Cuatro horas más tarde y después de cubrir alrededor de quince kilómetros, regresé pletórico de bienestar. Había pedaleado con gran decisión por la zona rural, visto los últimos restos del otoño dorado que se fundían con los inicios del invierno, notado las bocanadas de aire frío y puro en la cara y, gracias a la actividad física enérgica, había desterrado hasta el último temor y la fantasía morbosa. Había encontrado otra posada aldeana, comido pan con queso y después me tomé la libertad de meterme en el establo de un granjero a dormir una hora.
Durante el regreso a Crythin Gifford me sentí como un hombre nuevo, orgulloso, satisfecho y más que impaciente y dispuesto a afrontar y abordar lo peor que podían depararme la casa de la señora Drablow y las siniestras marismas que la rodeaban. En síntesis, estaba desafiante, desafiante y animado, por lo que giré en una esquina para entrar en la plaza y estuve en un tris de chocar con un automóvil de grandes dimensiones que, desde la dirección contraria, intentaba hacer esa curva cerrada. Me aparté, frené, me apeé como pude de la bicicleta y reparé en que el coche pertenecía al señor Samuel Daily, mi compañero del viaje en tren y el hombre que había comprado granjas en la subasta celebrada el día anterior. En ese momento pidió al chófer que aminorase la velocidad, se asomó por la ventanilla y me preguntó cómo estaba.
—Acabo de dar una gran vuelta por el campo y esta noche le haré los honores a la cena —repliqué entusiasmado.
El señor Daily enarcó las cejas.
—¿Y el asunto que lo ha traído hasta aquí?
—¿Se refiere a los bienes de la señora Drablow? Bueno, no tardaré en organizarlo todo, aunque reconozco que me llevará más tiempo del previsto.
—¿Ha estado en la casa?
—Por supuesto.
—Vaya.
Nos miramos durante unos segundos y, al parecer, ninguno de los dos estaba dispuesto a profundizar en la cuestión. Me dispuse a volver a montar en la bici y añadí a la ligera:
—Si quiere que le diga la verdad, estoy disfrutando. Este asunto se ha convertido en todo un desafío.
El señor Daily me clavó los ojos hasta que me vi obligado a apartar la mirada y me sentí como un escolar al que pillan contando una historia inverosímil.
—Señor Kipps, no se engañe. Puesto que tiene tanto apetito, lo invito a cenar. Lo espero a las siete en punto. El posadero le indicará cómo llegar a mi casa.
El terrateniente hizo señas a su chófer, se arrellanó en el asiento y no volvió a mirarme.
★ ★ ★
En cuanto llegué a la posada, me dediqué a organizar las cosas para los dos días siguientes porque, aunque las palabras del señor Daily entrañaban un poco de verdad, mi actitud era firme y decidida y estaba más que dispuesto a finiquitar el asunto que me había llevado a la casa de Eel Marsh. Por lo tanto, pedí que me preparasen una cesta con provisiones y, por si con eso no bastase, salí a comprar otros víveres: bolsas de té, de café y de azúcar; un par de hogazas, una lata de galletas, tabaco de pipa, cerillas y varias cosas más. También adquirí una linterna grande y un par de botas de agua. En el fondo de mi mente seguía vivo el recuerdo de la caminata por las marismas en medio de la bruma y la marea crecientes. Aunque recé con todas mis fuerzas para que no sucediese, si me volvía a ocurrir lo mismo estaría lo más preparado posible, al menos para cualquier emergencia de carácter práctico.
Cuando le conté mi plan, que consistía en pasar esa noche en la posada y las dos siguientes en la casa de Eel Marsh, el posadero guardó silencio, pero me percaté de que evocó, lo mismo que yo, cómo me había presentado a las tantas y llamado enérgicamente a la puerta, con el rostro demudado por la conmoción de la experiencia vivida. Le pregunté si estaba dispuesto a prestarme otra vez la bicicleta y se limitó a asentir. Añadí que quería conservar mi habitación y que, según la rapidez con la que terminase la tarea de seleccionar los papeles de la señora Drablow, me marcharía definitivamente a finales de semana.
Desde entonces me he preguntado infinidad de veces qué pensó el dueño de la posada no sólo de mí, sino de la empresa que emprendí alegremente, pues estaba claro que sabía tanto como el que más de los chismes y los rumores atribuidos a la casa de Eel Marsh como de la verdad. Supongo que habría preferido que me largase, pero llegó a la conclusión de que no le correspondía manifestar su opinión, dar la voz de alarma o aconsejarme. Sin duda, mi actitud de aquel día debió de mostrar a las claras que no toleraría oposición alguna ni haría caso de advertencias, ni siquiera de las procedentes de mi propio interior. Para entonces estaba casi tercamente empeñado en seguir mi camino.
