Once días después, justo antes del alba, todavía débil y con la palidez del hospital pero eufórico por el engañoso bienestar de la convalecencia, Dalgliesh abandonó su piso, que se alzaba muy por encima del Támesis en Queenhythe, y se dirigió en coche hacia el suroeste. Dos meses antes de caer enfermo, se había separado, final y definitivamente, aunque con pesar, de su viejo Cooper Bristol y ahora conducía un Jensen Healey. Se alegraba de que el automóvil tuviera hecho el rodaje y casi se había habituado al cambio. Embarcarse simbólicamente en una nueva vida con un coche totalmente nuevo hubiera sido demasiado banal. Metió su única maleta y unos pocos utensilios esenciales para una comida campestre, entre ellos un sacacorchos, en el maletero y guardó en la guantera un ejemplar de las poesías de Hardy, Retorno al país natal , y la guía arquitectónica de Dorset escrita por Newman y Pevsner. Iban a ser unas vacaciones de convaleciente: libros conocidos, una breve visita a un viejo amigo como objetivo del viaje, una ruta dejada al antojo de cada día que incluyera zonas conocidas y nuevas, e incluso la saludable molestia de un problema personal que justificara la soledad y la permitida ociosidad. Quedó desconcertado cuando, al echar la última ojeada al piso, alargó la mano para coger el equipo «escenario del crimen». No recordaba cuándo había sido la última vez que había viajado sin él, ni siquiera de vacaciones. Pero ahora dejarlo en casa era la primera confirmación de una decisión sobre la cual reflexionaría debidamente de vez en cuando durante los quince días siguientes, pero que en el fondo sabía tomada.
Llegó a Winchester a tiempo para un desayuno tardío en un hostal que se levantaba a la sombra de la catedral; luego se pasó las dos horas siguientes redescubriendo la ciudad antes de encaminarse finalmente a Dorset pasando por Wimborne Minster. Sentía en su interior cierta reticencia a alcanzar el fin del viaje. Vagó lentamente, casi sin rumbo, hacia el noroeste hasta Blandford Forum, allí compró una botella de vino, panecillos, queso y fruta para almorzar y un par de botellas de amontillado para el padre Baddeley, luego se dirigió al sureste pasando por los pueblecitos de Winterbourne y por Wareham hasta Corfe Castle.
Las magníficas piedras, símbolos de valentía, crueldad y traición, montaban guardia en la única hendidura de la cordillera de Purbeck Hills, como venían haciendo desde hacía mil años. Mientras consumía su solitario almuerzo, Dalgliesh advirtió que sus ojos volvían constantemente a aquellas austeras losas formadas en orden de batalla, sillares mutilados que se recortaban en las alturas contra el apacible cielo. Como si se resistiera a conducir bajo su sombra y fuera reacio a poner fin a la soledad de aquel día tranquilo y nada exigente, invirtió cierto tiempo en buscar, sin éxito, gencianas en el pantanoso matorral antes de emprender los últimos ocho kilómetros de viaje.
Toynton: una hilera de casitas escalonadas, cuyos tejados de piedra gris centelleaban al sol de la tarde; una taberna no demasiado pintoresca al final del pueblo; una torre de iglesia corriente que se asomaba por encima. Ahora la carretera, flanqueada por un muro bajo de piedra, ascendía suavemente entre ralas plantaciones de abetos y comenzó a reconocer los elementos que el padre Baddeley había destacado en el mapa. Pronto el camino se bifurcaría, uno de los estrechos ramales se desviaría hacia el oeste para bordear el promontorio, el otro conduciría, atravesando una verja, a Toynton Grange y el mar. Y allí estaba, como esperaba, la pesada verja de hierro incrustada en un grueso muro de piedras superpuestas. Éste tenía un espesor de hasta noventa centímetros y las piedras, que habían sido acopladas intrincada y hábilmente, estaban adheridas con líquenes y musgo y coronadas por hierbas ondulantes. Formaba una barrera tan antigua y permanente como el promontorio del que parecía ser una prolongación. A ambos lados de la verja había un aviso pintado en una tabla. El de la izquierda era más nuevo y rezaba así:
por caridad, respeten nuestra intimidad
El de la derecha resultaba más didáctico; las letras estaban descoloridas, pero eran más profesionales.
prohibido el paso
terreno estrictamente privado
acantilados peligrosos, no hay acceso a la playa
se avisa a la grúa
Debajo del cartel había un gran buzón.
Dalgliesh pensó que cualquier automovilista que no se dejara convencer por aquella mezcla de súplica, advertencia y amenaza vacilaría antes de poner en peligro los amortiguadores de su coche. Al otro lado de la verja el camino sufría un grave deterioro y el contraste entre la relativa suavidad de la carretera y el pedregoso sendero que nacía allí constituía un factor disuasivo casi simbólico. También el portalón, aunque no estaba cerrado con llave, presentaba un grueso cerrojo de intrincado funcionamiento cuya manipulación proporcionaba al intruso bastante tiempo en el cual arrepentirse de su temeridad. Todavía débil, Dalgliesh empujó la verja con cierta dificultad. Cuando la hubo atravesado y cerrado de nuevo experimentó la sensación de haber acometido una empresa todavía imperfectamente comprendida y probablemente imprudente. No le hubiera extrañado que el problema no tuviera la más mínima relación con lo que él sabía hacer, que fuera algo que sólo en la imaginación de un ingenuo anciano —que quizá se estuviera volviendo senil— podía ser solucionado por un policía. Pero al menos tenía un objetivo inmediato. Regresaba, aunque con reticencia, a un mundo en el que los seres humanos tenían problemas, trabajaban, amaban, odiaban, buscaban la felicidad, y, puesto que la profesión que había decidido abandonar proseguiría pese a su deserción, asesinaban y eran asesinados.
