EN LA HABITACIÓN DE LOS NIÑOS

Cuando abrí las cortinas, el tiempo era bueno y despejado, brillaba el sol y el cielo estaba azul. Había dormido superficial e intermitentemente, afectado por retazos de sueños extraños e inconexos. Tal vez había comido demasiado bien y en exceso en casa del señor Daily. Mi estado de ánimo seguía igual, estaba decidido y lleno de optimismo; me vestí, desayuné y luego organicé mi estancia en la casa de Eel Marsh. Quedé sorprendido de que Spider, la perrilla, hubiese dormido sin moverse a los pies de mi cama. Aunque sabía muy poco de perros, le había cogido cariño. Era vivaz, briosa, despierta y muy obediente; la expresión de sus ojos brillantes, coronados por una especie de flequillo hirsuto que adoptaba la forma cómica de cejas sobresalientes, me pareció muy inteligente. Llegué a la conclusión de que me alegraría mucho de tenerla a mi lado.

Eran poco más de las nueve cuando el posadero me informó de que tenía una llamada telefónica. Se trataba del señor Bentley, que se mostró cortés pero seco, ya que detestaba usar ese aparato. Había recibido mi carta y estaba de acuerdo en que me quedase, como mínimo, hasta poner un poco de orden en los papeles de la señora Drablow y separar lo que era necesario resolver de la basura inútil. Tenía que hacer paquetes, enviar todo lo que considerara importante, dejar el resto en la casa para que en el futuro los herederos lo repasasen y regresar a Londres.

—Es un lugar bastante peculiar —comenté.

—La señora Drablow era una mujer peculiar.

El señor Bentley colgó con tanto ímpetu que me dejó sordo.

A las nueve y media, con la cesta y las alforjas de la bicicleta llenas y listas, me lancé a pedalear mientras Spider correteaba detrás. No podía salir más tarde porque, en ese caso, la pleamar habría cubierto el paso elevado; mientras rodaba por encima de las marismas anchas y abiertas, pensé que estaba quemando las naves, al menos de forma modesta, ya que si me había dejado algo importante, durante varias horas no podría volver a buscarlo.

El sol estaba alto, el agua resplandecía, había luz por todas partes…; había luz, espacio y brillo y, de alguna forma, el aire mismo parecía más puro y estimulante. De tonos blancos y gris plateado, las aves marinas alzaron el vuelo y bajaron en picado; la casa de Eel Marsh me hizo señas desde el otro extremo de la senda larga y recta.

★ ★ ★

A la media hora de llegar me ocupé de ponerme cómodo y a mis anchas. Busqué platos y cubiertos en la cocina penumbrosa del fondo de la casa; los lavé, los sequé y los preparé para usarlos más tarde e hice un rincón en la despensa para guardar mis provisiones. Tras registrar cajones y armarios del primer piso, encontré sábanas y mantas limpias y las aireé ante el fuego que había encendido en el salón. También encendí el fuego en la salita y en el comedor y, después de varios intentos fallidos, conseguí encender la gran caldera negra, lo que significaba que por la noche habría agua caliente como para darme un baño.

Subí las persianas, abrí varias ventanas y me instalé en un gran escritorio situado en una de las ventanas saledizas del saloncito que, en mi opinión, tenía la mejor panorámica del cielo, las marismas y el estuario. Puse a mi lado dos baúles de papeles. Inicié el trabajo con la tetera a mi derecha y Spider a mi pies. Fue bastante monótono, pero perseveré con tesón y paciencia; desaté y miré por encima un fajo tras otro de papeles viejos y sin valor antes de echarlos a una caja que con ese fin había puesto a mi lado. Se trataba de viejas cuentas de la casa, de facturas y recibos que tenían treinta, cuarenta e incluso más años; también había extractos bancarios, recetas médicas y presupuestos de carpinteros, vidrieros y decoradores; hallé muchas cartas de desconocidos, así como felicitaciones navideñas y de cumpleaños, aunque nada estaba fechado en años recientes. Encontré información de grandes tiendas londinenses y listas de la compra y de cálculos de las medidas de cosas que debían adquirirse.

Sólo guardé las cartas para examinarlas más tarde. El resto era superfluo. Para aligerar el aburrimiento, de vez en cuando contemplaba las marismas, todavía iluminadas por el sol invernal y serenamente hermosas. Comí pan con jamón, bebí cerveza y poco después de las dos llamé a Spider y salimos. Estaba muy tranquilo y contento, un poco agarrotado y aburrido tras la mañana pasada ante el escritorio, pero en modo alguno nervioso. Los horrores y las apariciones de mi primera visita a la casa y a las marismas se habían esfumado, lo mismo que las nieblas que durante un rato me habían rodeado. El aire era claro y fresco y deambulé por el perímetro de tierra sobre la que se alzaba la casa de Eel Marsh; lancé algún que otro palo a la perra para que fuese a buscarlo y lo trajera; estaba muy relajado y aspiré el aire puro. Llegué incluso hasta las ruinas del cementerio y Spider correteó en busca de conejos, reales o imaginarios; de pronto cavó moviendo frenéticamente las patas delanteras y a continuación saltó entusiasmada. No vimos a nadie ni la hierba quedó cubierta por sombras.

