Era una mañana cálida y brumosa con un cielo de nubes bajas. Cuando abandonó el valle y enfiló laboriosamente el camino del acantilado, una débil llovizna comenzó a salpicarlo de gotas lentas y pesadas. El mar era de un azul lechoso, indolente y opaco; las grandes olas marcadas por los hoyitos de la lluvia y estampadas con cambiantes dibujos de espuma. Un olor a otoño impregnaba el aire como si alguien estuviera quemando hojas en un lejano lugar sin que lo delatara siquiera un jirón de humo. El angosto sendero ascendía bordeando el acantilado, ahora lo suficientemente cerca para producirle una breve y vertiginosa ilusión de peligro, ahora serpenteando hacia el interior entre un revoltijo de helechos color bronce azotados por el viento y zarzales bajos de bayas rojas y negras, prietas y menudas en comparación con los suculentos frutos de los setos del interior. El promontorio estaba dividido por muros bajos de piedra medio derruidos y salpicado de pequeñas rocas calizas. Algunas, medio enterradas, asomaban oblicuamente del suelo como reliquias de un desordenado cementerio.
Dalgliesh andaba con precaución. Era el primer paseo campestre que daba desde la enfermedad. Las exigencias de su trabajo hacían del paseo un placer raro y especial. Ahora avanzaba con algo de la inseguridad de los primeros pasos vacilantes de la convalecencia en que los músculos y los sentidos redescubren los placeres que recuerdan, no con agudo deleite, sino con la plácida aceptación de lo conocido: los breves trinos metálicos y las toscas notas de los sacristanes que revoloteaban entre las zarzas; una solitaria gaviota de cabeza negra inmóvil como el mascarón de un barco sobre un risco; las matas de hinojo marino con las umbelas teñidas de rojo y los dientes de león amarillos, vistosos puntitos en la apagada hierba otoñal.
Al cabo de casi diez minutos de andar, el camino del acantilado iniciaba un suave descenso y luego se veía cortado por un angosto sendero que discurría perpendicularmente desde el borde del precipicio hacia el interior. A unos seis metros del mar desembocaba en un llano ligeramente inclinado de hierba y musgo verde vivo. Dalgliesh se detuvo de repente como si acabara de acordarse de algo. Aquél debía de ser el lugar que había elegido Victor Holroyd, el lugar desde el cual se había lanzado a la muerte. Durante un momento pensó que ojalá no se hubiera interpuesto de manera tan molesta en su camino. La idea de la muerte violenta interrumpió desagradablemente su euforia. Pero captaba la atracción del lugar. El camino quedaba oculto y al abrigo del viento y reinaba una sensación de intimidad y paz, una paz precaria para un hombre cautivo en una silla de ruedas cuyo equilibrio entre la vida y la muerte sólo era sostenido por el poder de los frenos. Pero ello podía constituir parte de la atracción. Quizá sólo allí, asomado al mar en aquel solitario enclave de hierba verde, podía Holroyd, frustrado y confinado a una silla, hacerse una ilusión de libertad, de controlar su destino. Era posible que siempre hubiera tenido intención de hacer allí su último esfuerzo por conseguir la liberación, mientras insistía mes tras mes en que lo llevaran al mismo sitio, esperando la oportunidad para que en Toynton Grange nadie sospechara de su verdadero propósito. Instintivamente, Dalgliesh se puso a estudiar el terreno. Habían transcurrido más de tres semanas desde la muerte de Holroyd, pero pensó que tal vez podría distinguir aún en la hierba el ligero hundimiento producido por las ruedas y, con menos claridad, las señales de las pisadas de los policías.
