1

Cuando recordaba aquel primer fin de semana que paso en Dorset, Dalgliesh lo veía como una serie de imágenes tan dispares de las imágenes posteriores de violencia y muerte que casi creía que en Toynton Grange había vivido en dos niveles y en distintos períodos. Estas primeras y dulces imágenes, a diferencia de las ásperas instantáneas ulteriores en blanco y negro de película de terror, estaban saturadas de color, de sensaciones y de olor. Se veía a sí mismo zambulléndose en el guijarral bañado por el mar de Chesil Bank, los oídos repletos de los gritos de los pájaros y del atronador chirriar de la marea, que se extendía hasta donde Portland alzaba los oscuros peñascos contra el cielo; trepando por los grandes terraplenes de Maiden Castle y deteniéndose, una solitaria figura azotada por el viento, donde cuatro mil años de historia humana quedaban encerrados en sobrenaturales siluetas de tierra moldeada; tomando un té tardío en las habitaciones que tenía el juez Jeffrey en Dorchester mientras la tibia tarde de otoño se apagaba hasta transformarse en ocaso; conduciendo de noche entre una maraña de helechos dorados y altos zarzales sin cortar hasta la taberna de muros de piedra que esperaba con las ventanas iluminadas en la plaza de alguna aldea remota.

Y luego, entrada la noche, cuando el riesgo de que una visita de Toynton Grange lo importunara era ya pequeño, regresaba a Villa Esperanza, al familiar y acogedor olor a libros y a fuego de leña. Para su sorpresa, Millicent Hammitt cumplió su palabra de no volver a molestarlo después de la primera visita. Pronto adivinó por qué: era adicta a la televisión. Mientras él estaba sentado tomando vino y revisando los libros del padre Baddeley, a través del hueco de la chimenea le llegaban los sonidos, no del todo desagradables, de la diversión nocturna de su vecina: el repentino embate de una melodía comercial ligeramente conocida; el murmullo antifonal de voces; el chasquido de los disparos; gritos femeninos; la estrepitosa fanfarria de la película de la noche.

Tenía la sensación de que vivía en un limbo intermedio entre la vida antigua y la nueva, excusado por la convalecencia de la responsabilidad de la decisión inmediata, de cualquier ejercicio que le resultara desagradable. Y pensar en Toynton Grange y en sus internos le resultaba agradable. Había hecho lo que estaba en su mano. Ahora esperaba acontecimientos. En una ocasión, mientras contemplaba la raída butaca vacía del padre Baddeley, recordó irreverentemente la mítica excusa del destacado filósofo ateo, acompañado después de la muerte, para asombro suyo, a presencia de Dios:

—Pero, Dios, no aportasteis pruebas suficientes.

Si el padre Baddeley quería que actuara, tendría que aportar pistas más tangibles que un diario desaparecido y una cerradura rota.

La única carta que esperaba era la respuesta de Bill Moriarty, pues había dejado instrucciones en casa de que no le mandaran el correo. Y la carta de Bill pensaba recogerla personalmente en el buzón. Sin embargo, ésta llegó el lunes, al menos un día antes de lo que calculaba él. Había pasado la mañana en casa y no había ido al buzón hasta después de almorzar, a las dos y media, para dejar las botellas vacías de leche.

El buzón contenía una carta, un sobre blanco con matasellos del distrito oeste de Londres; la dirección estaba escrita a máquina, pero no señalaba su graduación. Moriarty había actuado con cautela. No obstante, mientras introducía el dedo bajo la solapa, Dalgliesh se preguntó si él habría actuado con suficiente precaución. Nada parecía indicar que la carta hubiera sido abierta. La solapa estaba intacta, pero la cola era sospechosamente débil y se desprendió con demasiada facilidad al hacer presión con el dedo. Además era la única carta que había en el buzón. Alguien, probablemente Philby, habría recogido ya el correo de Toynton Grange. Resultaba extraño que no hubiera llevado su carta a Villa Esperanza. Quizá debería haber usado la lista de correos de Toynton o de Wareham. Pensar que había actuado descuidadamente lo irritaba. «Lo cierto es —pensó— que no sé lo que estoy investigando, si es que investigo algo, y casi me da lo mismo. No tengo estómago para hacerlo debidamente ni fuerzas para dejarlo tal como está». Su estado de ánimo era tal que la prosa de Bill le pareció más irritante que de costumbre.

