La luz era intensa y yo la miraba… Mejor dicho, tuve la sensación de que esa luz me taladraba, atravesaba mis ojos para llegar a mi cerebro, así que me esforcé por girar la cabeza, que me pareció muy ligera, apenas sujeta a mis hombros, dado que se movió libremente, como los vilanos del diente de león.
De repente la luz desapareció y cuando abrí los ojos me topé de nuevo con el mundo normal y las cosas corrientes. Estaba tumbado, recostado en el sofá del saloncito, y sobre mí se cernía la cara grande, rubicunda y de preocupación del señor Samuel Daily. Sostenía una linterna pequeña con la que, deduje, debió de iluminar mis ojos en un tosco intento de despertarme.
Me incorporé, pero de inmediato las paredes se movieron y se combaron, de modo que no me quedó más remedio que volver a tumbarme. De repente, recordé todo con gran claridad: la persecución de la perra por las marismas, la lucha por rescatarla, la visión de la mujer de negro en la ventana de la habitación de los niños y esos sonidos que agudizaron mis miedos hasta el extremo de que perdí el dominio de mi persona y de mis sentidos y me desmayé.
—Pero el cabriolé…, el cabriolé tirado por un poni…
—Están en la entrada —afirmó el señor Daily. Le clavé la mirada—. Verá, a veces me gusta utilizarlo. Es una forma agradable de desplazarse cuando no tienes prisa y resulta mucho más seguro que un coche a la hora de recorrer el paso elevado.
—Ah, claro.
Experimenté un gran alivio al darme cuenta de la sencilla veracidad de la cuestión: el sonido que había oído pertenecía a un carro y a un poni reales.
—¿En qué piensa? —El terrateniente no me quitaba ojo de encima.
—Un carro tirado por un poni…
—Continúe.
—He…, he oído otros. Mejor dicho, he oído otro.
—Tal vez se trata de Keckwick —sugirió serenamente.
—No, no.
Me erguí con más cautela que antes y el saloncito no se desdibujó.
—Tenga cuidado.
—Ya estoy mejor…, me encuentro bien. Tuve una… —Me sequé el sudor de la frente—. Tengo sed.
—Tiene un vaso al lado.
Me volví y vi una jarra con agua y un vaso. Bebí copiosamente, me sentí cada vez mejor y me serené.
El señor Daily advirtió el cambio, se levantó de mi lado, acercó una silla y se sentó frente a mí.
—Me puse a pensar en usted, comencé a sentirme incómodo y me preocupé —reconoció.
—Me parece que es muy temprano, que la mañana acaba de comenzar…, estoy confuso…
—Es muy temprano, pero me desperté varias veces porque, como ya le he dicho, no hacía nada más que pensar en usted.
—¡Qué extraño!
—¿Le parece? Para mí no tiene nada de extraño.
—Bueno…
—Me alegro mucho de haber venido.
—Tiene toda la razón y le estoy muy agradecido. Seguramente tuvo que…, ¿qué ha pasado? No recuerdo nada, pero supongo que tuvo que trasladarme hasta la casa.
—He acarreado mayores pesos que el suyo colgados por un brazo de mi cuello y he de reconocer que está usted muy delgado.
—Señor Daily, no se imagina lo mucho que me alegro de verle.
—Tiene motivos para alegrarse.
—Ya lo creo.
—Con anterioridad, varias personas se han ahogado en las marismas.
—Sí, desde luego, ahora sé que así ha sido. Tuve la sensación de que me arrastraban bajo el agua, lo mismo que a la perra. —Me sobresalté—. Spider…
—Está aquí y se pondrá bien.
Miré el lugar que el señor Daily señaló y vi a la perra tumbada en la alfombra, entre nosotros. Al oír su nombre meneó el rabo, pero, por lo demás, siguió echada mientras el barro se secaba en su pelaje formando grumos y tiras y se adhería firmemente a sus patas. Spider parecía tan débil y agotada como yo.
—En cuanto se encuentre un poco mejor, recogerá lo que necesite y nos marcharemos.
—¿Nos marcharemos?
—Así es. He venido a ver cómo estaba en esta casa dejada de la mano de Dios y ya lo he comprobado. Más le vale volver a casa conmigo y recuperarse.
Durante unos segundos no respondí, sino que me recosté y repasé mentalmente la sucesión de acontecimientos de la noche anterior y de esa mañana…, y, por cierto, cuanto había acontecido desde mi primera visita. Supe que había habido merodeos de la mujer de negro y quizá de otro ocupante de la casa de Eel Marsh. Supe que los ruidos que había oído en la marisma eran espectrales. Aunque habían resultado aterradores e inexplicables, concluí que, en caso necesario, podría volver a vivirlos, aunque sólo fuese porque estaba cada vez más decidido a descubrir quién era el alma intranquila a la que le gustaba provocar esas perturbaciones y por qué, por qué lo hacía. Si averiguaba la verdad, quizá podría poner fin de una vez por todas a esa situación.
