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Dalgliesh se despertó lentamente poco antes de las siete al oír unos ruidos desagradables y conocidos: los silbidos de las cañerías, el entrechocar de piezas metálicas, el chirrido de las sillas de ruedas, pasos apresurados y voces exhortatorias resueltamente alegres. Al tiempo que se decía que los pacientes estarían ocupando los cuartos de baño, cerró los ojos con determinación al desolado e impersonal dormitorio e intentó volver a dormirse. Cuando despertó, una hora más tarde, tras un letargo intermitente, reinaba el silencio en el anexo. Alguien —recordaba vagamente una figura con una capa parda— había colocado una taza de té sobre su mesilla de noche. Estaba frío y la grisácea superficie moteada de leche. Se puso trabajosamente la bata y salió en busca del cuarto de baño.

En Toynton Grange, tal como esperaba, el desayuno se disponía en el comedor común. Pero a las ocho y media o bien era demasiado temprano o demasiado tarde para la mayoría de los internos. Sólo Ursula Hollis se encontraba desayunando cuando él llegó. La joven le dio unos tímidos buenos días y luego volvió la vista hacia el libro que tenía precariamente apoyado en un tarro de miel. Dalgliesh observó que el desayuno era sencillo pero correcto. Había una fuente de manzanas cocidas, un cuenco de gachas de avena, salvado y manzana rallada con leche, pan moreno y margarina, así como una hilera de huevos pasados por agua, cada uno en su huevera y con su nombre correspondiente. Los dos que quedaban estaban fríos. Seguramente los habrían hecho todos a la vez y el que quisiera tomarse el suyo caliente tenía que molestarse en llegar a tiempo. Dalgliesh se sirvió el huevo que llevaba su nombre escrito con lápiz. Estaba viscoso en la parte de arriba y muy duro debajo; pensó que para obtener aquel resultado se precisaba alguna perversa habilidad culinaria.

Después de desayunar fue en busca de Anstey para agradecerle su hospitalidad y preguntarle si deseaba algo de Wareham. Había decidido que debía dedicar parte de la tarde a hacer compras si deseaba disfrutar de cierta comodidad en la casita de Michael. Tras una breve inspección de la casa, aparentemente desierta, encontró a Anstey con Dorothy Moxon en el despacho. Estaban los dos sentados ante una mesa con un libro de contabilidad abierto ante ellos. Al llamar a la puerta y entrar, ambos alzaron los ojos simultáneamente con cierto aire de conspiradores. Le pareció que tardaban un par de segundos en reconocerlo. La sonrisa de Anstey, cuando por fin apareció, era tan dulce como siempre, pero sus ojos reflejaban preocupación y su interés por la comodidad del huésped parecía forzado. Dalgliesh se dio cuenta de que no le importaría que se marchara. Anstey podía imaginarse en el papel de un abad medieval dispuesto a recibir al viajero con pan y cerveza, pero lo que realmente deseaba eran las compensaciones de la hospitalidad sin los inconvenientes del huésped. Dijo que nada quería de Wareham, y luego le preguntó a Dalgliesh cuánto tiempo pensaba quedarse en la casita. No había la más mínima prisa, por supuesto. El invitado no debía considerarse en absoluto una molestia. Cuando Dalgliesh contestó que sólo se quedaría hasta haber clasificado y empaquetado los libros del padre Baddeley, le resultó difícil disimular su alivio y dijo que mandaría a Philby a Villa Esperanza con unas cajas de embalaje. Dorothy Moxon no dijo palabra. Continuó mirando fijamente a Dalgliesh como si estuviera decidida a no dejar entrever siquiera con un parpadeo de sus sombríos ojos ni la irritación que le producía su presencia ni el deseo de retornar a la contabilidad.

Le resultó reconfortante encontrarse de nuevo en Villa Esperanza, volver a percibir el familiar olor ligeramente eclesiástico y esperar el momento de dar un largo paseo exploratorio por el acantilado antes de salir hacia Wareham. Pero apenas había tenido tiempo de sacar las cosas de la maleta y ponerse unos zapatos resistentes cuando oyó que el microbús de los pacientes se detenía ante la entrada y, al mirar por la ventana, vio a Philby descargar la primera de las cajas prometidas. Éste se la echó al hombro, recorrió con paso firme el corto sendero, abrió la puerta de un puntapié y, llenando la estancia de un intenso olor a trigo rancio, la soltó a los pies de Dalgliesh con un brusco:

—Hay un par más en la parte de atrás.

