir como el padre Baddeley?

—Sí, igual que el padre Baddeley.

Hicieron una pausa y se miraron.

—¿Oyó alguna cosa anoche? —preguntó Dalgliesh.

—¡No, no! ¡Nada! Dormí muy bien, es decir, después que viniera Helen a ayudarme.

—¿Lo hubiera oído si hubiera gritado o alguien hubiera entrado en su cuarto?

—Sí, seguro, de haber estado despierta. A veces no me dejaban dormir sus ronquidos. Pero no la oí gritar, y se durmió antes que yo. Apagué la luz antes de las doce y media y pensé que estaba muy callada.

Dalgliesh se dirigió a la puerta, pero se detuvo con la sensación de que ella no deseaba que se fuera.

—¿La preocupa algo? —preguntó.

—No, no, nada. Es sólo la curiosidad por lo de Grace, la incertidumbre. Son todos tan misteriosos… Pero, si van a hacerle la autopsia… quiero decir que la autopsia nos dirá cómo ha muerto.

—Sí —repuso él sin convicción, como tranquilizándose a sí mismo igual que a ella—, la autopsia nos lo dirá.