Antes de entrar nuevamente en el coche, le llamó la atención un ramillete de flores desconocidas. Las pálidas cabezuelas rosáceas se alzaban de una alfombrilla de musgo que cubría el muro y temblaban delicadamente con la ligera brisa que soplaba. Dalgliesh se aproximó y permaneció inmóvil observando en silencio su humilde belleza. Por primera vez percibió el penetrante olor medio ilusorio a sal marina. El aire cálido y suave le acariciaba la piel. De repente, se sintió invadido por la felicidad y, como ocurre siempre en estos momentos transitorios, intrigado por la naturaleza puramente física de su alegría, que avanzaba por sus venas como una suave efervescencia. Incluso analizar su naturaleza era perderla en cierto grado. Pero la identificó por lo que era, la primera indicación clara desde su enfermedad de que la vida podía ser buena. El automóvil traqueteaba por el camino en ascenso. Unos doscientos metros más allá alcanzó la cima de la loma, desde donde esperaba ver el Canal de la Mancha extendiéndose azul y ondulante ante él hasta el lejano horizonte, pero experimentó la recordada desilusión de las vacaciones de la infancia, cuando, tras las numerosas falsas esperanzas, el tan deseado mar todavía no estaba a la vista. Ante él había un pequeño valle salpicado de rocas y cruzado en todas direcciones por una red de toscos senderos; a su derecha se erigía evidentemente Toynton Grange.
Se trataba de una sólida casona de planta cuadrada que, según sus cálculos, databa de la primera mitad del siglo XVIII. Pero el propietario había tenido mala suerte con el arquitecto. La casa era una aberración que no merecía ser calificada de georgiana. Estaba orientada hacia el interior, hacia el noroeste le pareció, contraviniendo así un oscuro canon personal de gusto arquitectónico que para Dalgliesh establecía que una casa erigida en la costa debe siempre estar de cara al mar. Sobre el porche había dos hileras de ventanas, las del piso principal con gigantescas dovelas y las de encima sin adornos y de un tamaño mezquino, como si hubieran tenido dificultad en incluirlas debajo del elemento más importante de la casa, un enorme frontón jónico coronado por una estatua, un tosco y, a distancia, indefinible pedrusco. En el centro había una única ventana redonda, un siniestro ojo de cíclope que centelleaba al sol. El frontón desvalorizaba el insignificante porche y daba una apariencia achaparrada y pesada a la fachada. Dalgliesh pensó que la edificación hubiera tenido más gracia si la fachada se hubiera equilibrado mediante alas adicionales, pero o bien la inspiración o el dinero se les había acabado y la casa parecía curiosamente inacabada. No se veían señales de vida detrás del intimidatorio frontispicio. Quizá los internos —si era así como debían ser llamados— vivían en la parte de atrás.
No eran más que las tres y media, la parte muerta del día según recordaba del hospital. Seguramente estaban todos descansando.
Desde allí veía tres casitas, un par a unos cien metros de la casona y una tercera sola en una zona más elevada del promontorio. Le pareció divisar un cuarto tejado en dirección al mar, pero no estaba seguro. Podía no ser más que una excrecencia de piedra. Puesto que no sabía cuál era Villa Esperanza, le pareció que lo más lógico era dirigirse al primer par. Mientras decidía qué hacer, había apagado brevemente el motor del coche, y ahora, por primera vez, oyó el mar, ese suave rugido rítmico y continuado que constituye uno de los sonidos más nostálgicos y evocadores. Todavía nada demostraba que su llegada hubiera sido advertida; el promontorio estaba silencioso, sin pájaros. Percibió algo extraño y casi siniestro en aquel vacío y aquella soledad que ni siquiera el suave sol de la tarde podía disipar.
Su llegada ante las casitas no hizo asomar un rostro a las ventanas, ni una figura con sotana a la entrada. Se trataba de un par de edificios antiguos de piedra caliza y de una sola planta; sus pesados tejados de piedra, típicos de Dorset, estaban adornados con vistosos almohadones de musgo esmeralda. Villa Esperanza quedaba a la derecha y Villa Fe a la izquierda; los nombres habían sido pintados en una época relativamente reciente. Era de suponer que la tercera casita, la más distante, fuera Villa Caridad, pero dudaba de que el padre Baddeley hubiera tenido algo que ver con la elección de aquellos nombres epónimos. No le hizo falta leer el letrero de la entrada para saber qué casa albergaba al padre Baddeley, pues resultaba imposible asociar el casi total desinterés por su entorno que recordaba de él con aquellas cortinas de chintz, la maceta de hiedra colgante y fucsias que pendía sobre la puerta de Villa Fe y las dos tinas pintadas de amarillo chillón todavía repletas de flores veraniegas que habían sido artísticamente colocadas a ambos lados del porche. Dos setas de cemento hechas en serie flanqueaban la verja y le daban un aire tan acogedor que a Dalgliesh le sorprendió que no estuvieran coronadas por dos gnomos en cuclillas. Por contra, Villa Esperanza era absolutamente austera. Ante la ventana había un banco de roble utilizado para sentarse al sol, y un cúmulo de bastones junto con un paraguas viejo se esparcían por el porche. Las cortinas, que parecían de tela gruesa y de un tono rojo apagado, estaban corridas.