Lo que no podía soportar ni un segundo más era la atmósfera que rodeaba esos acontecimientos: la sensación de odio opresivo, malevolencia, perversidad y de pena y aflicción atroces. Esos sentimientos, que parecieron invadir mi alma y apoderarse de mí, me resultaban insufribles. Respondí al señor Daily que le estaba agradecido, que iría a su casa y que descansaría aunque sólo fuese un rato. Seguí preocupado, pues no estaba dispuesto a que el misterio quedase sin explicación y que también sabía que, en algún momento, alguien tendría que terminar la selección y el ordenamiento de los papeles de la señora Drablow, hecho que mencioné en ese momento.
—Señor Kipps, ¿qué ha encontrado entre esos papeles? ¿Acaso el mapa que conduce a un tesoro enterrado?
—No. Me he topado con una gran cantidad de papel inservible y prácticamente no hay nada interesante, por no decir que de valor. Francamente, dudo mucho de que haya algo que valga la pena, pero es un trabajo que hay que realizar. Estamos obligados a cumplir con esa tarea. —Me puse de pie, caminé por el saloncito, estiré las piernas y descubrí que ya no me temblaban—. De momento, no me molesta reconocer que me alegro de irme y dejarlo todo aquí. Hay un par de papeles que, por pura curiosidad, me gustaría volver a revisar. Me refiero a un fajo de viejas cartas que incluyen un puñado de documentos. Anoche me dediqué a leerlos y me gustaría llevármelos.
Mientras el señor Daily hacía la ronda por las habitaciones de la planta baja, bajaba las persianas y comprobaba que los fuegos estuvieran apagados, me dirigí a la estancia que había utilizado para trabajar, recogí el fajo de cartas y luego subí a buscar mis pertenencias. Ya no tenía miedo porque, al menos momentáneamente, me iba de la casa de Eel Marsh y, por añadidura, contaba con la compañía corpulenta y tranquilizadora del señor Samuel Daily. No sabía si alguna vez regresaría a esa casa pero, en el caso de que lo hiciera, no sería solo. Por consiguiente, cuando llegué al final de la escalera me sentía muy tranquilo. Me dirigí al pequeño dormitorio que había ocupado y los acontecimientos de la víspera me parecieron muy lejanos y con la misma capacidad de herirme que una pesadilla muy tortuosa.
Hice el equipaje a toda velocidad, cerré la ventana y bajé la persiana. Por el suelo estaban esparcidos los fragmentos de la linterna rota y con la punta del pie los arrastré hasta un rincón. Todo estaba en calma y el viento había amainado desde el amanecer; sin embargo, si cerraba los ojos podía oír sus gemidos, su llanto y los golpeteos que había provocado en la vieja casona. Aunque esos sonidos habían acrecentado mi nerviosismo, fui muy capaz de separar esos hechos fortuitos como el vendaval, los golpes, los crujidos y la oscuridad de los sucesos espectrales y de la atmósfera que los rodeaba. El tiempo podía ser bueno, el viento cesar, brillar el sol y la casa de Eel Marsh alzarse serena y quieta, pero no dejaría de ser menos temible. También sabía que quienquiera que se aparecía y las terribles emociones que todavía lo dominaban seguirían perturbando y afectando a todo aquel que se acercase a la casa.
Terminé de guardar mis cosas y abandoné el dormitorio. Cuando llegué al descansillo, no pude evitar una mirada rápida y temerosa hacia el pasillo que conducía a la habitación de los niños.
La puerta estaba entornada. Me detuve y noté que la ansiedad subyacente que sentía comenzaba a aflorar, por lo que se me aceleró el pulso. Del piso de abajo me llegaron las pisadas del señor Daily y el tamborileo de las patas de la perra, que lo seguía. Tranquilizado por su presencia, me armé de valor y, con mucha cautela, me dirigí a la puerta entreabierta. Al llegar titubeé. La mujer había estado allí. Yo la había visto. Fuera quien fuese, esa habitación era el centro de su indagación, de su atención y de su sufrimiento. No supe muy bien a qué correspondía, pero se trataba del corazón mismo de las apariciones.
No oí sonido alguno. La mecedora estaba inmóvil. Abrí lentamente la puerta, centímetro a centímetro, y di varios pasos hasta que mi vista abarcó toda la habitación.
