2

Ninguno de ellos habló durante el trayecto hasta Toynton Grange. Como de costumbre, la parte delantera del edificio parecía desierta, el abigarrado vestíbulo estaba vacío y reinaba un silencio sobrenatural. Pero los agudos oídos de Dorothy Moxon debieron de captar el ruido del coche, quizá desde el consultorio de delante, y apareció en las escaleras casi al instante.

—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado?

Julius esperó a que hubiera bajado y dijo con calma:

—Nada. Wilfred se ha empeñado en prender fuego a la torre negra con él dentro. No le ha pasado nada, sólo el susto. Y el humo no ha beneficiado a sus pulmones.

Dot miró acusadoramente a Dalgliesh y Julius como si fuera culpa de éstos y luego rodeó a Anstey con los brazos en un gesto enérgico, pero maternal y protector, y comenzó a hacerle subir lentamente las escaleras al tiempo que le murmuraba palabras de aliento al oído en su suave tono gruñón que a Dalgliesh le pareció cariñoso. Observó también que Anstey parecía ahora menos capaz de sostenerse en pie que cuando avanzaban lentamente por el promontorio. Sin embargo, al adelantarse Julius para echar una mano, una mirada de Dot lo hizo retroceder. No sin dificultad, ésta condujo a Anstey a su pequeño dormitorio pintado de blanco, que daba a la parte de atrás de la casa, y lo ayudó a echarse en la estrecha cama. Dalgliesh hizo un rápido inventario mental. La habitación era tal como se la había imaginado: una mesita y una silla debajo de la ventana que daba al patio de los pacientes; una librería bien provista; una alfombra; un crucifijo en la pared, encima de la cama; una mesilla de noche con una sencilla lámpara y una jarra de agua. Pero el grueso colchón cedió suavemente al recibir el peso de Wilfred. La toalla que pendía junto al lavabo parecía de una extraordinaria suavidad. La alfombra que había a los pies de la cama, si bien tenía un dibujo sencillo, no era retal de moqueta gastado. El albornoz blanco con capucha que colgaba detrás de la puerta ofrecía una apariencia modesta, casi austera, pero a Dalgliesh no le cupo duda de que tenía un tacto agradabilísimo. Aquello podía ser una celda, pero no le faltaba la más mínima comodidad esencial.

Wilfred abrió los ojos y fijó la azul mirada en Dorothy Moxon. Resultaba interesante, pensó Dalgliesh, cómo lograba combinar la humildad con la autoridad en una sola mirada. Alargó una mano suplicante y dijo:

—Quiero hablar con Julius y Adam un momento, Dot. ¿Le importa?

Ella abrió la boca, volvió a cerrarla de golpe, salió del cuarto pesadamente sin decir palabra y dio un portazo tras de sí. Wilfred entornó nuevamente los ojos como en un intento de retirarse de escena. Julius se miró las manos. Tenía la palma derecha enrojecida e hinchada y en la yema del dedo se le había formado una llaga. Con un dejo de sorpresa, dijo:

—¡Qué curioso! ¡Tengo la mano quemada! No lo había notado y ahora me duele como un demonio.

—La señorita Moxon debería curársela. Y seguramente le convendría que se la viera Hewson.

Julius se sacó un pañuelo doblado del bolsillo, lo empapó de agua fría en el lavabo y se lo ató en la mano.

—Puede esperar —dijo.

Aparentemente, darse cuenta de que sentía dolor lo puso de mal humor. Se acercó a Wilfred y dijo bruscamente:

—Ahora que ha sufrido un atentado concreto contra su vida que casi tiene éxito, supongo que actuará con sensatez por una vez y llamará a la policía.

Wilfred no abrió los ojos para contestar:

—Ya tenemos un policía aquí.

—No cuenten conmigo —dijo Dalgliesh—. Yo no puedo emprender una investigación oficial. Court tiene razón, esto clama por la intervención de la policía local.

—Nada tengo que decirles —repuso Wilfred sacudiendo la cabeza—. He ido a la torre negra porque tenía que meditar unas cosas en paz. Es el único sitio donde puedo estar absolutamente solo. Estaba fumando. Siempre se quejan del olor de mi vieja pipa. Recuerdo que la vacíe contra la pared mientras subía; debía de estar encendida todavía. Toda la hierba seca y la paja debió de encenderse inmediatamente.

—Ya lo creo —dijo Julius en tono sarcástico—. ¿Y la puerta? Supongo que se le olvidó cerrarla al entrar, pese al jaleo que arma siempre para que la torre negra nunca quede abierta. Son todos muy descuidados en Toynton Grange, ¿no? Lerner se olvida de comprobar los frenos de las sillas y Holroyd se cae por el acantilado. Usted vacía la pipa en una habitación con el suelo cubierto de paja seca, deja la puerta abierta para que haya corriente y casi se autoinmola.