Nadie respondió a su llamada. A nadie esperaba encontrar. Era evidente que las dos casas estaban vacías. En la puerta había un sencillo cerrojo, pero no cerradura. Tras aguardar un segundo, levantó el pestillo y entró en la penumbra interior, donde topó con un olor cálido, libresco, un poco mohoso, que inmediatamente le hizo retroceder treinta años. Descorrió las cortinas y la luz penetró a raudales por las ventanas. Ahora sus ojos reconocieron objetos familiares: la mesa redonda de palisandro y de un solo pie, cubierta de polvo, que ocupaba el centro de la habitación; el escritorio de persiana arrimado a una pared; la butaca de orejas, tan vieja que la guata asomaba por la deshilachada tapicería y el aplastado asiento dejaba la madera al descubierto. No podía ser la misma butaca. Aquel agudo recuerdo debía de ser una ilusión nostálgica. Pero había además otro objeto, igualmente familiar, igualmente antiguo. Detrás de la puerta colgaba la capa negra del padre Baddeley, y sobre ésta la boina, ajada y fláccida.
Lo primero que alertó a Dalgliesh de que algo malo había ocurrido fue ver la capa. Era extraño que su anfitrión no estuviera allí para recibirlo, pero podía haber muchas explicaciones. Se podía haber perdido la postal, podían haberlo llamado urgentemente de la casona, podía haber ido a Wareham de compras y haber perdido el autobús de regreso. Incluso era posible que se hubiera olvidado por completo de la llegada de su huésped. Pero, si estaba fuera, ¿por qué no llevaba puesta la capa? Resultaba imposible imaginárselo cubierto por cualquier otra prenda, ya fuera invierno o verano.
Fue entonces cuando Dalgliesh percibió lo que sus ojos ya debían de haber visto pero ignorado, el montoncito de hojas parroquiales que había sobre el escritorio con una negra cruz impresa. Cogió la de encima y se la llevó a la ventana, quizá con la esperanza de que la luz demostrara que se había equivocado. Pero era cierto, naturalmente, no había el menor error. El texto decía así:
Reverendo padre Michael Francis Baddeley
Nacido el 29 de octubre de 1896
Fallecido el 21 de septiembre de 1974
R.I.P.
Enterrado en St. Michael and All Angels,
Toynton, Dorset
22 de septiembre de 1974
Hacía once días que había muerto y cinco que lo habían enterrado. Pero hubiera sabido de todas maneras que el padre Baddeley había fallecido recientemente. ¿Cómo si no se explicaba aquella huella de su personalidad que todavía persistía en la casa, la sensación de que estaba tan cerca que sólo con llamarlo en voz alta su mano accionaría el pestillo? Mirando la familiar capa descolorida con el pesado cierre —¿de verdad no se la habría cambiado en treinta años?— sintió una punzada de remordimiento, incluso de dolor, que le sorprendió por su intensidad. Había muerto un anciano. Debía de haber sido de muerte natural, lo habían enterrado enseguida. Su muerte y su entierro no habían tenido publicidad. Pero algo le rondaba la cabeza y había muerto sin confiárselo a nadie. De pronto, asegurarse de que el padre Baddeley había recibido su postal, de que no había muerto creyendo que su llamada de ayuda había sido desatendida, adquirió mucha importancia.
El lugar más lógico donde buscar era el escritorio victoriano que había pertenecido a la madre del reverendo Baddeley. Recordó que solía tenerlo cerrado con llave. Era el menos reservado de los hombres, pero incluso un sacerdote tenía que disponer de un cajón o un escritorio fuera del alcance de las fisgonas mujeres de la limpieza o de los feligreses demasiado curiosos. Dalgliesh recordaba que el padre Baddeley solía hurgarse los profundos bolsillos de la capa en busca de la diminuta llave, sujeta mediante un cordón a una anticuada pinza de tender ropa para más fácil identificación. Seguramente, todavía estaría en el bolsillo.
Introdujo la mano en ambos bolsillos con la sensación culpable del que roba a los muertos. La llave no estaba. Se aproximó al escritorio y trató de levantar la tapa, que cedió sin resistencia. Seguidamente se inclinó a examinar la cerradura, fue al coche a buscar la linterna y volvió a mirarla. Las señales eran inequívocas: la cerradura había sido forzada. Era una operación muy bien hecha y apenas había requerido fuerza. La cerradura resultaba decorativa pero poco resistente, había sido ideada como defensa contra los curiosos pero no contra un asalto decidido. Habrían introducido un punzón o un cuchillo, seguramente la hoja de un cortaplumas, entre la mesa y la tapa y así habrían separado las dos partes de la cerradura. Era sorprendente el poco rastro que habían dejado; no obstante, los arañazos de la propia cerradura rota bastaban para demostrarlo.
