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Los abogados del padre Baddeley, el bufete Loder y Wainwrigth, ocupaban una casa sencilla pero armoniosa de ladrillo rojo situada en la calle South y típica, pensó Dalgliesh, de las agradables construcciones que se edificaron después de que el pueblo antiguo quedara destruido por un incendio en 1762. Un tope de bronce en forma de cañón en miniatura sostenía la puerta abierta y su reluciente boca apuntaba intimidatoriamente hacia la calle. Aparte de este belicoso símbolo, la casa y los muebles eran acogedores y creaban un ambiente de sólida opulencia, tradición y rectitud profesional. En el vestíbulo pintado de blanco colgaban láminas que representaban el Dorchester del siglo XVIII. Olía a pulimento de muebles. A la izquierda, una puerta abierta conducía a una amplia sala de espera presidida por una inmensa mesa circular con una piña labrada, media docena de sillas de caoba lo suficientemente resistentes para soportar a un robusto granjero en erguida incomodidad, y un óleo de un caballero victoriano sin nombre, seguramente el fundador de la empresa, con patillas y condecoraciones, y luciendo el cierre de la cadena del reloj entre los delicados dedos como si tuviera miedo de que el pintor se olvidara de reproducirla. Era una casa en la que cualquiera de los personajes más prósperos de Hardy se hubiera encontrado a gusto y hubiera podido discutir confiadamente los efectos de la abolición de las leyes del maíz o la perfidia de los corsarios franceses. Frente a la sala de espera había un despacho ocupado por una joven vestida hasta la cintura con botas negras y falda larga como una institutriz victoriana y por encima de la cintura como una lechera embarazada. Estaba escribiendo a máquina laboriosamente a una velocidad que explicaba las críticas de Maggie Hewson sobre la lentitud de la empresa. En respuesta a la pregunta de Dalgliesh, levantó la vista a través de una cortina de cabello lacio y dijo que el señor Robert no estaba en aquel momento, pero que regresaría al cabo de diez minutos. Comiendo con tranquilidad, se dijo Dalgliesh, y se resignó a esperar media hora.

Loder regresó a los veinte minutos. Dalgliesh lo oyó entrar en recepción dando alegres saltitos, luego se produjo un murmullo de voces y un segundo más tarde apareció en la sala de espera e invitó al visitante a acompañarlo a su despacho, que estaba en la parte posterior de la casa. Ni la habitación —pequeña, mal ventilada y desordenada— ni su dueño eran lo que Dalgliesh esperaba. Ninguno de los dos armonizaba con la casa. Bob Loder era un hombre de tez aceitunada, cuerpo robusto y rostro cuadrado, con la piel manchada, una palidez enfermiza y unos ojos pequeños y tristes. Su cabello liso y brillante era uniformemente oscuro —demasiado oscuro para ser del todo natural— con la excepción de una estrecha franja plateada en las sienes y la frente. Llevaba un bigote pulido y bien recortado sobre los labios, que eran tan rojos y húmedos que daba la impresión de que estaban a punto de rezumar sangre. Al observar las arrugas junto a los ojos y los fláccidos músculos del cuello, Dalgliesh sospechó que ni era tan joven ni tan vigoroso como se esforzaba en aparentar.

Saludó a Dalgliesh con una efusión y una afabilidad que parecían entonar tan poco con su carácter como con la ocasión. Sus maneras le recordaban a Dalgliesh algo de la desesperada cordialidad de los ex militares que no se habían acabado de adaptar a la vida civil, o quizás a un vendedor de coches con poca confianza en que el chasis y el motor aguantaran unidos el tiempo suficiente para terminar la venta.

Dalgliesh explicó brevemente la evidente razón de su visita.

—No supe que el padre Baddeley había muerto hasta que llegué a Toynton Grange, y la primera persona que me habló de la herencia que me había dejado fue la señora Hewson. Esto no tiene importancia. Seguramente todavía no les ha dado tiempo de escribirme, pero el señor Anstey desea tener la casa libre para el nuevo ocupante y he pensado que más valía que hablara con usted antes de llevarme los libros.

