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Durante la tarde del día siguiente, que habría de ser el último de su vida, Grace Willison estaba sentada en el patio tomando el sol. Los rayos todavía le calentaban el rostro, pero ahora incidían en su apergaminada piel con la suave calidez de la despedida. De vez en cuando una nube cruzaba por delante del sol y ella se estremecía con el primer anuncio del invierno. El aire tenía un olor más penetrante, las tardes oscurecían deprisa. Ya no habría muchos días lo suficientemente cálidos para sentarse al aire libre. Incluso entonces era la única paciente que había en el patio y agradecía el calor de la manta que le cubría las rodillas.

Se sorprendió pensando en el comandante Dalgliesh. Ojalá hubiera ido con más frecuencia por Toynton Grange. Por lo visto, todavía estaba en Villa Esperanza. El día anterior había ayudado a Julius a rescatar a Wilfred del incendio de la torre negra. Wilfred le había quitado importancia al incidente con valentía, como era de esperar. No había sido más que una pequeña hoguera, sólo achacable a su propia imprudencia; no había corrido el menor peligro real. De todas maneras, pensó, era una suerte que el comandante hubiera estado allí.

¿Se marcharía de Toynton sin despedirse de ella? Esperaba que no. En su breve encuentro se había llevado una impresión favorabilísima de él. Qué agradable sería tenerlo sentado allí con ella charlando del padre Baddeley. En Toynton Grange ya nadie lo nombraba siquiera. Pero, claro, el comandante tenía otras cosas a que dedicar su tiempo.

No había amargura ni resentimiento en la meditación. En realidad, en Toynton Grange no había cosa alguna que pudiera interesarle, y no estaba en situación de hacerle una invitación personal. Durante un instante se permitió caer en la añoranza del retiro que había esperado y proyectado. La pequeña pensión de la Sociedad; una casita llena de sol y de luminosidad, con chintz y geranios; las posesiones de su querida madre, que había vendido antes de ingresar en Toynton: el servicio de té con dibujos de rosas, el escritorio de palisandro y la serie de acuarelas de catedrales inglesas. Qué encantador poder invitar a quien le apeteciera a tomar el té con él en su propia casa. No un té institucional en una triste mesa de refectorio, sino un té de la tarde como debía ser. Su mesa, su servicio de té, su comida, su invitado.

De pronto percibió el peso del libro que tenía en el regazo. Era una edición de bolsillo de La última crónica de Barset, de Trollope. Llevaba allí toda la tarde. ¿Por qué le costaba tanto leerlo? Entonces lo recordó. Era el libro que estaba releyendo la aterradora tarde en que trajeron el cuerpo de Victor. Desde entonces no había vuelto a abrirlo. Pero era ridículo. Debía quitárselo de la cabeza. Era una idiotez, no, era una equivocación, echar a perder un libro que le gustaba tanto —su pausado mundo de intrigas catedralicias, su sensatez, su delicada sensibilidad moral— contaminándolo con imágenes de violencia, odio y sangre.

Curvó la deformada mano izquierda sobre el libro y separó las páginas con la derecha. Entre las últimas páginas que había leído había una señal, un dragón rosa entre dos hojitas de celofán. Entonces se acordó. Era una flor del ramito que el padre Baddeley le había llevado la tarde de la muerte de Victor. No solía coger flores silvestres, sólo para ella. Habían durado poco, menos de un día, pero aquélla la había metido de inmediato entre las hojas del libro. La contempló inmóvil.

Una sombra cayó sobre la página y una voz dijo:

—¿Pasa algo?

Levantó la vista y sonrió.

—Nada. Es que acabo de acordarme de una cosa. ¿No es extraordinario cómo la mente rechaza todo lo que asocie con el horror o una gran congoja? El comandante Dalgliesh me preguntó si sabía lo que había hecho el padre Baddeley los días anteriores a su ingreso en el hospital. Y claro que lo sé. Sé lo que hizo el miércoles por la tarde. Supongo que no tendrá la más mínima importancia, pero me gustaría decírselo. Ya sé que todos están muy ocupados, pero ¿cree que…?

—No se preocupe. Encontraré tiempo para pasar por Villa Esperanza. Ya es hora de que aparezca por aquí si piensa quedarse mucho tiempo más. Pero ¿no le parece que debería entrar? Está refrescando.

La señorita Willison sonrió agradecida. Hubiera preferido quedarse un ratito más, pero no le gustaba insistir. Se lo decían por su bien. Volvió a cerrar el libro y quien habría de asesinarla agarró la silla con manos firmes y la empujó hacia la muerte.