Me moví entre las viejas lápidas e intenté descifrar los nombres, pero no lo conseguí hasta que llegué al rincón en el que había visto a la mujer de negro. Allí, en la lápida en que la había visto apoyada, y debo reconocer que tuve la certeza que la memoria no me fallaba, me pareció leer el apellido Drablow; las letras estaban cubiertas por un depósito de sal que, supongo, el inclemente tiempo invernal había arrastrado desde el estuario.

A la qu… a mem…

…net Drablow

… 190…

…gunda de He…

…iel …low

nacida…

Recordé que el señor Jerome había aludido a varios sepulcros de la familia Drablow, que ya no se utilizaban, y que no estaban en el camposanto, por lo que deduje que ese cementerio era el lugar de descanso de los antepasados. En ese momento tuve la certeza de que allí no había nada ni nadie, salvo viejos huesos; no sentí miedo y, con gran tranquilidad, contemplé el paisaje y el sitio que la vez anterior me había parecido escalofriante, siniestro y malvado, y que entonces vi como un punto melancólico porque estaba muy ruinoso y solitario. Era la clase de lugar en el que, un siglo antes, los poetas románticos se habrían solazado e inspirado para componer rimas empalagosamente tristes.

Volví a la casa con la perra porque el aire se había vuelto frío y el cielo perdía luminosidad a medida que el sol iba descendiendo.

Preparé más té, avivé los fuegos y, antes de volver a abordar esos papeles aburridísimos, eché un vistazo a las librerías del salón y seleccioné material de lectura para esa noche: una novela de Walter Scott y un libro de poesía de John Clare. Los subí y los guardé en el armario del pequeño dormitorio del que me había apropiado, sobre todo porque se encontraba en la parte delantera de la casa, pero no era tan grande y frío como los demás, lo que me llevó a suponer que allí me sentiría más cómodo. Desde la ventana avistaba un trozo de marisma alejado del estuario y, si estiraba el cuello, la línea que trazaba el paso elevado de Nine Lives.

Trabajé hasta que se hizo de noche, por lo que encendí todas las lámparas que encontré, cerré las cortinas y me dirigí al cobertizo que había localizado más allá de la puerta de la cocina en busca de leña y carbón.

La caja de papeles para tirar se llenó, por lo que contrastó con los pocos fajos que, en mi opinión, debían examinarse con más atención, así que recogí más cajas y cajones llenos de papeles que había por toda la casa. A ese ritmo terminaría, como máximo, en un día y medio. Me serví una copa de jerez, compartí con Spider una cena frugal pero apetitosa y, harto de trabajar, salí a dar una vuelta antes de retirarme.

Todo estaba en calma y no soplaba la más mínima brisa. Incluso me costó oír los lengüetazos del agua. Hacía rato que los pájaros se habían recogido. Las marismas estaban oscuras, enmudecidas y se extendían varios kilómetros.

He referido los acontecimientos, mejor dicho, los no acontecimientos en la casa de Eel Marsh tan detalladamente como los recuerdo para confirmar que mi estado de ánimo era sereno y poco propenso a las perturbaciones. Los hechos peculiares que en la visita anterior me habían asustado y alterado tanto estaban casi olvidados. Si pensaba en ellos, sólo lo hacía para encogerme mentalmente de hombros. No había sucedido nada más ni yo había sufrido daño alguno. Había pasado una mañana y una tarde tranquilos, tediosos e incluso corrientes. Spider era una magnífica compañera y me gratificó el sonido de su respiración apacible y sus correteos ocasionales por la casona enorme y vacía. Mi sensación principal era de tedio y también experimenté cierto aletargamiento, combinado con el deseo de terminar el trabajo, regresar a Londres y reunirme con mi amada Stella. Quería proponerle que, cuando tuviéramos casa propia, consiguiéramos un perro pequeño, tan parecido como fuese posible a Spider. Pensé que pediría al señor Samuel Daily que me guardara un cachorrito en el supuesto de que la terrier diera a luz.

Había trabajado concentrada y perseverantemente, tomado aire puro y hecho ejercicio. En cuanto me acosté, durante media hora leí El corazón de Midlothian, con la perra tumbada en una alfombra a los pies de la cama. Creo que me quedé dormido pocos minutos después de apagar la lámpara y que me sumí en el reposo, ya que cuando desperté o fui despertado de repente me sentí aturdido y durante unos segundos no supe dónde me encontraba ni por qué. Advertí que estaba muy oscuro y, cuando mis ojos se adaptaron, reparé en que la luz de la luna se colaba por la ventana entreabierta, cuyas cortinas pesadas y gruesas no había corrido. Con su luz fría pero hermosa, la luna iluminó la colcha bordada y la madera oscura del armario, la cómoda y el espejo; decidí que me levantaría y contemplaría las marismas y el estuario desde la ventana.