Se aproximó al borde del precipicio y miró hacia abajo. La vista, espectacular y aterradora, lo dejó sin respiración. El acantilado había cambiado y aquí la piedra caliza había dejado paso a una pared casi vertical de arcilla negruzca entremezclada con piedra calcárea. Casi cuarenta y cinco metros más abajo, el acantilado topaba con una amplia calzada de fisuras y peñascos, losas y amorfos pedazos de roca azulnegruzco que salpicaban la orilla como si una mano gigantesca los hubiera esparcido en salvaje desorden. La marea estaba baja y la línea oblicua de espuma serpenteaba perezosamente entre las rocas más alejadas. Mientras miraba este caótico y pavoroso erial de piedra y mar, y trataba de imaginarse lo que la caída debía de haberle hecho a Holroyd, el sol aparecía intermitentemente tras las nubes y una franja de luz evolucionaba por el promontorio posándose cálida como una mano en su nuca, dorando los helechos, dando brillo a las rocas diseminadas en el borde del precipicio. Pero dejaba la orilla en la sombra, siniestra e inhospitalaria. Momentáneamente, creyó estar viendo una estremecedora orilla maldita en la que el sol nunca brillara.
Dalgliesh se dirigía a la torre negra señalada en el mapa del padre Baddeley, no tanto por la curiosidad por verla como por la necesidad de poner una meta a su paseo. Todavía pensando en la muerte de Victor Holroyd, llegó a la torre casi inesperadamente. Era una extravagancia achaparrada e imponente, circular en unos dos tercios de su altura, pero rematada por una cúpula octogonal como un pimentero perforado por ocho angostas ventanas acristaladas, rosa de los vientos de luz reflejada que le confería cierto aspecto de faro. La torre le intrigó y la rodeó palpando las negras paredes. Vio que había sido construida con bloques de piedra caliza, pero recubierta de pizarra negra, como si la hubieran decorado caprichosamente con bolitas de azabache bruñido. En algunos lugares la pizarra se había desprendido, lo que daba a la torre un aspecto jaspeado; junto a la base de los muros, fragmentos de pizarra nacarada salpicaban el suelo y relucían entre la hierba. Hacia el norte y protegido del mar, había un revoltijo de plantas, como si alguien hubiera tratado alguna vez de cultivar un jardincito.
Ahora ya no quedaba más que una desaliñada mata de ásteres silvestres, unos macizos de antirrinos de reproducción espontánea, caléndulas y mastuerzos, y una única rosa descolorida con dos raquíticos capullitos blancos, el tallo doblado contra el muro, como si se hubiera resignado a recibir la primera escarcha.
Hacia el este había un porche de piedra labrada que cubría una puerta de roble con herrajes metálicos. Dalgliesh alzó el pesado tirador y lo hizo girar con dificultad. Pero la puerta estaba cerrada con llave. Al levantar la vista vio que en la pared del porche había una placa de tosca piedra con una inscripción labrada:
En esta torre murió Wilfred Mancroft Anstey
el 27 de octubre de 1887 a los 69 años
conceptio culpa nasci pena labor vita necessi mori
Adam de San Víctor ad 1129
Extraño epitafio para un caballero victoriano terrateniente y extraño lugar para morir. El actual propietario de Toynton Grange quizás había heredado de él cierto grado de excentricidad. conceptio culpa: el hombre moderno había descartado la teología del pecado original junto con otros dogmas molestos; ya en 1887 debía de estar en decadencia. nasci pena: la anestesia había contribuido misericordiosamente a invalidar esa dogmática aserción. labor vita: no si la tecnología del siglo XX podía evitarlo. necessi mori: ah, ésa es la cuestión. La muerte. Uno podría hacer caso omiso de ella, temerla o incluso esperarla con ansia, pero nunca vencerla. Seguía siendo igual de aparatosa, pero más duradera que aquellas piedras conmemorativas. La muerte: la misma ayer, hoy y siempre. ¿Habría elegido Wilfred Mancroft Anstey aquel austero memento mori y habría hallado consuelo en él?
Continuó andando a lo largo del borde del acantilado, rodeando una pequeña bahía de guijarros. A unos veinte metros había un tosco sendero que descendía hasta la playa, empinado y probablemente traicionero cuando estuviera húmedo, pero evidentemente en parte resultado de una feliz disposición natural de la cara de la roca y en parte obra de la mano del hombre. No obstante, justo debajo de él, el precipicio era una pared casi vertical de piedra caliza. Vio con sorpresa que incluso a aquella temprana hora había dos escaladores provistos de cuerdas colgados de la roca. Al instante identificó la figura más próxima, que llevaba la cabeza descubierta; era Julius Court. Cuando la segunda alzó la vista, Dalgliesh alcanzó a distinguir bajo el casco rojo el rostro de Dennis Lerner.