Sin embargo, no indicaban quién era el responsable. Podía haber sido el propio padre Baddeley. De haber perdido la llave, no hubiera habido modo de reponerla. ¿Cómo iba a encontrar un cerrajero en aquel remoto lugar? Un asalto físico contra el escritorio era un recurso poco probable en el sacerdote, recordó Dalgliesh, pero no era imposible. También podía haberse hecho con posterioridad a la muerte del padre Baddeley. Si la llave no estaba, alguien de Toynton Grange tenía que haber roto la cerradura. En el interior podía haber documentos o papeles que necesitaran, una cartilla del seguro, nombres de amigos a quien notificar la defunción, o un testamento. Se obligó a abandonar las conjeturas, irritado al descubrir que había llegado a considerar la posibilidad de ponerse los guantes antes de seguir mirando, y revisó rápidamente el contenido de los cajones del escritorio.
No guardaban cosa alguna de interés. En apariencia, la vinculación del padre Baddeley con el mundo era mínima. Pero le llamó la atención una cosa inmediatamente reconocible. Era una ordenada pila de cuadernos de ejercicios infantiles de tapas verde pálido. Sabía que contenían el diario del padre Baddeley. Así pues, todavía vendían aquellos cuadernos, aquellas libretas verde pálido con tablas aritméticas en la parte de atrás, tan evocadoras de la enseñanza primaria como una regla manchada de tinta o una goma de borrar. El padre Baddeley siempre había usado aquellos cuadernos para escribir su diario, uno para cada trimestre del año. Ahora, con la vieja capa negra colgando fláccida de la puerta y el mohoso olor eclesiástico en la nariz, Dalgliesh recordó la conversación tan claramente como si él fuera todavía aquel muchacho de diez años y el padre Baddeley, un hombre maduro que ya aparentaba una edad indefinida, estuviera sentado aquí ante su escritorio.
—¿Entonces no es más que un diario corriente, padre? ¿No trata de su vida espiritual?
—Esto es la vida espiritual, las cosas corrientes que se hacen todos los días.
Y Adam le preguntó con el egoísmo de los jóvenes.
—¿Sólo lo que hace usted? ¿Yo no salgo?
—No. Sólo lo que hago yo. ¿Te acuerdas a qué hora se ha reunido esta tarde la Asociación de Madres? Esta semana tocaba en tu casa. Creo que habían cambiado la hora.
—A las tres menos cuarto, en lugar de a las tres, padre. El arcediano quería terminar antes. ¿Tan exacto tiene que ser?
Pareció que el padre Baddeley rumiaba la pregunta, breve pero seriamente, como si fuera nueva y de un inesperado interés.
—Sí, sí, ya lo creo que sí. De lo contrario no tendría sentido.
El joven Dalgliesh, cuyos alcances ya había rebasado la lógica del sacerdote, se alejó a fin de dedicarse a sus propias actividades, que le parecían más interesantes e inmediatas. La vida espiritual. Era una frase que había oído muchas veces en labios de los feligreses menos mundanos, pero nunca en los del propio canónigo. Alguna que otra vez había tratado de visualizar esa otra existencia misteriosa. ¿Se vivía simultáneamente a la vida cotidiana de levantarse, comer, ir al colegio y de vacaciones? ¿O era una existencia situada en algún otro plano cuyo acceso estaba vedado a los no iniciados, pero al cual el padre Baddeley podía retirarse a voluntad? De una u otra manera, poco tendría que ver con sus minuciosas anotaciones de las trivialidades diarias.
Cogió el último cuaderno para hojearlo. El sistema del sacerdote no había variado. Todo estaba allí. Dos días por página, pulcramente separados mediante una línea. Las horas a las que había dicho las oraciones matinales y las vespertinas; por dónde había paseado y cuánto había tardado; el viaje mensual en autobús a Dorchester; el viaje semanal a Wareham; las horas invertidas ayudando en Toynton Grange; esporádicas diversiones mal registradas; un metódico registro de en qué había empleado cada hora de trabajo, un año tras otro, documentado con la meticulosidad de un contable. «Esto es la vida espiritual, las cosas corrientes que se hacen todos los días». No podía ser tan simple.
Pero ¿dónde estaba el último diario, el cuaderno del tercer trimestre de 1974? El padre Baddeley acostumbraba guardar los viejos ejemplares de su diario que abarcaban los últimos tres años. Debería haber habido quince cuadernos; había sólo catorce. El diario se interrumpía al terminar junio de 1974. Dalgliesh se encontró registrando casi febrilmente los cajones del escritorio. El diario no estaba. Pero sí encontró otra cosa. Metida debajo de tres recibos de carbón, parafina y electricidad había una hoja de papel fino y tosco con el nombre de Toynton Grange inesperadamente impreso y torcido en la parte de arriba. Debajo, alguien había escrito:
¿Por qué no se marcha de la casa, viejo tonto e hipócrita, y deja que la ocupe alguien que de verdad sea de alguna utilidad? No crea que no sabemos lo que hacen Grace Willison y usted cuando supuestamente usted la está confesando. ¿No quisiera poder hacerlo de verdad? ¡Y ese niño del coro? No crea que no estamos enterados.
