5

Dalgliesh no regresó a Villa Esperanza hasta después de haber cenado temprano en un mesón próximo a Corfe Castle. Se dispuso entonces a empezar a revisar los libros del padre Baddeley. No obstante, antes había unas tareas domésticas, pequeñas pero necesarias, que emprender. Cambió la tenue bombilla de la lámpara de sobremesa por otra de mayor voltaje, limpió y ajustó la llama piloto de la caldera de encima del fregadero, hizo espacio en la alacena para sus provisiones y su vino, y, con la ayuda de su linterna, descubrió en el cobertizo exterior un montón de madera para la chimenea y una tina de latón. En Villa Esperanza no había cuarto de baño. Probablemente, el padre Baddeley se bañaba en Toynton Grange, pero Dalgliesh decidió desnudarse y bañarse en la cocina. La austeridad era un precio pequeño que pagar con tal de evitar el cuarto de baño de Toynton, el olor a desinfectante fuerte propio de los hospitales y los constantes recordatorios de la enfermedad y la deformidad. Aplicó una cerilla a la hierba seca de la rejilla y contempló cómo prendía instantáneamente dando lugar a la única llama de finas agujas negras y dulce aroma. A continuación encendió un fuego pequeñito como prueba y descubrió aliviado que la chimenea estaba despejada. Con un buen fuego, buena luz, libros, comida y vino, no veía motivos para desear encontrarse en ningún otro lugar.

Calculó que debía de haber entre doscientos y trescientos libros en los estantes de la sala de estar, y tres veces más en el segundo dormitorio. Los libros se habían apoderado de tal manera de la habitación que resultaba casi imposible acceder a la cama. La biblioteca presentó pocas sorpresas. Muchos de los volúmenes de teología podían tener interés para alguna biblioteca especializada de Londres; algunos, pensó, serían del gusto de su tía; otros los destinó a sus propios anaqueles. Estaban Antiguo testamento griego , de H. B. Swete, en tres volúmenes, La imitación de Cristo , de Tomás Kempis, Seria llamada , de William Law, Vida y cartas de eminentes teólogos del siglo XIX en dos volúmenes encuadernados en piel y una primera edición de Sermones parroquiales y sencillos , de Newman. Pero también había una representativa colección de los principales novelistas y poetas ingleses, y, puesto que el padre Baddeley se había dado el capricho de comprar una novela de vez en cuando, había una colección pequeña pero interesante de primeras ediciones.

A las diez menos cuarto oyó unas pisadas que se aproximaban y un chirriar de ruedas seguido de unos perentorios golpes en la puerta. Millicent Hammitt entró en la casita acompañada de un agradable aroma a café recién hecho y de un carrito cargado hasta los topes. Había una robusta jarra azul de café, otra similar de leche caliente, un platito de azúcar moreno, dos tazas a juego y una bandeja de galletas digestivas.

Dalgliesh no tuvo fuerzas para objetar cuando la señora Hammitt lanzó una mirada de admiración al fuego, sirvió dos tazas de café y dejó bien claro que no tenía prisa por marcharse. La noche anterior, antes de cenar, los habían presentado brevemente, pero sólo habían tenido tiempo de intercambiar unas palabras cuando Wilfred ocupó el estrado y se hizo el silencio prescrito. Millicent había aprovechado la oportunidad para averiguar, mediante un interrogatorio directo totalmente desprovisto de finura, que Dalgliesh iba de vacaciones solo porque era viudo y su mujer había muerto al dar a luz junto con el niño. Su respuesta a tal explicación fue: «Muy trágico. Y desde luego inusual hoy en día», con una mirada acusadora al otro extremo de la mesa y en un tono que sugería que alguien habría cometido una inexcusable negligencia.

