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Georgie Allan levantó la vista desde la cama alta y estrecha que ocupaba en la sala de enfermos y comenzó a hacer movimientos grotescos con la boca. Los músculos del cuello se le tensaron y abultaron. Trató de levantar la cabeza de la almohada.

—Estaré bien para la peregrinación a Lourdes, ¿verdad? No me dejarán, ¿verdad?

Pronunció estas palabras en un gemido ronco y discordante. Helen Rainer levantó el borde del colchón, le metió la sábana pulcramente debajo con ortodoxo estilo hospitalario.

—Claro que no te dejarán. Tú serás el paciente más importante de la peregrinación. Deja de inquietarte y trata de descansar antes de tomar el té —dijo animadamente.

Le sonrió con la sonrisa impersonal y profesionalmente tranquilizadora de la enfermera experta. Seguidamente arqueó una ceja mirando a Eric Hewson. Ambos se dirigieron a la ventana y ella dijo en voz baja:

—¿Cuánto tiempo vamos a poder aguantarlo?

—Un par de meses —repuso Hewson—. Se disgustaría muchísimo si tuviera que marcharse ahora. Y Wilfred también. Dentro de unos meses los dos estarán mejor dispuestos para aceptar lo inevitable. Además, ha puesto todas sus esperanzas en el viaje a Lourdes. Dudo de que esté vivo la próxima vez que vayamos. Y desde luego no estará aquí.

—Pero ahora es un caso de hospital. Nosotros no somos una clínica. Sólo somos una residencia para enfermos crónicos e imposibilitados jóvenes. Dependemos de las autoridades locales, no del Servicio de Salud Nacional. No pretendemos ofrecer un servicio médico completo. Ni siquiera debemos. Ya es hora de que Wilfred o bien abandone o decida qué piensa hacer aquí.

—Ya lo sé.

Y lo sabía; los dos lo sabían. No era un problema reciente. Se preguntó por qué su conversación se había convertido en una tediosa repetición de lo evidente, dominada por la aguda voz didáctica de Helen.

Contemplaron juntos el pequeño patio enlosado, bordeado por las dos alas de una sola planta que contenían los dormitorios y las salas de estar, donde el grupito de pacientes que quedaba se había reunido a pasar el último rato al sol antes de tomar el té. Las cuatro sillas de ruedas estaban situadas a cierta distancia y de espaldas a la casa. Los dos observadores sólo alcanzaban a ver la nuca de los pacientes. Éstos permanecían sentados inmóviles con la vista fija en el promontorio. Grace Willison, con el desarreglado cabello canoso agitado por la ligera brisa; Jennie Pegram, con el cuello hundido en los hombros y la aureola de cabello rubio flotando sobre el respaldo de la silla de ruedas como si lo hubiera puesto a aclarar al sol; la testa de Ursula Hollis sobre el fino cuello, alta e inmóvil como una cabeza guillotinada en el extremo de un poste; el cráneo oscuro de Henry Carwardine sobre el cuello retorcido ladeado como un títere roto. Pero todos eran títeres. El doctor Hewson sintió un absurdo impulso momentáneo de bajar corriendo al patio y hacer que las cabezas asintieran y oscilaran tirando de unos hilos invisibles atados a las nucas para que el aire se llenara de gritos discordantes.

—¿Qué les pasa? —dijo de repente—. Aquí pasa algo raro…

—¿Más que de costumbre?

—Sí. ¿No te has dado cuenta?

—Quizás echan de menos a Michael, Dios sabe por qué. No hacía nada. Si Wilfred está decidido a seguir adelante, más vale que busque un uso mejor para Villa Esperanza. De hecho, he pensado sugerirle que me deje vivir a mí. Sería más fácil para nosotros.

La idea lo sorprendió. Así que aquello era lo que tramaba. La habitual depresión se apoderó de él, física como un peso de plomo. Dos mujeres decididas y descontentas que querían algo que él no podía darles. Trató de disimular el pánico mientras decía:

—De nada serviría. Te necesitan aquí. Y yo no podría ir a Villa Esperanza viviendo Millicent al lado.

