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La puerta principal de Toynton Grange estaba, como de costumbre, abierta. Dalgliesh ascendió rápida y silenciosamente la escalinata hasta el dormitorio de Wilfred. Al acercarse oyó voces: la recriminadora y beligerante de Dot Moxon dominaba un entrecortado murmullo masculino. Entró sin llamar. Tres pares de ojos lo miraron con cautela y le pareció que también con resentimiento. Wilfred todavía estaba en la cama, pero incorporado. Dennis Lerner se volvió rápidamente a mirar por la ventana, pero no antes de que Dalgliesh advirtiera que tenía el rostro enrojecido como si hubiera llorado. Dot estaba sentada junto a la cama, con la imperturbable e inmóvil pose de una madre que vela a su hijo enfermo. Como si Dalgliesh hubiera exigido una explicación, Dennis murmuró:

—Wilfred me ha contado lo que ha ocurrido. Es increíble.

—Ha ocurrido, y ha sido un accidente —dijo Wilfred con una resuelta obstinación que no hacía más que resaltar la satisfacción que le producía no ser creído.

Dennis empezaba a decir «¿Cómo iba…?», cuando Dalgliesh intervino dejando el hábito enrollado a los pies de la cama.

—Lo he encontrado entre los peñascos que hay junto a la torre negra. Si se lo entrega a la policía, es posible que saquen algo en claro.

—No pienso ir a la policía y prohíbo a todos los que están aquí, a todos, que vayan en mi nombre.

—No se preocupe —dijo Dalgliesh con calma—, no tengo intención de hacerles perder el tiempo. Dada su determinación a evitar que intervengan, probablemente sospecharán que el incendio lo provocó usted mismo. ¿Es así?

Wilfred interrumpió rápidamente el resuello de incredulidad de Dennis y la ofendida expresión de protesta de Dot.

—No, Dot, es perfectamente lógico que Adam Dalgliesh piense como piensa. Está profesionalmente entrenado en la sospecha y el escepticismo. Pero resulta que yo jamás he tenido intención de quemarme vivo. Con un suicidio de la familia en la torre negra basta. Sin embargo, creo que sé quién encendió el fuego y yo me ocuparé de esa persona en el momento que elija y a mi manera. Entretanto, nada debe trascender a la familia, nada. Gracias a Dios, de una cosa puedo estar seguro, ninguno de ellos ha podido intervenir en esto. Ahora que me he cerciorado de eso, sé lo que debo hacer. Bueno, si tuvieran la amabilidad de marcharse…

Dalgliesh no esperó a ver si los demás se disponían a obedecer, se contentó con pronunciar una última recomendación desde la puerta.

—Si se propone vengarse por su cuenta, olvídelo. Si no puede, o no se atreve, a actuar dentro de la ley, entonces no actúe.

Anstey dibujó su dulce y exasperante sonrisa.

—¿Vengarme, comandante? ¿Vengarme? Esa palabra no existe en la filosofía de Toynton Grange.

Dalgliesh no vio ni oyó a nadie mientras atravesaba de nuevo el vestíbulo principal. La casa parecía una concha vacía. Después de meditarlo un segundo, se dirigió con paso decidido a Villa Caridad. El promontorio estaba desierto con la excepción de una solitaria figura que descendía por la ladera: era Julius, con lo que parecían dos botellas, una en cada mano. Las sostenía en alto en un gesto medio pugilístico, medio de celebración. Dalgliesh alzó la mano en un breve saludo y, después de girar, enfiló el camino de piedra hacia la casita de los Hewson.