Calzaba zapatillas de fieltro y vestía una gruesa falda de tweed acompañada de un nada apropiado suéter de lana rosa, calado y abundantemente festoneado de perlas. Dalgliesh sospechó que su casa combinaría con similar poca fortuna la utilidad y el amazacotamiento, pero no sentía la más mínima inclinación por averiguarlo. Para su alivio, Millicent no intentó siquiera ayudarlo en la tarea, sino que se limitó a sentarse en el borde de la butaca, acunando la taza de café en el regazo y con las piernas firmemente separadas para revelar unos globos gemelos de muslo blanco y varicoso por encima del borde de las medias, Dalgliesh prosiguió su trabajo con la taza de café en el suelo, junto a él. Antes de colocar cada volumen en su pila correspondiente, lo sacudía con cuidado por si salía de él algún mensaje. En caso de que así sucediera, la presencia de la señora Hammitt resultaría embarazosa, pero sabía que tal precaución se debía meramente a la costumbre profesional de no dejar cosa alguna al azar. No era el modo de hacer del padre Baddeley.

Entretanto, la señora Hammitt se tomaba el café a sorbitos y hablaba, alentada en su volubilidad e indiscreción por la creencia, que Dalgliesh ya había observado otras veces, que un hombre que está realizando un trabajo físico sólo oye la mitad de lo que se le dice.

—No hace falta que le pregunte si durmió bien anoche. Las camas de Wilfred tienen bastante mala fama. Se supone que cierta dureza es beneficiosa para los pacientes impedidos, pero a mí me gustan los colchones en los que uno se hunde. Me sorprende que Julius no lo invitara a dormir en su casa, pero nunca tiene visitas. Supongo que no quiere contrariar a la señora Reynolds. Es la viuda del guardia de Toynton y atiende a Julius cuando está aquí. Con una remuneración exagerada, naturalmente. Bueno, puede permitírselo. Y hoy va a dormir aquí, ¿no? He visto venir a Helen Rainer con la ropa de cama. Supongo que no le importará dormir en la cama de Michael. No, claro que no, siendo policía no será sensible ni supersticioso para cosas como ésta. Y con razón; la muerte no es más que dormir y olvidar. ¿O es la vida? Wordsworth, sea como fuere. De joven me gustaba mucho la poesía, pero no me llevo bien con estos poetas modernos. No obstante, me hubiera gustado mucho que nos hiciera usted una lectura.

Su tono parecía indicar que hubiera sido un placer solitario y algo excéntrico. Pero Dalgliesh había dejado momentáneamente de escucharla. Había encontrado una primera edición del Diario de un don nadie con una inscripción en letra infantil en la portada.

Al padre Baddeley en su cumpleaños, con el cariño de Adam.

Se lo compré al señor Snelling de Norwich y me lo dio barato por la mancha roja de la página veinte. Pero lo he comprobado y no es sangre.

Dalgliesh sonrió. ¿Así que el arrogante rapazuelo lo había comprobado? ¿Qué misteriosa mezcolanza de ácidos y cristales del recordado juego de química había dado lugar a tan decidido pronunciamiento científico? La dedicatoria reducía el valor del libro más que la mancha, pero no creía que al padre Baddeley le importara. Lo depositó en la pila reservada para sus propios anaqueles y la voz de la señora Hammitt volvió a perforar su conciencia.

—Y si un poeta no es capaz de tomarse la molestia de hacerse inteligible para el lector culto, entonces más vale que el lector culto lo deje en paz, eso es lo que digo yo siempre.

—Claro, señora Hammitt.

—Llámeme Millicent, por favor. Aquí se supone que somos una familia feliz. Si tengo que aguantar que Dennis Lerner, Maggie Hewson e incluso ese desdichado Albert Philby me llamen por mi nombre de pila, y no es que les dé muchas oportunidades, se lo aseguro, no sé por qué no lo va hacer usted también. Yo trataré de llamarlo Adam, pero me parece que no me va a salir con facilidad. No es usted una persona de nombre de pila.

Dalgliesh quitó el polvo cuidadosamente a los tomos de Monumenta Ritualica Ecclesiae Anglicanae de Maskell y dijo que, por lo que había oído, Victor Holroyd no había contribuido gran cosa a fomentar el concepto de familia feliz.