Estaba claro que se trataba de una invitación a que lo ayudara a descargarlas, y Dalgliesh captó la indirecta. Era la primera vez que veía al mozo a la luz del día y no resultó agradable. Lo cierto era que pocas veces había visto a un hombre cuya apariencia física le repeliera de aquel modo. Philby medía poco más de metro cincuenta, era de complexión robusta, con los brazos cortos y gruesos y las piernas pálidas y amorfas como el tronco de un árbol descortezado. Tenía la cabeza redonda y la piel, pese al tiempo que pasaba al aire libre, rosada, brillante y muy tersa, como si lo hubieran hinchado con aire. Sus ojos hubieran resultado bonitos en un rostro más atractivo, eran ligeramente oblicuos y tenía los írises de un azul muy oscuro. Llevaba el escaso cabello negro peinado hacia atrás sobre el abultado cráneo y lo hacía terminar en un fleco revuelto y grasiento. Calzaba sandalias, la derecha atada con una cuerda, y vestía un par de sucios pantalones cortos blancos, tan diminutos que casi resultaban indecentes, y una camiseta gris manchada de sudor. Encima llevaba el hábito marrón de monje, abierto y únicamente sujeto por un cordón anudado a la cintura. Sin este incongruente atuendo, simplemente hubiera parecido sucio e indigno de confianza; con él, parecía absolutamente siniestro.

Puesto que no demostró intención de marcharse una vez hubieron descargado las cajas, Dalgliesh dedujo que esperaba una propina. El mozo introdujo las monedas en el bolsillo del hábito con gran agilidad, pero sin dar las gracias. A Dalgliesh le pareció interesante comprobar que, pese al costoso experimento de los huevos caseros, no todas las leyes económicas quedaban excluidas de aquel celestial nido de amor fraterno. Philby les dio un malhumorado puntapié de despedida a las cajas como si pretendiera ganarse la propina demostrando que eran fuertes y, puesto que, para su desilusión, no se resintieron, les dedicó una mirada final de amarga repugnancia y se fue. Dalgliesh se preguntó de dónde habría sacado Anstey aquel peculiar empleado. A sus parciales ojos, aquel hombre tenía todo el aspecto de un violador de primera categoría con permiso, pero quizás exageraba un poco, incluso para Wilfred Anstey.

El segundo intento de salir se vio también frustrado por una segunda visita, en esta ocasión de Helen Rainer, que había recorrido la corta distancia que separaba la casita de Toynton Grange con la ropa necesaria para su cama en la cesta de la bicicleta. Explicó que Wilfred había pensado que tal vez la que había allí no estaría debidamente ventilada. A Dalgliesh le sorprendió que no hubiera aprovechado para ir con Philby en el microbús. Quizá, comprensiblemente, la presencia de éste le resultaba repulsiva. La enfermera entró con aire tranquilo pero enérgico y, sin hacer ver a Dalgliesh demasiado obviamente que molestaba, dejó bien claro que no era una visita de cortesía, que no había ido a charlar y que otras tareas más importantes la aguardaban. Hicieron la cama juntos. La enfermera Rainer extendía las sábanas y doblaba pulcramente las esquinas con tal habilidad que Dalgliesh, siempre un par de segundos atrasado, se sintió lento e incompetente. Al principio, trabajaban en silencio. Él no sabía si era el momento idóneo para preguntar, por mucho tacto que empleara, cómo se había producido el malentendido sobre quién debía ir a ver al padre Baddeley la última noche de su vida. Su estancia en el hospital debía de haberlo ablandado, pues hubo de hacer un esfuerzo para decir:

—Probablemente soy demasiado escrupuloso, pero me habría gustado que alguien hubiera acompañado al padre Baddeley cuando murió, o al menos que hubiera comprobado esa noche si se encontraba bien.

Pensó que la enfermera podía responder con justicia a aquella crítica implícita señalando que no era procedente que la hiciera alguien que no había demostrado interés alguno por el anciano en casi treinta años. Pero Helen dijo sin rencor, casi de buena gana:

—Sí, fue un descuido. Médicamente nada hubiera cambiado, pero no debería haberse producido ese malentendido, uno de nosotros debería haber venido a ver cómo estaba. ¿Quiere que le ponga esta tercera manta? Si no, me la llevo a Toynton Grange, es de las que usamos nosotros.

—Con dos ya tengo suficiente. ¿Qué ocurrió exactamente?

—¿Al padre Baddeley? Murió de miocarditis aguda.