Ascendían lenta pero competentemente, con tal competencia que no le acometió la tentación de retroceder por si la inesperada visión de un espectador les hacía perder la concentración. Se notaba que no era la primera vez que lo hacían; estaban familiarizados con la ruta y las técnicas. Ahora habían llegado al último tramo. Al contemplar los movimientos suaves y sosegados de Court, agarrándose como una sanguijuela con las extremidades extendidas a la superficie de la roca, se encontró reviviendo ascensiones de su juventud y trepando con ellos, realizando mentalmente cada etapa. Cruzar a la derecha unos cuatro metros y medio usando clavija; subir con dificultad; luego continuar hasta un pequeño pináculo; ganar el saliente siguiente por una repisa; superar la grieta con la ayuda de dos clavijas y un mosquetón hasta la hendidura horizontal; seguir nuevamente la grieta hasta un pequeño saliente de la esquina; por fin, trepar hasta la cima con la ayuda de dos clavijas.
Diez minutos más tarde, Dalgliesh se acercaba lentamente al lugar donde Julius Court asomaba los hombros por el borde del precipicio. El escalador se alzó y se puso en pie, jadeando ligeramente, junto a Dalgliesh. Sin hablar, colocó una clavija en la grieta de una roca que había junto a uno de los peñascos, pasó un mosquetón por la clavija, se lo aseguró a la cintura y comenzó a tirar de la soga. Seguidamente se oyó un grito alegre procedente de la pared. Julius volvió a colocarse contra el peñasco, con la cuerda en torno de la cintura, gritó «Sube cuando estés listo», y empezó a pasar la soga centímetro a centímetro por sus cuidadosas manos. Menos de un cuarto de hora después, Dennis Lerner estaba junto a él y comenzaba a enrollar la cuerda. Parpadeando rápidamente, Dennis se quitó las gafas de montura metálica, se secó lo que podían ser salpicaduras del mar o gotas de lluvia de la cara y volvió a retorcer las patillas detrás de las orejas con dedos temblorosos. Julius miró su reloj:
—Una hora y doce minutos. Hasta ahora el mejor tiempo que hemos hecho. —Volviéndose hacia Dalgliesh, añadió—: En esta parte de la costa no hay muchos lugares apropiados para escalar por culpa de la pizarra, por eso intentamos mejorar el tiempo. ¿Escala usted? Podría prestarle el equipo.
—No he vuelto a hacerlo desde que salí del colegio. Y, a juzgar por lo que acabo de ver, no tengo su categoría.
No se molestó en explicar que todavía se hallaba demasiado convaleciente para escalar. En otra época quizá le hubiera parecido necesario justificar su negativa, pero hacía ya años que no le importaba lo que los demás pensaran de su valentía física.
—Antes Wilfred escalaba conmigo, pero hace unos tres meses descubrimos que alguien había deshilachado deliberadamente una de sus cuerdas. Estábamos a punto de empezar precisamente esta pared. Se negó a intentar descubrir quién era el responsable. Alguien de la casa que querría expresar su resentimiento personal, supongo. Wilfred ha de estar preparado para estos contratiempos ocasionales. Es uno de los gajes del oficio de hacer de Dios. En realidad, no corrió el más mínimo peligro. Yo siempre insisto en comprobar el estado del material antes de empezar. Pero quizá le proporcionó la excusa que buscaba para dejar la escalada. No era muy bueno. Ahora dependo de Dennis, cuando tiene el día libre…
Lerner se volvió y sonrió directamente a Dalgliesh. La sonrisa transformó su rostro, lo liberó de la tensión. De repente adquirió un aire infantil, confiado:
—Yo tengo casi siempre tanto miedo como Wilfred, pero voy aprendiendo. Es fascinante, cada vez me gusta más. Unos ochocientos metros antes de llegar aquí hay una pared suave, el saliente de las algas. Julius empezó a enseñarme allí. Es muy asequible. Podríamos intentarlo allí si quiere.
Sus ingenuas ansias de comunicar y compartir su placer eran cautivadoras.