El señor Samuel Daily comprobó lo mismo pocos minutos después de mi llegada a su casa, por lo que se limitó a observarme y dejarme parlotear, casi sin hacer el menor comentario durante la cena.
Encontré el camino a su casa sin dificultades y quedé debidamente impresionado. Se alzaba en un parque imponente y bastante austero que me hizo pensar en la vivienda que podría haber habitado un personaje de las novelas de Jane Austen, con una larga y arbolada calzada de acceso para carruajes que conducía a la fachada con arcadas, leones de piedra y jardineras colocadas sobre columnas a uno y otro lado de una breve escalinata corta; con un corredor con balaustradas que daba a jardines, bastante monótonos y formales, cuyos setos estaban perfectamente recortados. La impresión general era grandiosa y gélida al mismo tiempo y, por algún motivo, no estaba en consonancia con el señor Daily. Era evidente que había adquirido la casa porque había ganado suficiente dinero como para comprarla y porque era la más grande en varios kilómetros a la redonda; una vez que se convirtió en el propietario, no se sintió cómodo en el interior y me pregunté cuántas habitaciones permanecerían vacías y sin usar la mayor parte del tiempo, dado que, con excepción de unos pocos miembros de personal doméstico, allí sólo vivían él y su esposa, aunque también me explicó que tenían un hijo que ya estaba casado y que también era padre.
La señora Daily era una mujer menuda, callada, tímida y de aspecto frágil, que se sentía incluso más incomoda que su marido en ese entorno. Apenas habló, sonrió nerviosa y se concentró en una labor de ganchillo muy rebuscada con hilo de algodón muy fino.
Ambos me dieron calurosamente la bienvenida, la cena fue excelente y a base de faisán asado y un enorme pastel de miel de caña, y enseguida me sentí como en mi casa.
Antes y durante la cena y mientras bebíamos el café, que la señora Daily nos sirvió en el salón, oí la historia de la vida y la fortuna creciente de Samuel Daily. Más que jactarse, se mostró muy satisfecho de su espíritu emprendedor y de su buena suerte. Enumeró las hectáreas y las propiedades que poseía, la cantidad de personas a las que daba trabajo o que eran sus arrendatarios y me habló de sus planes de futuro que, por lo que colegí, consistían en convertirse en el mayor terrateniente del condado. Se refirió a su hijo y a su nieto de corta edad, para los que construía ese imperio. Pensé que podía ser un hombre envidiado y al que podían guardar resentimientos, sobre todo los que competían con él a la hora de adquirir tierras y propiedades. Estaba claro que resultaba imposible que cayera mal, pues era un hombre muy sencillo, muy directo y que no se avergonzaba de sus ambiciones. Parecía astuto y poco sutil a la vez; un buen negociador que, al mismo tiempo, era totalmente honesto. A medida que transcurría la velada, me cayó cada vez mejor, le cogí cariño, confié en él y le mencioné mis propias y modestas ambiciones en el caso de que el señor Bentley me diese la oportunidad de hacerlas realidad, además de hablarle de Stella y de nuestras perspectivas de futuro.
Sólo cuando la apocada señora Daily se retiró y nos trasladamos al estudio, donde nos instalamos con una botella de buen oporto y otra de whisky en la mesa pequeña que había entre nosotros, se mencionó el motivo de mi estancia en la zona.
El señor Daily me sirvió una generosa copa de oporto y, mientras me la entregaba, comentó:
—Se equivocará si continúa adelante con su tarea.
Bebí tranquilamente uno o dos sorbos de vino antes de responder, aunque en la brusquedad de la expresión de mi anfitrión hubo algo que hizo saltar una chispa de temor en mi interior, temor que reprimí en el acto.
—Si lo que está diciendo es que considera que debo renunciar al trabajo que me han encomendado que haga y que debería dar media vuelta y echar a correr…
—Arthur, escúcheme. —Había comenzado a usar mi nombre de pila como lo harían mis tíos, pero no me propuso que emplease el suyo—. No pienso contarle un montón de chismorreos de mujeres…, no tardará en conocerlos si pregunta por esa casa. Tal vez ya está al tanto.
—No, sólo he oído alusiones… y he visto que el señor Jerome palidecía.
—Pero usted fue a la casa.
—Fui a la casa y viví una experiencia por la que no me gustaría volver a pasar, aunque he de reconocer que no puedo explicarla.
A renglón seguido le conté toda la historia de la mujer con el rostro estragado que había visto durante el funeral y en el antiguo cementerio; de mi caminata por la marisma en medio de la neblina y de los espantosos sonidos que había oído.