En un primer momento, todo estaba muy quieto y tranquilo y me pregunté qué me había despertado. Entonces mi corazón dio un brinco y me di cuenta de que Spider se había despertado y acercado a la puerta. Tenía el pelaje erizado, las orejas aguzadas, la cola enhiesta y el cuerpo tenso, como si se dispusiera a saltar. Emitía un gruñido gutural y apenas audible. Me incorporé y quedé paralizado en medio de la cama, consciente tan sólo de la perra, de mi carne de gallina y de lo que súbitamente pareció otra clase de silencio, un silencio agorero y pavoroso. Fue entonces cuando oí un sonido procedente de las profundidades de la casa, aunque no sonó muy lejos de la habitación en la que me encontraba. Fue un sonido débil y, por mucho que me esforcé, no conseguí deducir qué lo producía. Parecía un golpe o ruido sordo, regular e intermitente. No ocurrió nada más. No sonaron pisadas, las tablas del suelo no crujieron, el aire continuó inmóvil y el viento no gimió alrededor de las ventanas. Sólo persistió ese sonido asordinado y la perra erizada junto a la puerta; Spider acercó el morro al claro de la parte inferior de la puerta, olisqueó, retrocedió un paso, ladeó la cabeza y, al igual que yo, aguzó y volvió a aguzar el oído. De vez en cuando volvió a gruñir.

Supongo que, como no pasó nada más y contaba con la compañía de la perra, al final me levanté, aunque estaba afectado y se me había acelerado el pulso. Tardé un rato en armarme del valor necesario para abrir la puerta del dormitorio y salir al pasillo sin luz. En cuanto lo hice, Spider salió disparada y me di cuenta de que olía cada una de las puertas cerradas, sin dejar de gruñir y refunfuñar guturalmente.

Al cabo de un rato, percibí otra vez ese sonido peculiar. Parecía proceder del pasillo situado a mi izquierda, en la otra punta. Me resultó imposible identificarlo. Con mucha cautela, con todos los sentidos alertas y casi sin respirar, di varios pasos en esa dirección. Spider se me adelantó. Ese pasillo daba a tres dormitorios por lado y, a medida que me recuperaba, abrí las puertas una tras otra y miré en el interior. No había nada, salvo muebles viejos y pesados, camas sin hacer y, en los del fondo de la casa, la luz de la luna. A mis pies, en la planta baja de la casa, sólo reinaba el silencio, un silencio burbujeante, envolvente y casi tangible, además de una pegajosa oscuridad, densa como el fieltro.

Por fin llegué a la puerta del extremo mismo del pasillo. Spider también se me adelantó y, cuando olisqueó, su cuerpo se puso rígido y sus gruñidos sonaron más fuertes. La cogí del collar y acaricié su pelo áspero y corto no sólo para tranquilizarla, sino para calmarme. Percibí la tensión de su cuerpo y sus extremidades, equivalente a la mía.

Estoy hablando de la puerta sin ojo de la cerradura, la misma que en mi primera visita de Eel Marsh no había podido abrir. Desconocía qué había al otro lado…, salvo el sonido. Procedía del interior de esa habitación, no era muy intenso pero estaba cerca, al otro lado de la puerta de madera. Era el sonido de algo que rozaba suavemente el suelo, de forma rítmica, un sonido conocido pero que no podía definir con exactitud, un sonido que parecía formar parte de mi pasado y despertar en mi fuero interno asociaciones y recuerdos antiguos y casi olvidados; un sonido que, de haber sonado en cualquier otro lugar, no me habría causado ningún miedo, pues me habría resultado extrañamente reconfortante y acogedor.

A mis pies, Spider se puso a gemir; exhaló un quejido tenue, lastimero y temeroso, se apartó un poco de la puerta y se pegó a mis piernas. Se me cerró la garganta y empecé a temblar. En esa habitación había algo a lo que yo no tenía acceso y, de haber podido llegar, tampoco me habría atrevido. Me dije que se trataba de una rata o de un pájaro que habían caído por el tubo de la chimenea y que no podían salir. Sin embargo, el sonido no correspondía a un animal pequeño y presa del pánico. Pum, pum…, pausa. Pum, pum…, pausa. Pum, pum… Pum, pum… Pum, pum…

Supongo que, azorado y aterrorizado, me habría quedado ahí toda la noche o habría cogido la perra y salido a toda prisa de la casa de no haber oído otro débil sonido. Se produjo a mis espaldas, no directamente detrás, sino en la parte delantera de la casa. Guiado por el haz de luz de luna que interrumpía la oscuridad del pasillo, avancé tocando las paredes y regresé conmocionado al dormitorio. La perra iba un paso por delante.

