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Antes de salir hacia Wareham, Dalgliesh le escribió a Bill Moriarty, de Scotland Yard. Le dio la escueta información que tenía sobre los pacientes y el personal de Toynton Grange y le preguntó si oficialmente se sabía algo. Se imaginaba cómo reaccionaría Bill a la carta, del mismo modo que adivinaba el estilo de su respuesta. Moriarty era un detective de primera categoría, pero excepto, por suerte, en los informes oficiales, adoptaba un estilo jocoso, falsamente jovial cuando hablaba o escribía sobre sus casos, como si estuviera ansioso por descontaminar la violencia con humor, o por demostrar su profesional sangre fría frente a la muerte. Pero si el estilo de Moriarty era sospechoso, su información era invariablemente detallada y exacta. Y, lo que era más, llegaría con rapidez.

Cuando se detuvo en el pueblo de Toynton a echar la carta, Dalgliesh tomó la precaución de telefonear antes de presentarse en la comisaría del distrito. Por lo tanto su llegada estaba prevista. El comisario, que había tenido que ausentarse inesperadamente para asistir a una reunión con el guardia en jefe, había dejado instrucciones para que le comunicaran sus disculpas al visitante y lo distrajeran en su ausencia. Las últimas palabras que le dijo al inspector Daniel fueron:

—Lamento no estar aquí cuando llegue el comandante. Lo conocí el año pasado en una conferencia que dio en Bramshill. Al menos mitiga la arrogancia de los metropolitanos con buena educación y una plausible exhibición de humildad. Resulta refrescante conocer a alguien procedente del humo que no trate a las fuerzas de provincias como si reclutáramos al personal poniendo cebos de carne cruda atada a un palo en las entradas de las cuevas. Es posible que sea la niña de los ojos del gobernador, pero es un buen poli.

—¿No es poeta, señor?

—Yo no trataría de congraciarme con él mencionándolo. Yo invento crucigramas por afición, cosa que probablemente requiere el mismo nivel intelectual, pero no espero que la gente me alabe por ello. He sacado su último libro de la biblioteca. Cicatrices invisibles. ¿Le parece a usted un título irónico tratándose de un poli?

—No lo sé, señor, sin haber leído el libro…

—Yo sólo entendí un poema de cada tres, y es posible que ni siquiera eso. Supongo que no ha dicho a qué debíamos el honor.

—No, señor, pero como se aloja en Toynton Grange, es posible que le interese el caso Holroyd.

—No sé por qué va a interesarle, pero más vale que avise al sargento Varney.

—Le he pedido a Varney que almuerce con nosotros, señor. La taberna de siempre me ha parecido apropiada.

—¿Por qué no? Que vea el comandante cómo vivimos los pobres.

Así pues, tras los preliminares usuales establecidos por los cánones de la cortesía, Dalgliesh fue invitado a almorzar en The Duke’s Arms. Era una taberna poco atractiva que no se veía desde la calle High. Se accedía a ella por un oscuro callejón que se abría entre un almacén de maíz y una de esas tiendas en las que se vende de todo, habituales en las poblaciones rurales, de cuyo techo cuelgan todos los aperos posibles de jardinería, un variado muestrario de cubos de latón, tinas, escobas, cuerdas, teteras de aluminio y correas de perro, envuelto todo en un potente olor a parafina y trementina. El inspector Daniel y el sargento Varney fueron saludados sin efusión pero con evidente satisfacción por el fornido patrón, que iba en mangas de camisa. Evidentemente, se trataba de un tabernero que podía permitirse recibir la noticia en su bar sin miedo a adquirir mala fama. El establecimiento estaba abarrotado, lleno de humo y del zumbido de voces de Dorset. Daniel abrió la marcha por un estrecho corredor que olía penetrantemente a cerveza y ligeramente a orina hasta un inesperado patio soleado con el suelo cubierto de grava. En el centro había un cerezo cuyo tronco estaba rodeado por un banco de madera, y media docena de robustas mesas y sillas complementaban el conjunto en la zona enlosada circundante. El patio estaba desierto. La clientela seguramente se pasaba demasiado tiempo de su vida al aire libre para considerarlo una alternativa deseable a la camaradería del bar, abrigado y lleno de humo, mientras que los turistas que lo hubieran agradecido no era probable que entraran en The Duke’s Arms.