«Me alegro de volver a ver tu elegante caligrafía. Aquí reina un alivio general después de saber que las noticias de tu inminente fallecimiento eran exageraciones. Hemos pensado gastar el dinero que recogimos para coronas en una celebración. Pero ¿qué estás haciendo, fisgando en Dorset entre un grupo tan sospechoso de lunáticos? Si tantas ganas tienes de trabajar, aquí nos sobran cosas en qué ocuparte. Pero ahí va la información.

»Del grupito, hay dos con antecedentes. Se ve que ya sabes algo de Philby. Dos condenas por lesiones graves en 1967 y 1969, cuatro por robo en 1970 y toda una serie de delitos menores anteriores. Lo único extraordinario del historial criminal de Philby es la indulgencia que han demostrado los jueces con él, lo cual no me sorprende del todo mirando su expediente. Seguramente pensaron que era injusto castigar con demasiada dureza a un hombre que se dedicaba a lo único para lo que estaba dotado física e intelectualmente. Hablé con los asistentes sociales y admiten sus defectos, pero dicen que, si se le da cariño, es capaz de corresponder con una lealtad feroz. Vigila que no se encapriche contigo.

»Millicent Hammitt fue condenada dos veces en la Magistratura de Cheltenham por hurtos en tiendas, en 1966 y 1968. En el primer caso, la defensa alegó las típicas dificultades de la menopausia y le impusieron una multa. La segunda vez tuvo suerte de escapar con tanta facilidad. Fue un par de meses después de que falleciera su marido, un mayor del ejército retirado, y el tribunal se compadeció de ella. Seguramente también influyó la declaración de Wilfred Anstey en el sentido de que se la llevaría a vivir con él en Toynton Grange, donde permanecería bajo su tutela. Desde entonces no ha habido más, así que supongo que la vigilancia de Anstey es efectiva, los tenderos de la zona más conformistas o la señora Hammitt más hábil para afanar las cosas.

»Hasta aquí la información oficial. Los demás están limpios, al menos en lo que se refiere a antecedentes, pero si buscas un criminal interesante, y supongo que Adam Dalgliesh no malgastará su talento con Albert Philby, ¿me permites que te recomiende a Julius Court? Un conocido del Departamento de Extranjero y de la Commonwealth me ha pasado unos chismes. Court es un alumno brillante de Southsea que entró en la diplomacia después de terminar los estudios universitarios, equipado con los habituales aditamentos elegantes, pero bastante escaso de dinero. En 1970 estaba en la Embajada de París y declaró en aquel famoso juicio por asesinato en que se acusaba a Alain Michonnet de matar a Poitaud, el piloto de coches de carreras. Quizá recuerdes el caso, se hizo bastante publicidad en la prensa británica. Era pan comido y a la policía francesa se le hacía la boca agua de pensar en echarle el guante a Michonnet. Es hijo de Theo d’Estier Michonnet, que tiene una fábrica de productos químicos cerca de Marsella, y hacía tiempo que les tenían echado el ojo a los dos. Pero Court le proporcionó coartada a su amigo. Lo extraño es que no eran amigos de verdad, Michonnet es un agresivo heterosexual, al menos los medios de comunicación así nos lo presentan hasta la saciedad, y por la Embajada circulaba la horrenda palabra «chantaje». Nadie se creyó el cuento de Court, pero nadie podía desmentirlo. Mi informante cree que el motivo de Court se reducía al deseo de divertirse y cabrear a sus superiores. Si eso era lo que le movía, lo consiguió. Ocho meses después moría su padrino muy oportunamente y le dejaba treinta mil libras, de modo que mandó la diplomacia a paseo. Se dice que hizo unas inversiones muy inteligentes. De todos modos, es agua pasada. Nada se sabe que lo desacredite, excepto quizá cierta tendencia a ser demasiado complaciente con sus amigos. Te lo cuento para que hagas tus propias deducciones».