En mi habitación nada había cambiado, la cama estaba tal cual la había dejado y todo seguía en su sitio. Fue entonces cuando me di cuenta de que los sonidos no procedían de dentro de la habitación sino del exterior, llegaban desde el otro lado de la ventana. Levanté la hoja de la ventana de guillotina tanto como pude y me asomé. Contemplé las marismas plateadas y vacías, el agua del estuario lisa como un espejo sobre el que la luna llena estaba tumbada. No había nada ni nadie. Sólo me llegó algo de lejos, desde muy lejos, por lo que me pregunté si estaba evocando y reviviendo el recuerdo de un grito, de un grito infantil, pero no era así. Una brisa ligerísima agitó la superficie del agua, la arrugó, recorrió los lechos de juncos y se alejó. No hubo nada más.

Noté algo calentito en el tobillo y vi que Spider estaba pegada a mí y me lamía la piel. Cuando la acaricié comprobé que se había tranquilizado y estaba relajada y con las orejas gachas. Agucé el oído. En la casa no se oía sonido alguno. Al cabo de un rato, volví a recorrer el pasillo en dirección a la puerta cerrada a cal y canto. Spider me siguió encantada y se detuvo obediente, tal vez a la espera de que la puerta se abriese. Apoyé la oreja en la madera pero no oí sino el más absoluto silencio. Apoyé la mano en el picaporte, titubeé al darme cuenta de que se me aceleraba el pulso, respiré hondo varias veces e intenté abrir la puerta. No cedió, aunque el repiqueteo retumbó en la habitación como si en el suelo no hubiera alfombra. Volví a probar y presioné ligeramente con el hombro, pero no sirvió de nada.

Al final volví a mi cama. Leí dos capítulos más de la novela de Scott, pese a que no me enteré muy bien de lo que contaba, y apagué la lámpara. Spider había vuelto a tumbarse en la alfombra. Eran poco más de las dos de la madrugada.

Tardé mucho en conciliar el sueño.

★ ★ ★

Por la mañana, lo primero que noté fue el cambio meteorológico. En cuanto desperté, poco antes de las siete, noté que el aire era húmedo y que había refrescado mucho. Miré por la ventana y apenas vislumbré la división entre tierra y agua y entre agua y cielo, pues todo era de un gris uniforme, las nubes densas se acumulaban sobre las marismas y lloviznaba. El día no contribuía a levantar los ánimos y me sentía nervioso y cansado tras la noche que había pasado. Impaciente y alegremente, Spider bajó la escalera y no tardé en avivar los fuegos, alimentar la caldera, darme un baño, desayunar y sentirme mejor. Incluso subí la escalera y recorrí el pasillo hasta la puerta cerrada a cal y canto, pero de dentro no me llegó el menor sonido extraño; mejor dicho, no me llegó sonido alguno.

A las nueve salí, cogí la bicicleta y pedaleé con ahínco para cruzar a buena velocidad el paso elevado y recorrer los caminos rurales que me condujeron a Crythin, mientras Spider corría detrás y cada tanto se desviaba para cavar en una zanja o perseguir algún animalillo que se desplazaba corriendo por los campos.

Pedí a la mujer del posadero que llenase de alimentos mi cesta y también fui a comprar a la tienda de comestibles. Hablé alegremente unos minutos con los dueños de la posada y con el señor Jerome, pues nos encontramos en una calle transversal a la plaza, pero no dije nada sobre la casa de Eel Marsh. Por muy húmeda y apagada que fuese, la luz del día había renovado mi templanza y mis decisiones y desterrado los sucesos nocturnos. Además, había llegado una cariñosa misiva de Stella, abundante en gratificantes exclamaciones de pesar por mi ausencia y de orgullo por mis nuevas responsabilidades; con esa carta cálida en el bolsillo regresé a las marismas y la casa sin dejar de silbar.

Aunque todavía no había llegado la hora de almorzar, me vi obligado a encender la mayoría de las lámparas de la casa, pues la mañana se volvió cada vez más oscura y la luz no era suficiente para trabajar ni siquiera delante de la ventana. Miré hacia fuera y vi que las nubes y la llovizna habían arreciado, por lo que apenas divisaba algo más allá de las hierbas que bordeaban el agua; al llegar la tarde, nubes y llovizna se fundieron y formaron la niebla. Fue entonces cuando mi ánimo decayó y pensé en recoger mis cosas y regresar a las comodidades del pueblo. Me dirigí a la puerta principal y salí. Al instante, la humedad se adhirió a mi cara y a mi ropa como una delgada telaraña. El viento soplaba con más intensidad, se reforzaba en el estuario y su descarnada frialdad me caló los huesos. Spider corrió uno o dos metros, se detuvo y me miró indecisa y poco deseosa de alejarse con ese tiempo tan inclemente. Las nubes bajas y la bruma taparon la visión de las ruinas y de los muros del viejo cementerio, situados enfrente. Tampoco avisté la senda del paso elevado, y no se debió sólo al mal tiempo, sino a que la marea la había cubierto por completo. Hasta bien entrada la noche no volvería a quedar expedita. Por lo tanto, no podía replegarme en Crythin Gifford.

