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Ursula Hollis siempre pedía a las enfermeras que dejaran las cortinas descorridas y aquella noche, a la tenue luz de la esfera luminosa del despertador, alcanzaba a discernir el marco rectangular que separaba la oscuridad de fuera de la de dentro. Casi eran las doce. Era una noche sin estrellas y reinaba una gran quietud. Yacía en una oscuridad tan espesa que casi sentía el peso sobre su pecho, una densa y sofocante cortina que descendía y dificultaba la respiración. En el exterior, el promontorio estaba dormido, con la excepción, suponía, de los animalillos de la noche que correteaban entre las rígidas hierbas. En el interior de Toynton Grange todavía oía ruidos distantes: enérgicas pisadas por un corredor; el chasquido de una puerta al cerrarse; el chirrido de unas ruedas, de una polea o una silla, sin engrasar; los arañazos de ratón procedentes del cuarto de al lado, donde Grace Willison se revolvía en la cama; un repentino estruendo de música, acallado al instante, como si alguien abriera y cerrara la puerta de la sala de estar. El reloj de su mesilla de noche perseguía los segundos y los alcanzaba para lanzarlos al olvido. Ella yacía rígida, las cálidas lágrimas fluían en una corriente constante sobre su rostro hasta precipitarse, de pronto frías y pegajosas, a la almohada. Debajo de la almohada estaba la carta de Steve. De vez en cuando doblaba el brazo derecho dolorosamente sobre el cuerpo e introducía los dedos debajo de la almohada para tocar el borde del sobre, afilado como un cuchillo.

Mogg se había ido a vivir con él; vivían juntos. Steve le daba la noticia casi casualmente, como si no fuera más que un acuerdo temporal y conveniente para los dos, pues compartirían el alquiler y las tareas domésticas. Mogg se encargaba de cocinar; Mogg había reformado la sala de estar y había puesto más estanterías; Mogg le había buscado un empleo administrativo en su editorial, que con el tiempo quizá le daría acceso a un puesto permanente y mejor; el nuevo libro de poemas de Mogg saldría para la primavera. Sólo preguntaba rutinariamente por la salud de Ursula. Ni siquiera hacía las vagas promesas habituales de ir a visitarla. Nada decía de su regreso a casa, del piso nuevo que pensaban alquilar, de las negociaciones con las autoridades locales. No había necesidad. Nunca regresaría. Los dos lo sabían. Mogg lo sabía.

No había recibido la carta hasta la hora del té. Albert Philby, inexplicablemente, había ido a buscar el correo tardísimo y no se la entregaron hasta después de las cuatro. Se alegraba de encontrarse sola en la sala de estar, de que Grace Willison no hubiera entrado aún del patio para prepararse para el té. Nadie había observado su rostro mientras la leía, nadie había hecho preguntas llenas de tacto, ni, con mayor tacto aún, se había contenido. La ira y la conmoción la habían sostenido hasta entonces. Se había aferrado a la cólera, alimentándola con recuerdos e imaginación, y se había obligado a comer las dos rebanadas de pan de costumbre, a tomarse el té, a contribuir con sus frases tópicas y triviales a la conversación. Por fin, ahora que la pesada respiración de Grace Willison se había apaciguado hasta convertirse en un suave ronquido, que ya no había peligro de que Helen o Dot entraran por última vez y que Toynton Grange se envolvía definitivamente en el silencio disponiéndose a pasar la noche, podía dar rienda suelta a la desolación y a la sensación de pérdida y caer en lo que sabía era autocompasión. Las lágrimas, una vez hubieran empezado, no cesarían. El dolor, una vez admitido, era imposible de aplacar. No podía controlar el llanto. Ya ni siquiera la angustiaba; nada tenía que ver con la aflicción ni con la añoranza. Era una manifestación física, involuntaria como el hipo, pero silenciosa y casi consoladora, un flujo interminable.