Se encontraba tan desordenada que el caos parecía producido por una banda de ladrones empeñados en causar una destrucción delirante y sin sentido. Mientras que antes la cama estaba perfectamente hecha, ahora la ropa estaba arrugada, revuelta o arrastraba por el suelo. La puerta del armario y los cajones de la pequeña cómoda estaban abiertos y las prendas que contenían sobresalían y colgaban como las entrañas de un cuerpo herido. Los soldaditos de plomo habían caído como bolos, los animales de madera del arca estaban desperdigados por el estante, había varios libros abiertos y con las cubiertas rotas, y los rompecabezas y los juegos se encontraban amontonados en el centro de la habitación. Los juguetes mullidos estaban rasgados y sin ropa y tuve la sensación de que el Sambo de hojalata había recibido un martillazo. La mesilla de noche y el pequeño armario estaban volcados. Con su respaldo alto y a semejanza de un gran pájaro que empolla, la mecedora había sido arrastrada hasta el centro de la habitación y parecía presidir el estropicio.
Atravesé el cuarto hasta la ventana porque supuse que quizá los vándalos habían entrado por allí. Tenía el pestillo echado y oxidado y los barrotes de madera permanecían firmemente en su sitio. Nadie había entrado por esa ventana.
★ ★ ★
Sin tenerlas todas conmigo, subí al cabriolé del señor Daily, que aguardaba en la calzada de acceso, pero tropecé y el hombre no tuvo más remedio que sujetarme del brazo y sustentarme hasta que recuperé las fuerzas; me percaté de que me miró intensamente a la cara y de que al advertir mi palidez supo que yo había sufrido otra conmoción. No hizo el menor comentario, me tapó las piernas con una manta gruesa, depositó a Spider en mi regazo para que nos proporcionásemos mutuamente calor y consuelo, y azuzó al poni para que se pusiese en marcha. Recorrimos la grava, atravesamos la mala hierba, llegamos al paso elevado de Nine Lives y nos dispusimos a cruzarlo. La marea bajaba sin cesar, el cielo había adquirido un tono gris perla uniforme y, después de la tormenta, el aire estaba cargado de humedad, frío y quieto. Las marismas me parecieron monótonas, quedamos rodeados de bruma y tristeza y, más adelante, el terreno llano estaba empapado y sombrío, sin color, hojas ni ondulaciones. El poni avanzaba serenamente y el señor Daily canturreaba. Permanecí como en trance, embotado, casi sin darme cuenta de nada, salvo del movimiento del cabriolé tirado por el poni y de la humedad.
Cuando arribamos a los caminos y atrás quedaron la marisma y el estuario, volví la vista atrás por encima del hombro. La casa de Eel Marsh se alzaba adusta y de tono gris metálico, se encumbraba como un risco y las ventanas permanecían impertérritas y con los postigos cerrados. No advertí indicios de formas ni figuras, de almas vivas ni muertas. Pensé que nadie nos había visto partir. Poco después los cascos del poni chacolotearon vivamente en el asfalto del estrecho sendero que había entre las acequias y los escasos setos de endrino. Aparté la mirada de ese lugar espantoso y deseé fervientemente que esa fuera la última vez que lo veía.
★ ★ ★
Desde el instante en que monté en el cabriolé tirado por el poni, el señor Samuel Daily me trató con tanta delicadeza, cuidado y preocupación como a un inválido y redobló los intentos de que me sintiera cómodo y recuperado en cuanto llegamos a su casa. Me habían preparado una habitación, una estancia espaciosa, tranquila y con un pequeño balcón que daba al jardín y a los campos. Envió enseguida un criado a la Gifford Arms para que recogiese mis cosas y, después de tomar un ligero desayuno, me dejó solo para que pudiese dormir. Bañaron y acicalaron a Spider y me la trajeron «porque ya se ha acostumbrado a estar con la perra». Spider se tumbó satisfecha a mi lado y, por lo visto, no quedó afectada por la desagradable experiencia que había vivido horas antes.
Descansé pero no conseguí conciliar el sueño; seguía confuso, con la sensación de tener fiebre y los nervios de punta. Agradecí enormemente tanta paz y tranquilidad y, por encima de todo, la certeza de que, aunque en esa habitación estaba solo y nadie me molestaba, en la casa y en las dependencias exteriores había personas, muchas personas, que se encargaban de sus tareas cotidianas; recibí la confirmación, que tanto necesitaba, de que el mundo normal seguía su curso habitual.
Hice denodados esfuerzos para impedir que mi mente se concentrara en lo que me había ocurrido. Por otro lado, escribí una carta un tanto evasiva al señor Bentley y otra más explícita a Stella, pero no les conté todo ni reconocí el alcance de mis angustias.
Cuando terminé, salí y di varios paseos por el extenso jardín, pero el aire era tan frío y desapacible que no tardé en volver a mi habitación. No vi a Samuel Daily. Antes de mediodía, durante aproximadamente una hora dormité en el sillón y, por extraño que parezca y a pesar de que mi cuerpo sufrió un par de espasmos de alarma repentina, al cabo de un rato me relajé y me recuperé más de lo que cabía esperar.
