6

Dalgliesh despertó con las primeras luces a la fría y apacible mañana, cogió la bata y bajó a hacer té. Se preguntó si Millicent estaría aún en la casona. La noche anterior no había oído el televisor y ahora, aunque ni era madrugadora ni hacía mucho ruido, Villa Esperanza estaba envuelta en la calma ligeramente clandestina e inequívoca del aislamiento completo. Encendió la lámpara de la sala de estar, se llevó la taza a la mesa y extendió el mapa. Aquel día exploraría el noreste de la zona y trataría de llegar a Sherborne para almorzar. Pero primero tendría la cortesía de pasar por Toynton Grange para preguntar por Wilfred, aunque no se sentía verdaderamente preocupado; resultaba difícil pensar en la charada del día anterior sin irritación. Pero quizá valdría la pena intentar convencerlo una vez más de que llamara a la policía, o al menos de que tomara más en serio el ataque que había sufrido. Además, ya era hora de pagar algo en concepto de alquiler por Villa Esperanza. Toynton Grange no iba tan boyante como para no aceptar una contribución ofrecida con tacto. En menos de diez minutos podía hacer las dos cosas.

Llamaron a la puerta y entró Julius. Iba totalmente vestido y, aun a hora tan temprana, tenía el mismo aire deportivo ligeramente elegante. Con calma y como si la noticia apenas mereciera la pena ser transmitida, dijo:

—Me alegro de que ya esté levantado. Voy hacia Toynton Grange. Wilfred acaba de llamarme. Por lo visto Grace Willison ha muerto mientras dormía y Eric está muy nervioso por la cuestión del certificado de defunción. No sé qué debe de pensar Wilfred que puedo hacer yo. La rehabilitación de Eric al colegio de médicos parece haber rehabilitado también la habitual arrogancia de la profesión. En su opinión, a Grace Willison le quedaba al menos otro año y medio de vida, quizá dos. Así las cosas, no sabe qué nombre ponerle a esta insubordinación. Como siempre, todos están dramatizando al máximo. Yo que usted, no me lo perdería. —Dalgliesh miró hacia la casita contigua sin decir palabra y Julius añadió alegremente—: No se preocupe que no molestamos a Millicent. Me temo que ya está allí. Por lo visto, anoche se le averió el televisor, se fue a Toynton Grange a ver el programa de la noche y decidió, inexplicablemente, quedarse a dormir allí. Es probable que viera una oportunidad de guardar su ropa de cama y ahorrarse el agua del baño.

—Vaya usted; yo ya iré luego —dijo Dalgliesh.

Se terminó el té sin prisas e invirtió tres minutos en afeitarse. Se preguntó por qué se había resistido a acompañar a Julius, por qué, si tenía que ir a Toynton Grange, prefería ir solo. Se preguntó también por qué lo lamentaba tanto. No tenía deseo alguno de participar en la controversia que se estaba desarrollando en Toynton. No sentía curiosidad alguna por la muerte de Grace Willison. Era consciente de que no sentía más que una inexplicable inquietud que casi era aflicción por una mujer que apenas conocía y un vago disgusto por el hecho de que la acción de la decadencia hubiera echado a perder el inicio de un día espléndido. Pero además sentía otra cosa: culpabilidad. Y ello le parecía a la vez absurdo e injusto. Era como si al morir Grace se hubiera aliado con el padre Baddeley. Ahora había dos fantasmas acusadores en lugar de uno. Se avecinaba un fracaso doble. Haciendo un esfuerzo, se encaminó a Toynton Grange.

No cabía duda alguna sobre cuál era la habitación de Grace Willison, en cuanto entró en el anexo empezó a oír las voces. Cuando abrió la puerta, vio a Wilfred, Eric, Millicent, Dot y Julius agrupados en torno de la cama con el aire incongruente e incómodo de unos extraños que se encuentran fortuitamente en el escenario de un accidente con el cual preferirían nada tener que ver, pero no se atreven a marcharse.