Sabía lo que tenía que hacer. Escuchó a través de las lágrimas. Nada se oía en la habitación de al lado salvo los ronquidos de Grace Willison, que ahora eran regulares. Alargó la mano y encendió la luz. La bombilla era de la menor potencia que Wilfred podía comprar, pero aun así la luz le resultaba cegadora. Se lo imaginó, un deslumbrante rectángulo de luz que anunciaba su intención al mundo. Sabía que nadie había para verlo, pero en su imaginación el promontorio se hallaba repentinamente lleno de pies que corrían y de voces que gritaban. Había dejado de llorar, pero sus ojos hinchados veían la habitación como si fuera una fotografía a medio revelar, una imagen de formas borrosas y distorsionadas que se movían y se disolvían vistas a través de una cortina urticante atravesada por agujas de luz.

Esperó. Nada ocurría. Todavía no había sonido alguno en la habitación de al lado, excepto la áspera y regular respiración de Grace. El paso siguiente era fácil; ya lo había hecho dos veces. Echó las dos almohadas al suelo y, tras arrastrar el cuerpo hasta el borde de la cama, se dejó caer sobre el mullido colchón. Hasta con el efecto amortiguador de los almohadones, le pareció que la habitación temblaba. Volvió a esperar, pero no se oyeron pasos apresurados por el corredor. Se incorporó apoyándose en la cama y comenzó a arrastrarse hacia el pie de la misma. Alargar la mano y coger el cinturón de la bata era una operación fácil. Hecho esto, inició el doloroso avance hacia la puerta.

Tenía las piernas totalmente imposibilitadas; la fuerza de que disponía residía toda en los brazos. Los pies muertos yacían blancos y fofos como dos peces en el frío suelo, los dedos extendidos como obscenas excrecencias que trataran en vano de agarrarse. El linóleo no estaba pulimentado, pero sí era liso, y se deslizó con sorprendente velocidad. Recordaba con qué alegría había descubierto que podía hacerlo, que, por ridículo y humillante que fuera el truco, podía moverse por su habitación sin usar la silla.

Pero ahora iba más lejos. Era una suerte que las endebles puertas modernas de las habitaciones del anexo se abrieran bajando una manivela y no haciendo girar un pomo. Formó un lazo con el cinturón de la bata y, al segundo intento, consiguió introducirlo por la manivela. Tiró y la puerta se abrió en silencio. Dejando atrás una de las almohadas, salió al silencioso pasillo. El corazón le latía con tal potencia que seguramente la traicionaría. Volvió a meter el cinturón por la manivela y, tras avanzar unos centímetros por el pasillo, oyó cómo se cerraba la puerta.

En el extremo más alejado del corredor había siempre encendida una bombilla con una gruesa pantalla que le permitía distinguir sin dificultad dónde nacía la escalera que conducía al piso de arriba. Aquél era su objetivo. Alcanzarlo resultó asombrosamente sencillo. El linóleo del pasillo, aunque nunca se pulimentaba, parecía aún más suave que el de su habitación, o quizá le habría cogido el truco. Se deslizaba con una facilidad que casi la regocijaba.

Pero la escalera era más difícil. Pensaba arrastrarse agarrándose a la barandilla, peldaño a peldaño. Pero era preciso llevarse la almohada, la necesitaría en el suelo de arriba, y parecía que se había convertido en un gigantesco estorbo blando y blanco. Las escaleras eran estrechas y le resultaba difícil subirla. Se le cayó dos veces y hubo de bajar a buscarla. Pero una vez hubo superado dolorosamente cuatro peldaños, descubrió el mejor método de avanzar. Se ató un extremo del cinturón de la bata en torno al cuerpo y el otro a la almohada. Pensó que ojalá se hubiera puesto la bata. Hubiera obstaculizado su avance, pero tenía frío.

Así, paso a paso, jadeando y sudando pese al frío, se arrastró hasta arriba, agarrándose a la barandilla con las dos manos. Las escaleras crujían de manera alarmante. Esperaba oír en cualquier momento la débil llamada de una campanilla y seguidamente las apresuradas pisadas de Dot o Helen en la distancia.