—Ah, ¿entonces ya le han hablado de Victor? Los chismorreos de Maggie, supongo. Era un hombre realmente difícil, desconsiderado en la vida y en la muerte. Yo conseguí llevarme bastante bien con él. Creo que me respetaba. Era un hombre muy listo y sabía muchas cosas útiles. Pero aquí nadie lo aguantaba. Hasta Wilfred prácticamente terminó dejándolo por imposible. Maggie Hewson era la excepción. Una mujer extraña, siempre tiene que ser distinta. ¿Sabe?, me parece que pensaba que Victor le había dejado su dinero a ella. Claro que todos sabíamos que tenía dinero. Se cercioró de que supiéramos que no era uno de esos pacientes cuya estancia paga el Estado. Y supongo que Maggie pensó que si jugaba sus cartas correctamente algo caería. Una vez más o menos me lo dio a entender. Bueno, estaba medio borracha. Pobre Eric. Ese matrimonio no va durar más de un año. Algunos hombres la encontrarán físicamente atractiva, supongo, si les gustan las rubias teñidas, desaliñadas y demasiado exuberantes. Y la aventura que tuvo con Victor, si es que se puede llamar aventura, fue una cosa indecente. El sexo es para los sanos. Ya sé que los imposibilitados tienen sentimientos igual que los demás, pero lo lógico es que dejaran esas cosas de lado cuando quedan confinados a la silla de ruedas. Ese libro parece interesante. Al menos está bien encuadernado. A lo mejor le dan algo por él.

En tanto colocaba la primera edición de Puntos de vista sobre nuestro tiempo fuera del alcance del inquieto pie de Millicent y entre los libros que se iba a quedar para él, Dalgliesh reconoció, con una transitoria repugnancia hacia sí mismo, que por mucho que deplorara la desinhibida expresión de la señora Hammitt, el sentimiento no distaba mucho de su propia opinión. No podía imaginarse qué debía de ser sentir deseo, amor, incluso lascivia, y estar encerrado en un cuerpo que no le respondiera a uno. O peor aún, en un cuerpo que respondiera demasiado a ciertos impulsos, pero sin coordinación, feo, grotesco; ser sensible a la belleza pero vivir siempre con la deformidad. Pensó que comenzaba a entender la amargura de Victor Holroyd.

—¿Al final qué fue del dinero de Victor Holroyd? —preguntó.

—Fue todo a parar a la hermana que tenía en Nueva Zelanda, las sesenta y cinco mil. Y con toda razón. El dinero debe permanecer en la familia. Pero creo que Maggie tenía esperanzas. Probablemente, Victor más o menos se lo prometió. Sería propio de él. A veces era muy malévolo. Pero al menos dejó su fortuna a quien debía. Yo estaría muy disgustada si pensara que Wilfred le dejaba Toynton Grange a alguien que no fuera yo.

—¿La querría usted?

—Bueno, los pacientes tendrían que irse, claro. Yo no podría tener Toynton Grange tal como está ahora. Respeto lo que pretende hacer Wilfred, pero él tiene una necesidad especial. Supongo que ya le habrán contado lo de su viaje a Lourdes y el milagro. Bueno, todo eso me parece muy bien, pero a mí no me ha sucedido milagro alguno, gracias a Dios, y no tengo intención de salir al encuentro de uno. Además, ya he hecho bastante por los enfermos crónicos. Mi padre me dejó la mitad de la casa y yo se la vendí a Wilfred para que pudiera poner la residencia. Hicimos una tasación, naturalmente, pero no fue muy alta. En aquella época las casas de campo grandes no se valoraban. Y ahora, claro, vale una fortuna. Es una casa preciosa, ¿verdad?

—Desde luego, arquitectónicamente es interesante.

—Exacto. Las casas de estilo regencia con personalidad están alcanzando precios astronómicos. No es que tenga ganas de venderla. Al fin y al cabo es la casa de nuestra infancia y le he cogido cariño. Pero probablemente me desharía del terreno. De hecho, Victor Holroyd conocía a alguien que tenía interés en comprarlo, alguien que quería instalar otro camping de caravanas.