—Creo que no voy a estar aquí el tiempo suficiente para que valga la pena —dijo Dalgliesh, e interceptó la rápida mirada que se dirigieron mutuamente, una mirada casi imperceptible, ¿de qué? ¿De alivio? ¿De advertencia? ¿De satisfacción?
Los tres hombres permanecieron en silencio mientras Dennis terminaba de enrollar la cuerda. Entonces Julius señaló la torre negra con la cabeza.
—Es fea, ¿no? La erigió el bisabuelo de Wilfred poco después de reconstruir la casona. La casona sustituía a una pequeña casa solariega de estilo isabelino que originalmente se levantaba en el mismo lugar y fue destruida por un incendio en 1943. Una pena. Debió de ser más agradable que la de ahora. El bisabuelo no tenía sensibilidad para las formas. Ni la casa ni ese capricho arquitectónico están muy logrados.
—¿Cómo murió aquí? ¿Por deseo propio?
—Podría decirse que sí. Era uno de esos excéntricos huraños y obstinados que proliferaban en la era victoriana. Se inventó su propia religión, basada según tengo entendido en el libro de la Revelación. A principios del otoño de 1887 se encerró en la torre y ayunó hasta morir. Según el confuso testamento que dejó, esperaba la segunda venida. Confío que le llegara.
—¿Y nadie se lo impidió?
—No sabían que estaba ahí. El viejo estaba loco pero era listo. Hizo los preparativos en secreto, piedra, argamasa, etcétera, y luego fingió que iba a pasar el invierno en Nápoles. Tardaron más de tres meses en encontrarlo. Y mucho antes ya se había destrozado los dedos tratando de salir; pero se había encerrado demasiado bien, pobre diablo.
—¡Qué espantoso!
—Sí. Antiguamente, antes de que Wilfred cercara el terreno, los lugareños evitaban pasar por allí; y para ser sincero, yo también lo evito. El padre Baddeley venía por aquí de vez en cuando. Según Grace Willison, rezaba por el alma del bisabuelo, rociaba la torre de agua bendita y así la descontaminaba. Wilfred la usa para meditar, o eso dice. Personalmente, opino que es para huir de casa. La siniestra asociación familiar no parece preocuparle. Pero tampoco le atañe directamente. Es adoptado. Supongo que Millicent Hammitt ya se lo habrá contado todo.
—Todavía no. Apenas he hablado con ella.
—Ya se lo contará, ya se lo contará.
—A mí me gusta la torre negra —dijo Dennis Lerner, sorprendentemente—, sobre todo en verano, cuando reina la calma, todo está dorado y el sol relumbra en la piedra negra. Es un símbolo, ¿no? Parece mágica, irreal, un capricho construido para divertir a un niño. Y debajo hay horror, dolor, locura y muerte. Una vez se lo dije al padre Baddeley.
—¿Y qué contestó él? —preguntó Julius.
—Dijo: «No, no, hijo mío, debajo hay amor a Dios».
—A mí no me hace falta un símbolo fálico levantado por un excéntrico victoriano para recordarme que debajo de la piel hay un cráneo. Como cualquier hombre razonable, preparo mis propias defensas —declaró Julius ásperamente.
—¿Qué son? —inquirió Dalgliesh.
La breve pregunta sonó brusca como una orden incluso a sus propios oídos. Julius sonrió.
—El dinero y el solaz que se puede comprar con él. Diversiones, amigos, belleza, viajes. Y cuando esto falle, como hubiera recordado su amigo el padre Baddeley, y fallará inevitablemente, y aparezcan los cuatro caballos del Apocalipsis de Dennis, tres balas en una Luger. —Alzó la vista una vez más hacia la torre—. Entretanto, no me hacen falta recordatorios. La sangre irlandesa que llevo en las venas me hace supersticioso. Bajemos a la playa.
Descendieron con precaución por el sendero del acantilado. En el fondo del precipicio, el hábito marrón de Dennis Lerner descansaba pulcramente doblado con una piedra encima. Se lo sujetó con el cordón, se cambió las botas de escalar por unas sandalias que sacó del bolsillo de la capa y, así metamorfoseado y con el casco bajo el brazo, se unió a sus compañeros, que caminaban trabajosamente por el guijarral.