Llamé a la perra con un silbido, al que respondió encantada y en el acto, y volví a ocuparme de los papeles de la señora Drablow. De momento sólo había encontrado un delgado fajo de cartas y documentos que parecían interesantes y me dije que tal vez me entregaría a la diversión de leerlos esa noche después de la cena. Mientras llegaba la noche, limpié varias pilas de papeles inútiles y me alegré al ver varias cajas y cajones vacíos, al tiempo que me entristecieron los que seguían llenos y sin seleccionar.

★ ★ ★

Atado con una cinta fina y de color morado, el primer fajo de cartas estaba escrito con la misma letra; fueron escritas entre el mes de febrero de hacía sesenta años y el verano del año siguiente. Al principio las enviaron desde la casa solariega de una aldea que, por lo que recordaba del mapa que había consultado, se encontraba a poco más de treinta kilómetros de Crythin Gifford y, más adelante, desde una casa de huéspedes del campo escocés, situada más allá de Edimburgo. Todas estaban dirigidas a «Mi querida» o «Mi queridísima Alice» y mayormente firmadas «J» y, en algún que otro caso, «Jennet». Se trataba de cartas cortas, escritas en un tono directo y bastante ingenuo, y lo que relataban era conmovedor y no muy desconocido. Quien escribía, una joven que, por lo visto, estaba emparentada con la señora Drablow, era soltera y estaba embarazada. En la primera época, aún vivía en casa con sus padres, pero más adelante la enviaron fuera. Apenas se mencionaba al padre de la criatura, con excepción de un par de referencias a «P». Leí: «P no volverá por aquí» y «creo que enviaron a P al extranjero». La joven parió un hijo en Escocia y, con desesperado y tenaz amor, enseguida escribió al padre. Las cartas se interrumpieron durante varios meses, después de lo cual se reanudaron con apasionado ultraje y manifestaciones de protesta y, por último, con amargura serena y resignada. La presionaron para que entregase al niño en adopción; la muchacha se negó y repitió hasta la saciedad que «jamás los separarían».

«Es mío. ¿Por qué no puedo tener lo que es mío? No terminará en manos de desconocidos. Le quitaré y me quitaré la vida antes que permitir que se vaya».

Luego el tono cambió: «¿Qué más puedo hacer? Estoy totalmente indefensa. Si M y tú os quedáis con él, no me sentiré tan mal». Volvió a repetir: «Supongo que así ha de ser».

El final de la última carta estaba escrito con letra muy pequeña y apretada: «Queredlo y cuidadlo como si fuera vuestro, pero recordad que es mío, mío y que jamás podrá ser vuestro. Ay, perdonadme. Siento que se me parte el corazón, J».

En ese mismo fajo había un sencillo documento redactado por un abogado que consignaba que Nathaniel Pierston, hijo de Jennet Humfrye, se convertía por adopción en vástago de Morgan Thomas Drablow, de la casa de Eel Marsh, sita en Crythin Gifford, y de su esposa Alice. El documento incluía tres papeles adicionales. El primero consistía en las referencias que lady M, de Hyde Park Gate, daba de una niñera llamada Rose Judd.

Acababa de leerlo y lo había puesto a un lado y me disponía a abrir el siguiente, una única hoja doblada, cuando, sin solución de continuidad, un sonido me devolvió al presente.

Spider se había acercado a la puerta y gruñía guturalmente, como había hecho la noche anterior. La miré y vi que volvía a tener los pelos de punta. Demasiado aterrorizado como para moverme, continué sentado unos segundos. Entonces recordé mi decisión de buscar a los fantasmas de la casa de Eel Marsh y afrontarlos, pues estaba seguro, mejor dicho, lo había estado mientras había luz, de que cuanto más rehuyese esas cuestiones, más me perseguirían y me pisarían los talones y mayor sería su capacidad de perturbarme. Por lo tanto, dejé los documentos sobre la mesa, me puse en pie, caminé despacio y abrí la puerta de la salita en la que estaba trabajando.

Spider salió disparada como si persiguiera una liebre y se dirigió hacia la escalera sin dejar de gruñir. La oí corretear por el pasillo de la planta alta y detenerse. Se había acercado a la puerta cerrada e incluso desde abajo percibí el sonido extraño, débil y rítmico: pum, pum…, pausa; pum, pum…, pausa; pum, pum…

Decidido a entrar como fuera y a identificar el sonido y lo que lo producía, recorrí la cocina y la despensa en busca de un martillo, un cincel o cualquier otra herramienta que me permitiese forzar la puerta. No encontré nada, pero recordé que en el cobertizo donde guardaban la leña y el carbón había un hacha, así que cogí la linterna, abrí la puerta trasera y salí.

