A la mañana siguiente abandoné la casa. El automóvil del señor Samuel Daily nos trasladó directamente a la estación de tren. Mediante un mensajero, saldé mi cuenta en la Gifford Arms y no volví a pisar Crythin Gifford; lo más sensato era seguir los consejos del médico, que insistió mucho en que no hiciera nada ni acudiese a sitio alguno que pudiesen trastornar mi equilibrio apenas recuperado. A decir verdad, no quería ver el pueblo, correr el riesgo de cruzarme con el señor Jerome o con Keckwick ni, menos aún, vislumbrar la lejana casa de Eel Marsh. Todo eso pertenecía al pasado y tal vez le hubiera ocurrido a otra persona. El médico había insistido en que lo olvidara y decidí intentarlo. Tuve la certeza de que, con Stella a mi lado, lo conseguiría.
El único pesar que experimenté al marcharme fue la sincera tristeza por dejar al señor Samuel Daily y a su esposa; cuando nos estrechamos la mano, pedí al terrateniente que me prometiera que nos visitaría en su siguiente viaje a Londres, ciudad a la que se desplazaba una o, como máximo, dos veces al año. Además, nos reservaría un cachorro en cuanto Spider fuese madre. Supe que echaría mucho de menos a esa perrita.
Aunque me costó abordar el tema, aún me quedaba una pregunta por hacer.
—Tengo que saberlo —espeté cuando Stella no podía oírme, pues charlaba animadamente con la señora Daily, a la que había hecho hablar gracias a su simpatía y su calidez espontáneas. Samuel Daily me traspasó con la mirada. Respiré hondo en un intento de tranquilizarme y añadí—: Aquella noche me dijo…, me dijo que en Crythin Gifford siempre había muerto un niño…, un niño…
—Así es —confirmó mi anfitrión. Fui incapaz de retomar la palabra, pero bastó con mi expresión: mi desesperación por saber la verdad resultó evidente—. Nada… —añadió Daily a toda velocidad—, no ha pasado nada…
Tuve la certeza de que había estado a punto de decir «no ha pasado nada…, todavía», pero se contuvo, así que lo dije en su lugar. El señor Daily se limitó a menear la cabeza en silencio.
—Le ruego a Dios que no pase nada…, que la cadena se haya roto…, que el poder de esa mujer haya dejado de existir…, que se haya ido…, y que yo haya sido el último en verla.
Samuel Daily me cogió del brazo para tranquilizarme y musitó:
—Eso espero, eso espero.
Yo era el más interesado en que así fuese, en que el tiempo transcurrido desde la última vez que había visto a la mujer de negro, es decir, el fantasma de Jennet Humfrye, bastara para convertirse en prueba definitiva de que la maldición se había esfumado. Se trataba de una pobre mujer, enloquecida y perturbada, cargada de tristeza y de dolor, llena de odio y con ansias de venganza. Su amargura era comprensible y la maldad que la había conducido a quitarles los hijos a otras mujeres porque había perdido el suyo también resultaba comprensible pero imperdonable.
Llegué a la conclusión de que nadie podía hacer nada para ayudarla…, salvo rezar por su alma. La señora Drablow, la hermana a la que achacaba la pérdida de su hijo, estaba muerta y enterrada y, puesto que la casa se encontraba finalmente vacía, tal vez cesarían de forma definitiva las apariciones y las espantosas consecuencias que tenían para seres inocentes.
El coche esperaba en la calzada de acceso. Estreché las manos de los Daily, cogí a Stella del brazo y, sin soltarla, subí al coche y me recliné en el asiento. Dejé escapar un suspiro de alivio que fue casi un sollozo y me alejé de Crythin Gifford.
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Casi he terminado de contar mi historia y, aunque sólo queda algo por decir, soy casi incapaz de ponerlo por escrito. Día tras día y noche tras noche, me he sentado en el escritorio, con una hoja en blanco ante mí, no me he atrevido a levantar la pluma y he temblado y también llorado. He salido y caminado por el viejo huerto, incluso he recorrido kilómetros por el campo que se extiende más allá de Monk’s Piece, pero no he visto lo que me rodea, no he reparado en aves ni animales, ni siquiera me percaté de la situación meteorológica, por lo que varias veces volví a casa calado hasta los huesos, hecho que afligió grandemente a mi esposa. Ese ha sido otro motivo de angustia: Esmé me ha observado, se ha hecho preguntas y ha tenido la sensibilidad de no plantearlas en voz alta; por las noches he sido testigo de su expresión de preocupación y angustia, y he percibido su inquietud. No he podido decirle nada, ignora lo que he pasado y por qué: no tendrá ni la más remota idea hasta que lea este manuscrito, lo que ocurrirá cuando yo haya muerto y ya no pueda afectarme.
Por fin he reunido el valor necesario y apelaré a las pocas fuerzas que me quedan, fuerzas que están casi agotadas después de revivir los horrores del pasado, para escribir el final de esta historia.
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Stella y yo regresamos a Londres y nos casamos seis semanas después. El proyecto original consistía en esperar hasta la primavera siguiente, pero las experiencias vividas me habían cambiado tanto que ahora tenía una clara noción del tiempo, la certeza de que no debíamos retrasarlo, sino aprovechar cualquier alegría, golpe de buena suerte y oportunidad en lugar de dejarlos escapar. ¿Para qué esperar? Salvo consideraciones triviales como el dinero, las propiedades y los bienes, ¿qué impedía que contrajésemos matrimonio? Nada lo impedía. Por consiguiente, nos casamos tranquilamente y sin grandes alharacas y nos fuimos a vivir a mis habitaciones, a las que incorporamos otra que la casera nos alquiló de buen grado, a la espera del momento en el que pudiéramos pagar una casita. Éramos tan felices como puede serlo una pareja joven, nos bastábamos con la mutua compañía, no éramos ricos ni pobres y estábamos atareados y esperanzados ante el futuro. Con el paso de los meses, el señor Bentley me asignó nuevas y modestas responsabilidades, lo que significó un aumento de salario. En lo que a la casa de Eel Marsh y a las propiedades y los papeles de la señora Drablow se refiere, le rogué expresa y encarecidamente que no me dijera nada, de modo que no supe nada más, y nunca volvió a mencionar esos nombres.