Dalgliesh dobló la carta y se la metió en el bolsillo de la chaqueta mientras se preguntaba en qué medida se conocerían las dos historias en Toynton Grange. Era poco probable que a Julius le preocupara. Su pasado sólo a él concernía, y estaba totalmente fuera del alcance del opresivo puño de Wilfred. Pero Millicent Hammitt tenía que soportar el peso del agradecimiento por partida doble. Aparte de Wilfred, ¿quién más conocería aquellos dos incidentes patéticos y vergonzosos? ¿En qué medida le importaría que se divulgaran en Toynton Grange? Volvió a arrepentirse de no haber usado la lista de correos.

Se acercaba un coche. Levantó la vista. El Mercedes avanzaba a toda velocidad por la carretera de la costa. Julius frenó y el automóvil se detuvo con una sacudida; el parachoques delantero quedó a unos centímetros de la verja de entrada. Salió y comenzó a tirar del portalón mientras le gritaba a Dalgliesh:

—¡La torre negra está ardiendo! He visto el humo desde la carretera. ¿Hay algún rastrillo en Villa Esperanza?

—No lo creo, puesto que no hay jardín, pero encontré una escoba de ramas en el cobertizo.

—Más vale eso que nada. ¿Le importa acompañarme? A lo mejor hacemos falta los dos.

Dalgliesh se metió muy rápido en el coche. Dejaron la puerta abierta y Julius se encaminó hacia Villa Esperanza sin consideración hacia los amortiguadores del coche ni la comodidad del pasajero. Mientras Dalgliesh corría hacia el cobertizo, él abrió el portaequipajes. Entre los diversos objetos abandonados por los distintos ocupantes de la casa estaba la escoba, dos sacos vacíos, y sorprendentemente, un cayado de pastor. Lo metieron todo en el espacioso maletero. Julius había puesto en marcha el motor, Dalgliesh se acomodó al lado de él y el Mercedes emprendió la carrera. Al acceder a la carretera de la costa, Dalgliesh dijo:

—¿Sabe si hay alguien? ¿Quizás Anstey?

—Podría ser. Eso es lo que me preocupa. Él es el único que va ahora. De no ser así, no sé cómo ha podido producirse el fuego. Por aquí nos podemos acercar más a la torre, pero tendremos que cruzar el promontorio a pie. No he querido ir en cuanto he visto el humo porque no valía la pena sin tener con qué apagarlo.

Hablaba con voz tensa y los nudillos que sujetaban el volante estaban blancos. Mirando por el retrovisor, Dalgliesh vio unos iris grandes y brillantes. La cicatriz triangular que tenía sobre el ojo derecho, de ordinario casi invisible, parecía más profunda y oscura. Por encima se advertía el insistente latir de la sien. Echó una mirada al indicador de velocidad; marcaba más de ciento sesenta, pero el Mercedes, conducido con maestría, avanzaba suavemente por la estrecha carretera. De repente, después de una curva y una subida, divisaron la torre. Los cristales rotos de los ventanucos que se abrían debajo de la cúpula arrojaban, como proyectiles de un cañón pequeño, volutas de humo grisáceo que iban dando alborozados tumbos por el promontorio hasta que el viento las convertía en jirones de nube. El efecto era absurdo y pintoresco, tan inocuo como un juego infantil. Pero entonces el terreno descendió de nuevo y perdieron de vista la torre.

La carretera de la costa, por la que sólo cabía un coche, estaba bordeada en el lado del mar por un muro de piedra. Julius conocía el camino. Incluso antes de que Dalgliesh viera la estrecha abertura, sin puerta pero señalada por dos postes en putrefacción, ya había girado hacia la izquierda. El automóvil se detuvo con una sacudida en una profunda hondonada que quedaba a la derecha de la entrada. Dalgliesh cogió el cayado y los sacos, y Julius la escoba. Equipados de esta ridícula guisa, echaron a correr.