Aún había bruma y una molesta humedad ambiente, pero no tenían nada que ver con la niebla espesa y arremolinada de la noche en la que había cruzado la senda del paso elevado. Estaba oscuro como boca de lobo, pues ni la luna ni las estrellas eran visibles y, pese a la luz de la linterna, me abrí paso a tientas hacia el cobertizo.

Después de encontrar el hacha y emprender el regreso a la casa, oí el sonido tan cerca que pensé que sólo se había producido a unos metros de la vivienda, de modo que, en lugar de seguir avanzando, me di la vuelta y caminé deprisa hasta la puerta principal con el convencimiento de que había llegado un visitante.

Cuando llegué a la zona de grava, iluminé con la linterna la oscuridad, en dirección a la senda del paso elevado. De allí procedían el chacoloteo de los cascos del poni y el traqueteo del cabriolé. No vi nada. Entonces me di cuenta de lo que ocurría y lancé un estremecedor grito de comprensión: no había visitante, mejor dicho, no había visitante humano y real, no se trataba de Keckwick. El sonido me llegó desde otra dirección cuando el poni y el cabriolé abandonaron el paso elevado y avanzaron por la marisma.

Aterrorizado, me detuve y agucé el oído hacia la distancia turbia y brumosa con la intención de detectar la más mínima diferencia entre ese sonido y el de un vehículo tangible. El vehículo no existía. Si hubiese podido correr y ver por dónde iba, seguramente lo habría alcanzado, habría montado y dado el alto al cochero. Dada la situación, nada pude hacer salvo permanecer de pie, quieto y tieso como un poste, rígido de miedo e interiormente convertido en un torbellino de temores nerviosos, figuraciones y aprensiones.

Entonces vi que la perra había bajado y estaba en la grava, a mi lado, con el cuerpo inmóvil, las orejas en alto y de cara a la marisma, y la procedencia del sonido. El cabriolé estaba cada vez más lejos, el ruido de las ruedas quedó amortiguado, luego llegó el sonido del chapoteo en el barro y a continuación las quejas del poni al hundirse aterrorizado. Ocurría, vehículo y animal de tiro habían quedado atrapados en las arenas movedizas y se sumergían, se hundían, se produjo el momento terrible en el que las aguas se cerraron a su alrededor y borbotaron, y luego, por encima de todo y también de los relinchos y los forcejeos del poni, el grito del crío, que fue en aumento hasta convertirse en un chillido de terror que lentamente se quebró y se ahogó; por último, el silencio.

Después no hubo nada, salvo los lametones y los remolinos del agua a gran distancia. Temblé de pies a cabeza, tenía la boca seca y las palmas de las manos irritadas en los puntos donde me había clavado las uñas mientras, impotente, oía la repetición de esa espantosa secuencia de sonidos que, a partir de entonces, se repetirían mil veces en mi mente.

No tenía la menor duda de que el poni, el cabriolé y el niño que gritaba no eran reales, y llegué a la indiscutible conclusión de que su último trayecto a través de las marismas y su desaparición en medio de las traicioneras arenas movedizas no acababa de producirse en la oscuridad, a cien metros de donde me encontraba. Sin embargo, quedé igualmente convencido de que cierta vez, aunque no sabía cuánto tiempo había pasado, en un día concreto, en Eel Marsh se había producido ese episodio terrorífico. El poni, el cabriolé, quienquiera que fuese el conductor y el pasajero de corta edad fueron tragados y se ahogaron en cuestión de segundos. La idea, por no hablar de la espantosa y espectral repetición del suceso, me causó una congoja insoportable. Tirité a causa de la niebla, el viento de la noche y el sudor que rápidamente se enfrió sobre mi piel.

Con los pelos de punta y los ojos desorbitados, Spider retrocedió un par de pasos, apartó del suelo las patas delanteras y empezó a aullar; soltó un aullido estentóreo, prolongado, angustiado y desgarrador.

Al final tuve que coger a la perra en brazos y entrarla en la casa, pues se negó a moverse. Permaneció rígida en mis brazos y era evidente que padecía un ataque de pánico; cuando la dejé en el suelo del vestíbulo, se pegó a mis pies.

Por extraño que parezca, la aprensión de Spider me convenció de que debía mantener el control de la situación, del mismo modo que la madre se siente presionada a actuar con valentía a fin de tranquilizar a un hijo asustado. Aunque Spider no era más que una perra, me sentí obligado a calmarla y tranquilizarla y, al hacerlo, logré sobreponerme y acumular fuerzas. Aunque se dejó acariciar y mimar, al cabo de unos segundos la perra se apartó y, de nuevo alerta y gruñona, se dirigió a la escalera. Me apresuré a seguirla y encendí todas las luces que encontré a mi paso. Como era previsible, la perra se dirigió al pasillo en cuyo extremo se encontraba la puerta cerrada y desde donde estaba percibí el sonido, ese ruido enloquecedoramente conocido que me atormentaba porque todavía no había sido capaz de identificarlo.