Los tres parecían fatigados y ninguno habló hasta que el acantilado cambió y pasaron bajo la sombra de la negra pizarra. La orilla era todavía más impresionante vista de cerca, una amplia plataforma reluciente de arcilla salpicada de peñascos, fracturada y agrietada como por efecto de un terremoto, una orilla desolada e inexorable. Los charcos eran pozos de un azul negruzco festoneados de gelatinosas algas; ciertamente ningún mar septentrional criaba un verde tan exótico. Hasta los habituales desechos de la orilla —astillas de madera manchadas de alquitrán, cartones en los que la espuma burbujeaba como un hervor de impurezas marrones, botellas, cabos de sogas alquitranadas, los frágiles huesos blancos de un ave marina— parecían los siniestros restos de una catástrofe, el triste cieno de un mundo muerto.
Como por mutuo acuerdo, se acercaron más unos a otros y se abrieron paso con precaución sobre las viscosas rocas en dirección al mar, hasta el punto donde el oleaje bañaba las losas, y Dennis Lerner hubo de remangarse los faldones de la túnica. De repente, Julius se detuvo y se volvió hacia el acantilado. Dalgliesh se volvió con él, pero Dennis siguió mirando fijamente hacia el mar abierto.
—La marea avanzaba rápidamente. Debía de haber llegado hasta aquí aproximadamente. Yo bajé a la playa por el mismo camino de hoy. Me llevó unos minutos de mucho correr, pero era el más próximo, la única manera de llegar. Cuando salté y empecé a correr por las piedras no lo vi a él ni la silla. Pero al llegar a la roca negra hube de hacer un esfuerzo para mirarlo. Al principio no vi nada inusual, el mar bullía como siempre entre las rocas. Luego distinguí una de las ruedas de la silla. Estaba en mitad de una losa plana; el sol centelleaba en el cromo y las varillas metálicas. Estaba tan bien colocada, de una manera casi decorativa, que parecía imposible que hubiera ido a parar allí por casualidad. Supongo que rebotó contra el fondo y fue rodando hasta allí. Recuerdo que la cogí y la empujé hasta la orilla, riendo en voz alta. El susto, supongo. Y la risa resonó en la pared del acantilado.
Lerner, sin volverse, dijo con voz ahogada:
—Lo recuerdo. Yo lo oí. Me pareció que era Victor el que se reía. Parecía la risa de Victor.
—Entonces, ¿vieron el accidente? —preguntó Dalgliesh.
—A unos cincuenta metros de distancia. Yo había llegado de Londres después de comer y decidí darme un baño. Era un día excepcionalmente cálido para el mes de septiembre. Justo al llegar a la cima del promontorio vi cómo se precipitaba la silla. Ni yo ni nadie podía hacer algo. Dennis estaba tumbado en la hierba a unos diez metros de Holroyd. Se puso en pie de un salto y echó a correr detrás profiriendo aullidos de fantasma. Luego empezó a correr arriba y abajo por el borde del precipicio, agitando los brazos como un cuervo marrón enorme y demente.
—Ya sé que no demostré mucha valentía —dijo Lerner entre dientes.
—No era exactamente ocasión de demostrar valentía, chico. Nadie esperaba que te lanzaras por el precipicio detrás de él, aunque, durante un segundo pensé que ibas a hacerlo. —Se volvió hacia Dalgliesh—: Dejé a Dennis tendido boca abajo en la hierba, supongo que conmocionado, me detuve un momento para gritarle que fuera a buscar ayuda a Toynton Grange y salí hacia el camino. Dennis tardó unos diez minutos en recuperarse y empezar a moverse. Quizás hubiera sido más sensato prestarle más atención a él y luego hacer que me acompañara para ayudarme a recoger el cadáver. Casi lo perdemos.
—La silla debió de salir despedida a considerable velocidad si aterrizó tan lejos.