Dorothy Moxon estaba a los pies de la cama agarrando la barandilla con las gruesas manos, enrojecidas como jamones. Llevaba puesta la toca de enfermera. El efecto que producía, en lugar de dar un toque de tranquilidad profesional, resultaba grotesco. La rizada tartaleta de muselina parecía una morbosa y extraña celebración de la muerte. Millicent todavía iba en bata, una envolvente tela de lana gruesa con alamares que debía de haber pertenecido a su esposo y contrastaba con las zapatillas, que eran frívolos perifollos de plumas rosa. Wilfred y Eric llevaban los hábitos marrones. Al entrar él, miraron brevemente hacia la puerta e inmediatamente volvieron a dirigir su atención a la cama.

—Había luz en una de las habitaciones del anexo poco después de la doce —estaba diciendo Julius—. Has dicho que ha muerto alrededor de esa hora, ¿verdad, Eric?

—Sí, puede ser. Sólo me baso en la temperatura del cuerpo y en la rigidez cadavérica. No soy experto en estas cosas.

—¡Qué raro! Yo pensaba que en lo único que eras experto era en la muerte.

—La luz era de la habitación de Ursula —dijo Wilfred en voz baja—. Llamó para que la llevaran al lavabo poco después de las doce. Helen la acompañó, pero no entró en la habitación de Grace. No había necesidad. No había llamado. Después de que Dot la acostara, nadie la vio. Y entonces no se quejó en absoluto.

Julius volvió a dirigirse a Eric Hewson:

—No tienes opción, ¿verdad? Si no sabes de qué ha muerto, no puedes extender el certificado. De cualquier modo, yo de ti me andaría con cuidado. Al fin y al cabo, hace poco que tienes autorización para firmar certificados de defunción. Más vale que no te arriesgues a equivocarte.

—Tú no te metas, Julius —dijo Eric Hewson—. No necesito que me aconsejes. No sé por qué te ha llamado Wilfred.

Pero hablaba sin convicción, como un niño inseguro y asustado cuyos ojos no se apartaran de la puerta esperando que llegara un aliado.

—A mí me parece que te hacen falta todos los consejos que te den. —Julius no se dejaba amedrentar—. ¿Qué te preocupa? ¿Sospechas que ha habido juego sucio? Qué expresión más tonta, ahora que lo pienso, muy británica, un compuesto de la ética de los colegios privados y del cuadrilátero de boxeo.

Eric se esforzó por hacer una demostración de autoridad.

—¡No seas ridículo! Claro que es muerte natural. La dificultad reside en que me extraña que se haya producido ahora. Sé que los enfermos de esclerosis múltiple pueden fallecer rápidamente, pero en su caso no lo esperaba. Y Dot dice que parecía normal cuando la acostó a las diez. Me pregunto si se me habría pasado por alto alguna otra dolencia orgánica.

—La policía no sospecha que haya habido juego sucio —prosiguió Julius alegremente—. Bueno, si quieres una opinión profesional, aquí tienes uno. Pregúntale al comandante si sospecha que ha habido juego sucio.

Se volvieron a mirar a Dalgliesh como si acabaran de percibir su presencia. El pestillo de la ventana repicaba con irritante insistencia. Dalgliesh se dirigió a ella y se asomó. Junto a la pared de piedra habían cavado una fosa de aproximadamente un metro veinte de ancho, como si pensaran plantar un macizo de flores. La tierra arenosa estaba lisa e intacta. ¡Naturalmente! Si un visitante furtivo hubiera querido entrar en la habitación de Grace sin ser visto, ¿qué necesidad tenía de saltar por la ventana estando la puerta de Toynton Grange siempre abierta?