—Así es como prefiero creer que ha ocurrido —dijo Anstey.

—Supongo que habrá dos llaves de la torre. ¿Dónde está la otra? —preguntó rápidamente Dalgliesh.

Wilfred abrió los ojos y permaneció con la mirada perdida en el espacio como si pretendiera disociarse a base de paciencia de aquel interrogatorio a dos manos.

—Colgada de un clavo del panel del despacho. Era la llave de Michael, la que me traje después de su muerte.

—¿Sabe todo el mundo dónde se guarda?

—Me lo imagino. Ahí es donde se guardan todas las llaves, y la de la torre destaca.

—¿Cuántas personas de Toynton Grange sabían que pensaba usted ir a la torre esta tarde?

—Todos. Después de la plegaria les dije lo que pensaba hacer. Siempre lo hago. Tienen que saber dónde encontrarme en caso de urgencia. Estaban todos menos Maggie y Millicent. Pero lo que insinúa es ridículo.

—¿Ah sí?

Antes de que pudiera moverse, Julius, que era el más próximo a la puerta, había desaparecido. Aguardaron en silencio. Transcurrieron otros dos minutos hasta que regresó y, con sombría satisfacción, declaró:

—El despacho está vacío y la llave no está. Eso significa que el que la haya cogido todavía no ha tenido oportunidad de volver a dejarla en su sitio. Casualmente, he visto a Dot mientras volvía. Está escondida en su infierno quirúrgico esterilizando material suficiente para una operación importante. Es como tratar de hablar con una arpía mientras suena un silbido de vapor. De cualquier modo, afirma de bastante mal talante que ha estado en el despacho ininterrumpidamente desde las dos de la tarde hasta unos cinco minutos antes de que regresáramos nosotros. No recuerda si la llave de la torre estaba en su sitio. No se fijó. Me temo que la hice sospechar, Wilfred, pero me pareció importante tratar de sacar algo en claro.

Dalgliesh pensó que hubieran podido sacarlo sin necesidad de hacer un interrogatorio directo, pero era ya demasiado tarde para iniciar una averiguación más discreta y, en cualquier caso, no tenía ni ganas ni estómago para hacerlo. Desde luego, no le apetecía confrontar los métodos de la investigación ortodoxa con la entusiasta afición de Julius, pero preguntó:

—¿Ha dicho la señorita Moxon si ha entrado alguien al despacho mientras estaba ella? Es posible que pretendieran dejar la llave en su sitio.

—Según ella, aquello parecía, cosa rara, una estación. Poco después de las dos, entró Henry y se marchó de inmediato, sin dar explicaciones. Millicent se presentó hace una media hora buscándolo a usted, Wilfred, o eso dijo. Dennis llegó un par de minutos más tarde para buscar un número de teléfono que no especificó. Maggie se asomó poco antes que nosotros y tampoco dio explicaciones. No entró, pero le preguntó a Dot si había visto a Eric. La única deducción posible de todo esto es que es imposible que Henry estuviera en el promontorio a la hora de los hechos. Pero eso ya lo sabíamos, el que haya sido ha tenido que usar un par de recias piernas.

«Propias o de otro», pensó Dalgliesh, que se dirigió nuevamente a la figura del lecho.

—¿Vio a alguien cuando usted estaba en la torre, ya sea antes o después de que empezara el fuego?

Wilfred hizo una pausa antes de responder:

—Me parece que sí. —Al ver el rostro de Julius, prosiguió rápidamente—: Estoy seguro, pero fue muy brevemente. Cuando empezó el fuego yo estaba sentado junto a la ventana que da al sur, la que tiene vista al mar. Al oler el humo, bajé a la cámara intermedia. Abrí la puerta que da a la planta baja y vi la paja encendida y una llamarada. Entonces hubiera podido salir, pero me entró pánico. El fuego me da mucho miedo. No es un miedo racional. Es mucho más que eso. Supongo que podría calificarse de fobia. De cualquier modo, subí ignominiosamente a gatas hasta el piso de arriba y empecé a correr de una ventana a otra buscando ayuda desesperado. Fue entonces cuando, a no ser que fuera una alucinación, vi una figura vestida con un hábito marrón deslizarse por esos peñascos que hay al suroeste.

—Desde donde pudo escapar sin que usted lo reconociera, ya sea hacia la carretera o por el acantilado hacia la playa. Eso si tenía agilidad suficiente para el camino de la playa. ¿Qué tipo de figura era, de hombre o de mujer? —preguntó Julius.