La puerta estaba abierta y al principio no oyó señales de vida. Llamó y, al no obtener respuesta, entró. Villa Caridad, una construcción independiente, aventajaba en tamaño a las otras dos casitas, y la sala de estar, de paredes de piedra y bañada ahora por el sol que penetraba por los dos ventanales, era de agradables proporciones. Pero estaba sucia y desordenada, reflejo de la naturaleza insatisfecha e inquieta de Maggie. Su primera impresión fue que ésta había proclamado su intención de no prolongar su estancia no molestándose en deshacer las maletas. Parecía que los pocos muebles seguían en el mismo sitio en que habían ido a parar a capricho de los mozos de mudanzas. Frente a una gran pantalla de televisión que dominaba la habitación había un mugriento sofá. La escasa biblioteca médica de Eric descansaba apilada en los estantes de la librería, que también sostenían un surtido de cerámica, adornos, discos y zapatos aplastados. A una lámpara vulgar de forma repelente le faltaba la pantalla. Había dos cuadros apoyados de cara a la pared, con las cuerdas rotas y anudadas. En el centro de la estancia había una mesa cuadrada con lo que parecían los restos de un almuerzo tardío: una caja rota de galletas desmigajadas, un trozo de queso en un plato desportillado, una pastilla de mantequilla que se escurría de su grasiento envoltorio, y una botella de ketchup sin tapón y con la salsa coagulada en torno del borde. Dos moscardones evolucionaban intrincadamente sobre la bazofia al son de los zumbidos.

Desde la cocina llegaba el sonido del agua corriente y el rugido de un calentador de gas. Eric y Maggie estaban fregando los platos. De repente, el calentador calló y se oyó la voz de Maggie:

—¡Eres un débil mental! Todos te utilizan. Y si te tiras a esa zorra arrogante, y me da lo mismo tanto si lo haces como si no, es porque no eres capaz de negarte. En realidad no la deseas más que a mí.

La respuesta de Eric fue un apagado murmullo. Entonces se oyó ruido de platos rotos y volvió a alzarse la voz de Maggie:

—¡Por el amor de Dios, no puedes estar escondido toda la vida! El viaje a St. Saviour no fue tan mal como pensabas. Nadie dijo palabra.

En esta ocasión, la respuesta de Eric fue perfectamente inteligible:

—No hacía falta. Además, ¿a quién vimos? Sólo al especialista en fisioterapia y a la empleada de historiales. Ella lo sabía y me lo dejó bien claro. Eso es lo que ocurriría en medicina general, si me dieran trabajo. Nunca permitirían que lo olvidara. El delincuente. Y asignarían con gran tacto a todas las pacientes menores de dieciséis años a otro por si acaso. Al menos Wilfred me trata como un ser humano. Puedo aportar algo. Puedo hacer mi trabajo.

—¡Por Dios! ¡Vaya trabajo! —exclamó Maggie casi a voz en grito. Y entonces ambas voces se perdieron en el rugido del calentador y el ruido del agua. Al cabo de unos instantes, éstos se apagaron y Dalgliesh volvió a oír la voz de Maggie, aguda, enérgica—: ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Ya he dicho que no lo diré, y no lo diré! Pero si sigues refunfuñando, a lo mejor cambio de opinión.

La respuesta de Eric le llegó en forma de un largo murmullo de protesta después del cual Maggie volvió a hablar:

—Bueno, ¿y qué? No era tonto, ¿sabes? Se daba cuenta de que pasaba algo. ¿Qué hay de malo? Está muerto, ¿no? Muerto, muerto, muerto.

De repente Dalgliesh se dio cuenta de que estaba totalmente inmóvil, haciendo un esfuerzo por oír, como si fuera un caso oficial, un caso suyo, y cada palabra obtenida subrepticiamente constituyera una pista vital. Irritado, casi se obligó a actuar. Había regresado a la entrada y había levantado la mano para volver a llamar con más fuerza cuando Maggie salió de la cocina con una bandejita de latón seguida de Eric, se recuperó rápidamente de la sorpresa y soltó una risotada casi genuina.

—¡Dios santo! No me diga que Wilfred ha llamado a Scotland Yard para que me interroguen. El pobrecillo está hecho un lío. ¿Qué piensa hacer, advertirme que todo lo que diga quedará registrado y podrá utilizarse como prueba?