—Quiero decir que cómo ocurrió el malentendido.

—Cuando llegó al hospital le serví un almuerzo frío de pollo y ensalada y lo preparé para la siesta. Le hacía falta. Dot le trajo el té de la tarde y lo ayudó a lavarse. Le puso el pijama y él insistió en ponerse la sotana encima. Poco después de las seis y media yo misma le preparé unos huevos revueltos en esta cocina. Insistió en que quería pasar el resto del día sin que lo molestaran, excepto, claro está, la visita de Grace Willison, pero yo le dije que a eso de las diez vendría alguien y le pareció bien. Dijo que daría golpes en la pared con el atizador si le sucedía algo. Entonces yo me fui aquí al lado y le dije a Millicent que estuviera atenta; ella se ofreció para entrar a verlo antes de acostarse. Al menos, eso es lo que entendí. Por lo visto, ella pensó que vendríamos Eric o yo. Como he dicho, no debería haber ocurrido. La culpa es mía, no de Eric. Como enfermera suya, yo tendría que haberme asegurado de que estaba debidamente atendido antes de acostarme.

—¿No le dio a usted la impresión de que esa insistencia en quedarse solo se podía deber a que esperaba alguna visita? —preguntó Dalgliesh.

—¿Qué visita podía esperar aparte de la pobre Grace? Creo que ya había visto suficiente gente mientras estaba en el hospital y lo que quería era tranquilidad.

—¿Y esa noche estuvieron todos aquí en Toynton Grange?

—Todos excepto Henry, que no había regresado todavía de Londres. ¿Dónde íbamos a estar?

—¿Quién le deshizo la maleta?

—Yo. Había ido al hospital de urgencias y llevaba muy pocas cosas, sólo las que encontramos junto a su cama y preparadas.

—¿Su biblia, su libro de oraciones y su diario?

Ella lo miró brevemente, con el rostro impertérrito, antes de inclinarse nuevamente a doblar las esquinas de la manta.

—Sí.

—Y, ¿qué hizo con ellos?

—Los dejé en la mesita que hay junto a la butaca. Es posible que luego él los cambiara de sitio.

Así pues, el padre Baddeley tenía el diario en el hospital. Eso quería decir que el registro estaba actualizado. Y si Anstey no mentía al decir que a la mañana siguiente ya no estaba, había desaparecido en algún momento de esas doce horas.

Pensó cómo podía expresar la pregunta siguiente sin despertar suspicacias. En tono ligero, dijo:

—Es posible que lo desatendieran en vida, pero cuidaron muy bien de él después de muerto: primero incineración y luego entierro. ¿No fue un poco exagerado?

Para su sorpresa, la enfermera reaccionó como si la hubiera invitado a compartir una justificada indignación.

—¡Claro que sí! ¡Fue ridículo! Pero la culpa fue de Millicent. Le dijo a Wilfred que Michael había expresado en repetidas ocasiones su deseo de ser incinerado. No sé cuándo ni por qué. Aun siendo vecinos, Michael y ella no se relacionaban demasiado que digamos. Pero eso dijo. Wilfred estaba igual de convencido de que Michael desearía un entierro cristiano ortodoxo, de modo que le hicieron los dos al pobre. Ello representó muchas complicaciones y gastos adicionales, y el doctor McKeith de Wareham hubo de firmar el certificado de defunción además de Eric. Todo ese jaleo porque Wilfred tenía mala conciencia.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Por nada. Simplemente tengo la impresión de que pensaba que habíamos tenido a Michael un poco abandonado, la autoindulgente compunción de los afligidos. ¿Podrá dormir con esta almohada? Está muy desigual y parece que no le vendría a usted mal un buen descanso. No dude en venir a Toynton Grange si necesita algo. La leche la dejan a la entrada de la finca. He encargado medio litro diario para usted. Si le sobra, a nosotros siempre nos vendrá bien. ¿Necesita algo más?

Con la sensación de estar sometido a una férrea disciplina, Dalgliesh dijo que no. La diligencia de la enfermera Rainer, su confianza, su concentración en el trabajo que tenía entre manos, incluso la tranquilizadora sonrisa de despedida, lo relegaban a la categoría de paciente. Mientras ella empujaba la bicicleta por el sendero y montaba, Dalgliesh pensó que era como si acabara de hablar con la enfermera del Estado, pero sentía un gran respeto por ella. No había dado muestras de que le molestaran las preguntas y había sido extraordinariamente comunicativa. Se preguntó por qué.