A la una llamaron a la puerta de mi habitación y una criada me preguntó si deseaba que me sirvieran la comida en mi cuarto o si prefería bajar al comedor.
—Por favor, dígale a la señora Daily que me reuniré abajo con ellos.
Me lavé, me acicalé, llamé a la perra y bajamos la escalera.
★ ★ ★
Los Daily fueron el cuidado y la atención personificados e insistieron en que me quedase un par de días más antes de emprender el regreso a Londres. Había tomado la decisión de volver a mi ciudad; en la tierra no había nada que pudiera convencerme para pasar otra hora en la casa de Eel Marsh; me había mostrado tan osado y decidido como es posible, pero había perdido esa batalla y no tuve miedo de reconocerlo ni experimenté un ápice de vergüenza al hacerlo. Podemos acusar a alguien de cobardía porque huye de toda clase de peligros físicos, pero cuando lo sobrenatural, lo inmaterial y lo inexplicable no sólo amenazan su seguridad y su bienestar, sino su cordura, lo más íntimo de su alma, el repliegue deja de ser una muestra de debilidad y se convierte en el camino más prudente.
De todas maneras, estaba contrariado; no estaba enfadado por mi causa, sino por aquello que se aparecía en la casa de Eel Marsh; me molestaba el comportamiento desaforado e inútil de esa criatura perturbada y enojada que me había impedido cumplir con mis obligaciones y que sin duda también impediría que otros realizasen su cometido, Quizá me fastidiaba que personas como el señor Jerome, Keckwick, el dueño de la Gifford Arms y Samuel Daily hubiesen tenido razón en lo que se refiere a esa morada. Yo era joven y lo bastante arrogante como para precipitarme. Había aprendido la lección de la manera más dolorosa.
★ ★ ★
Esa tarde, después de tomar un almuerzo excelente y de que el señor Daily fuera a visitar una de sus fincas, situada en las afueras, volví a quedar a mi libre albedrío, cogí los papeles de la señora Drablow porque todavía sentía curiosidad por la historia que había comenzado a reconstruir a partir de la lectura inicial de las cartas, y decidí ocuparme en tratar de terminar de montar ese rompecabezas. La dificultad radicaba en que yo no sabía quién era la joven que había escrito las cartas, la «J» de Jennet; desconocía si esa mujer era una pariente de la señora Drablow, de su marido o, simplemente, una amiga. Lo más probable es que sólo una pariente consanguínea hubiera entregado o, mejor dicho, se hubiese visto obligada a entregar a otra mujer a su hijo ilegítimo en adopción, tal como demostraban las cartas y los documentos legales.
Cuando releí las cartas breves pero emotivas de «J» volví a compadecerla. Su apasionado cariño por el niño, su aislamiento, su furia, la forma en la que al principio luchó a brazo partido contra lo que le propusieron y, por último, la desesperación con la que lo aceptó me llenaron de tristeza y conmiseración. Es posible que, sesenta o incluso más años atrás, una criada que vivía en una comunidad muy cerrada hubiese corrido mejor suerte que esa joven de origen distinguido, que había sido cruelmente rechazada y cuyos sentimientos no se tuvieron en cuenta para nada. Claro que yo también sabía que, a menudo, las criadas de la Inglaterra victoriana se vieron obligadas a asesinar o a abandonar a los hijos concebidos fuera del matrimonio. En lo que a ella se refiere, Jennet supo que su hijo estaba vivo y que moraba en un buen hogar.
En ese momento cogí los documentos atados con las cartas. Se trataba de tres actas de defunción. La primera era la del niño, Nathaniel Drablow, fallecido a los seis años. La causa de la muerte había sido el ahogamiento. Fechada exactamente el mismo día, había un acta parecida a nombre de Rose Judd, que también había muerto por ahogamiento.
Experimenté una sensación terrorífica, fría y enfermiza que se formó en la boca de mi estómago y pareció subir por el pecho hasta la garganta, por lo que quedé convencido de que vomitaría o me asfixiaría. No me ocurrió nada parecido, sólo me puse de pie y, sin dejar de aferrar esas dos hojas de papel arrugado, deambulé agitado y atribulado de un lado a otro de la estancia.
Al cabo de un rato me esforcé en leer el último documento. También se trataba de un acta de defunción, fechada aproximadamente doce años después.
Iba a nombre de Jennet Eliza Humfrye, soltera, de treinta y seis años, y la causa de la muerte había sido «fallo cardíaco».
Me desplomé en el sillón. Estaba demasiado agitado para quedarme quieto y al final llamé a Spider; salimos a la tarde de noviembre que ya se había convertido en un crepúsculo prematuro y echamos a andar, nos alejamos de la casa ajardinada del señor Daily, de los graneros, las cuadras y los cobertizos y atravesamos una zona de rastrojos. El ejercicio me sentó bien. A mi alrededor sólo se divisaba el campo arado y con surcos marrones, setos bajos y dos o tres olmos, cuyas ramas peladas estaban invadidas por los nidos de los grajos, desde los que los desagradables pájaros negros alzaron el vuelo formando una bandada ruidosa y aleteante y de vez en cuando giraron graznando en medio del cielo plomizo. Sobre los campos sopló un viento frío que arrastró consigo duras gotas de lluvia. Spider parecía contenta de estar al aire libre.