En ese instante el vano de la puerta se oscureció y apareció Julius. Dalgliesh pensó que debía de haber corrido para llegar tan pronto. ¿A qué esas prisas? Con la respiración entrecortada, Julius depositó las dos botellas en la mesa.

—Un ofrecimiento en señal de paz.

—¡Justo lo que hacía falta! —Maggie adoptó una actitud de flirteo. Se le iluminaron los ojos bajo los pesados párpados y los paseó de Dalgliesh a Julius, como indecisa sobre a quién otorgar sus favores. Dirigiéndose a Dalgliesh, dijo—: Julius me ha acusado de tratar de asar a Wilfred vivo en la torre negra. Ya lo sé, ya me doy cuenta de que no es cosa de risa, pero Julius sí resulta verdaderamente cómico cuando intenta ser solemne. Y, sinceramente, es una soberana tontería. Si quisiera cargarme a san Wilfred, podría hacerlo sin andar a hurtadillas por la torre negra disfrazada, ¿verdad, querido?

Se cercioró de que su risa y la mirada que le dirigió a Julius fueran a la vez amenazadoras y conspiratorias, pero no obtuvo reacción alguna. Julius dijo de inmediato:

—No te he acusado. Simplemente te he preguntado con gran tacto dónde has estado desde la una de la tarde.

—En la playa, querido. A veces voy por allí. Ya sé que no puedo demostrarlo, pero vosotros tampoco podéis demostrar que no era así.

—Qué casualidad, ¿verdad?, que estuvieras en la playa.

—No más casualidad que tú pasaras por la carretera de la costa.

—¿Viste a alguien?

—Ya te lo he dicho, a nadie. ¿A quién tenía que ver? Ahora, Adam, le toca a usted. ¿Piensa sacarme la verdad con un encantamiento digno de la mejor tradición metropolitana?

—No. Este caso es de Court. Una de las principales normas de la investigación es nunca interferir en la manera de llevar el caso de otro.

—Además, querida Maggie, al comandante no le interesan nuestras mezquinas disputas. Por extraño que parezca, le da lo mismo. Ni siquiera es capaz de fingir interés por saber si Dennis empujó a Victor por el acantilado y yo lo estoy encubriendo. Humillante, ¿verdad?

Maggie profirió una risa forzada. Miró a su marido como una anfitriona inexperta que teme que la fiesta se esté saliendo de madre.

—No seas tonto, Julius. Ya sabemos que no lo estás encubriendo. ¿Por qué lo ibas a encubrir? ¿Qué sacarías tú?

—¡Qué bien me conoces, Maggie! Nada. Pero también podría haberlo hecho por pura bondad. —Miró a Dalgliesh con una sonrisa socarrona y añadió—: Me gusta ser complaciente con mis amigos.

—¿Qué deseaba usted, señor Dalgliesh? —dijo de pronto Eric con sorprendente autoridad.

—Simplemente información. Cuando llegué a casa del padre Baddeley encontré un librito de cerillas junto a su cama, era de propaganda, del Olde Tudor Barn de cerca de Wareham. He pensado ir a cenar hoy mismo. ¿Saben si el padre Baddeley iba con frecuencia?

—¡No, no! —exclamó Maggie riendo—. Yo diría que nunca. No es el ambiente de Michael. Las cerillas se las di yo. Le gustaban las chucherías. Pero el Barn no esta mal. Bob Loder me llevó el día de mi cumpleaños y nos atendieron bastante bien.

—Yo mismo puedo describírselo —intervino Julius—. Ambiente: una ristra de lamparitas de colores salidas de un cuento de hadas alrededor de un granero del siglo XVII, por lo demás genuino y agradable. Primer plato: sopa de tomate de lata con una rodajita de tomate para darle verosimilitud y contraste cromático; langostinos congelados con salsa embotellada sobre un lecho de lechuga lacia; medio melón, maduro si tienes suerte; o el pâté casero del chef recién traído del supermercado. El resto del menú ya puede imaginárselo. Generalmente consiste en una especie de bistec servido con verduras congeladas y lo que ellos llaman patatas fritas. Si se ve obligado a beber, no se aparte del tinto. No sé si lo elabora el dueño o simplemente le pega las etiquetas a las botellas, pero al menos es vino. El blanco es pipí de gato.