—Con la televisión encendida nada puede oír. Eso ya lo sabemos y hay una puerta de servicio por si tienes que escapar rápidamente. Más vale eso que nada.

—Pero Maggie sospecharía.

—Ya sospecha ahora. Y un día u otro tiene que saberlo.

—Ya hablaremos luego. No es momento de preocupar a Wilfred. Todos hemos estado nerviosos desde que murió Victor.

La muerte de Victor. Se preguntó qué perverso masoquismo lo había llevado a nombrar a Victor. Recordó los primeros días de estudiante de medicina en que descubría con alivio una herida que supuraba porque la visión de la sangre, los tejidos inflamados y el pus lo asustaba menos que imaginar lo que había debajo de la suave gasa. Bueno, había acabado por acostumbrarse a la sangre. Había acabado por acostumbrarse a la muerte. Y con el tiempo quizás incluso se acostumbraría a ser médico.

Marcharon juntos al diminuto consultorio de la parte delantera del edificio. Él se dirigió al lavabo y comenzó a lavarse minuciosamente las manos y los antebrazos, como si el breve reconocimiento del joven Georgie hubiera sido una compleja intervención quirúrgica que requiriera una limpieza en profundidad. A sus espaldas oía el tintineo del instrumental. Helen estaba ordenando innecesariamente una vez más el armario de instrumentos quirúrgicos. Se dio cuenta con desánimo de que iban a tener que hablar. Pero todavía no. Y ya sabía lo que diría ella. Ya lo había oído todo en otras ocasiones, los viejos e insistentes argumentos expuestos con aquella voz de director del colegio llena de seguridad. «Aquí estás malgastando tu talento. Eres médico, no repartidor de medicamentos. Tienes que liberarte, de Maggie y de Wilfred. No puedes anteponer la lealtad a Wilfred a tu vocación». ¡Su vocación! Aquélla era la palabra que siempre había usado su madre y le provocaba una risa histérica.

Abrió el grifo al máximo y el agua que salía a raudales empezó a formar remolinos en el lavabo y a llenar sus oídos del sonido de la marea en ascenso. ¿Qué había sentido Victor durante aquella caída al vacío? ¿Había planeado en el espacio aquella engorrosa silla de ruedas impulsada por su propio peso, como uno de aquellos ridículos artefactos de las películas de James Bond, con el pequeño maniquí sujeto entre los mecanismos, dispuesto a accionar la palanca que desplegaría las alas? ¿O había bajado dando vueltas y tumbos en el aire, topando contra la roca, con Victor atrapado entre la lona y el metal, agitando brazos impotentes y añadiendo sus gritos a los chillidos de las gaviotas? ¿Se había soltado su pesado cuerpo de la correa en mitad del recorrido, o la lona había aguantado hasta el choque aniquilador final contra las lisas rocas de hierro, hasta la primera ola succionadora del inexorable y desconsiderado mar? ¿Qué pensaría? ¿Exaltación o desespero, terror o la feliz mente en blanco? ¿Lo había barrido todo el aire limpio y el mar, el dolor, la amargura, la malicia?

Sólo después de su muerte se conoció el alcance de la malicia de Victor, plasmada en el codicilo de su testamento. Se había asegurado de que los demás pacientes supieran que tenía dinero, que él pagaba la cuota completa en Toynton Grange, aunque fuera modesta, y que no dependía, como los demás, excepto Henry Carwardine, de la benevolencia de la autoridad local. Nunca les había contado de dónde procedían sus recursos —al fin y al cabo, había sido maestro de escuela y éstos no están bien pagados— y seguían sin saberlo. Naturalmente, era posible que a Maggie se lo contara. Era posible que a Maggie le contara muchas cosas. Pero había guardado un inexplicable silencio respecto a esta cuestión.

