Por fin se encontraban de nuevo en la habitación de Ursula. Helen Rainer cerró la puerta con callada firmeza y se apoyó un momento en ella como si estuviera exhausta. Luego se dirigió veloz a la ventana y corrió las cortinas con dos gestos rápidos. Su entrecortada respiración llenó el cuartito. Había sido un trayecto difícil. Helen la había dejado un momento en el consultorio mientras colocaba la silla de ruedas al pie de las escaleras. Una vez llegaran allí, ya estaría. Aunque las vieran en el pasillo de la planta baja, todo el mundo supondría que Ursula había tocado la campanilla y Helen la acompañaba al cuarto de baño. El problema residía en las escaleras y el descenso, durante el cual Helen medio la sostenía, medio la llevaba. Había sido agotador y ruidoso, cinco largos minutos de jadeos, barandillas que crujían, instrucciones susurradas y gemidos de dolor medio sofocados. Ahora parecía un milagro que nadie se hubiera asomado al pasillo. Hubiera sido más rápido y más fácil entrar en la parte principal de la casa y usar el ascensor, pero la rejilla metálica y el escandaloso motor hubieran despertado a la mitad de las personas de la casa.
Por fin estaban seguras y Helen, pálida pero tranquila, hizo acopio de fuerzas, se apartó de la puerta y comenzó a acostar a Ursula con profesional competencia. Ninguna de las dos habló hasta que la tarea estuvo terminada y Ursula yacía en un rígido silencio atemorizado.
Helen acercó su rostro exageradamente al de Ursula. Al resplandor de la lamparita ésta veía los rasgos de la enfermera más grandes, más toscos: poros como cráteres en miniatura, dos pelitos erizados como cerdas en la comisura de la boca. Su aliento tenía un olor ligeramente acre. Era extraño que nunca lo hubiera advertido, pensó Ursula. Parecía que los ojos verdes se agrandaban y sobresalían mientras siseaba las instrucciones, la aterradora advertencia.
—Cuando se vaya el siguiente paciente, tendrá que empezar a admitir otros de la lista de espera o abandonar. No puede tener abierto con menos de seis pacientes. He echado una mirada a los libros del despacho y lo sé. O bien lo vende todo, o lo traspasa a Ridgewell. Si quieres salir de aquí, hay mejores maneras que matándote. Ayúdame a conseguir que venda y regresarás a Londres.
—Pero ¿cómo?
—Celebrará lo que llama un consejo de familia. Siempre lo hace cuando hay algo importante que decidir que afecta a toda la comunidad. Cada uno expone su punto de vista. Luego nos retiramos a meditar en silencio durante una hora y después votamos. No dejes que te convenzan de votar a favor de Ridgewell. Así estarías aquí encerrada de por vida. Ya les cuesta bastante a las autoridades encontrar sitio para los enfermos crónicos jóvenes. Una vez saben que te cuidan en algún sitio, ya nunca te trasladan.
—Pero si esto cierra, ¿de verdad me mandarán a casa?
—No tendrán otro remedio, al menos a Londres. Tú aún tienes fijada la residencia allí. Los responsables de ti son las autoridades de Londres, no las de Dorset. Y una vez hayas vuelto, al menos lo verás. Podría ir a verte, sacarte, llevarte a casa los fines de semana. Además, la enfermedad todavía no está en fase avanzada. No sé por qué no ibais a poder vivir juntos en uno de esos pisos para parejas minusválidas. Al fin y al cabo, está casado contigo. Tiene responsabilidades, deberes.
—A mí no me importan las responsabilidades ni los deberes —trató de explicar Ursula—. Lo que me importa es que me quiera.
Helen se rió con un sonido áspero e incómodo.
—Amor. ¿No es eso lo que queremos todos? Pero claro, no puede seguir enamorado de alguien a quien nunca ve, ¿no? Los hombres son así. Tienes que volver con él.
—¿Y no lo contará?
—No, si me prometes hacer lo que te he dicho.
—¿Votar como usted quiere?
—Y no decir ni pío de que has querido matarte, ni de nada de lo que ha pasado esta noche. Si alguien comenta que ha oído algún ruido, dices que me has llamado y que te he acompañado al lavabo. Si Wilfred descubre la verdad, te mandará a un hospital mental. No querrás ir, ¿verdad?
No, no quería ir. Helen tenía razón. Tenía que volver a casa. Todo era sencillísimo. De repente se sintió llena de agradecimiento y trató de alargar los brazos hacia Helen, pero ésta ya se había retirado. Unas manos firmes la estaban arropando, levantando el colchón, tensando las sábanas. Se sintió aprisionada pero segura, un recién nacido envuelto para pasar la noche. Helen alargó la mano hacia la lámpara. En la oscuridad, una sombra blanquecina se dirigió a la puerta. Ursula oyó el suave «clic» del picaporte.
Tumbada en la cama sola, exhausta pero extrañamente reconfortada, recordó que no le había dicho a Helen que había visto a un encapuchado. Pero tal vez no tenía importancia. Seguramente era la propia Helen que había contestado a la campanilla de Grace. ¿Se refería a eso al decir que no dijera palabra de lo que había ocurrido aquella noche? Desde luego que no. Pero no diría palabra. ¿Cómo iba a hablar sin revelar que estaba agazapada en las escaleras? Y todo se arreglaría. Ahora podía dormirse. Qué suerte que Helen hubiera ido al botiquín a buscar un par de aspirinas para un dolor de cabeza y la hubiera encontrado. En la casa reinaba un silencio sobrenatural. Había algo extraño, algo distinto, en el silencio. Entonces, sonriendo, se dio cuenta. Era Grace. Nada se oía, por el fino tabique no llegaba el más mínimo áspero ronquido que la molestara. Aquella noche, hasta Grace Willison dormía en paz.