Mientras caminaba me concentré en los papeles que acababa de leer y en la historia que narraban, que cada vez resultaba más clara y estaba más completa. Más o menos por casualidad, había deducido, o casi, la identidad de la mujer de negro y encontrado respuesta a otras preguntas. Aunque ahora sabía más cosas, en lugar de satisfacerme, la situación me alteró, me alarmó y también me asustó. Sabía y, al mismo tiempo, no sabía nada, estaba desconcertado y nada había quedado claramente explicado. ¿Cómo pueden ser así las cosas? Ya he dicho que creía en fantasmas tanto como cualquier joven sano con una educación sólida, bastante inteligencia y pragmático. De todos modos, había visto fantasmas. Por algún motivo, un acontecimiento trágico y espeluznante, que había ocurrido y se había resuelto hacía muchos años, se repetía una y otra vez, se repetía en una dimensión distinta a la normal y presente. El cabriolé tirado por un poni, en el que viajaban un niño de seis años llamado Nathaniel, hijo adoptivo de los Drablow, y su niñera, había confundido el camino en medio de la niebla marina, se había desviado de la seguridad del paso elevado y caído en la marisma, donde fue absorbido por las arenas movedizas y tragado por el barro y la marea creciente en el estuario. El niño y la niñera se ahogaron y cabe suponer que lo mismo le ocurrió al poni y a quien conducía el cabriolé. Actualmente, en esas mismas marismas se repetía una y otra vez ese episodio, su espectro, su sombra o su recuerdo…, vaya usted a saber con qué frecuencia. Claro que ahora no se veía, sólo se oía.
También me enteré de que Jennet Humfrye, la madre del niño, se había consumido y muerto doce años después de su hijo y que ambos fueron enterrados en el cementerio abandonado y ruinoso que se extiende detrás de la casa de Eel Marsh; de que la habitación del pequeño se mantuvo tal como la dejó, con la cama, la ropa y los juguetes intactos y de que la madre aparecía por allí. Por si eso fuera poco, la intensidad de su dolor y su aflicción se combinó con su odio reprimido y su deseo de venganza e impregnó la atmósfera.
Eso era lo que me perturbaba, me preocupaba la fuerza de esas emociones porque estaba convencido de que poseían la capacidad de hacer daño. ¿A quién podían hacer daño? ¿Acaso no habían muerto todas las personas vinculadas con esa triste historia? A juzgar por lo que sabía, la señora Drablow era la última de las involucradas en dicho episodio.
Me sentí cansado y emprendí el regreso; no encontré una solución al problema, tal vez porque era inexplicable, pero tampoco pude apartarlo de mi mente, así que mientras volvía reflexioné y seguí pensando mientras me sentaba en mi habitación y por la ventana contemplaba la oscuridad vespertina.
Cuando sonó el gong que anunciaba la cena, me hallaba en tal estado de agitación que decidí contárselo todo al señor Samuel Daily y exigirle que me informase de cuanto sabía o le habían comentado acerca de la cuestión.
★ ★ ★
Como la vez anterior, el escenario fue el estudio de la casa del señor Daily. Ocupamos sendos y cómodos sillones de orejas, entre los cuales había una mesa pequeña con las botellas y los vasos. Después de esa cena extraordinaria, me sentí mucho mejor.
Acababa de referir el final de mi historia. El señor Daily me había escuchado sin interrupciones y sin mirarme a medida que, con sorprendente calma, reviví los acontecimientos de mi breve estancia en la casa de Eel Marsh, hechos por los cuales a primera hora de la mañana me encontró desmayado en el jardín de la vivienda. También le expuse mis conclusiones, elaboradas a partir del estudio del fajo de cartas y las actas de defunción.
Durante unos minutos el señor Daily permaneció en silencio. El reloj continuó con su tictac. El fuego ardió suave y regularmente. Spider continuó tumbada en la alfombra de delante de la chimenea. Narrar lo ocurrido fue una especie de catarsis y me sentí curiosamente aliviado, con el cuerpo en ese estado de relajación que se produce después de tener fiebre o de llevarse un buen susto. Llegué a la conclusión de que, a partir de ese momento, sólo podría mejorar, pues, con la misma certeza con la que pasa el tiempo, paso a paso conseguiría alejarme de esas circunstancias espantosas.
—Vaya —musitó finalmente el dueño de la casa—, ha recorrido un largo camino desde que por primera vez nos vimos en el tren.