Sujetó el pestillo y, retornando a la cama, contempló el cuerpo. El rostro inerte no mostraba una expresión precisamente apacible, sino de desaprobación; tenía la boca ligeramente abierta, dejando entrever los dientes, más prominentes que en vida, apoyados contra el labio inferior. Los párpados se habían contraído y revelaban un fragmento de los iris, de modo que parecía que se estaba mirando las manos, pulcramente dispuestas sobre el terso cubrecama. La fuerte mano derecha, marcada con el estigma de la edad, se curvaba sobre la marchita izquierda como si instintivamente quisiera protegerla de la compasiva mirada de él. La habían amortajado para el sueño final con un anticuado camisón blanco de arrugado algodón y un infantil lacito de cinta azul debajo de la barbilla. Las largas mangas estaban rematadas por volantitos en las muñecas. A unos cinco centímetros por encima del codo había un zurcido. No podía apartar los ojos de él. ¿Quién se molestaría hoy en día en esas cosas? Desde luego las impedidas y atormentadas manos no habían podido tejer tan intrincado remiendo. ¿Por qué le parecía aquel zurcido más patético, más conmovedor, que la concentrada calma del rostro inerte?

Advirtió que la compañía había dejado de discutir, que lo miraban en un silencio medio cauteloso. Cogió los dos libros que la señorita Willison tenía en la mesilla de noche, el de oraciones y un ejemplar de bolsillo de La última crónica de Barset. En el libro de oraciones había una señal. Vio que había leído la colecta y el evangelio del día. La página estaba señalada con una de aquellas sentimentales tarjetas tan del gusto de los piadosos, una imagen en color de un San Francisco aureolado y rodeado de pájaros que aparentemente predicaba ante una congregación abigarrada e incongruente de animales alejados de su hábitat y dibujados con minuciosidad preciosista. Se preguntó, sin segundas intenciones, por qué no habría señal en el Trollope. No era propio de ella doblar las páginas, y sin duda, de los dos volúmenes, aquél era el que más se prestaba a no recordar por dónde se iba. La omisión lo dejó vagamente intrigado.

—¿Tiene algún pariente próximo? —preguntó.

—No. Me dijo que sus padres eran hijos únicos. Ambos pasaban de los cuarenta cuando nació ella y murieron con pocos meses de diferencia hace unos quince años. Tenía un hermano mayor, pero murió en la guerra del norte de África. El Alamein, creo.

—¿Propiedades?

—Nada, nada de nada. Después de la muerte de sus padres, trabajó durante varios años para Puerta Abierta, la institución benéfica que se ocupa de los presos que acaban de salir en libertad, y tenía una pequeña pensión de invalidez, una cosa realmente exigua, que, naturalmente, se extingue con ella. Sus gastos los pagaba el Estado.

—La Puerta Abierta —dijo Julius con repentino interés—. ¿Conocía a Philby antes de que lo contrataran?

Anstey hizo un gesto que parecía indicar que consideraba de mal gusto aquella impertinente pregunta.

—Es posible, pero nunca habló de ello. Fue ella la que sugirió que tal vez Puerta Abierta podría buscarnos un mozo, y que era una manera de hacer una obra de caridad. Estamos muy contentos de Albert Philby. Es uno más de la familia. Nunca me arrepentí de haberlo admitido.

—Y claro, te sale barato —interrumpió Millicent—. Además, era o Philby o nadie, ¿verdad? No tenías mucha suerte en la oficina de empleo cuando los que se presentaban descubrían que ofrecías cinco libras netas a la semana. A veces pienso que no sé por qué se queda Philby.

La entrada de Philby en persona impidió que se siguiera tratando este punto. Ya debía de haber llegado a sus oídos la muerte de la señorita Willison porque no demostró sorpresa alguna al encontrar la habitación llena de gente ni dio la más mínima explicación de su presencia. Se situó junto a la puerta a la manera de un vergonzoso e imprevisible perro guardián. Los presentes actuaron como si hubieran decidido que lo más prudente sería no prestarle atención. Wilfred se volvió hacia Eric Hewson.