Loder asomó la cabeza por la puerta y pidió a gritos el expediente, que apareció en un tiempo sorprendente. Después de darle un repaso superficial, dijo:

—Muy bien, perfectamente. Perdone que no le hayamos escrito. No ha sido tanto por falta de tiempo como porque no teníamos dirección adonde dirigirnos. A nuestro querido anciano no se le ocurrió. El nombre me suena. ¿Debería reconocerlo?

—No lo creo. Quizás el padre Baddeley me nombró cuando vino a verlo. Tengo entendido que vino un par de días antes de caer enfermo.

—Exacto, el miércoles once por la tarde. Ahora que lo pienso, no era más que la segunda vez que nos veíamos. Antes me había consultado hace unos tres años, poco después de llegar a Toynton Grange. Quería redactar el testamento. No tenía gran cosa; pero como casi no gastaba, había acumulado una suma bastante respetable.

—¿Quién le habló de usted?

—Nadie. Nuestro querido anciano quería hacer testamento, sabía que necesitaba un abogado, cogió el autobús hasta Wareham y entró en el primer bufete que encontró. Me hallaba aquí por casualidad y lo atendí. Redacté el documento y, como le pareció bien, dos de nuestros empleados firmaron en calidad de testigos. Una cosa sí he decir del pobre anciano, fue el cliente más fácil que he tenido nunca.

—Me preguntaba si cuando vino a verlo el día once le consultó sobre alguna preocupación en concreto. En la última carta que me escribió daba a entender que le preocupaba algo. Si debo hacer alguna cosa… —Adam Dalgliesh dejó la frase en suspenso.

—Nuestro querido anciano vino con el espíritu algo alterado —dijo Loder alegremente—. Estaba considerando un cambio en el testamento, pero no se había acabado de decidir. Parecía pensar que no podía tener el dinero en el limbo hasta que se decidiera. Le dije: «Querido señor, si fallece usted esta noche, el dinero será para Wilfred Anstey y Toynton Grange. Si no quiere que sea así, debe decidir qué es lo que quiere, y yo redactaré un testamento nuevo. Pero el dinero existe, no desaparecerá. Y mientras no anule el testamento anterior ni lo cambie, sigue siendo válido».

—¿Le pareció que estaba en sus cabales?

—Sí, sí. Confuso quizá, pero más en la imaginación que en el entendimiento, no sé si me entiende. En cuanto se lo expliqué, lo entendió todo. Bueno, siempre lo había entendido, simplemente deseaba que el problema no existiera. Nos pasa a todos.

—Y al día siguiente lo ingresaron en el hospital y menos de quince días después el problema se resolvió.

—Sí, pobrecillo. Supongo que él habría dicho que lo solucionó la providencia. Desde luego la providencia puso en claro sus puntos de vista sin lugar a dudas.

—¿Le dio alguna idea de lo que lo preocupaba? No quiero interferir en el secreto profesional, pero tengo la impresión de que quería consultarme algo. Si deseaba hacerme algún encargo, me gustaría llevarlo a cabo. Y supongo que tengo la curiosidad de los policías por saber qué quería, por aclarar los asuntos inacabados.

—¿Policía? —¿Resultaba el brillo de la curiosidad y la sorpresa en aquellos ojos fatigados demasiado obvio para ser natural?— ¿Lo invitaba a título personal o profesional?

—Seguramente un poco de cada.

—Bueno, no veo qué puede usted hacer al respecto ahora. Aunque me hubiera dicho qué intenciones tenía con respecto al testamento y a quién quería dejar como beneficiario, es demasiado tarde para hacer algo.

Dalgliesh se preguntó si Loder pensaría en serio que esperaba recibir el dinero e intentaba averiguar si había manera de alterar el testamento del padre Baddeley.

—Lo sé. Y dudo que tuviera algo que ver con el testamento. Es extraño que no me escribiera para hablarme del legado, y que por lo visto dejara al principal beneficiario en la misma ignorancia.

Era un disparo totalmente a ciegas, pero dio en el blanco. Loder habló con precaución, con demasiada precaución.