La primera reacción de Dalgliesh fue de irritación por lo absurdo de la nota más que por su malicia. Era una muestra infantil de gratuito despecho, pero sin el más mínimo asomo de verosimilitud. ¡Pobre padre Baddeley, verse acusado simultáneamente de fornicación, sodomía e impotencia a sus setenta y siete años! ¿Podía cualquier hombre razonable haber tomado aquella pueril tontería lo suficientemente en serio para sentirse siquiera dolido? Dalgliesh había visto abundantes anónimos en su vida profesional. Aquélla era una muestra bastante suave; casi podía suponer que el autor no había puesto en él toda su mala intención. «¿No quisiera poder hacerlo de verdad?» La mayoría de los autores de anónimos hubiera encontrado la manera más gráfica de describir la actividad que se daba a entender. Y la ulterior referencia al chico del coro, sin nombre y sin fecha. Aquello no procedía de un conocimiento real. ¿Podía haberse preocupado el padre Baddeley lo suficiente para llamar a un detective profesional a quien no había visto en casi treinta años simplemente a fin de que lo aconsejara respecto de esta molesta minucia o investigara sobre ello? Quizás. Ésta podía ser la única carta. Si el problema era endémico en Toynton Grange, se trababa de una cuestión más grave. Un anónimo en una comunidad cerrada podía ser causa de verdadera preocupación y angustia, y en alguna ocasión el autor podía ser literalmente un asesino. Si el padre Baddeley sospechaba que otros habían recibido cartas similares, podía buscar ayuda profesional. ¿O, y esto era más interesante, pretendía alguien hacérselo creer a Dalgliesh? ¿Había sido colocada deliberadamente para que la encontrara él? Desde luego era extraño que nadie hubiera dado con ella y la hubiera destruido después de la muerte del padre Baddeley. Alguien en Toynton Grange tenía que haber mirado sus papeles. Aquélla no era una nota que se dejara para que la leyeran otros.
La dobló, se la metió en la cartera y echó a andar por la casa. El dormitorio del padre Baddeley era prácticamente tal como esperaba: un ventanuco con una cortinilla de cretona descolorida; una cama individual todavía hecha con sábanas y mantas, pero con el embozo tirante por encima de la única y desigual almohada; dos paredes cubiertas de libros; una pequeña mesita de noche con una lamparucha, una Biblia y un pesado cenicero de porcelana de propaganda de una marca de cerveza decorado con mal gusto. La pipa del padre Baddeley todavía descansaba en su bote y junto a éste Dalgliesh vio un librito de cerillas medio vacío, de los que regalan en los bares y restaurantes, propaganda de Ye Olde Tudor Barn, cerca de Wreham. En el cenicero sólo había una cerilla usada que había sido desmenuzada hasta la cabeza. Dalgliesh sonrió. Así pues, también este insignificante hábito había persistido a lo largo de más de treinta años. Recordaba los deditos de ardilla del padre Baddeley desmenuzando delicadamente el fino cartón plateado como si pretendiera superar alguna marca personal anterior. Dalgliesh cogió la cerilla y sonrió. Seis segmentos; el padre Baddeley se había superado a sí mismo.
Deambuló hasta la cocina. Era reducida y estaba mal equipada, ordenada pero no muy limpia. El pequeño fogón a gas de un modelo anticuadísimo pronto podría formar parte de un museo de tradiciones populares. El fregadero de debajo de la ventana era de piedra y llevaba acoplado un escurreplatos de madera agrietada y descolorida que olía a grasa rancia y a jabón acre. Las desteñidas cortinas de cretona estampada con rosas demasiado grandes y narcisos incongruentemente combinados estaban descorridas para dejar a la vista el paisaje de los lejanos montes de Purbeck. Unas nubes tenues como volutas de humo corrían y se disolvían por el infinito cielo azul, y las ovejas parecían babosas blancas en sus distantes pastos.
Pasó a explorar la despensa. Allí por fin había pruebas de que lo esperaban. El padre Baddeley había comprado comida en abundancia y las latas representaban un descorazonador recordatorio de lo que constituía para él una dieta adecuada. Era evidente que se había hecho con patéticas provisiones para dos, uno de los cuales esperaba que comiera más que el otro. Había una lata grande y otra pequeña de muchos de los alimentos principales: judías blancas, atún, estofado irlandés, espaguetis y arroz con leche.
Dalgliesh notó el cansancio cuando regresó a la sala de estar; el viaje lo había fatigado más de lo que esperaba. En el pesado reloj de roble que había sobre la chimenea y que seguía funcionando fielmente vio que todavía no eran las cuatro, pero su cuerpo protestó que había sido un día largo y pesado. Le apetecía muchísimo una taza de té. En la despensa había visto una cajita, pero no leche. Pensó si todavía habría gas.
Entonces oyó unas pisadas frente a la puerta y el sonido del pestillo. Una figura de mujer se recortaba contra la luz de la tarde. Oyó una voz grave pero femenina con un ligero acento irlandés.
—¡Santo Dios! ¡Un ser humano y encima hombre! ¿Qué hace aquí?
Penetró en la estancia dejando la puerta abierta tras de sí y entonces la vio con claridad. Tendría unos treinta y cinco años, era recia, de piernas largas y llevaba la mata de cabello rubio visiblemente más oscuro en las raíces, en una larga melena que le alcanzaba los hombros. Tenía unos ojos estrechos y cubiertos por gruesos párpados en un rostro cuadrado. La boca era grande. Llevaba unos pantalones anchos marrones sujetos con una goma debajo del pie, zapatos blancos de lona sucios de hierba, una blusa blanca de algodón sin mangas y con el escote en punta que dejaba al descubierto un triángulo pecoso tostado por el sol. No llevaba sujetador, y sus grandes pechos colgaban libremente bajo el fino algodón. Tres pulseras de madera se entrechocaban en el brazo izquierdo. La impresión general era de una sexualidad vulgar, pero no carente de atractivo, tan fuerte que, si bien no iba perfumada, impregnaba la habitación de su propio aroma de mujer.