—¡Qué horror! —exclamó Dalgliesh involuntariamente.

La señora Hammitt no se inmutó y dijo con complacencia:

—Nada de eso. Una actividad muy egoísta por su parte, si me permite decirlo. Los pobres necesitan hacer vacaciones igual que los ricos. A Julius no le gustaría la idea, pero yo no tengo obligación de obedecer a Julius. Supongo que vendería la casa y se iría. Tiene una hectárea y media en el promontorio, pero no me lo imagino atravesando un camping cada vez que viene de Londres. Además, tendrían que pasar casi por delante de sus ventanas para bajar a la playa. Es el único sitio donde queda playa con la marea alta. Ya me los imagino: padres de abultadas rodillas con pulcros pantaloncitos cortos llevando la cesta de la comida, seguidos de la mamá con un transistor a todo volumen, niños gritando y berreando. No, no creo que Julius se quedara.

—¿Sabe alguien de aquí que usted espera heredar Toynton Grange?

—Claro, no es un secreto. ¿A quién iba a ir a parar si no? En realidad, por derecho toda la finca tendría que ser mía. ¿Quizá no sabía usted que Wilfred no es un verdadero Anstey, que es adoptado?

Dalgliesh dijo con precaución que le parecía recordar que alguien lo había comentado.

—Entonces más vale que lo sepa todo. Es bastante interesante si le gusta el derecho.

La señora Hammitt se llenó la taza y volvió a acomodarse aparatosamente en la butaca como si se preparara para una complicada disertación.

—Mi padre tenía muchas ganas de tener un hijo varón. Algunos hombres son así, para ellos las hijas no cuentan. Y yo soy consciente de que fui una desilusión para él. Si un hombre quiere un hijo de verdad, lo único que puede reconciliarlo con una hija es la belleza, cosa que yo nunca he tenido. Por suerte, a mi marido no pareció importarle. Nos llevamos muy bien.

Puesto que la única respuesta posible a esta declaración era un vago murmullo de felicitación, Dalgliesh emitió el sonido apropiado.

—Gracias —dijo la señora Hammitt, como si recibiera un cumplido, y prosiguió alegremente—: Bueno, los médicos le dijeron a mi padre que mi madre no podía tener más hijos, de modo que decidió adoptar un niño. Creo que Wilfred estaba en un orfanato, pero yo entonces sólo tenía seis años y nunca me contaron cómo ni dónde lo encontraron. Ilegítimo, claro. La gente tenía más miramientos sobre estas cosas en 1920 y había niños abandonados donde elegir. Recuerdo lo contenta que estaba yo entonces de tener un hermano. Era una niña solitaria y con más afecto del que necesitaba. Entonces no veía a Wilfred como un rival. De jóvenes le tenía mucho cariño. Todavía se lo tengo. La gente a veces lo olvida.

Dalgliesh le preguntó qué ocurrió después.

—Fue el testamento de mi abuelo. No se fiaba de los abogados, ni siquiera de Holroyd y Martinson, que era el bufete de la familia, y redactó él solo su testamento. Dejó a mis padres como usufructuarios vitalicios de la finca y toda la propiedad a repartir a partes iguales entre sus nietos. La pregunta que se formuló entonces era: ¿Pretendía incluir a Wilfred? Al final tuvimos que ir a juicio. El caso levantó bastante revuelo y planteó toda la cuestión de los derechos de los niños adoptados. Quizá recuerde usted el caso.

Dalgliesh tenía una vaga idea.

—¿Cuándo fue redactado el testamento de su abuelo, quiero decir en relación con la adopción de su hermano?