Eric Hewson no creía que Maggie se hubiera interesado por Victor simplemente debido a su dinero. Después de todo, tenían algo en común. Ninguno de los dos había mantenido en secreto el hecho de odiar Toynton Grange, de que estaban allí por necesidad, no por elección, y de que despreciaban a sus compañeros. Quizá Maggie encontraba de su gusto la repulsiva malicia de Victor. Desde luego, habían pasado bastante tiempo juntos. Wilfred casi se había alegrado, como si pensara que por fin Maggie había encontrado el lugar que le correspondía en Toynton. Ella empujaba la pesada silla de Victor hasta el lugar preferido de éste, donde la contemplación del mar le proporcionaba una especie de paz. Maggie y él habían pasado horas juntos, fuera del alcance de la vista de los de la casa, al borde del acantilado. Pero a él no le preocupaba. Sabía, y nadie mejor que él, que Maggie no podía amar a un hombre que no la satisficiera físicamente. Dio su beneplácito a la amistad. Al menos le procuraba algo en que ocupar su tiempo y la mantenía tranquila.

No recordaba exactamente cuándo había empezado a pensar en el dinero. Victor debió de decirle algo. Maggie cambió casi de la noche a la mañana. Cobró nuevos ánimos, empezó a mostrarse más alegre. Se le notaba una febril excitación contenida. Y entonces Victor exigió de repente que lo llevaran a Londres para someterse a un reconocimiento en el hospital St. Saviour y para entrevistarse con su abogado, y Maggie empezó a lanzarle indirectas sobre el testamento. Él se contagió algo de su excitación. Eric se preguntaba ahora qué esperaban cada uno de ellos. ¿Había visto Maggie el dinero como un medio de liberarse meramente de Toynton Grange o también de él? De cualquier modo, los hubiera salvado a los dos. Y la idea no era descabellada. Todos sabían que Victor no tenía más parientes que una hermana en Nueva Zelanda a la que nunca escribía. No, pensó mientras alargaba la mano para coger la toalla, no había sido un sueño absurdo; menos absurdo que la realidad.

Pensó en el trayecto de regreso de Londres: el mundo cálido y cerrado del Mercedes; Julius silencioso, las manos descansando en el volante; la carretera como una cinta plateada salpicada de estrellas desenrollándose interminablemente bajo la cubierta del motor mientras las señales de tráfico saltaban de la oscuridad para ilustrar el cielo azulnegruzco; animalitos petrificados, con el pellejo erecto, brevemente glorificados a la luz de los faros; los márgenes de la carretera desvaídos a un pálido oro en el resplandor. Victor iba sentado con Maggie en la parte de atrás, envuelto en su capa a cuadros y sonriendo, siempre sonriendo. El aire estaba cargado de secretos, compartidos y no compartidos.

Ciertamente Victor había modificado su testamento. Había añadido un codicilo al documento por el cual legaba toda su fortuna a su hermana, una muestra final de mezquina malicia. A Grace Willison, una pastilla de jabón; a Henry Carwardine, un frasco de líquido para enjuagarse la boca; a Ursula Hollis, un desodorante corporal; a Jennie Pegram, un palillo.

Eric pensó que Maggie se lo había tomado muy bien. Muy bien de verdad, si se podía llamar tomárselo bien a aquella sonora risa salvaje e incontrolada. Ahora la recordaba dando vueltas por la salita de estar, incapaz de controlar la histeria, echando la cabeza hacia atrás y soltando unas risotadas que reverberaban en las paredes, como una manada de animales enjaulados, y resonaban en el promontorio, por lo que él temía que pudieran oírla hasta en Toynton Grange.

Helen estaba de pie junto a la ventana, y dijo con su aguda voz:

—Hay un coche frente a Villa Esperanza.

Eric se acercó a ella. Se pusieron a mirar los dos juntos. Lentamente sus ojos se encontraron. Ella le cogió la mano y su voz se tornó suave de repente, la voz que había oído la primera vez que hicieron el amor.

—No tienes de qué preocuparte, cariño. Ya lo sabes, ¿no? Nada de qué preocuparte en absoluto.