—Tengo la sensación de que ha pasado un siglo y me siento como un hombre distinto.
—Ha navegado por mares borrascosos.
—Pues ahora me encuentro en la calma que sigue a la tormenta y la historia ha llegado a su fin. —Reparé en la expresión preocupada del señor Daily, por lo que apostillé con valentía—: Ya está bien. ¿Cree que esos hechos seguirán haciendo daño? No pienso regresar a esa casa. Nada me convencerá de ir.
—Desde luego.
—En ese caso, todo va bien. —En lugar de responder, mi anfitrión se inclinó y se sirvió otro traguito de whisky—. De todas maneras, me gustaría saber qué será de la casa. Estoy seguro de que a ningún lugareño se le ocurrirá vivir allí y supongo que un forastero no tardará en marcharse en cuanto sepa qué pasa realmente en esa vivienda…, si es que no oye los comentarios antes de tomar la decisión de quedarse. Por añadidura, está en un sitio perdido e incómodo. ¿Quién querría vivir allí? —Samuel Daily meneó la cabeza. Al cabo de unos segundos en los que cada uno guardó silencio y se sumió en sus pensamientos, inquirí—: ¿Cree que la pobre anciana recibió día y noche la visita del fantasma de su hermana y que tuvo que sobrellevar los ruidos terroríficos que proceden de las marismas? —Lo planteé en esos términos porque el señor Daily me había explicado que esas mujeres eran hermanas—. De ser así, me agradaría saber si lo resistió sin perder los cabales.
—Tal vez no lo soportó.
—Quizá…
Fui cada vez más consciente de que retenía algo, información o una explicación sobre la casa de Eel Marsh y la familia Drablow; me di cuenta y supe que no me quedaría tranquilo hasta averiguar todo lo que podía saber. Decidí presionarlo para que hablase.
—¿Queda algo que yo no haya visto? De haberme quedado más tiempo, ¿me habría topado con otros horrores?
—Francamente, no lo sé.
—Pero estoy seguro de que puede contarme algo más.
El señor Samuel Daily suspiró, se agitó inquieto en el sillón, eludió mi mirada, contempló el fuego, estiró una pierna y frotó el vientre de la perra con la puntera de la bota.
—Vamos, estamos muy lejos de esa casa y he recuperado la tranquilidad —insistí—. Debo saberlo. Ya no puede afectarme.
—No, a usted no. Lo más probable es que a usted no le afecte.
—Hombre, ya está bien, ¿qué es lo que se reserva? ¿Por qué le da tanto miedo contármelo?
—Arthur, mañana o pasado usted se marchará —replicó—. Con un poco de suerte, no tendrá más noticias, no verá ni sabrá nada más de esa condenada vivienda. Los demás nos quedamos y tenemos que vivir con lo que hay.
—¿Y qué es lo que hay? ¿Cotilleos…, rumores? ¿Se refiere al avistamiento periódico de la mujer de negro? ¿Qué es lo que hay?
—Lo que sin duda vendrá a continuación. Una cosa u otra. Hace cincuenta años que Crythin Gifford soporta lo mismo. Es algo que ha cambiado a sus habitantes. Como ya ha comprobado, no se habla de eso. Los que más han sufrido son quienes menos hablan…, Jerome, Keckwick…
Noté que se me aceleraba el pulso, cogí el cuello de la camisa y lo estiré y me aparté del fuego. Cuando llegó el momento, no supe si, después de todo, deseaba oír lo que Daily estaba a punto de decir.
—Jennet Humfrye… —prosiguió el terrateniente—, Jennet Humfrye entregó el niño a su hermana Alice Drablow y al marido de esta porque no tuvo otra alternativa. Al principio permaneció lejos, a varios cientos de kilómetros. El niño creció como Drablow y jamás se plantearon que conociese a su madre. Al final, el dolor de estar separada de su pequeño empeoró en lugar de calmarse y Jennet Humfrye regresó a Crythin. No fue bien recibida en casa de sus padres y el padre del niño ya había emigrado definitivamente. Alquiló habitaciones en el pueblo. Se dedicó a coser y trabajó como acompañante de una señora. Es evidente que, al principio, Alice Drablow le impidió ver al niño. Jennet estaba tan afectada que amenazó con apelar a la violencia y su hermana cedió…, aunque no del todo. Jennet iba a veces de visita, pero jamás estuvo a solas con el pequeño ni reveló quién era o cuál era su relación con él. Nadie podía prever que el crío se parecería tanto a su madre y que la afinidad que tenían se profundizaría cada vez más. El niño cogió cada vez más apego a la mujer que, en realidad, era su madre, la quiso cada vez más y, en consecuencia, empezó a mostrarse más frío con Alice Drablow. Sé que Jennet planeaba llevarse a su hijo. Como ya sabe, el accidente ocurrió antes de que pudiera irse con él. El niño…, la niñera, el cabriolé tirado por el poni y el conductor, Keckwick…
—¿Ha dicho Keckwick?