Julius tenía razón, aquél era el camino más rápido, pero tenían que recorrerlo a pie. Aunque hubiera estado dispuesto a ir en coche por aquel terreno irregular lleno de pedruscos, no hubiera sido posible. Los campos estaban atravesados por muros de piedra fragmentados, lo suficientemente bajos para saltarlos y con muchas interrupciones, pero ninguna lo suficientemente ancha para que pasara un vehículo. La distancia era engañosa. Había momentos en que parecía que la torre retrocedía, separada de ellos por interminables barreras de piedra, y un instante después la tenían encima.

El humo, acre como si lo que quemara fuera madera húmeda, salía con fuerza por la puerta entreabierta. Dalgliesh la abrió de un puntapié y saltó a un lado para dejar paso a las potentes ráfagas. Inmediatamente se oyó un rugido y una llamarada se precipitó hacia él. Comenzó a separar los desechos encendidos con el cayado. Algo de lo que ardía era identificable todavía —hierba y paja seca, trozos de cuerda, los restos de una silla vieja— años de basura acumulada desde que el promontorio era tierra pública y la torre negra permanecía abierta y se usaba como refugio de pastores o albergue de vagabundos. Mientras él separaba los malolientes escombros, oía cómo Julius trataba de apagarlos a golpes frenéticos detrás. En la hierba prendían pequeñas hogueras que avanzaban como lenguas encarnadas.

En cuanto quedó libre la puerta, Julius penetró y empezó a golpear los rescoldos con los sacos. Dalgliesh vio toser y tambalearse a la figura envuelta en humo. Lo agarró y tiró sin ceremonia de él hasta que lo sacó y le dijo:

—No entre hasta que lo haya separado todo. No quiero tenerlos que sacar a los dos.

—Pero está ahí. Lo sé. Tiene que estar. ¡Dios santo! ¡Ese imbécil !

El último revoltijo de hierba quedó apagado. Julius empujó a Dalgliesh a un lado y empezó a subir la escalera de piedra que circundaba las paredes. Dalgliesh lo siguió. Encontraron una puerta de madera entornada que conducía a una cámara intermedia. No había ventanas, pero en la humeante oscuridad vieron una figura informe apoyada contra el muro más apartado. Se había puesto la capucha del hábito y se había arrebujado con el vuelo como un despojo humano arropado para protegerse del frío. Las enfebrecidas manos de Julius se perdieron entre los pliegues. Dalgliesh oía cómo maldecía. Tardó unos segundos en liberar las manos de Anstey y entre los dos lo arrastraron hasta la puerta antes de proceder a bajar con dificultad el cuerpo inerte por las escaleras hasta alcanzar el aire fresco.

Lo depositaron boca abajo en la hierba. Dalgliesh se había arrodillado dispuesto a darle la vuelta y empezar a aplicarle la respiración artificial, pero entonces Anstey extendió lentamente los dos brazos y adoptó una actitud teatral y vagamente blasfema. Dalgliesh, aliviado de no tener que acoplar su boca a la de Anstey, se puso en pie. Anstey dobló las rodillas y comenzó a toser convulsivamente con ásperos y ruidosos resuellos. Volvió el rostro hacia un lado y apoyó la mejilla en el suelo. Parecía que la húmeda boca, que despedía saliva y bilis, mordía la hierba, ávida de alimento. Dalgliesh y Court se arrodillaron y lo levantaron entre los dos.

—Estoy bien, estoy bien —dijo débilmente.

—Tenemos el coche en la carretera de la costa. ¿Puede andar? —preguntó Dalgliesh.

—Sí, estoy bien, ya se lo he dicho. Estoy bien.

—No hay prisa. Más vale que descansemos un rato antes de empezar.

Lo apoyaron contra un peñasco y Anstey permaneció allí sentado, a cierta distancia de ellos, todavía tosiendo espasmódicamente y mirando el mar. Julius empezó a pasear por el borde del acantilado, inquieto como si le molestara el retraso. El hedor del fuego se fue alejando del ennegrecido terreno como las últimas oleadas de una pestilencia en regresión.

Al cabo de cinco minutos, Dalgliesh gritó:

—¿Vamos?

Entre los dos y sin hablar, levantaron a Anstey y lo sostuvieron mientras recorrían la distancia que los separaba del coche.