—Ese dato era la parte vital de los hechos. Wilfred fue legalmente adoptado el 3 de mayo de 1921 y el abuelo firmó el testamento exactamente diez días después, el 13 de mayo. Los testigos fueron dos criados, pero cuando el caso llegó a los tribunales ya habían muerto. El testamento estaba clarísimo y todo era legal, pero no incluía los nombres. Los abogados de Wilfred demostraron que el abuelo estaba enterado de la adopción y le parecía bien. Además, el testamento decía «nietos», en plural.

—Pero podía pensar que su madre moriría antes y su padre se volvería a casar.

—¡Qué agudo! Ya veo que tiene usted la retorcida mente de un hombre de leyes. Eso es precisamente lo que defendió mi abogado, pero de nada sirvió. Ganó Wilfred. Comprenderá usted lo que siento yo por la finca. Si el abuelo hubiera firmado el testamento antes del 3 de mayo, las cosas serían muy distintas, se lo digo yo.

—Pero recibió usted la mitad del valor de la herencia.

—Me temo que no duró mucho. Mi marido se gastó el dinero enseguida. No fue en mujeres, eso me alegro de poder decirlo. Fue en los caballos, que son igual de caros e incluso más impredecibles, pero unos rivales menos humillantes para una esposa. Y, a diferencia de las otras mujeres, al menos se puede una alegrar de que ganen. Wilfred siempre ha dicho que Herbert se volvió senil cuando se retiró del ejército, pero yo no me quejaba. Lo prefería así. No obstante, se gastó todo el dinero. —De pronto, pasó rápidamente revista a la habitación y le dedicó a Dalgliesh una astuta mirada conspiradora—. Voy a decirle una cosa que nadie de Toynton Grange sabe, salvo Wilfred. Si la vende, la mitad del precio de venta será mía. No sólo la mitad de los beneficios, sino la mitad de lo que le den. Tengo un compromiso debidamente firmado por Wilfred con Victor como testigo. En realidad, fue una sugerencia de Victor. Pensó que sería legalmente válido, y Wilfred no le puede poner las manos encima. Lo tiene Robert Loder, un abogado de Wareham. Supongo que Wilfred estaba tan seguro de que nunca necesitaría venderla que no le importaba lo que firmaba, o quizás era una manera de armarse contra la tentación. No creo que venda. Está demasiado encariñado con todo esto. Pero si cambia de opinión, a mí me irá muy bien.

—Ayer, cuando llegué, la señora Hewson dijo algo del Ridgewell Trust —declaró Dalgliesh con atrevimiento—. ¿No piensa traspasar la residencia?

La señora Hammitt se tomó la insinuación con más calma de lo que esperaba y replicó firmemente:

—¡Tonterías! Ya sé que Wilfred lo comenta de vez en cuando, pero nunca traspasaría Toynton Grange. ¿Por qué? Falta dinero, claro, pero dinero siempre falta. Lo único que tiene que hacer es subir las tarifas o convencer a las autoridades para que paguen más por los pacientes que mandan. No tiene por qué hacerle un trato especial al gobierno. Y si aun así no puede hacer que sea rentable, más vale venderla, con milagro o sin milagro.

Dalgliesh sugirió que, en cualquier circunstancia, era sorprendente que Anstey no se hubiera convertido al catolicismo. Millicent contestó con vehemencia:

—Entonces se debatió en una intensa batalla espiritual. —Su voz se hizo más grave y empezó a vibrar con un eco de fuerzas cósmicas enzarzadas en la lucha mortal—. Pero yo me alegré de que decidiera permanecer fiel a nuestra Iglesia. Nuestro padre —su voz retumbó con semejante acceso de fervor exhortatorio que Dalgliesh, sobresaltado, se imaginó que iba a lanzarse a una plegaria dirigida al Señor— se hubiera disgustado muchísimo. Era un gran feligrés, comandante Dalgliesh, de la Iglesia evangélica, naturalmente. No, yo me alegré de que Wilfred no nos abandonara.

Hablaba como si a Wilfred, hallándose ante el río Jordán, no le hubiera gustado el aspecto del agua y la barca no le hubiera inspirado confianza.