—¿Ah, sí? Yo pensaba que la vergüenza que tendría que pasar era parte del dilema, la resistencia a desilusionar después de prometer. —Vaciló, y, como si pensara que había dicho demasiado o demasiado poco, añadió—: Wilfred Anstey podría confirmarlo. —Hizo otra pausa, como desconcertado por alguna sutil implicación de sus palabras y, evidentemente irritado por los retorcidos derroteros que había tomado la conversación, dijo con más fuerza—: Quiero decir que si Wilfred Anstey dice que no sabía que era el principal beneficiario, es que yo estoy equivocado. ¿Piensa quedarse mucho tiempo en Dorset?

—Menos de una semana, me imagino. Lo suficiente para mirar los libros y empaquetarlos.

—Ah, sí, los libros, claro. Quizás el padre Baddeley quería consultarle algo de eso. Es posible que pensara que una biblioteca de teología sería más una carga que un legado aceptable.

—Es posible. —Parecía que la conversación se había apagado. Se produjo un leve pero intenso silencio antes de que Dalgliesh dijera levantándose de la silla—: ¿Así, que usted sepa, lo único que le preocupaba era el problema del destino de su dinero? ¿No le consultó sobre algo más?

—No, nada. Pero si lo hubiera hecho es probable que no pudiera contárselo a usted sin romper el secreto profesional. No obstante, como no fue así, no veo motivo para decirle lo contrario. ¿Qué iba a tener que consultarme el pobre viejo? No tenía esposa, ni hijos, ni parientes, ni, que yo sepa, problemas familiares, ni siquiera coche, una vida intachable. ¿Para qué iba a necesitar un abogado aparte de para redactar el testamento?

Era un poco tarde para hablar de secretos profesionales, pensó Dalgliesh. En realidad, no había necesidad de que Loder le confiara que el padre Baddeley había pensado modificar el testamento. Dado que no había llegado a hacerlo, esa información era de las que un abogado prudente hubiera considerado mejor no revelar. Mientras Loder lo acompañaba a la puerta, Dalgliesh dijo en tono ligero:

—Probablemente, el testamento del padre Baddeley no produjo otra cosa que satisfacciones; sin embargo, no se puede decir lo mismo del de Victor Holroyd.

Los opacos ojos se llenaron de repente de luz, de un aire casi conspirador, y Loder dijo:

—¿Así que también se ha enterado de eso?

—Sí, pero me sorprende que lo sepa usted.

—Aquí, en el campo las noticias vuelan, ya lo sabe usted. En realidad, tengo amigos en Toynton, los Hewson. Bueno, más bien Maggie. Nos conocimos en el baile conservador del invierno pasado. Es una vida muy aburrida la que lleva allí encerrada en el acantilado, para una muchacha vital como ella.

—Sí, debe de serlo.

—Una chica notable, nuestra Maggie. Ella me contó lo del testamento de Holroyd. Creo que fue a Londres a ver a su hermano y se daba por sentado que quería hablar del testamento. Pero parece que al hermano mayor no le gustó lo que proponía Victor y le sugirió que volviera a pensarlo. Entonces Holroyd redactó solo el codicilo. No representaba grandes problemas para él. Toda la familia creció en el ambiente legal y Holroyd empezó a estudiar derecho antes de pasarse a magisterio.

—Tengo entendido que Holroyd y Martinson representan a la familia Anstey.

—Exacto, y desde hace cuatro generaciones. Es una lástima que el abuelo Anstey no los consultara antes de redactar su testamento. Ese caso fue una lección de insensatez por querer actuar como abogado de uno mismo. Bueno, buenas tardes, comandante. Lamento no haberle sido de más ayuda.

Al volverse mientras torcía la esquina de la calle South, Dalgliesh vio que Loder todavía lo observaba, con el reluciente cañón de bronce a los pies. El abogado había planteado varias cuestiones interesantes, y una de ellas era cómo conocía Loder su graduación.