No tenía idea de cuánto rato había tardado en llegar a la cima de las escaleras, pero por fin se halló sentada, encogida y tiritando, en el último escalón, agarrada a la barandilla con las dos manos de modo tan convulsivo que la madera temblaba, y mirando intensamente el pasillo que se extendía abajo. Fue entonces cuando apareció la figura encapuchada. No hubo pisadas, toses ni respiraciones previas. Un segundo el pasillo estaba vacío y al siguiente una figura de capa parda —con la cabeza gacha y la capucha bien calada— pasó silenciosa y rápidamente por debajo de ella y desapareció pasillo abajo. Esperó aterrada, casi sin atreverse a respirar, agazapándose todo lo posible para no ser vista. Regresaría. Sabía que regresaría. Como la aterradora figura de la muerte que había visto en los libros viejos y esculpida en los monumentos funerarios, se detendría debajo de ella, se quitaría la capucha para revelar una calavera sonriente con las cuencas vacías, e introduciría los dedos descarnados entre los barrotes de la barandilla para tocarla. Tenía la sensación de que su corazón, que latía en un terror glacial contra la caja torácica, se había vuelto demasiado grande para su cuerpo. Seguro que aquel frenético golpeteo la delataría. Le pareció una eternidad, pero sabía que no podía haber transcurrido más de un minuto cuando la figura reapareció y pasó, bajo sus aterrados ojos, silenciosa y rápidamente, para desaparecer en la parte principal de la casa.

Ursula se dio cuenta entonces de que no iba a matarse. No era más que Dot, Helen o Wilfred. ¿Quién más podía haber sido? Pero el sobresalto de ver aquella figura silenciosa pasar como una sombra le había devuelto el deseo de vivir. Si realmente quería morir, ¿qué hacía agazapada y helada en la cima de las escaleras? Tenía el cinturón de la bata. Todavía podía atárselo al cuello y dejarse caer por las escaleras. Pero no iba a hacerlo. Imaginarse la última caída, el cordón tirante clavado en el cuello, le hizo emitir un gemido de agonizante protesta. No, no había pretendido matarse. No, nadie, ni siquiera Steve valía una condena eterna. Quizá Steve no creyera en el infierno, pero ¿qué sabía en realidad Steve de las cosas que importaban de verdad? Sin embargo, debía terminar el recorrido. Tenía que hacerse con el frasco de aspirinas que sabía que se encontraba en el consultorio.

No lo usaría, pero lo tendría siempre a su alcance. Sabría que si la vida se tornaba intolerable, tendría a mano un medio de ponerle fin. Y quizá, si sólo cogía un puñado y dejaba la botella junto a la cama se darían cuenta por fin de que era desdichada. Aquello era lo único que pretendía, lo único que había pretendido siempre. Llamarían a Steve. Advertirían su infelicidad. Quizás incluso obligarían a Steve a llevársela a Londres. Después de haber llegado tan lejos con tanto esfuerzo, debía alcanzar el botiquín.

La puerta no presentó problema alguno, pero una vez la hubo cruzado reparó en que aquello era el fin. No podía dar la luz. La tenue bombilla del corredor emitía un difuso resplandor, pero ni siquiera con la puerta abierta bastaba para mostrarle la posición del interruptor. Y, si conseguía accionarlo con el cinturón de la bata, tenía que saber con exactitud adónde dirigirse. Alargó la mano y palpó la pared. Nada.

Lanzó repetidamente el cinturón hacia donde pensaba que podía estar el interruptor, pero volvía a caer sin resultado. Se echó a llorar de nuevo, derrotada, helada de frío, consciente de repente de que tenía que hacer todo el doloroso recorrido en sentido contrario, y lo más difícil y doloroso sería meterse en la cama.

Entonces, súbitamente, salió una mano de la oscuridad y se encendió la luz. Ursula soltó un gritito de miedo. Alzó la vista. En la puerta se recortaba la figura de Helen Rainer con un hábito marrón abierto por delante y la capucha bajada. Las dos mujeres, petrificadas, se miraron mutuamente sin habla. Ursula vio que los ojos que la contemplaban desde arriba estaban tan llenos de terror como los suyos.