—Me llamo Adam Dalgliesh. He venido con intención de hacerle una visita al padre Baddeley. Parece que no va a ser posible —dijo él.
—Bueno, es una manera de decirlo. Llega usted exactamente con once días de retraso. Con once días para verlo y con cinco días para enterrarlo. ¿Quién es usted? ¿Un amigo? No sabíamos que tuviera alguno. Pero, claro, desconocíamos muchas cosas de nuestro reverendo Michael. Era un hombrecillo reservado. Y desde luego a usted lo tuvo escondido.
—No nos habíamos visto más que en breves encuentros desde que yo era pequeño, y le escribí para decirle que venía justo el día antes de que muriera.
—Adam. Me gusta. Ahora se pone mucho ese nombre. Vuelve a estar de moda, pero a usted debió de resultarle un poco molesto en el colegio. De todos modos, le va bien. No sé por qué. No es usted exactamente un hombre primitivo, ¿verdad? Ahora ya sé quién es. Ha venido a buscar los libros.
—¿Ah, sí?
—Sí, los libros que le ha dejado el padre Michael en el testamento. A Adam Dalgliesh, único hijo del canónigo Alexander Dalgliesh, todos mis libros para que los guarde o se deshaga de ellos, como considere oportuno. Lo recuerdo exactamente porque los nombres me parecieron muy inusuales. No ha perdido usted el tiempo, ¿eh? Me sorprende que los abogados ya le hayan escrito. Bob Loder no suele ser tan diligente. Pero yo no esperaría demasiado si fuera usted. A mí nunca me han parecido muy valiosos. Muchos volúmenes de árida teología antigua. Ah, ¿no esperaría que le dejara dinero? En tal caso, tengo noticias para usted.
—No sabía que el padre Baddeley tuviera dinero.
—Nosotros tampoco. Era otro de sus secretitos. Dejó diecinueve mil libras. No es una gran fortuna, pero viene bien. Se lo ha dejado todo a Wilfred para que lo invierta en Toynton Grange, y por lo que he oído fue muy oportuno. Grace Willison es la otra beneficiaria. Ese escritorio es suyo. Bueno, lo será cuando Wilfred se moleste en sacarlo de aquí.
Se había acomodado en la butaca de la chimenea con el cabello retirado contra el respaldo y las piernas extendidas y separadas. Dalgliesh cogió una de las sillas y se sentó frente a ella.
—¿Conocía usted bien al padre Baddeley?
—Aquí todos nos conocemos bien, a eso se deben la mitad de nuestros problemas. ¿Piensa usted quedarse aquí?
—Quizás en la zona, un par de días. Pero no parece posible alojarse aquí.
—No sé por qué no, si le apetece. La casa está vacía, al menos hasta que Wilfred encuentre otra víctima… inquilino, debería decir. No creo que le importe. Además, tendrá usted que revisar los libros, ¿no? Wilfred querrá librarse de ellos antes de volver a alquilar la casa.
—¿Entonces esta casa es de Wilfred Anstey?
—Junto con Toynton Grange y todas las casitas menos la de Julius Court, que es la que está más cerca del mar y la única con vistas. Wilfred es dueño de toda la finca y de todos nosotros. —Estudió entonces su apariencia—. No tendrá usted conocimientos útiles, ¿verdad? Quiero decir que no será fisioterapeuta, practicante o médico, o contable siquiera. No es que lo parezca. Si es algo de eso, le aconsejo que se vaya antes de que Wilfred decida que es usted demasiado útil para dejarlo marchar.
—No creo que mi profesión le resultara de mucha utilidad.
—Entonces yo diría que debe quedarse si le apetece. Pero más vale que le dé un poco de información general. A lo mejor cambia de opinión.
—Empiece por usted misma —dijo Dalgliesh—. No me ha dicho quién es.
—¡Dios Santo! ¡Pues es verdad! Perdone. Soy Maggie Hewson. Mi marido es el médico de la casa. Al menos vive conmigo en una casita proporcionada por Wilfred y apropiadamente llamada Villa Caridad, pero pasa la mayor parte del tiempo en Toynton Grange. Con los cinco pacientes que quedan, no sé lo que debe de hacer para distraerse, ¿no le parece? ¿Qué cree usted que hace para distraerse, Adam Dalgliesh?
—¿Atendió su marido al padre Baddeley?
—Llámelo Michael. Todos le llamábamos así menos Grace Willison. Sí, Eric se ocupó de él mientras estaba vivo y firmó el certificado de defunción cuando murió. Hace seis meses no hubiera podido hacerlo, pero ahora que lo han rehabilitado en el Colegio de Médicos ya puede poner su nombre en un papel para decir que uno está debida y legalmente muerto. ¡Jesús, vaya privilegio!