Poco más de un año después de casarnos, Stella dio a luz a nuestro hijo, al que llamamos Joseph Arthur Samuel; el señor Samuel Daily fue su padrino, en virtud de que era el único vínculo que nos relacionaba con aquel lugar y con aquella época. Aunque alguna vez lo vimos en Londres, jamás se mencionó el pasado. He de reconocer que mi vida me producía tanta alegría y satisfacción que ni siquiera pensaba en aquellos acontecimientos y las pesadillas casi dejaron de atribularme.
La tarde de un domingo del verano posterior al nacimiento de nuestro hijo me sentía sumamente feliz y en paz, por lo que no podía estar peor preparado para lo que estaba por ocurrir.
Nos habíamos desplazado a un parque de grandes dimensiones, situado a unos quince kilómetros de Londres, que formaba parte de los terrenos de una casa noble y que, los fines de semana de estío, se abría al público. El lugar tenía un aire festivo, había un lago con pequeños botes de remos, contaba con un quiosco de música en el que una banda tocaba alegres canciones y con tenderetes donde vendían helados y frutas. Las familias paseaban al sol y los críos retozaban por la hierba. Stella y yo caminábamos alegremente y, aferrado a nuestras manos, el pequeño Joseph daba unos pocos e inseguros pasos, mientras lo mirábamos con el orgullo propio de los padres.
Stella reparó en que una de las atracciones era un burro, así como un cabriolé tirado por un poni, en los que se podía pasear por una avenida bordeada de grandes castaños de Indias. Supusimos que al niño le gustaría dar un paseo, por lo que lo condujimos hasta el burro gris y dócil y yo me esforcé por acomodarlo en la silla de montar. Joseph chilló, se apartó y me abrazó sin dejar de señalar con entusiasmo el poni y el cabriolé. Como sólo había espacio para dos personas, Stella subió con Joseph y yo me quedé y los vi rodar alegremente entre esos árboles bonitos, añejos y de frondoso follaje.
Al doblar un recodo, durante unos segundos quedaron fuera de mi vista. Paseé la mirada a mi alrededor y contemplé a los que, como nosotros, disfrutaban de la tarde. De pronto la vi. Estaba apartada de los demás, junto al tronco de uno de los castaños de Indias.
La miré directamente a los ojos y ella hizo lo propio. Era inconfundible, la vista no me engañó. Se trataba de ella, de la mujer de negro y rostro estragado, del fantasma de Jennet Humfrye. Durante un instante me limité a observarla con incredulidad y asombro, y a continuación me embargó un frío temor. Quedé paralizado, arraigado en el sitio donde me encontraba, y a mi alrededor el mundo oscureció y se alejaron los gritos y las exclamaciones de alegría de los niños. No pude apartar la mirada de esa mujer. Su rostro no manifestaba expresión alguna y volví a experimentar el poder que emanaba de ella, la malevolencia, el odio y la amargura apasionada. Me traspasó de cabo a rabo.
Simultáneamente y con gran alivio por mi parte, vi que el carro tirado por el poni descendía por la avenida y atravesaba el haz de luz que iluminaba la hierba, con mi amada Stella y en sus brazos el niño, que brincó, chilló y agitó los brazos encantado. El paseo casi había terminado, casi habían regresado a mi lado, los ayudaría a descender y nos iríamos, ya que no me apetecía permanecer en el parque ni un segundo más. Me preparé para recogerlos. Casi se habían detenido cuando pasaron frente al árbol junto al cual la mujer de negro seguía en pie; en ese momento, se movió deprisa y agitó las faldas como si estuviese a punto de interponerse en el camino del poni. El animal giró bruscamente, se encabritó, su mirada se cargó de terror, emprendió la huida y, sin dejar de relinchar y sin freno, salió disparado por un claro del bosquecillo. Se desencadenó una espantosa confusión, durante la cual varios hombres persiguieron al poni y las mujeres y los niños chillaron. Eché a correr como alma que lleva el diablo, y entonces oí el chasquido y el golpe seco sobrecogedores que se produjeron cuando el poni y el vehículo chocaron con el tronco de uno de los enormes castaños de Indias. Luego se impuso el silencio, un silencio terrible que, pese a que sólo duró unos segundos, pareció perpetuarse durante años. Mientras corría hacia el sitio donde el vehículo había caído, miré por encima del hombro: la mujer había desaparecido.
Retiraron delicadamente a Stella del carro. Su cuerpo estaba roto, se había fracturado el cuello y las piernas, pero aún estaba consciente. El poni estaba atontado, pero no podía moverse porque el cabriolé había volcado y los arreos estaban enredados, de modo que permanecía en el suelo y relinchaba y bufaba de miedo.
Nuestro pequeño hijo había salido disparado y chocado contra otro árbol. Yacía en el suelo…, sin vida.
En ese caso no sufrí un misericordioso desmayo, sino que me vi obligado a vivirlo todo, cada instante y cada día posterior, durante diez meses interminables, hasta que Stella también falleció debido a las espantosas lesiones que había sufrido.
Yo había visto el fantasma de Jennet Humfrye y ella había logrado vengarse.
Querían conocer mi historia. La he contado. Ya está bien.