Cuando regresaron a Toynton Grange, poco después de las doce de la noche, Henry Carwardine dijo bruscamente:
—Me temo que habrán contado con que usted me ayude a acostarme. Generalmente Dennis Lerner me lleva y luego pasa a recogerme a las doce, pero ya que está usted aquí… Como ha dicho Julius, en Toynton Grange somos unos explotadores. Y más vale que me duche. Dennis libra mañana por la mañana y no soporto a Philby. Mi habitación está en el primer piso. Tenemos que coger el ascensor.
Henry sabía que parecía descortés, pero supuso que eso sería más aceptable para su silencioso compañero que la humildad o la autocompasión. Le dio entonces la impresión de que al propio Dalgliesh no le hubiera venido mal un poco de ayuda. Quizás había estado más enfermo de lo que parecía.
—Media botella más y sospecho que nos hubieran tenido que ayudar a ambos —dijo Dalgliesh—, pero haré lo que pueda y achacaremos mi torpeza a la inexperiencia y al clarete. —Sin embargo, resultó sorprendentemente amable y competente. Desnudó a Henry, lo acompañó al lavabo y luego a la ducha. Invirtió un poco de tiempo en estudiar la polea y los demás utensilios y luego los empleó todos con inteligencia. Cuando no sabía qué había que hacer, lo preguntaba. Aparte de estas breves y necesarias frases, ninguno de los dos habló. Henry pensó que raras veces lo habían acostado con tan imaginativa suavidad, pero al ver fugazmente en el espejo del cuarto de baño el rostro preocupado de su compañero, los impenetrables ojos oscuros cavernosos de fatiga, de repente pensó que ojalá no le hubiera pedido ayuda, que ojalá se hubiera acostado sin ducharse y sin desnudarse, libre del humillante tacto de aquellas manos competentes. Percibió que, tras la disciplinada calma, todo contacto con su cuerpo desnudo era un desagradable deber. Y para el propio Henry, ilógica y sorprendentemente, la sensación de las manos frías de Dalgliesh era como el tacto del miedo. Lo que deseaba era gritar: «¿Qué hace aquí? Váyase, no se meta, déjenos en paz». El impulso era tan fuerte que casi le pareció que había pronunciado esas palabras en voz alta. Y cuando por fin se halló cómodamente instalado en la cama por su enfermero temporal, y Dalgliesh pronunció un brusco «adiós» antes de dejarlo inmediatamente sin decir más, supo que era porque no hubiera soportado oír siquiera las palabras de agradecimiento más rutinarias y menos amables.