—Sí, pero me refiero a Keckwick padre. Por no hablar del perro del crío… Como usted mismo ha descubierto, se trata de un lugar peligroso. La bruma marina cubre de repente las marismas y oculta las arenas movedizas.
—Por consiguiente, todos se ahogaron…
Y Jennet fue testigo de lo que ocurría. Estaba en la casa, aguardaba el regreso de todos y se había asomado a una ventana de la casa alta. —Me sentí horrorizado y contuve el aliento—. Aunque recuperaron los cadáveres, dejaron el cabriolé tirado por el poni porque el barro lo había aprisionado. A partir de ese día, Jennet Humfrye se desequilibró cada vez más.
—No me extraña.
—Claro que no. Enloqueció de dolor, de ira y de ansias de venganza. Culpó a su hermana, que había permitido esa salida, aunque nadie fue responsable, ya que el velo brumoso se extiende de sopetón.
—Incluso cuando aparece en medio del cielo radiante.
—Ya fuera por la pérdida, por la locura o por lo que sea, Jennet contrajo una enfermedad que la consumió. Sus carnes se encogieron por encima de sus huesos, perdió el color y se convirtió en un esqueleto ambulante, en un espectro viviente. Cuando recorría las calles del pueblo la gente se apartaba. Causaba terror a los niños. Al final murió rodeada de odio y desdicha. Inmediatamente después de su fallecimiento comenzaron las apariciones, que han durado hasta nuestros días.
—¿Qué dice? ¿Son constantes? ¿Se repiten desde entonces?
—No, no son constantes, se producen de vez en cuando. En los últimos años son cada vez más escasas. De todas maneras, quien cruza las marismas suele verla y también oye los ruidos.
—¿Hemos de suponer que la anciana señora Drablow también la veía y los oía?
—No lo sé.
—La señora Drablow ha muerto. Seguramente esos episodios han tocado a su fin.
El señor Daily no había terminado su discurso y se aproximaba al momento culminante de la explicación, pues explicó en voz baja:
—Cada vez que la han visto en el cementerio, en las marismas y en las calles del pueblo, por muy fugaz que fuese su aparición, la consecuencia ha sido siempre la misma.
—Soy todo oídos —musité.
—Un niño ha muerto en circunstancias violentas o espantosas.
—¿Qué dice? ¿Se refiere a un accidente?
—Generalmente se ha producido un accidente, aunque en un par de ocasiones ha sido a causa de una enfermedad que afectó a los niños, como mucho, un día o una noche después de la aparición.
—¿Se refiere a cualquier niño o a un crío del pueblo?
—A cualquiera. Por ejemplo, al hijo de Jerome.
De repente, tuve la visión de esa hilera de rostros pequeños y solemnes, así como de las manos aferradas a la verja del patio de la escuela, el día del funeral de la señora Drablow.
—Seguramente…, creo que…, en ocasiones los niños mueren.
—Así es.
—¿Acaso algo más que la casualidad relaciona esas muertes con las apariciones de la mujer?
—Tal vez le parezca increíble y albergue dudas…
—Verá, yo…
—… pero nosotros lo sabemos.
Tras contemplar unos segundos la expresión firme y decidida del terrateniente, aseguré:
—Señor Daily, no tengo la menor duda.
Permanecimos un buen rato en silencio.
★ ★ ★
Después de varios días y noches de agitación y tensión nerviosa debidas a las apariciones en la casa de Eel Marsh, supe que esa mañana había sufrido una gran conmoción, pero no me percaté de cuánto me había afectado la experiencia tanto mental como físicamente.
Esa noche me acosté, convencido de que era la última vez que dormiría en casa de los Daily. Había decidido que, por la mañana, cogería el primer tren a Londres. Cuando le mencioné mis intenciones, el señor Daily no puso reparos.
Dormí fatal, desperté a cada hora debido a espantosas pesadillas, con el cuerpo empapado en sudor debido a la angustia y, cuando no dormí, permanecí tenso, con el oído aguzado y recordé y repasé mentalmente lo sucedido. Me había hecho preguntas sin respuesta sobre la vida, la muerte y sus límites, y había orado, había rezado directa, sencilla y fervorosamente.
Como a la mayoría de los niños, me habían educado para creer en Dios, me habían criado en el seno de la fe cristiana; aunque todavía creía que esas enseñanzas eran probablemente la mejor guía para llevar una buena vida, también había comprobado que Dios resultaba muy lejano y que las oraciones sólo eran una práctica formal y obligada. En ese momento, todo cambió. En ese momento, recé con entusiasmo y con renovado fervor. En ese momento, comprendí que las fuerzas del bien y las del mal luchan y que un hombre se decanta por un lado u otro.