—Sí. Es extraño, ¿no? Yo lo buscaba más cerca de la base de la roca. Pero a unos seis metros a la derecha vi un revoltijo de metal que ya estaba siendo alcanzado por el agua. Y por fin vi a Holroyd. Parecía un enorme pez embarrancado rodando en el oleaje. Tenía el semblante pálido e hinchado, incluso cuando estaba vivo, el pobre, por algo relacionado con los esteroides que le daba Eric. Ahora estaba grotesco. Debía de haber salido despedido de la silla antes del impacto; al menos estaba a cierta distancia de los restos. Sólo vestía pantalones y una camisa de algodón; el mar y las rocas habían hecho jirones la camisa y yo lo único que veía era un enorme torso blanco que se revolvía y ascendía con el oleaje. Se había abierto la cabeza y se había cortado la artería del cuello. Debía de haber sangrado copiosamente; el mar hizo el resto. Cuando yo llegué junto a él, la espuma todavía estaba teñida de rosa, como un baño de burbujas. Daba la impresión de que ya no le quedaba sangre dentro, como si llevara meses en el agua. Un cadáver sin sangre, medio desnudo, revolcándose en las olas.
Un cadáver sin sangre. Un asesinato sin sangre.
La frase se le quedó inevitablemente grabada en la mente a Dalgliesh. Con voz sosegada, neutra, preguntó:
—¿Cómo se las arregló para cogerlo?
—No fue fácil. Como he dicho, la marea avanzaba deprisa. Conseguí meterle la toalla que llevaba por el cinturón y traté de subirlo a una de las rocas más altas, una tarea indecorosa y fea para los dos. Pesaba bastante más que yo y encima tenía los pantalones empapados. Temía que se le cayeran. Supongo que habría dado lo mismo, pero entonces me pareció importante conservar un poco de dignidad. Aproveché cada embate de las olas para acercarlo a la orilla y conseguí subirlo a esa roca, me parece. Yo también estaba empapado y tiritando a pesar del calor. Recuerdo que pensé que era extraño que el sol no me secara la ropa.
Mientras Court pronunciaba este discurso, Dalgliesh había echado furtivas miradas al perfil de Lerner. En el fino cuello enrojecido por el sol, una vena latía como una bomba.
—Esperemos que la muerte le resultara menos angustiante a él que a ustedes —dijo Dalgliesh fríamente.
—No debe olvidar que no todo el mundo tiene la misma predilección profesional por este tipo de entretenimientos —dijo Court riendo—. Una vez lo hube situado aquí, me limité a agarrarlo con fuerza, como un pescador su pesca, hasta que llegó el grupo de Toynton Grange con una camilla. Llegaron tambaleándose por la playa, que es el camino más rápido, dando traspiés, tropezando con las piedras, cargados como para una desorganizada merienda campestre.
—¿Y la silla de ruedas?
—No volví a acordarme de ella hasta que regresamos a Toynton Grange. Naturalmente, era pura chatarra. Todos lo sabíamos. Pero pensé que quizá la policía querría examinarla para ver si los frenos estaban en mal estado. Bastante inteligente por mi parte, ¿no? Por lo visto a nadie más se le ocurrió. Pero cuando volvieron a buscarla, lo único que encontraron fueron las dos ruedas y la parte central. Las dos piezas laterales con los dos frenos de mano de trinquete habían desaparecido. La policía rastreó la zona más fondo a la mañana siguiente, pero tuvieron la misma suerte.
A Dalgliesh le hubiera gustado preguntar quién de los habitantes de Toynton Grange había salido en la expedición de búsqueda, pero estaba decidido a no dejar traslucir verdadera curiosidad. Se dijo que no sentía curiosidad alguna. La muerte violenta ya no era asunto suyo y, oficialmente, aquélla en concreto nunca lo sería. Sin embargo, resultaba extraño que no se encontraran las dos piezas vitales de la silla. Y aquella playa rocosa, con sus profundas grietas, sus charcos, sus numerosos lugares ocultos, hubiera sido un lugar idóneo para hacerlas desaparecer. Pero ya debía de habérsele ocurrido a la policía local. Supuso que era una de las preguntas que tendría que hacer con tacto. El padre Baddeley le había escrito pidiéndole ayuda el día anterior a la muerte de Holroyd, pero ello no quería decir que los dos hechos no tuvieran nada que ver.