—No era más que una figura. Sólo la vi un instante. Grité, pero el viento soplaba en dirección contraria y, evidentemente, no me oyó. Ni se me ocurrió que pudiera ser mujer.

—Bueno, pues piénselo ahora. Supongo que llevaría la capucha subida.

—Sí, sí.

—¡Con el calor que hacía! Piénselo, Wilfred. Casualmente, hay tres hábitos colgados en el despacho. He buscado la llave en los bolsillos, por eso me fijé. Tres hábitos. ¿Cuántos tienen en total?

—Ocho de los de verano. Siempre están colgados en el despacho. El mío tiene los botones distintos, pero los demás son comunitarios. No hacemos distinciones a la hora de cogerlos.

—Usted lleva el suyo, es de suponer que Dennis y Philby también lo lleven puesto, eso quiere decir que faltan dos.

—Es posible que Eric lleve otro, a veces se lo pone. Y, si hace frío, también suele usarlo Helen. Ah, y me parece recordar que en el cuarto de costura hay uno por remendar. También creo que justo antes de que muriera Michael faltó uno, pero no estoy seguro. Es posible que haya vuelto a aparecer. No los controlamos mucho.

—Así, prácticamente es imposible saber si falta alguno —señaló Julius—. Supongo que lo que deberíamos hacer, Dalgliesh, es comprobarlo ahora. Si la mujer no ha podido dejar la llave, es de suponer que todavía tenga también el hábito.

—No tenemos prueba alguna de que haya sido una mujer —dijo Dalgliesh—. Y ¿por qué iba a quedarse el hábito? Podría dejarlo en cualquier parte de Toynton Grange sin despertar sospechas.

Anstey se incorporó y dijo con repentina firmeza:

—No, Julius. ¡Lo prohíbo! No permitiré que se interrogue y se contrainterrogue a la gente. Ha sido un accidente.

Julius, que parecía disfrutar de su papel de investigador jefe, dijo:

—Muy bien. Ha sido un accidente. Se le ha olvidado cerrar la puerta. Ha vaciado la pipa antes de que estuviera apagada y eso ha provocado un fuego sin llama. La figura que ha visto era alguien de Toynton Grange que daba un inocente paseo por el promontorio, demasiado abrigada para la época del año y tan inmersa en la belleza de la naturaleza que, ya fuera hombre o mujer, no le ha oído gritar, ni ha olido el fuego ni ha advertido en humo. ¿Luego qué ha ocurrido?

—¿Quiere decir después de ver la figura? Nada. Naturalmente, me he dado cuenta de que no podía salir por las ventanas, he vuelto a bajar a la habitación central y he abierto la puerta que da a la planta baja. Lo último que recuerdo es una gran masa de humo sofocante y un frente de llamas. El humo me ahogaba. Parecía que las llamas me quemaban los ojos. No he tenido tiempo ni de volver a cerrar la puerta y me he sentido vencido. Supongo que hubiera tenido que cerrar las dos puertas y quedarme quieto, pero no es fácil tomar decisiones sensatas en ese estado de pánico.

—¿Cuántas personas saben que le tiene más miedo de lo normal al fuego? —inquirió Dalgliesh.

—La mayoría, me imagino, creo yo. Es posible que no sepan lo obsesivo y personal que es el miedo que siento, pero saben que me preocupa. Insisto en que todos los pacientes duerman en la planta baja. Siempre me angustia la habitación reservada a los enfermos y no quería que Henry se alojara en un dormitorio del primer piso. Pero alguien tiene que dormir en la zona principal de la casa y la habitación de los enfermos tiene que estar cerca del consultorio y de los cuartos de las enfermeras por si hay alguna urgencia de noche. Es lógico y prudente tener miedo de los incendios en un sitio como éste. Sin embargo, la prudencia nada tiene que ver con el terror que me entra en cuanto veo humo o llamas.

Se llevó la mano a los ojos y se dieron cuenta de que se había echado a temblar. Julius contempló la agitada figura casi con interés clínico.

—Voy a buscar a la señorita Moxon —dijo Dalgliesh.

Apenas se había vuelto para encaminarse a la puerta cuando Anstey alargó una mano de protesta. Los temblores habían cesado. Mirando a Julius, dijo:

—Cree que el trabajo que estoy haciendo aquí merece la pena, ¿verdad?

Dalgliesh pensó que le había parecido advertir una fracción de segundo de pausa antes de que Julius respondiera sin entusiasmo:

—Claro que sí.

—¿No lo dirá sólo para contentarme? ¿Lo cree?

—Si no, no lo diría.