—¿Puede hacer un diagnóstico sin autopsia? Me estremece la idea de que la diseccionen, el ultraje, la impersonalidad que ello representa. Era tan sensible con respecto a su cuerpo, tan recatada, de un modo que hoy en día ya no se comprende. Una autopsia es lo último que hubiera deseado.

—Bueno, pues es lo último que van a hacerle, ¿no? —dijo Julius ásperamente.

Dot Moxon habló por ver primera. Se dirigió hacia él furiosa, con el rostro enrojecido y las manos crispadas.

—¡Cómo se atreve! ¡A usted ni le va ni le viene! Le da lo mismo que esté viva o muerta, igual que los demás pacientes. Sólo nos usa para sus propios propósitos.

—¿Que yo los uso? —Los ojos grises parpadearon y se agrandaron; Dalgliesh casi percibía cómo se ensanchaban los iris. Julius se quedó mirando fijamente a Dot con ira incrédula.

—¡Sí, nos usa! ¡Nos explota! Le divierte, ¿verdad?, venir a Toynton Grange de visita cuando Londres empieza a aburrirlo, tratar a Wilfred condescendientemente, fingir que le da consejos, repartir amenazas entre los internos como Papá Noel. Comparar su salud con la deformidad de ellos lo llena de satisfacción, refuerza su ego. Pero se cerciora bien de no esforzarse demasiado. La amabilidad a usted nada le cuesta. Sólo invita a Henry a su casa. Pero claro, Henry era importante en su tiempo, ¿no? Los dos tienen chismes que contarse. Usted es el único que tiene vista al mar, pero no nos invita a llevar las sillas a su patio. ¡Ni hablar! Eso sí que podría haberlo hecho por Grace, invitarla a su casa de vez en cuando, permitirle contemplar tranquilamente el mar. No era tonta, ¿sabe? Quizás incluso hubiera disfrutado de su conversación. Pero eso hubiera echado a perder la elegancia de su patio, ¿verdad?, una mujer fea de mediana edad en una silla de ruedas. Y ahora que ha muerto, viene aquí y pretende darle consejos a Eric. ¡Por Dios santo, cállese!

Julius se echó a reír incómodo. Aparentemente se controlaba, pero habló con voz aguda y quebrada.

—No sé qué he hecho para merecer esta diatriba. No era consciente de que al comprarle una casa a Wilfred me hacía responsable de Grace Willison ni de alguien de Toynton Grange. Sin duda es un golpe para usted, Dot, perder otro paciente tan poco tiempo después de perder a Victor, pero ¿por qué tiene que arremeter contra mí? Todos sabemos que está enamorada de Wilfred y no me cabe la menor duda de que es muy ingrato para usted, pero no es mi culpa. Es posible que yo resulte algo ambivalente en cuanto a preferencias sexuales, pero no pienso competir por él, se lo aseguro.

De repente, Dot se precipitó hacia él y echó el brazo atrás para propinarle una bofetada, en un gesto a la vez teatral y absurdo. Pero antes de que lo alcanzara, Julius la agarró de la muñeca. Dalgliesh se sorprendió de la rapidez y la efectividad de su reacción. La tensa mano, blanca y temblorosa por el esfuerzo, sujetaba la de la mujer con una depravación musculosa, de modo que parecían dos contendientes desiguales enzarzados en una conflictiva escena. De pronto, se echó a reír y la soltó. Bajó la mano lentamente, con los ojos todavía fijos en ella, y comenzó a frotarse y retorcerse la muñeca. Luego volvió a reírse con un sonido peligroso y dijo con suavidad:

—¡Cuidado! ¡Cuidado! Que yo no soy un enfermo geriátrico, ¿sabe?

Ella resolló, y sollozando, salió pesadamente de la habitación; una figura desgarbada, patética, pero no ridícula. Philby salió tras ella y su marcha despertó tan poco interés como su llegada.