Se echó a reír y, tras revolver en el interior del bolsillo de los pantalones, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno. Le ofreció el paquete a Dalgliesh y éste negó con la cabeza. Maggie se encogió de hombros y expulsó una bocanada de humo hacia él.
—¿De qué murió el padre Baddeley? —preguntó Adam Dalgliesh.
—Se le paró el corazón. No, no es broma. Era viejo, tenía el corazón cansado y el 21 de septiembre dejó de latirle. Infarto de miocardio complicado por una ligera diabetes, si quiere oír los términos médicos.
—¿Estaba solo?
—Supongo que sí. Murió durante la noche. Al menos la última persona que lo vio vivo fue Grace Willison a las ocho menos cuarto de la tarde cuando vino a confesarse. Supongo que murió de aburrimiento. No, ya sé que no debería haber dicho eso. Mal gusto, Maggie. Dice que le pareció normal, un poco cansado, claro, pero acababa de salir del hospital aquella misma mañana. Yo vine a las nueve de la mañana siguiente a ver si quería algo de Wareham; iba a coger el autobús de las once, Wilfred no permite los coches particulares, y ahí estaba muerto.
—¿En la cama?
—No, en esa misma butaca en que usted está sentado, apoyado en el respaldo con la boca abierta y los ojos cerrados. Llevaba la sotana y una tira morada alrededor del cuello. Todo muy correcto. Pero estaba bien muerto.
—Así, ¿fue usted la que encontró el cadáver?
—A no ser que Millicent, la vecina de al lado, viniera a hurtadillas antes, no le gustara el aspecto que tenía y se volviera a casa otra vez de puntillas. Es hermana de Wilfred, y viuda, por si le interesa. En realidad es bastante extraño que no entrara, sabiendo que estaba enfermo y solo.
—Debió de sobresaltarse usted.
—No mucho. Antes de casarme era enfermera. He visto tantos muertos que ya no me acuerdo. Y era ya muy anciano. Son los jóvenes, sobre todo los niños, los que deprimen. Jesús, me alegro de haber dejado esta desagradable profesión…
—¿De veras? ¿Entonces no trabaja en Toynton Grange?
Se levantó y se aproximó a la chimenea antes de confesar. Exhaló una bocanada de humo contra el espejo que había encima y luego acercó el rostro como para estudiar su imagen reflejada.
—Si puedo evitarlo, no. Y Dios sabe que intento evitarlo. No me importa que lo sepa. Soy el miembro delincuente de la comunidad, la que no coopera, la desertora, la hereje. Ni siembro ni recojo. Soy impermeable a los encantos del querido Wilfred. Me niego a oír los lamentos de los afligidos. No me arrodillo en el templo.
Se volvió hacia él con una expresión medio desafiante, medio especulativa. Dalgliesh pensó que aquel desahogo no había sido espontáneo, que la protesta ya había sido expresada antes. Le pareció una justificación ritual y sospechó que alguien le había ayudado a redactar el guión.
—Hábleme de Wilfred Anstey.
—¿No le advirtió Michael? No, supongo que no. Bueno, es una larga historia, pero trataré de resumirla. El bisabuelo de Wilfred es el que construyó Toynton Grange. Su abuelo se la dejó en fideicomiso a Wilfred y Millicent, y Wilfred le compró su parte a su hermana para instalar la residencia. Hace ocho años, a Wilfred se le declaró una esclerosis múltiple que avanzó muy rápidamente. Al cabo de tres meses ya estaba en una silla de ruedas. Entonces hizo una peregrinación a Lourdes y se curó. Por lo visto, llegó a un acuerdo con Dios. Si me curas dedicaré Toynton Grange y todo mi dinero a servir a los imposibilitados. Dios cumplió su parte y ahora Wilfred se afana por cumplir la suya. Supongo que tiene miedo de echarse atrás por si recae. No es que lo culpe. Seguramente yo haría lo mismo. En el fondo todos somos supersticiosos, sobre todo con las enfermedades.
—Pero ¿le tienta echarse atrás?
—No, no lo creo. Este lugar le da una sensación de poder. Rodeado de pacientes agradecidos, considerado un objeto de veneración medio supersticiosa por las mujeres. Dot Moxon, la enfermera jefe, revolotea alrededor de él como una gallina. Wilfred es feliz.
—¿Cuándo ocurrió exactamente el milagro? —preguntó Dalgliesh.
—Dice que cuando lo metieron en la piscina. Según cuenta, al principio experimentó un intenso frío seguido de inmediato de un calor y un hormigueo en todo el cuerpo, acompañado de una sensación de gran felicidad y paz. Eso es exactamente lo que siento yo después del tercer whisky. Si Wilfred es capaz de sentirlo bañándose en agua helada y llena de gérmenes, lo único que me queda por decir es que tiene una suerte bárbara. Cuando regresó a la hospedería se puso en pie por primera vez en seis meses. A las tres semanas iba dando saltos por ahí como un borreguillo, pero nunca volvió al hospital St. Saviour de Londres, donde lo habían tratado, para que registraran la milagrosa cura en sus archivos médicos. Hubiera sido bastante gracioso. —Hizo una pausa como si fuera a decir algo más y luego se limitó a añadir—: Conmovedor, ¿no?
—Interesante. ¿De dónde saca el dinero para cumplir su parte del trato?