Sin que lo llamaran, el tabernero les sirvió dos pintas de cerveza, un plato de panecillos con queso, un bote de salsa chutney casera y un gran cuenco de tomates. Dalgliesh dijo que tomaría lo mismo. La cerveza resultó excelente, el queso era cheddar inglés y el pan estaba recién hecho y no era la papilla sin consistencia de algunos hornos de producción en gran escala. La mantequilla no llevaba sal y los tomates sabían a sol. Comieron juntos en silenciosa camaradería.

El inspector Daniel era un hombretón impasible de metro ochenta y cinco, con una mata de cabello canoso, fuerte y rebelde y un rostro saludable tostado por el sol. Parecía que se acercaba a la edad de la jubilación. Tenía unos inquietos ojos negros que se movían perpetuamente de un rostro a otro con una expresión divertida, indulgente y en cierta medida de satisfacción consigo mismo, como si se sintiera responsable de la conducta del mundo y, en conjunto, considerara que no lo hacía demasiado mal. El contraste entre aquellos ojos brillantes e inquietos, sus movimientos pausados y su voz todavía más flemática de hombre del campo resultaba desconcertante.

El sargento Varney era cinco centímetros más bajo y tenía un rostro redondo, dulce e infantil en el cual la experiencia no había dejado rastro alguno hasta el momento. Parecía muy joven, el prototipo del agente cuyo aspecto juvenil y atractivo provoca la perenne queja por parte de la ciudadanía de mediana edad en el sentido de que los policías cada día son más jóvenes. Trataba a sus superiores con afabilidad y respeto, pero sin servilismo ni excesiva deferencia. Dalgliesh sospechó que disfrutaba de una inmensa confianza en sí mismo que le costaba cierto trabajo ocultar. Cuando habló de la investigación de la muerte de Holroyd, Dalgliesh comprendió por qué. Era un agente joven, inteligente y muy competente, que sabía exactamente adónde iba y cómo pensaba llegar.

Dalgliesh expuso sumaria y cuidadosamente lo que lo había llevado allí.

—Cuando recibí la carta del padre Baddeley, yo estaba enfermo, y cuando llegué aquí ya había muerto. Supongo que lo que me quería consultar no era importante, pero tengo cierta mala conciencia por haberle fallado. Me ha parecido conveniente comentárselo a ustedes para ver si ocurría algo en Toynton Grange que pudiera preocuparlo. He de decir que me parece muy importante. Me han hablado de la muerte de Victor Holroyd, naturalmente, pero eso ocurrió al día siguiente de que me escribiera el padre Baddeley. Sin embargo, sí he pensado que lo que le preocupaba podía ser algo que condujera a la muerte de Holroyd.

—No encontramos pruebas de que la muerte de Holroyd estuviera relacionada con alguien más que consigo mismo —dijo el sargento Varney—. Como supongo que sabrá, la conclusión de la investigación fue que se trató de una muerte accidental. El doctor Maskell consultó con un jurado y, en mi opinión, se alegró del veredicto. El señor Anstey es muy respetado en la comarca, aunque en Toynton Grange se comuniquen poco con el exterior, y nadie quería incrementar su angustia. Pero a mi modo de ver, señor, era un caso claro de suicidio. Parece que Holroyd se dejó llevar por un impulso. No era el día que solía salir de paseo y parece ser que lo decidió de repente. Disponemos de las declaraciones de la señorita Grace Willison y de la señora Ursula Hollis, que estaban con Holroyd en el patio, en el sentido de que llamó a Dennis Lerner y casi lo obligó a sacarlo. Lerner testificó que durante el trayecto estaba de especial mal humor y que cuando llegaron al lugar habitual se puso tan impertinente que Lerner cogió su libro y se acomodó a cierta distancia de la silla. Allí es donde lo vio el señor Julius Court, quien al parecer se encontraba en la cima de la loma justo a tiempo para ver cómo la silla se precipitaba hacia delante, bajaba por la pendiente y caía por el precipicio. Cuando examiné el terreno a la mañana siguiente, todavía se distinguía, por las flores rotas y la hierba aplastada, dónde se había tendido Lerner, y su libro Geología de la costa de Dorset , estaba aún donde lo había dejado. A mí me parece, señor, que Holroyd lo provocó deliberadamente para que se alejara de la silla y así no pudiera alcanzarlo a tiempo una vez hubiera soltado los frenos.