Dalgliesh ya le había preguntado a Julius Court por la religión de Anstey y había recibido una explicación diferente y, sospechaba, más exacta. Recordó la conversación que habían mantenido en el patio antes de regresar junto a Henry. Julius, en tono burlón, dijo: «El padre O’Malley, que se suponía que estaba instruyendo a Wilfred, dejó bien claro que su iglesia se pronunciaría sobre una serie de asuntos que Wilfred consideraba de su competencia personal. Al querido Wilfred se le ocurrió que estaba a punto de entrar en una organización muy grande que, como un convento, obtenía más beneficios de los que ofrecía. Al final, después de lo que sin duda fue una lucha provechosa, decidió permanecer en un refugio más conveniente».

—¿Pese al milagro? —había preguntado Dalgliesh.

—Pese al milagro. El padre O’Malley es racionalista. Admite la existencia de los milagros, pero prefiere que las pruebas se presenten ante las autoridades competentes para que las estudien detenidamente. Después de un tiempo prudencial, la Iglesia, en su sabiduría, se pronunciaría. Ir por ahí proclamando que uno ha recibido una gracia especial le parece presunción. O peor, sospecho que lo considera de mal gusto. Es un hombre exigente, el padre O’Malley. Wilfred y él no se llevan muy bien. Me temo que el padre O’Malley ha perdido un converso para su Iglesia.

—Pero ¿continúan las peregrinaciones a Lourdes? —preguntó Dalgliesh.

—Sí, sí. Dos veces al año, invariablemente. Yo no voy. Al principio de llegar aquí iba, pero no es, como se dice ahora, mi ambiente. No obstante, siempre me encargo de tener a punto un buen té de bienvenida para cuando regresan.

Dalgliesh, de nuevo en el presente, empezó a sentir que le dolía la espalda. Se enderezó justo al mismo tiempo que el reloj de la repisa de la chimenea daba los tres cuartos. Un tronco carbonizado cayó de la rejilla disparando una última andanada de chispas. La señora Hammitt lo interpretó como una señal de que era hora de marcharse. Dalgliesh insistió en lavar primero las tazas, y la mujer lo siguió a la cocina.

—Ha sido un rato muy agradable, comandante, pero dudo que lo repitamos. No soy una de esas vecinas que no hace más que presentarse por sorpresa. Gracias a Dios me gusta estar sola. A diferencia de la propia Maggie, tengo recursos. Y una cosa he de decir de Michael Baddeley, no se metía con nadie.

—La enfermera Rainer me ha dicho que lo convenció usted de las ventajas de la incineración.

—¿Eso ha dicho? Bueno, admito que es verdad. Se lo comenté a Michael. No me parece bien que se desaprovechen extensiones de terreno bueno para enterrar cuerpos en putrefacción. Que yo recuerde, al anciano le daba lo mismo lo que hicieran con él mientras terminara en tierra consagrada con las palabras idóneas. Muy sensato. Soy totalmente del mismo parecer. Y Wilfred no se opuso a la incineración. Dot Moxon y él coincidieron del todo conmigo. Helen protestó por las molestias, pero a ella lo que no le gustaba era que hiciera falta la firma de otro médico. Supongo que le pareció que era una especie de ofensa contra el buen juicio clínico del querido Eric.

—¿Cómo iba a sugerir alguien que el diagnóstico del doctor Hewson era erróneo?

—¡Claro! Michael murió de un ataque al corazón, y hasta Eric es suficientemente competente para reconocerlo, espero. No, no se moleste en acompañarme a casa, llevo la linterna. Si necesita algo a cualquier hora, dé unos golpecitos en la pared.

—Pero ¿los oiría usted? Al padre Baddeley no lo oyó.

—Claro que no, porque no llamó. Y después de las nueve y media aproximadamente, dejé de prestar atención. Pensé que ya habrían ido a ayudarlo a acostarse.