—Los pacientes pagan de acuerdo con sus medios y a algunos los mandan las autoridades locales en virtud de acuerdos contractuales. Además, claro, ha usado su capital privado. Pero las cosas se están poniendo feas, o al menos eso dice. La herencia del padre Baddeley llegó muy oportunamente. Y, como es natural, tacañea con el personal. A Eric no le paga lo que corresponde a su trabajo. Philby, el mozo, es un ex presidiario y seguramente no encontraría otro empleo. A Doc Moxon, la enfermera jefe, tampoco le darían trabajo fácilmente después de la investigación por crueldad a que la sometieron en el último hospital. Debe estarle agradecida a Wilfred por contratarla. Claro, todos le estamos agradecidísimos al querido Wilfred.
—Supongo que debo ir a presentarme. ¿Dice que sólo quedan cinco pacientes?
—No debemos usar la palabra pacientes para referirnos a ellos, pero no sé qué otra cosa quiere Wilfred que los llamemos. Internos suena demasiado a cárcel, aunque Dios sabe que es bastante apropiado. Pero sí, sólo quedan cinco. No quiere admitir a persona alguna de las que lo han solicitado hasta que haya decidido cuál va a ser el futuro de la residencia. El Ridgewell Trust intenta hacerse con ella y Wilfred está considerando la posibilidad de cederle todo el lote y gratuitamente. En realidad, hace unos quince días había seis pacientes, pero eso era antes de que Victor Holroyd se tirara por el acantilado de Toynton Head y se aplastara contra las rocas.
—¿Quiere decir que se mató?
—Bueno, estaba en la silla de ruedas a unos tres metros del borde del precipicio, o bien soltó el freno y se dejó caer, o Dennis Lerner, el enfermero que lo acompañaba, lo empujó. Como Dennis no tiene agallas ni para matar una gallina, y no digamos a un hombre, en general se cree que fue el propio Victor el que lo hizo. Sin embargo, como esa idea angustia al querido Wilfred, todos nos afanamos en fingir que fue una accidente. Yo echo de menos a Victor, nos llevábamos bien. Casi era la única persona con quien podía hablar. Pero todos los demás lo odiaban. Y ahora, claro, todos tienen remordimientos y piensan si lo habrían juzgado mal. No hay nada como morir para meterle el gusanillo a la gente. Quiero decir que cuando un individuo dice continuamente que no merece la pena vivir uno piensa que no hace sino expresar lo evidente. Pero cuando lo respalda con una acción empieza uno a pensar si no escondería más de lo que uno pensaba.
El sonido de un automóvil le ahorró a Dalgliesh la necesidad de contestar. Maggie, cuyo oído era por lo visto tan fino como el de él, saltó de su asiento y salió corriendo al exterior. Un gran sedán negro se acercaba al cruce.
—Julius —le dijo Maggie a modo de breve explicación, y empezó a hacer exageradas señas con los brazos.
El coche se detuvo y giró hacia Villa Esperanza. Dalgliesh vio que era un Mercedes negro. En cuanto aminoró la velocidad, Maggie echó a correr como una colegiala impertinente junto a él, vertiendo su explicación por la ventana abierta. El vehículo se detuvo y Julius Court salió ágilmente de él.
Era un joven alto, de miembros sueltos, vestido con pantalones de franela y un suéter verde con refuerzos en los hombros y los codos, a la manera del ejército. El corto cabello castaño claro le envolvía la cabeza como un reluciente casco. Era un semblante autoritario y seguro de sí mismo, con un matiz de indulgencia hacia sí mismo en las perceptibles ojeras que se advertían bajo la cautelosa mirada y el ligero mal genio del gesto de la boca pequeña, que se abría en la pronunciada barbilla. Cuando alcanzara la mediana edad sería grueso, incluso gordo, pero ahora daba una impresión de apostura ligeramente arrogante, realzada más que estropeada por la blanca cicatriz triangular que lucía como un sello sobre la ceja derecha.
Alargó la mano y declaró:
—Lástima que se perdiera el funeral.
Lo dijo en un tono que parecía que lo que hubiera perdido Dalgliesh fuera el tren.
—¡Querido, no lo entiendes! —exclamó Maggie—. No ha venido para el funeral. El señor Dalgliesh no sabía que el viejo se había ido de este mundo.
Court contempló a Dalgliesh con algo más de interés.
—Oh, perdone. Quizá debería venir a la casa. Wilfred Anstey le podrá decir más cosas acerca del padre Baddeley. Yo estaba en mi casa de Londres cuando murió, de modo que no puedo contarle siquiera si hizo revelaciones interesantes en el lecho de muerte. Suban los dos. Llevo unos libros de la Biblioteca de Londres para Henry Carwardine y no estaría de más dárselos ahora mismo.
Maggie Hewson debió de pensar que había cometido una negligencia al no presentarlos debidamente porque dijo:
—Julius Court. Adam Dalgliesh. Supongo que no se conocerían de Londres. Julius era diplomático.
En tanto subían al coche, Court dijo sin darle importancia:
—No es un término muy apropiado si se tiene en cuenta el bajo rango que alcancé en el servicio. Y Londres es muy grande. Pero no te preocupes, Maggie, como la señora lista del concurso de la televisión, me parece que puedo adivinar cómo se gana la vida el señor Dalgliesh.
Sostuvo la puerta del automóvil con exagerada cortesía.
El Mercedes avanzó lentamente hacia Toynton Grange.