Antes de dedicarse a las compras, debía atender una cosa más. Pasó por el hospital Christmas Close, que databa de principios del siglo XIX, pero no tuvo suerte. El hospital nada sabía del padre Baddeley; allí sólo se trataban casos crónicos. Si su amigo había sufrido un ataque al corazón, casi con toda seguridad lo habrían ingresado en la unidad de cuidados intensivos de un hospital general, tuviera la edad que tuviese. El cortés conserje sugirió que probara ya fuera en el Pool General Hospital de Blandford o el Victoria Hospital de Wimborne, y le indicó con amabilidad dónde estaba el teléfono público más próximo.

En primer lugar llamó al Pool Hospital, que era el que estaba más cerca, y tuvo más suerte de la que esperaba. La empleada que contestó al teléfono era diligente. Con la fecha en que el padre Baddeley fue dado de alta pudo confirmar que el reverendo había sido tratado allí y comunicó a Dalgliesh con el departamento apropiado. Contestó una enfermera.

Sí, recordaba al padre Baddeley. No, no sabían que había muerto. Pronunció las convencionales palabras de pésame y logró que parecieran sinceras. Seguidamente fue a buscar a la enfermera Breagan, que solía ocuparse de echar las cartas de los pacientes al correo y quizá podría ayudar al comandante Dalgliesh.

Era consciente de que su graduación tenía algo que ver con la amabilidad que demostraban, pero no todo.

Eran mujeres amables que estaban dispuestas a tomarse molestias incluso por un extraño. Le explicó su situación a la enfermera Breagan.

—Verá usted, yo no sabía que mi amigo había muerto hasta que llegué ayer a Toynton Grange. Me había prometido devolverme los documentos en los que estábamos trabajando, pero no están entre sus cosas y querría saber si me los mandó desde el hospital, ya sea a mi dirección de Londres o a Scotland Yard.

—Bueno, comandante, el padre no se dedicaba mucho a escribir; a leer sí, pero no a escribir. Sin embargo, echó dos cartas al correo. Que yo recuerde, eran las dos locales. Tengo que mirar las direcciones para echarlas en la ranura correspondiente. ¿La fecha? Pues, no me acuerdo, pero no me las dio las dos juntas.

—Esas dos cartas que mandó a Toynton, ¿eran una para el señor Anstey y la otra para la señorita Willison?

—Ahora que lo dice, comandante, me parece recordar esos nombres, pero no estoy segura.

—Tiene usted muy buena memoria. ¿Y está segura de que sólo mandó dos cartas?

—Bastante segura, sí. A no ser que otra enfermera le echara alguna carta más, y eso no sería fácil de averiguar. Algunas han cambiado de departamento. Pero no lo creo. Por lo general yo me encargo de eso. Y no era muy dado a escribir, por eso recuerdo que mandó dos cartas.

Podía ser significativa o no, pero la información había merecido la pena. Si el padre Baddeley había concertado una cita para la noche que regresara a casa, debía de haberlo hecho o bien telefoneando desde el hospital una vez se hallara suficientemente recuperado, o por carta.

Y en Toynton Grange, sólo los Hewson y Julius Court tenían teléfono. Pero es posible que le fuera más cómodo escribir. En la carta a Grace Willison la citaría para confesarla. La dirigida a Anstey podía ser la carta de condolencia por la muerte de Holroyd de que le habían hablado. Pero, por otra parte, también podía no serlo.

Antes de colgar, preguntó si el padre Baddeley había llamado por teléfono desde el hospital.

—Llamó una vez, que yo sepa. Fue cuando ya estaba levantado. Bajó a llamar desde la sala de espera de la consulta externa y me preguntó si tenía un listín de Londres. Por eso me acuerdo.

—¿A qué hora fue eso?

—Por la mañana. Justo antes de que yo terminara la guardia a las doce.

Así pues, el padre Baddeley necesitaba llamar a Londres, a un número que hubo de buscar. Y llamó no por la noche, sino en horas de oficina. Dalgliesh podía hacer una averiguación inmediata, pero decidió esperar.

Se dijo que hasta entonces nada había descubierto que justificara su intervención, aunque fuera a título personal. Y aunque hubiera descubierto algo, ¿adónde lo llevarían todas las sospechas, todas las pistas? A un puñado de huesos molidos enterrados en un cementerio de Toynton, nada más.