—¿Explicó Lerner en el tribunal lo que le dijo Holroyd exactamente?

—No lo especificó, señor, pero me dio a entender que lo provocó diciendo que era homosexual, que no cumplía con su cometido en Toynton Grange, que buscaba una vida fácil y que era grosero e incompetente.

—Pues parece que especificó bastante. ¿Qué parte de verdad hay en ello?

—Es difícil de decir, señor. Es posible que todo sea cierto, incluido lo primero, lo cual no quiere decir que le gustara que Holroyd se lo dijera.

—No es grosero —interrumpió el inspector Daniel—, eso está comprobado. Mi hermana Ella trabaja de enfermera en el asilo de Meadowlands, cerca de Swanage. La señora Lerner, que tiene más de ochenta años, vive allí. Su hijo la va a ver con frecuencia, y no duda en echar una mano cuando hay qué hacer. Es extraño que no quiera trabajar allí, pero quizá no sea mala idea no mezclar la vida privada con la profesional. Y es posible que no haya un puesto de practicante vacante. Sin duda, siente también cierta lealtad hacia Wilfred Anstey. Pero Ella tiene a Dennis Lerner en muy buen concepto. Un buen hijo, así es como lo describe. Y debe de dedicar la mayor parte del sueldo a tener a su madre en Meadowlands. Como todos los sitios buenos, no es barato. No, yo diría que Holroyd era un individuo imposible. En Toynton Grange estarán mucho más contentos sin él.

—Es una manera un poco arriesgada de suicidarse —dijo Dalgliesh—. Lo que me sorprende es que consiguiera hacer avanzar la silla.

—A mí también me sorprendió —declaró el sargento Varney después de tomar un prolongado sorbo de cerveza—. No pudimos recuperar la silla entera, de modo que nos fue imposible experimentar con ella. Pero Holroyd era robusto, calculo que pesaba unos tres kilos más que yo, y yo probé una de las sillas más viejas de Toynton Grange, el modelo más parecido al de él. Si el terreno era lo bastante firme y la pendiente de más de treinta grados la podía hacer avanzar con un impulso fuerte. Julius Court declaró que vio que el cuerpo de Holroyd daba una sacudida, pero que desde donde estaba no distinguía si era para impulsar la silla o como reacción espontánea al susto de encontrarse en movimiento. Y hay que recordar que era el único método para matarse que tenía a su alcance. Estaba casi totalmente imposibilitado. Lo más fácil hubiera sido drogarse, pero todos los medicamentos están bajo llave en el consultorio del primer piso; no tenía posibilidades de hacerse con algo peligroso sin ayuda. Podía haber intentado ahorcarse con una toalla del cuarto de baño, pero las puertas no tienen cerradura. Naturalmente es una precaución ante la eventualidad de que los pacientes sufran algún percance y les sea imposible pedir ayuda, pero implica falta de intimidad.

—¿Y un posible defecto de la silla?

—Ya se me había ocurrido, y fue debidamente planteado en la investigación. Pero sólo recuperamos el asiento y una de las ruedas de la silla. Las dos piezas laterales que llevaban los frenos de mano y la barra transversal con los trinquetes no se encontraron.

—Justamente las partes de la silla en las que se hubieran podido ver los defectos de los frenos, ya fueran de origen natural o deliberado.