—No debería haber dicho eso, Julius —dijo Wilfred con tranquilidad.

—Lo sé. Ha sido imperdonable. Lo siento. Le pediré perdón a Dot cuando nos hayamos calmado.

La brevedad, la ausencia de autojustificación y la aparente sinceridad de la disculpa los silenció a todos.

—Me imagino que la señorita Willison hubiera encontrado esta disputa en torno a su cuerpo mucho más escalofriante que lo que le pueda pasar en la funeraria —comentó Dalgliesh.

Sus palabras le recordaron a Wilfred el asunto que estaban tratando, y se volvió hacia Eric Hewson.

—Con Michael no tuvimos tantos problemas, extendió el certificado sin la más mínima traba.

Dalgliesh detectó el primer matiz malhumorado en su tono de voz.

—Entonces sabía de qué había muerto —explicó Eric—. Lo había visitado esa misma mañana. Después del primer ataque al corazón era cuestión de tiempo. Michael se estaba muriendo.

—Como todos —dijo Wilfred—. Como todos.

El piadoso tópico pareció irritar a su hermana, que habló por vez primera.

—No seas ridículo, Wilfred. Yo no me estoy muriendo y tú te disgustarías mucho si te lo comunicaran. En cuanto a Grace, siempre me había parecido más enferma de lo que cualquiera parecía creer. Quizás ahora os daréis cuenta de que no son los que arman más jaleo los que necesitan más atenciones. —Y volviéndose hacia Dalgliesh, añadió—: ¿Qué ocurrirá exactamente si Eric no extiende el certificado? ¿Quiere eso decir que volveremos a tener a la policía aquí?

—Probablemente sí, vendrá un policía, un policía corriente. Será el enviado del juez investigador y vendrá a hacerse cargo del cadáver.

—¿Y después?

—El juez ordenará la autopsia. Según el resultado, o bien se extenderá el certificado de defunción u ordenará una investigación oficial.

—Es todo tan horrible, tan innecesario… —dijo Wilfred.

—Es la ley, y el doctor Hewson lo sabe.

—¿Qué quiere decir que es la ley? Grace murió de esclerosis múltiple, todos lo sabemos. ¿Qué más da si tenía alguna otra enfermedad? Ahora Eric ya no puede tratarla ni hacer algo para ayudarla. ¿Qué quiere decir?

—El médico que atiende a un paciente durante la última enfermedad ha de firmar y entregar en el registro un certificado reglamentario en el que conste cuál ha sido, a su entender, la causa de la muerte —explicó pacientemente Dalgliesh—. Al mismo tiempo ha de entregar a una persona autorizada, que podría ser el ocupante de la casa en que se ha producido la muerte, una notificación de que ha firmado tal certificado. No hay regla alguna que diga que un médico deba informar de una muerte al juez, pero lo usual es hacerlo en caso de duda. Cuando un médico informa de una muerte al juez no se libera del deber de extender el certificado de la causa de la muerte, pero puede hacer constar en el impreso que ha comunicado la muerte para que el registrador sepa que ha de retrasar la inscripción hasta que el juez se lo indique. Según la sección 3.a del Decreto de 1887, un juez tiene el deber de abrir una investigación siempre que se le informe de que se ha producido en su jurisdicción una muerte que pueda ser considerada violenta, no natural, una muerte repentina cuya causa sea desconocida, o una muerte sobrevenida en la cárcel o en cualquier lugar o circunstancias que según otro decreto requieran una investigación. Ésta es la ley sin omitir los tediosos detalles, ya que lo pregunta. Grace Willison ha muerto repentinamente y, a juicio del doctor Hewson, la causa es hasta ahora desconocida. Su deber es informar de la muerte al juez. Ello implica la autopsia, pero no necesariamente una investigación.

—Con todo, no me gusta pensar que va a estar destripada en la mesa de operaciones del depósito de cadáveres. —Wilfred empezaba a parecer un niño obstinado.