—¿Le alteró mucho la muerte de Holroyd al padre Baddeley? —preguntó.
—Mucho, cuando se enteró. Pero no lo supo hasta una semana después. Entonces ya había pasado la investigación y Holroyd había sido enterrado. Pensaba que Grace Willison ya se lo habría dicho. Michael y Victor nos dieron el día entre los dos. Cuando Dennis llegó a la casa con la noticia, el grupo de rescate se puso en marcha sin comunicarlo a los pacientes. Era comprensible, pero desafortunado. Cuando unos cuarenta minutos después todos cruzamos la puerta principal, deshechos, con lo que quedaba de Holroyd colgando de la camilla, Grace Willison pasaba por el vestíbulo. Para añadir un poco de emoción a la cosa, se desmayó del susto. Sea como fuere, Wilfred pensó que Michael podía empezar a ganarse las judías y mandó a Eric a buscarlo. Eric lo encontró en pleno ataque de corazón. Así pues, llamaron a otra ambulancia —pensamos que tener que compartir el viaje al hospital con lo que quedaba de Holroyd podía rematar a Michael— y el viejo se fue feliz en su ignorancia. La enfermera le contó lo de Victor cuando los médicos pensaron que estaba preparado para oírlo. Según ella, aunque estaba profundamente afectado, se lo tomó con calma. Tengo entendido que le mandó una carta de condolencia a Wilfred. El padre Baddeley estaba acostumbrado a aceptar la muerte de los demás sin alterarse, y Holroyd y él no eran exactamente amigos. Me imagino que fue la idea del suicidio lo que afectó su susceptibilidad profesional.
De repente, Lerner dijo en voz baja:
—Yo me siento culpable porque me considero responsable.
—O se empuja a Holroyd por el precipicio o no se le empuja. Si no se le empuja, sentirse culpable es caer en la indulgencia —dijo Dalgliesh.
—¿Y si se le empuja?
—Entonces es peligroso.
—Victor se suicidó —dijo Julius riendo—. Ustedes ya lo saben, yo lo sé, y lo sabe todo el que conocía a Victor. Si va a empezar a fantasear sobre su muerte, fue una suerte que yo decidiera ir a darme un baño esa tarde y pasara por la loma en ese momento.
Los tres, como de común acuerdo, echaron a andar chapoteando a lo largo de la pedregosa orilla. Mirando el pálido rostro de Lerner, el músculo crispado en la comisura de la boca, los parpadeantes ojos siempre alerta, Dalgliesh pensó que ya habían hablado bastante de Holroyd y empezó a preguntar cosas acerca del acantilado. Lerner se volvió hacia él.
—Es fascinante, ¿no? Me encanta la variedad de esta costa. Hacia el oeste, en Kimmeridge, encontramos la misma pizarra; allí se conoce como carbón de Kimmeridge. Es bituminosa, ¿sabe?, no se puede quemar. En Toynton Grange lo intentamos; a Wilfred le gustó la idea de ser autosuficiente incluso en lo relativo a calefacción. Pero olía tan mal que tuvimos que dejarlo. Casi nos mata aquella peste. Tengo entendido que desde mediados del siglo XVIII se vienen haciendo intentos de explotarla, pero nadie ha conseguido quitarle el olor. La piedra negra parece un poco apagada y sosa ahora, pero si se pulimenta con cera de abejas brilla como el azabache. Ya ha visto usted el efecto en la torre negra. En tiempo de los romanos se hacían ornamentos con ella. Tengo un libro sobre la geología de esta costa si le interesa, y podría enseñarle mi colección de fósiles. Wilfred opina que no debería cogerlos ahora que el terreno está tan erosionado, de modo que lo he dejado. Pero he reunido una colección bastante interesante. Y tengo lo que me parece que es parte de un brazalete de la Edad de Hierro.
Julius Court avanzaba haciendo rechinar los guijarros unos pasos por delante de ellos. Se volvió y les gritó:
—No lo aburras con tu entusiasmo por las piedras viejas, Dennis. Acuérdate de lo que ha dicho. No estará aquí el tiempo suficiente para que merezca la pena. —Y le dirigió una sonrisa a Dalgliesh. Parecía un desafío.