—Si las hubiéramos encontrado a tiempo y el mar no las hubiera estropeado demasiado. Pero no las encontramos. El cuerpo se había desprendido de la silla en el aire o al recibir el impacto, y Court, como es natural, se concentró en recuperar el cadáver. El oleaje lo zarandeaba, los pantalones estaban llenos de agua y pesaba demasiado para transportarlo a mucha distancia. Pero le metió la toalla por el cinturón y consiguió sujetarlo hasta que llegó la ayuda en las personas del señor Anstey, el doctor Hewson, la hermana Moxon y Albert Philby, el mozo, con una camilla. Entre todos pusieron el cadáver encima y regresaron trabajosamente a Toynton Grange por la playa. Entonces nos llamaron. En cuanto llegaron a casa al señor Court se le ocurrió que la silla también debería recuperarse para examinarla y mandó a Philby a buscarla. La hermana Moxon se ofreció a acompañarlo. La marea se había retirado unos veinte metros y encontraron la parte central, es decir el asiento y el respaldo, y una de las ruedas.

—Me sorprende que Dorothy Moxon fuera a buscar la silla, lo más lógico es que se hubiera quedado con los pacientes.

—Eso me parece a mí, pero Anstey se negó a salir de Toynton Grange y el doctor Hewson pensó que su lugar estaba junto al cadáver. La enfermera Rainer tenía la tarde libre y allí no había nadie más, si excluimos a la señora Millicent Hammitt, y no creo que a alguien se le ocurriera contar con ella. Parecía importante que fueran dos los pares de ojos que buscaran la silla antes de que oscureciera.

—¿Y Julius Court?

—El señor Court y el señor Lerner pensaron que debían estar en Toynton Grange cuando llegáramos nosotros.

—Muy bien pensado. Y cuando llegaron sin duda estaba demasiado oscuro para rastrear el terreno debidamente.

—Sí. Eran las siete y catorce. Aparte tomar las declaraciones y disponer que el cadáver se trasladara a la funeraria, poco podíamos hacer hasta la mañana siguiente. No sé si ha visto esa playa con la marea baja. Parece una enorme lámina de caramelo de melaza negra que un gigante prodigioso se haya divertido en aplastar con un martillo gigantesco. Hicimos una búsqueda bastante intensa en una amplia zona, pero si las piezas metálicas están en las grietas que hay entre algunas rocas haría falta un detector de metales para localizarlas, con suerte, y material para recuperarlas. A mi modo de ver, lo más probable es que hayan quedado enterradas bajo las piedras. Con la marea alta hay mucha turbulencia.

—¿Hay algún motivo para suponer que Holroyd sintiera de repente impulsos suicidas? —dijo Dalgliesh—. Quiero decir… ¿por qué eligió ese momento?

—Yo también lo pregunté. Una semana antes, es decir el 5 de septiembre, el señor Court, junto con el doctor y la señora Hewson, lo llevaron a Londres en el coche de Court para ver a sus abogados y a un médico del hospital St. Saviour. Es el hospital donde se formó el doctor Hewson. Deduzco que al señor Holroyd no le dieron muchas esperanzas de que fuera posible hacer algo más por él. El doctor Hewson dijo que la noticia no pareció deprimirlo mucho. No esperaba otra cosa. El doctor Hewson me dio a entender más o menos que Holroyd había insistido en realizar la consulta simplemente para que lo llevaran a Londres. Era un hombre inquieto y le gustaba alejarse de Toynton Grange de vez en cuando. El señor Court pensaba hacer el viaje de todas maneras y les ofreció su coche. Tanto la enfermera jefe, la señora Moxon, como el señor Anstey insistieron en que Holroyd no regresó especialmente deprimido, pero, claro, tienen cierto interés en desacreditar la teoría de suicidio. Los pacientes me contaron una historia bastante distinta. Después de su regreso, observaron un cambio en Holroyd. No dijeron que estuviera deprimido, pero tampoco era más fácil convivir con él. Dijeron que estaba nervioso. La señorita Willison lo calificó de exaltado. Dijo que parecía que estaba tomando alguna decisión. No creo que le quepa duda alguna de que Holroyd se suicidó. Cuando la interrogué se mostró muy alterada por la idea y angustiada por el señor Anstey. No quería creerlo, pero no tenía otro remedio.