—Destripada no es exactamente la palabra más adecuada —dijo Dalgliesh fríamente—. Una autopsia es un procedimiento organizado y perfectamente limpio. Ahora, sí me disculpan, voy a desayunar.

De pronto Wilfred hizo un esfuerzo casi físico para serenarse. Se enderezó, cruzó los brazos en el interior de las amplias bocamangas del hábito y guardó unos momentos de meditativo silencio. Eric Hewson lo miró, perplejo, y luego miró a Dalgliesh y a Julius en busca de orientación.

—Eric, más vale que llame al juzgado —dijo por fin Wilfred—. Dot tendría que preparar el cuerpo, pero habrá que esperar a que nos digan qué debemos hacer. Cuando haya telefoneado, por favor comunique a todo el mundo que quiero hablar con la familia inmediatamente después de desayunar. Helen y Dennis están ahora con ellos. Millicent, ¿tendrías la amabilidad de ir a ver cómo está Dot? Julius, querría hablar con usted, y con Adam Dalgliesh.

Permaneció un momento con los ojos cerrados al pie del lecho de Grace. Dalgliesh se preguntó si estaría rezando. Seguidamente salió de la estancia seguido de los demás. Mientras andaban, Julius susurró casi sin mover los labios:

—Desagradable reminiscencia de aquellas llamadas al despacho del director. Deberíamos haber hecho acopio de fuerzas desayunando antes.

Una vez en el despacho, Wilfred no perdió el tiempo.

—La muerte de Grace significa que he de tomar una decisión antes de lo que esperaba. No podemos seguir adelante sólo con cuatro pacientes. Por otra parte, no puedo admitir a alguien de la lista de espera si esto no va a seguir abierto. Celebraré un consejo de familia después del entierro de Grace. Creo que lo correcto es esperar hasta entonces. Si no surgen complicaciones, supongo que será antes de una semana. Me gustaría que ambos participaran y nos ayudaran a tomar la decisión.

—Eso es imposible, Wilfred —dijo Julius de inmediato—. No tengo el menor interés, me refiero en el sentido legal. Sencillamente, no es cosa mía.

—Vive aquí. Siempre le he considerado de la familia.

—Muy amable por su parte y me siento muy honrado, pero no es cierto. No soy de la familia y no tengo derecho a votar sobre una cuestión que no me afecta en absoluto. Si decide vender, y no lo culparía por ello, seguramente yo también venderé. No me apetece vivir aquí si esto se convierte en un camping. Pero me da igual. Sacaré un buen pellizco de algún ejecutivo listo de la región central a quien le importe un comino la paz y la tranquilidad que instalará un elegante bar en la sala de estar y pondrá un mástil en el patio. Yo seguramente buscaré una casita en la Dordoña después de investigar con atención los tratos que haya hecho el dueño con Dios o con el diablo. Lo siento, pero es un no definitivo.

—¿Y usted Adam?

—Yo todavía tengo menos derecho a opinar que Court. Esto es un hogar para los pacientes. ¿Por qué habría de decidir su futuro, al menos en parte, un visitante fortuito?

—Porque yo confío en su buen juicio.

—No tiene por qué. En este asunto, más le vale confiar en su contable.

—¿Va a invitar a Millicent al consejo familiar? —preguntó Julius.

—Naturalmente. Quizá no siempre me ha prestado el apoyo que esperaba yo, pero pertenece a esta familia.

—¿Y a Maggie Hewson?

—No —dijo Wilfred lacónicamente.

—No le va a gustar. Y, ¿no es un poco injuriante para Eric?

—Puesto que acaba de dejar claro que no considera que este asunto le concierna en modo alguno, ¿por qué no me permite decidir lo que es injuriante o no para Eric? —replicó Wilfred en tono magistral—. Y ahora, si me disculpan, he de ir a desayunar con la familia.