La mañana tardó en llegar y, cuando se presentó, también fue encapotada y húmeda, otro monótono y mojado día del mes de noviembre. Me levanté con dolor de cabeza, los ojos irritados y las piernas entumecidas. Logré vestirme y me arrastré escaleras abajo para desayunar. Tenía tanta sed que bebí una taza de té tras otra, pero no pude probar bocado. El señor Daily y su esposa no dejaron de observarme con preocupación mientras explicaba lo que me proponía. Pensé que no volvería a sentirme bien hasta que subiese al tren y perdiera de vista ese paisaje y lo dije, al tiempo que intentaba manifestar lo profundamente agradecido que les estaba porque habían sido los salvadores tanto de mi vida como de mi cordura.
Me levanté de la mesa y me dispuse a salir del comedor, pero tuve la sensación de que la puerta estaba cada vez más lejos y de que me esforzaba por alcanzarla en medio del intenso desconcierto que se apoderó de mí; no conseguía respirar y me pareció que arrastraba una pesada carga de la que debía deshacerme.
Samuel Daily me sujetó antes de que cayese al suelo y apenas reparé en que, por segunda vez aunque en circunstancias muy distintas, me acarreó y arrastró escaleras arriba hasta mi dormitorio. Me ayudó a desvestirme y allí me dejó, mientras me latía la cabeza y continuaba desorientado. Estuve cinco días en esa habitación, donde recibí la visita frecuente de un médico que parecía muy preocupado. Al final superé la fiebre y el delirio, pero quedé agotado y debilitado hasta extremos inimaginables; conseguí sentarme en un sillón, al principio en mi habitación y al cabo de unos días en la planta baja. Los Daily volvieron a convertirse en la amabilidad y la preocupación personificadas. Lo peor no fue el malestar físico, los dolores, el cansancio y la fiebre, sino el trastorno mental que padecí.
La mujer de negro pareció perseguirme incluso allí y se sentó a los pies de mi cama o pegó repentinamente su rostro al mío mientras dormía, lo cual me llevó a despertar aterrorizado. En mi cabeza resonaron los sonidos del niño que llamaba a gritos desde la marisma, del balanceo de la mecedora y los relinchos del poni al ahogarse. No pude liberarme de ellos y, en los momentos en que no padecí delirios provocados por la fiebre y pesadillas, recordé cada palabra de las cartas y las partidas de defunción, como si las estuviera leyendo con los ojos de la imaginación.
Finalmente comencé a reponerme, los temores amainaron, las visiones desaparecieron y volví a ser yo mismo; estaba agotado y vacío, pero sano. Tuve la certeza de que la mujer ya no podía hacerme nada más, pues lo había soportado todo y sobrevivido.
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Al cabo de doce días estaba prácticamente recuperado. El día amaneció iluminado por el sol invernal, pero en la madrugada se había producido una de las primeras heladas del año. Estaba sentado junto a las puertaventanas abiertas del salón, con una manta sobre las piernas, y contemplaba los árboles y los arbustos pelados, con un tono blanco plateado y rígidos por la escarcha, que se perfilaban a la perfección con el cielo de fondo. Ya habíamos comido. Podía decidir si dormía o no un rato, pero lo cierto es que nadie me molestaría. Spider estaba cómodamente echada a mis pies, tal como había hecho durante los días y las noches en los que estuve enfermo. Me había encariñado de la perrilla más de lo que podía imaginar y pensaba que compartíamos ciertos vínculos, pues habíamos pasado juntos esos tormentos.
Un petirrojo con la cabeza erguida y ojos brillantes como cuentas de cristal se había posado en una de las jardineras de piedra de la balaustrada. Lo contemplé mientras daba saltos, se detenía, escuchaba y se ponía a trinar. Pensé que, antes de visitar ese sitio, jamás se me habría ocurrido concentrarme tanto en algo tan corriente, pues habría estado desesperado por hacer algo, por ocuparme de esto o de aquello. En ese momento agradecí la presencia del pájaro y, con una intensidad hasta entonces desconocida, disfruté del mero hecho de contemplar sus movimientos mientras quisiese permanecer al otro lado de las puertaventanas.
Oí varios ruidos procedentes del exterior, como el motor de un coche y voces en la entrada de la casa, pero apenas les hice caso, pues estaba ensimismado en la observación del petirrojo. Además, seguramente no tenían nada que ver conmigo.
Sonaron pisadas en el pasillo, pisadas que se detuvieron al otro lado de la puerta del salón, pero alguien abrió la puerta después de cierta vacilación. Tal vez era más tarde de lo que yo suponía y alguien se acercaba a preguntarme cómo estaba y si me apetecía una taza de té.
—Arthur…
Me volví sobresaltado y, desconcertado, incrédulo y encantado, salté del asiento. Stella, mi amada Stella, avanzaba hacia mí.