—¿Y la visita de Holroyd a su abogado? ¿Se enteraría allí de algo que lo intranquilizara?

—Es un bufete familiar muy antiguo, Holroyd y Martinson, de Bedford Row. El hermano mayor de Holroyd es el socio principal. Lo llamé pero no saqué gran cosa. Según él, la visita fue casi por completo de índole social y Victor no estaba más deprimido que de costumbre. Nunca se habían llevado muy bien, pero el señor Martin Holroyd iba a ver a su hermano alguna que otra vez, sobre todo cuando tenía que hablar con el señor Anstey sobre sus asuntos.

—¿Quiere decir que Holroyd y Martinson son los abogados de Anstey?

—Hace más de ciento cincuenta años que representan a la familia, tengo entendido. Es una relación que viene de antiguo. Por eso Victor Holroyd se enteró de la existencia de Toynton Grange. Fue el primer paciente de Anstey.

—¿Y la silla? ¿No sería posible que alguien de Toynton Grange la saboteara, ya fuera el día que murió Holroyd o la noche anterior?

—Philby, claro. Tuvo la mejor oportunidad, pero pudieron haberlo hecho varias personas. La pesada silla de Anstey, la que usaba para estos paseos, se guardaba en el taller que hay al final del pasillo de la ampliación sur. No sé si lo sabe, pero es accesible incluso en silla de ruedas. Fundamentalmente, es Philby el que trabaja allí. Tiene las herramientas corrientes de carpintería y algunas de metalistería. Pero los pacientes también pueden utilizarlo y se les alienta a ayudarlo o a dedicarse a sus propias aficiones. Holroyd hacía sencillos trabajos de carpintería antes de empeorar, y el señor Carwardine hace figuras de arcilla de vez en cuando. Las mujeres no suelen usarlo, pero no sería extraño ver a uno de los hombres por allí.

—Carwardine me dijo que estaba en el taller cuando Philby engrasó y comprobó los frenos a las nueve menos cuarto —declaró Dalgliesh.

—Eso es más de lo que me dijo a mí. Me dio la impresión de que no había visto exactamente qué hacía Philby. Y éste se mostró algo evasivo sobre si comprobó o no los frenos. No me extrañó. Era evidente que todos querían que pareciera un accidente si eso no debía inducir al juez investigador a entrar en demasiadas consideraciones sobre una posible negligencia. Sin embargo, yo tuve algo de suerte cuando les pregunté por la mañana de la muerte de Holroyd. Después de desayunar, Philby bajó al taller; serían las nueve menos cuarto. No estuvo allí más de una hora y cuando se fue cerró la puerta con llave. Estaba encolando unas cosas y no quería que alguien las tocara. Me dio la impresión de que Philby piensa que el taller es dominio suyo y no le hace demasiada gracia que lo usen los pacientes. De cualquier modo, se metió la llave en el bolsillo y no volvió a abrir la puerta hasta que Lerner le pidió la llave con alboroto para sacar la silla de Holroyd poco antes de las cuatro. Suponiendo que Philby dijera la verdad, las únicas personas en Toynton Grange que carecen de coartada en el período en que estuvo abierto el taller a primeras horas de la mañana del 12 de septiembre son el señor Anstey, el propio Holroyd, el señor Carwardine, la hermana Moxon y la señora Hewson. El señor Court estaba en Londres y no llegó a su casa hasta poco antes de que salieran Lerner y Holroyd. Lerner está también libre de sospecha. Se hallaba con los pacientes en todos los momentos importantes.

Aquello estaba muy bien, pensó Dalgliesh, pero en realidad demostraba muy poca cosa. El taller quedó abierto después de que se marcharan Carwardine y Philby, y presumiblemente estuvo abierto toda la noche.

—No olvidó usted detalle, sargento —dijo—. ¿Consiguió descubrir todo esto sin alarmarlos demasiado?