En el exterior la noche era fresca y desapacible, una neblina oscura de sabor dulce y olor a mar, no una mera ausencia de luz sino una fuerza real y misteriosa. Dalgliesh bajó el carrito por los escalones de la entrada y, mientras andaba junto a Millicent por el sendero sosteniendo el carrito con una mano, preguntó sin interés aparente:

—Entonces, ¿oyó usted a alguien?

—Vi, no oí. O eso me pareció. Estaba pensando en prepararme algo caliente de beber y si a Michael le apetecería lo mismo, pero cuando abrí la puerta para ir a preguntárselo me pareció ver una figura cubierta con una capa que desaparecía en la oscuridad. Como Michael tenía la luz apagada, vi que la casa estaba totalmente a oscuras y no quise molestarlo. Ahora sé que fue un error. O también podría ser que me estoy volviendo loca. No sería de extrañar aquí. Por lo visto nadie vino y ahora a todos les remuerde la conciencia. No es raro que me engañara la vista. Hacía una noche como la de hoy, con una ligera brisa, pero daba la impresión de que la oscuridad se movía y adoptaba formas. Y no oí nada, ni una pisada. Sólo una fugaz visión de una cabeza inclinada, con capucha, y una capa revoloteando en la oscuridad.

—¿Y era a eso de las nueve y media?

—O un poco más tarde. Quizás era cuando murió. Una persona fantasiosa podría imaginarse que vio su fantasma. Eso es lo que sugirió Jennie Pegram cuando lo conté en Toynton Grange. ¡Qué chica más ridícula!

Casi habían alcanzado la puerta de Villa Fe. La señora Hammitt titubeó y luego dijo como llevada de un impulso, no sin cierta vergüenza, le pareció a él:

—Me han dicho que le preocupa a usted que la cerradura del escritorio de Michael esté rota. Estaba perfectamente la noche anterior a que regresara del hospital. Yo me quedé sin sobres y tenía una carta urgente que mandar. Pensé que no le importaría que mirara en el escritorio, pero estaba cerrado con llave.

—Y la cerradura estaba rota cuando su hermano se puso a buscar el testamento poco después de que encontraran el cadáver —declaró Dalgliesh.

—Eso dice, comandante, eso dice.

—Pero usted no tiene pruebas de que la rompiera él.

—Yo no tengo pruebas de que alguien la rompiera. La casa estaba llena de gente que entraba y salía. Wilfred, los Hewson, Helen, Dot, Philby, e incluso Julius cuando llegó de Londres; parecía un velatorio. Yo lo único que sé es que el escritorio estaba cerrado a las nueve de la noche anterior a que muriera Michael. Y no me cabe duda de que Wilfred estaba ansioso por ver el testamento y comprobar si Michael le había dejado de verdad a Toynton Grange todo lo que poseía. Por otro lado, sé que no la rompió el propio Michael.

—¿Cómo lo sabe, señora Hammitt?

—Porque encontré la llave el día que murió, justo después de almorzar, en el lugar en que seguramente la guardaba siempre, en la lata vieja de té que hay en el segundo estante de la alacena. Pensé que no le importaría que aprovechara la comida que había dejado. Me la metí en el bolsillo por si acaso se perdía cuando Dot limpiara la casa. Al fin y al cabo, ese escritorio antiguo tiene bastante valor y la cerradura debería repararse. De hecho, si Michael no se lo hubiera dejado a Grace en su testamento, yo me lo hubiera traído aquí y lo hubiera cuidado debidamente.

—¿De modo que todavía conserva la llave?

—Claro. No le ha interesado más que a usted. Y ya que parece que le interesa tanto, tenga.

Se metió la mano en el bolsillo de la falda y Dalgliesh sintió el frío metal contra su palma. Millicent había abierto la puerta de su casa y alargó el brazo hacia el interruptor. Dalgliesh parpadeó con el repentino resplandor y luego vio con claridad una llavecita de plata, delicada como de filigrana, pero atada con un fino cordel a una pinza de ropa roja, de un rojo tan vivo que, durante un instante, le pareció que tenía la palma manchada de sangre.