—No seas tan esnob, querido —dijo Maggie riendo—, no está tan mal. Bill y yo tomamos una comida bastante decente. Y, fuera quien fuese el que embotelló el vino, para mí tuvo el efecto deseado.

—Pero es posible que haya empeorado —comentó Dalgliesh—. Ya saben lo que pasa, se marcha el cocinero y un restaurante cambia de la noche a la mañana.

—Ésa es la ventaja de la carta del Olde Barn —rió Julius—. El cocinero puede cambiar, y cambia, cada quince días, pero la sopa de lata tiene el mismo sabor.

—No creo que haya cambiado desde mi cumpleaños —dijo Maggie—. Fue el 11 de septiembre. Soy Virgo, queridos. Muy apropiado, ¿verdad?

—Hay un par de sitios que no están mal en la vecindad. Puedo darle los nombres —propuso Julius.

Así lo hizo y Dalgliesh se los anotó debidamente en la parte posterior de su agenda. Pero al regresar a Villa Esperanza su mente ya había registrado otra información más importante.

Así pues, Maggie trataba lo suficiente a Bob Loder para salir a comer con él; el servicial Loder, igualmente dispuesto a modificar el testamento del padre Baddeley, o a disuadirlo de que lo modificara, y a ayudar a Millicent a engañar a su hermano para que le cediera la mitad del capital que obtuviera de la venta de Toynton Grange. Pero esa pequeña treta había sido idea de Holroyd. ¿Lo habrían maquinado entre Loder y Holroyd? Maggie les había hablado de la comida con secreta satisfacción. Si su marido la abandonaba el día de su cumpleaños, no se quedaba sin consuelo. Pero ¿y Loder? ¿Se reducía su interés a la mera intención de aprovecharse de una mujer complaciente e insatisfecha, o tenía un motivo más siniestro para mantenerse en contacto con lo ocurrido en Toynton Grange? ¿Y la cerilla partida? Dalgliesh todavía no la había comparado con los fragmentos restantes en el librito que continuaba junto a la cama del padre Baddeley, pero no le cabía duda que uno de ellos coincidiría. No podía seguir interrogando a Maggie sin levantar sospechas, pero no le hacía falta. Tenía que haberle dado el librito de cerillas después de la tarde del 11 de septiembre, que era el día anterior a la muerte de Holroyd. Y esa tarde, el padre Baddeley había ido a ver a su abogado. Así pues, no pudo recibir las cerillas hasta última hora, como muy pronto. Eso quería decir que había estado en la torre negra ya fuera a la mañana o a la tarde siguiente. Cuando se le presentara la oportunidad, le resultaría útil cambiar unas palabras con la señorita Willison y preguntarle si el padre Baddeley había estado en Toynton Grange el miércoles por la mañana. Según las entradas de su diario, formaba parte de su rutina ir a la casona cada mañana, lo cual quería decir que casi con seguridad había estado en la torre negra la tarde del doce, y probablemente se había sentado junto a la ventana oriental. Las señales de la estera parecían muy recientes. Pero ni siquiera desde la ventana habría podido ver cómo se precipitaba la silla de Holroyd por el acantilado, ni observar cómo avanzaban las distantes figuras de Lerner y Holroyd por el camino que conducía al prado. Y aun de haber podido, ¿qué valor tendría su testimonio? Un viejo sentado solo, leyendo y es posible que adormecido al sol de la tarde. Ciertamente resultaba risible buscar en ello motivo para asesinarlo. No obstante, en el caso de que el padre Baddeley estuviera absolutamente seguro de que ni estaba leyendo ni adormilado, no sería cuestión de lo que había visto sino de lo que había dejado de ver.