Respiré con rapidez cuando corrí hasta el final y tuve la sensación de que mi corazón saltaba sin control en mi pecho. Si me había asustado con lo que hasta entonces había ocurrido en esa casa, cuando llegué al final del corto pasillo y vi lo que vi, mi miedo alcanzó nuevas cumbres; durante un minuto pensé que moriría, que estaba muriendo, pues me parecía inconcebible que un hombre pudiera soportar tantos sobresaltos y sorpresas y continuar vivo, por no hablar siquiera de mantenerse en sus cabales.

La puerta de la habitación de la que procedía el ruido, la misma puerta que había estado cerrada y que me había resultado imposible abrir, la puerta de la que no podía haber llave…, esa misma puerta estaba abierta, estaba abierta de par en par.

Al otro lado se extendía un cuarto, a oscuras por completo si exceptuamos el primer par de metros contiguo a la entrada, que estaba iluminado por la tenue luz de la bombilla que colgaba en el descansillo y que mostraba el revestimiento marrón y brillante del suelo. Desde dentro me llegó el ruido, ahora más intenso porque la puerta estaba abierta, y los sonidos de la perra, que caminó agitada y sin dejar de olisquear y resoplar.

Desconozco cuánto tiempo permanecí atemorizado, tembloroso y presa de un desconcierto terrorífico. Perdí la noción del tiempo y de la realidad de cada día. Mi cabeza se convirtió en una gran confusión de pensamientos y emociones a medio digerir, de visiones de espectros y de intrusos de carne y hueso, de ideas de asesinato y violencia y de toda clase de temores extraños y distorsionados. Mientras tanto, la puerta continuó abierta de par en par y el balanceo continuó. Sí, he dicho bien, balanceo. Volví en mí porque al fin advertí a qué correspondía el ruido del interior de la habitación…, mejor dicho, a qué me recordaba. Era el sonido de los arcos de madera de la mecedora de mi niñera cuando, siendo yo muy pequeño, se sentaba cada noche a mi lado mientras me dormía y se mecía de aquí para allá. A veces, si estaba enfermo, tenía fiebre o despertaba a causa de una pesadilla, la niñera o mi madre se acercaban, me sacaban de la cama, se sentaban conmigo en brazos en la mecedora, me abrazaban y me acunaban hasta que me tranquilizaba y volvía a coger el sueño. El ruido que había oído era el sonido que recordaba de un pasado lejano, de la época anterior a todas aquellas de las cuales tenía recuerdos definidos: ese sonido significaba consuelo, seguridad, paz y tranquilidad; era el sonido regular y rítmico que oía al cabo del día, el que me adormecía y me sumía en sueños, el sonido que significaba que una de las dos personas del mundo a las que yo estaba más próximo y a quienes más quería se encontraba cerca. Por lo tanto, mientras permanecí en el pasillo umbrío sin dejar de escucharlo, el sonido ejerció el mismo efecto hasta que quedé hipnotizado y alcancé un estado de somnolencia y reposo, los temores y las tensiones que me habían provocado comenzaron a desaparecer y empecé a respirar despacio y más profundamente a medida que notaba calor en las extremidades. Experimenté la sensación de que nada se acercaría para hacerme daño o asustarme, ya que muy cerca tenía un protector y guardián. Tal vez lo tuve, quizá cuanto aprendí y creí en la habitación de los niños sobre los espíritus celestiales que no vemos pero que nos rodean, nos sustentan y nos resguardan era cierto, aunque también es posible que los recuerdos evocados por el sonido del balanceo fueran tan positivos e intensos que superaron y expulsaron todo lo que era siniestro, alarmante, maligno y desequilibrado.

Fuera como fuese, el caso es que supe que en ese momento tenía valor suficiente para entrar y afrontar lo que allí hubiese; antes de que mi decisión se diluyera y volvieran los temores, entré tan decidido, osada y firmemente como fui capaz. Al moverme acerqué la mano al interruptor de la pared, pero no se hizo la luz; alumbré el techo con la linterna y vi que en el portalámparas no había bombilla. Como ese haz de luz era intenso y brillante, dispuse de iluminación suficiente y, cuando entré, Spider gimió desde un rincón y no se acercó. Miré despacio y con cautela a mi alrededor.