—Claro que no. Perdóneme. ¿Coincide conmigo en que el trabajo es más importante que el hombre?

—Eso ya es más difícil. Podría aducir que el trabajo es el hombre.

—Aquí no. Esto ya está encarrilado, podría seguir adelante sin mí de ser necesario.

—Claro que podría, si dispusiera de los medios adecuados y si el Estado continuara mandando pacientes subvencionados. Pero no tiene por qué seguir sin usted si actúa con sensatez en lugar de como un vacilante héroe de un drama televisivo de tercera. No es su papel, Wilfred.

—Ya trato de actuar con sensatez, y valiente no lo soy en absoluto. Carezco de coraje físico. Es la virtud que más lamento no tener. Ustedes dos la tienen; no, no me lo discutan. Lo sé, y los envidio. Pero en esta situación no me hace falta valor. Lo que pasa es que no acabo de creer que alguien trate de matarme. —Se volvió hacia Dalgliesh y añadió—: Explíqueselo, Adam. Usted debe de entender lo que quiero decir.

—Podría decirse que ninguno de los dos intentos ha sido serio —dijo el aludido con precaución—. ¿La cuerda deshilachada? No es un método muy seguro y la mayoría de la gente debe de saber que no se le ocurriría empezar una escalada sin comprobar el equipo y que desde luego nunca lo haría solo. En cuanto a la pequeña charada de esta tarde, seguramente nada le habría pasado si hubiera cerrado las dos puertas y se hubiera quedado en la habitación de arriba; habría tenido mucho calor, pero no habría corrido demasiado peligro. El fuego habría acabado por extinguirse. Ha sido abrir la puerta de en medio y aspirar el humo lo que casi le mata.

—Pero supongamos que la hierba hubiera ardido con fuerza y las llamas hubieran alcanzado el suelo de madera del primer piso —terció Julius—, todo el centro de la torre hubiera ardido en cuestión de segundos y el fuego habría alcanzado la habitación de arriba. De ocurrir así, no se hubiera salvado. —Se volvió hacia Dalgliesh y preguntó—: ¿No le parece?

—Sí, seguramente. Por eso debe contárselo a la policía. Un bromista que llega a estos extremos ha de ser denunciado. Quizá la próxima vez no haya alguien cerca para socorrerlo.

—No creo que vuelva a ocurrir. Me parece que sé quién es el responsable. No soy tan tonto como parezco. Lo solucionaré, lo prometo. Tengo la sensación de que la persona responsable no continuará mucho tiempo con nosotros.

—No es usted inmortal, Wilfred —dijo Julius.

—Eso también lo sé, y podría equivocarme, por eso creo que ha llegado el momento de hablar con el Ridgewell Trust. El coronel está en el extranjero haciendo una visita a las residencias de la India, pero regresa el día dieciocho. La directiva querría tener una respuesta antes de final de octubre. Es una cuestión de reservar capital para futuras empresas. No lo traspasaría sin la conformidad de la mayoría de la familia. Pienso celebrar una junta. Pero si alguien trata de asustarme para que rompa el voto, me cercionaré de que el trabajo que estoy haciendo aquí sea indestructible, esté vivo o muerto.

—Si traspasa la propiedad a Ridgewell, Millicent no estará contenta —dijo Julius.

El rostro de Wilfred se convirtió en una máscara de obstinación. Dalgliesh encontró curioso el cambio que sufrían sus rasgos. Los dulces ojos se volvieron inflexibles y vidriosos, como si no quisieran ver, y la boca se alargó en una línea intransigente. Sin embargo, el conjunto de la expresión denotaba una malhumorada debilidad.

—Millicent me vendió su parte de muy buen grado y a un precio justo. No tiene motivos de queja. Si yo me veo obligado a marcharme de aquí, la obra continuará. Lo que me ocurra a mí no tiene importancia. —Le sonrió a Julius—. Usted no es creyente, ya lo sé, así que le voy a buscar otra autoridad. ¿Qué le parece Shakespeare? «Sed absoluto para la muerte, y la vida y la muerte serán más dulces».

Los ojos de Julius se encontraron brevemente con los de Dalgliesh sobre la cabeza de Wilfred. El mensaje que transmitieron simultáneamente fue comprendido al instante. Julius halló cierta dificultad en controlarse y, por fin, dijo con aspereza:

—Dalgliesh está convaleciente. Casi se desmaya con el esfuerzo de socorrerlo a usted. Yo puede que parezca sano, pero necesito la fortaleza para mis propios placeres personales. De modo que si está decidido a firmar el traspaso a Ridgewell a fin de mes, trate de ser absoluto para la vida, al menos durante las próximas tres semanas, háganos ese favor.