El señor Daily permaneció imperturbable, con la copa en la mano, y me escuchó sin hacer interrupciones hasta que concluí el relato.
—Señor Daily, tengo la impresión de haber visto el fantasma que visita Eel Marsh y el cementerio —añadí—. Es una mujer de negro con el rostro estragado. No me cabe la menor duda de que es lo que la gente denomina un fantasma, de que no es un ser humano real, vivo y que respira. Lo cierto es que no me causó daño alguno. Tampoco me dirigió la palabra ni se acercó. Su aspecto no me gustó ni me agradó…, me resultó todavía más desagradable el influjo que pareció emanar de ella hacia mí, aunque he llegado al convencimiento de que se trata de un influjo que lo único que puede provocarme es miedo. Si voy a Eel Marsh y vuelvo a verla, estaré preparado.
—¿Y qué dice del poni y el cabriolé?
No respondí porque era cierto que eso había sido peor, mucho peor, más aterrador debido a que sólo lo había oído, no lo había visto, y a que estaba convencido de que los gritos de aquel niño no me abandonarían durante el resto de mi vida.
Meneé la cabeza.
—No estoy dispuesto a huir.
Sentado frente a la chimenea de la casa de Samuel Daily, me sentí fuerte, decidido, arrogante y envalentonado; también me sentí orgulloso de experimentar esos sentimientos y mi anfitrión se dio cuenta. Pensé que esa era la manera en que un hombre se dirigiría al campo de batalla y se armaría para luchar con gigantes.
—No debería ir.
—Pero iré.
—No debería ir solo.
—No encontré a nadie dispuesto a acompañarme.
—Ni lo encontró ni lo encontrará —puntualizó.
—Hombre, ya está bien. La señora Drablow vivió sola en Eel Marsh durante…, creo que fue durante sesenta y pico años, hasta alcanzar una augusta ancianidad. Sin duda, llegó a un acuerdo con todos los fantasmas del lugar.
—Si usted lo dice… —El señor Daily se puso de pie—. Tal vez es exactamente lo que hizo. Vamos, Bunce lo acompañará a casa.
—No, prefiero caminar. Me apetece respirar aire fresco.
En realidad, había ido en bicicleta pero, dada la grandeza del hogar de los Daily, la había dejado en una zanja, al otro lado de la verja, pues me pareció que no era adecuado pedalear por esa calzada de acceso.
Le agradecí su hospitalidad y, mientras me ponía el abrigo, el señor Daily pareció reflexionar. A último momento preguntó:
—¿Sigue empeñado en cumplir ese encargo?
—Sigo empeñado.
—En ese caso, llévese un perro.
La propuesta me causó gracia y reí.
—No tengo perro.
—Pero yo sí.
Se me adelantó, salió de la casa, bajó la escalinata y se sumió en la oscuridad del costado, donde supuse que se alzaban los anexos. Esperé divertido y conmovido por la preocupación que el señor Daily manifestaba por mí; como no tenía nada mejor que hacer, me pregunté de qué serviría un perro ante la presencia espectral, pero no estaba dispuesto a rechazar el ofrecimiento del terrateniente. Los perros me gustan mucho y estaría acompañado de otro ser de sangre caliente y que respiraba en el interior de esa casa vieja, fría y vacía.
Poco después percibí los golpecillos de unas patas, seguidos de los pasos acompasados del señor Daily.
—Llévesela y ya me la devolverá cuando termine.
—¿Querrá venir conmigo?
—La perra hará lo que yo le diga.
Miré hacia abajo. A mis pies se encontraba una terrier pequeña pero maciza, con el pelaje pinto y áspero y la mirada intensa. Meneó ligeramente la cola para reconocer mi presencia y se quedó quieta, pegada a los pies del señor Daily.
—¿Cómo se llama?
—Spider.
La perra volvió a agitar la cola.
—Está bien. Reconozco que me alegraré de contar con su compañía. Muchas gracias. —Me di la vuelta y comencé a bajar por la ancha calzada de acceso. Al cabo de unos metros giré y grité—: ¡Spider, ven aquí! ¡Vamos, pequeña! ¡Spider! —La perra no se movió y me sentí ridículo.
Samuel Daily rio entre dientes, chasqueó los dedos y pronunció una palabra. A continuación Spider corrió a mi lado y se pegó obedientemente a mis talones.
Recuperé la bicicleta en cuanto comprobé que desde la casa nadie me veía y la perra corrió alegremente detrás de mí por el camino tranquilo e iluminado por la luz de la luna, en dirección al pueblo. Me sentí más animado. Por extraño que parezca, estaba deseoso de que llegase el día siguiente.