Era prácticamente igual al cuarto que yo había evocado, al que pertenecía el sonido que había identificado. Se trataba de la habitación de los niños. En un rincón estaba la cama, la misma clase de lecho de madera, bajo y estrecho en el que yo había dormido de pequeño; a un lado, frente a la chimenea y en ángulo se encontraba la mecedora, que era igual o muy similar a la de mi dormitorio: una silla de asiento bajo y respaldo alto de tablillas, fabricada con madera oscura, si acaso de olmo, y con arcos anchos y desgastados. La miré, le clavé la vista tanto como pude y se balanceó delicadamente, cada vez más despacio, como suelen moverse las mecedoras varios segundos cuando alguien se levanta de ellas.

Cuando entré, allí no había nadie, la habitación estaba vacía. Quienquiera que acabara de levantarse tuvo que salir al pasillo y cruzarse conmigo; yo tendría que haberme hecho a un lado para dejarle pasar.

Iluminé rápidamente la pared con la linterna. Vi la chimenea, la ventana cerrada, con el pestillo echado con dos barrotes de madera, como los que suelen tener las habitaciones de los niños para impedir que se caigan. No había más puertas.

Paulatinamente, la mecedora dejó de balancearse y el movimiento se volvió tan suave que apenas lo vi y lo oí. Los arcos se quedaron quietos y el silencio fue absoluto.

La habitación de los niños estaba bien amueblada, equipada y tan ordenada que tal vez su ocupante sólo había pasado fuera un par de noches o incluso había salido a caminar; no desprendía esa sensación húmeda, desnuda y deshabitada que transmitían las restantes estancias de Eel Marsh. La exploré cuidadosa y cautelosamente, casi sin respirar. Miré la cama, que estaba hecha e incluía las sábanas, las almohadas, las mantas y la colcha. A su lado había una mesilla y, sobre esta, un pequeño caballo de madera y una lamparilla con la vela a medio consumir y con agua en el candelero. La cómoda y el armario contenían diversas prendas: ropa interior, informal, más elegante, para jugar; ropa de un niño de seis o siete años; ropa muy bonita y bien cosida, del estilo de la que mis propios padres vestían de pequeños en esas fotos formales que todavía rondan por casa, del estilo de hacía sesenta o más años.

También había muchísimos juguetes, todos ellos meticulosamente ordenados y cuidados. Contemplé hileras de soldaditos de plomo dispuestos por regimientos y una granja que, colocada en un gran tablero, incluía graneros y cercas pintados, pilas de heno y pequeñas hacinas de madera que representaban los cereales. Observé una maqueta de barco con palos y velas de lino amarilleadas por el paso del tiempo; junto a una peonza lustrada reposaba un látigo con la tira de cuero. Había tableros de parchís, halma, damas y ajedrez; había rompecabezas de escenas campestres, circos y del cuadro La infancia de Raleigh; un arca de pequeñas dimensiones, de madera, albergaba un mono de cuero, una gata y cuatro gatitos tejidos con lana, un oso peludo y un muñeco calvo con cabeza de porcelana y traje de marinero. El niño había disfrutado de lápices, pinceles, frascos con tintas de colores, un libro de poesía infantil, otro de relatos sobre Grecia, una Biblia, un devocionario, un cubilete con dados, dos juegos de naipes, una trompeta en miniatura, una caja de música pintada que procedía de Suiza y un Sambo, el negro fabricado en hojalata y con los brazos y las piernas articulados.

Cogí cosas, las acaricié e incluso las olí. Debían de llevar medio siglo allí, pero estaban como si esa misma tarde hubiesen jugado con ellas y las hubieran guardado. Dejé de temer. Estaba desconcertado. Me sentí raro y extraño y me moví como si estuviera en un sueño. De momento, allí no había nada que pudiera asustarme o hacerme daño; sólo existía el vacío, la puerta abierta, la cama bien hecha y un peculiar ambiente de pesar, de algo perdido y desaparecido, hasta el extremo de que me sentí desolado y con el corazón apesadumbrado. ¿Cómo explicarlo? Es imposible. De todos modos, recuerdo cómo lo sentí.

La perra estaba tranquilamente sentada en la alfombra de retazos que había junto a la cama infantil, y al final, después de examinarlo todo, de no encontrarle pies ni cabeza y deseoso de abandonar esa atmósfera triste, salí, no sin antes echar un último vistazo a mi alrededor y cerrar la puerta.

Aunque no era tarde, ya no me quedaban energías para seguir seleccionando los papeles de la señora Drablow. Estaba vacío, agotado y las emociones habían entrado en mí y salido, dejándome como algo que la tormenta arroja a la playa en calma.

Me preparé una mezcla de agua caliente con brandy, hice la ronda por la casa, acomodé los fuegos, eché el cerrojo a las puertas y me acosté a leer a Walter Scott.

Antes de meterme en la cama, recorrí el pasillo que conducía a la habitación de los niños. La puerta seguía cerrada, tal como yo la había dejado. Agucé el oído, pero del interior no me llegó sonido alguno. No perturbé el silencio ni ese vacío y, sin hacer ruido, regresé a mi dormitorio, que daba a la parte delantera de la casa.