El cuerpo de Grace Willison despertó con un sobresalto y de inmediato se echó a temblar de manera incontrolable como si una vigorosa mano la sacudiera para obligarla a cobrar plena conciencia. Aguzó el oído en la oscuridad levantando la cabeza trabajosamente de la almohada, pero nada oyó. El ruido, real o imaginario, que la había despertado se había callado. Encendió la luz de la mesilla; eran casi las doce. Alargó el brazo para coger el libro. Era una lástima que el Trollope de bolsillo pesara tanto. Ello quería decir que tenía que apoyarlo en el cubrecama y, puesto que una vez en la posición que solía adoptar para dormir no podía doblar las piernas con facilidad, el esfuerzo de levantar ligeramente la cabeza y fijar la mirada en la menuda letra resultaba fatigoso, tanto para los ojos como para los músculos del cuello. La incomodidad la hacía preguntarse a veces si leer en la cama constituía realmente aquel placer que siempre le había parecido, desde los días de la infancia en que la tacañería del padre con respecto al recibo de la luz y la preocupación de la madre por la vista y por que durmiera al menos ocho horas cada noche le habían impedido tener una lámpara en la mesilla.
La pierna izquierda sufría unas sacudidas incontrolables y Grace observó interesada y sin alarmarse los irregulares saltos que daba el cubrecama, como si hubiera un animal suelto debajo de las sábanas. Despertarse de repente como entonces después de haberse dormido era siempre mala señal. Le esperaba una noche agitada. Le tenía horror al insomnio, y durante un momento estuvo tentada de rezar para que no tuviera que soportarlo aquella noche siquiera. Pero había terminado ya de rezar y parecía que no tenía sentido volver a pedir una gracia que sabía por experiencia que no iba a ser otorgada. Rogarle a Dios algo que ya había dejado perfectamente claro que no estaba dispuesto a conceder era actuar como un niño obstinado y cascarrabias. Observó con interés las travesuras de sus extremidades, vagamente reconfortada por la sensación que ahora casi lograba reproducir a voluntad de ser independiente de su rebelde cuerpo.
Dejó el libro y decidió pensar en la peregrinación a Lourdes, que tendría lugar al cabo de catorce días. Se imaginó el alegre bullicio de la partida —tenía un abrigo nuevo reservado para la ocasión— el recorrido a través de Francia; todo el grupo contento como en una excursión; la primera visión de la neblina adherida a las estribaciones de los Pirineos; los picos nevados; Lourdes, con su concentrada actividad, su aspecto de estar siempre en fête. El grupo de Toynton Grange, con la excepción de los dos católicos, Ursula Hollis y Georgie Allan, no formaba parte de una peregrinación oficial británica. No asistía a misa y se apiñaba humildemente en la parte de atrás de la multitud cuando los obispos con sus túnicas carmesí recorrían lentamente la plaza del Rosario con la dorada custodia delante. ¡Qué inspirador, qué pintoresco y qué espléndido resultaba todo! Las velas, que entretejían sus dibujos de luz, los colores, los cánticos, la sensación de volver a pertenecer al mundo exterior, pero a un mundo en el que la enfermedad era honrada, no considerada como una aberración, una deformidad del espíritu al igual que del cuerpo. Sólo faltaban trece días. Pensó qué habría dicho su padre, protestante a ultranza, de aquel esperado placer. Pero había consultado al padre Baddeley sobre la corrección del viaje y su consejo había sido muy claro: «Querida hija, usted disfruta del cambio y del viaje, entonces, ¿por qué no? Nadie puede sentirse perjudicado por una visita a Lourdes. No dude en ayudar a Wilfred a hacer ese trato con el Todopoderoso».
Pensó en el padre Baddeley. Todavía resultaba difícil aceptar que no volvería a hablar con él en el patio ni a rezar con él en la habitación tranquila. Muerto; una palabra inerte, neutra, sin atractivo. La misma palabra, ahora que lo pensaba, se aplicaba a una planta, a un animal o a un hombre. ¿Por qué? El hombre formaba parte de la misma creación, compartía la vida universal, dependía del mismo aire. Muerto. Había esperado sentir que el padre Baddeley estaba próximo a ella, pero no había ocurrido, no era cierto. Todos se habían ido al mundo de la luz. Se habían ido; ya no les interesaban los vivos.
Debía apagar la luz. La electricidad era cara; si no pensaba leer, su deber era estar a oscuras. Ilumina nuestra oscuridad —a su madre siempre le había gustado aquella plegaria— y mediante tu misericordia defiéndenos de los riesgos y peligros de esta noche. Pero allí no había peligro alguno, sólo el insomnio y el dolor, el familiar dolor que tolerar, casi agradecer, como a un viejo conocido porque sabía que era capaz de soportar su peor consecuencia, y aquel aterrador dolor nuevo que pronto tendría que contar a alguien.
La cortina se agitaba con el viento. Oyó un repentino «clic» extraordinariamente alto y el corazón le dio un vuelco. Luego una pieza de metal raspó la madera. Maggie no había comprobado el pestillo de la ventana antes de acostarla. Ahora era demasiado tarde. Tenía la silla junto a la cama, pero no podía subirse a ella sin ayuda. Nada pasaría de no ser que estallara una tormenta. Y no corría el menor peligro, nadie iba a entrar por la ventana. En Toynton Grange nada había que robar. Más allá de la ondulante cortina blanca, nada, nada más que un negro vacío, montes oscuros hasta el insomne mar.
La cortina se abultó y se hinchó como una vela blanca, una curva de luz. Ella se asombró de su belleza. Una ráfaga de aire fresco le bañó el rostro. Volvió los ojos hacia la puerta y esbozó una sonrisa de bienvenida.
—La ventana… ¿Tendría la amabilidad de…? —empezó a decir.
Pero no terminó. Sólo le quedaban tres segundos de tiempo terrenal. Vio la figura cubierta por la capa, la capucha bien calada ocultándole el rostro, que se movía con rapidez hacia ella sobre pies silenciosos como una aparición, familiar pero horripilantemente distinta, manos auxiliadoras portadoras de muerte, negrura abalanzándose sobre ella. Sin ofrecer resistencia, pues no hubiera sido propio de su naturaleza, y ¿cómo iba a resistirse?, no murió bruscamente, sino sintiendo a través del fino velo de plástico el fuerte, cálido y extrañamente reconfortante contorno de una mano humana. Luego la mano avanzó y, delicadamente, sin tocar la mesita de madera, apagó la luz. Dos segundos después, la luz volvió a encenderse, y, como si acabara de ocurrírsele, la figura de la capa cogió el Trollope, lo hojeó suavemente, dio con la flor prensada entre el papel de celofán y los estrujó los dos con dedos vigorosos. Seguidamente, la mano volvió a dirigirse a la lámpara y la luz se apagó por última vez.