—Eso creo. No creo que pensaran ni un instante que el responsable podía ser otro. Lo interpretaron como que estaba comprobando si Holroyd tuvo la oportunidad de manipular la silla. Y, si se trucó deliberadamente, yo soy del parecer de que lo hizo él mismo. Por lo que he oído, era un hombre avieso. Es probable que le divirtiera pensar que cuando se recuperara la silla del mar y se descubriera el daño, todos los habitantes de Toynton Grange serían sospechosos. Tal idea debía de complacerlo.

—Pero me resulta difícil creer que ambos frenos fallaran al mismo tiempo y de manera accidental —dijo Dalgliesh—. He visto las sillas. El sistema de frenado es muy sencillo, pero efectivo y seguro. Y casi resulta igualmente difícil imaginar que hubo un sabotaje deliberado. ¿Cómo podía fiarse el asesino de que los frenos fallaran en ese preciso momento? Lerner o Holroyd podían comprobarlos antes de salir. El defecto podía ser descubierto al detener la silla en la cima del acantilado e incluso durante el trayecto. Además, por lo visto nadie sabía que Holroyd iba a insistir en salir esa tarde. Ah, ¿qué ocurrió exactamente en la cima del acantilado? ¿Quién le echó el freno a la silla?

—Según Lerner, Holroyd. Lerner admite que no miró los frenos ni una sola vez. Lo único que puede decir es que no observó nada anormal en la silla. No usaron los frenos hasta que llegaron al lugar donde solían detenerse.

Se produjo un instante de silencio. Habían terminado de comer y el inspector Daniel se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de tweed y sacó su pipa. Mientras acariciaba la cazoleta con el dedo gordo antes de cargarla, dijo:

—¿No le preocupa nada de la muerte del anciano?

—Médicamente ya le habían diagnosticado una muerte próxima y murió en circunstancias poco convenientes para mí. Me preocupa no haber llegado a tiempo para oír lo que le rondaba por la cabeza, pero es una preocupación personal. Como policía, me gustaría saber quién fue la última persona que lo vio antes de morir. Oficialmente fue Grace Willison, pero tengo la sensación de que tuvo otra visita, otro penitente. Cuando lo encontraron a la mañana siguiente llevaba la estola puesta. Falta su diario y alguien había abierto su escritorio. Puesto que hace más de veinte años que no veía al padre Baddeley, es muy poco lógico por mi parte estar tan seguro de que no fue él mismo.

El sargento Varney se volvió hacia el inspector.

—¿Cuál sería la posición teológica si alguien se confesara con un sacerdote, fuera absuelto y luego lo matara para asegurarse de que no abriría la boca? ¿Sería válida la confesión? —El joven rostro adquirió una expresión grave muy poco natural; era imposible discernir si la pregunta era seria, si se trataba de un chiste dirigido al inspector o si existía algún otro sutil motivo. Daniel se sacó la pipa de la boca.

—¡Dios mío! ¡Vosotros los jóvenes sois un atajo de ateos ignorantes! Cuando yo era pequeño, iba a catequesis y echaba centavos en la bandeja para los niños negros no era ni la mitad de ignorante que vosotros. Créeme, chico, de nada le serviría, ni teológicamente ni de cualquier otra manera. —Y volviéndose hacia Dalgliesh, añadió—: ¿Así que llevaba la estola puesta? Eso es interesante.

—A mí me lo ha parecido.

—Pero tampoco es tan extraño. A lo mejor estaba solo y sintió que se moría. Quizá se encontraba más cómodo llevándola puesta. ¿No le parece?

—No sé lo que haría, ni lo que pensaría. En los últimos veinte años no me ha interesado saberlo.

—Y el escritorio forzado… A lo mejor decidió empezar a destruir sus papeles y no se acordaba de dónde había dejado la llave.

—Es perfectamente posible.

—¿Lo incineraron?

—Sí, a instancias de la señora Hammitt, y enterraron sus cenizas según el rito de la Iglesia anglicana.

El inspector Daniel no dijo más. Mientras se levantaban para marcharse, Dalgliesh pensó amargamente que no había más que decir.