EL SEÑOR JEROME SE ASUSTA

Desperté y vi de nuevo el dormitorio agradable e iluminado por la intensa luz solar del invierno. Presa de un gran agotamiento y de cierta amargura, comparé mi estado de ese momento con el de la mañana anterior, cuando había dormido tan bien, había despertado renovado y saltado de la cama impaciente por iniciar la jornada. ¿Había pasado sólo un día? Me sentía como si hubiese viajado muy lejos; como si en espíritu, aunque no temporalmente, hubiera experimentado muchas cosas y como si mi interior, hasta entonces plácido y asentado, hubiese sufrido tantas sacudidas que tuve la impresión de que habían transcurrido varios años. Me sentí pesado, con dolor de cabeza, agobiado, cansado y abatido; tanto mis nervios como mi imaginación estaban deshechos.

Un rato después me obligué a levantarme, ya que era imposible que me sintiese peor que tumbado en una cama que me resultaba tan llena de grumos e incómoda como un montón de sacos de patatas. En cuanto abrí las cortinas, vi el cielo intensamente azul, me di un baño caliente y puse la cabeza y la nuca bajo el grifo de agua fría, me sentí menos descompuesto y deprimido, más animado y capaz de pensar de forma ordenada en la jornada que tenía por delante. Durante el desayuno descubrí que tenía más hambre de la que imaginaba y me planteé las diversas alternativas. La víspera me había mostrado inflexible y no habría tolerado la más mínima oposición: no quería tener nada que ver con Eel Marsh y los asuntos de la señora Drablow, por lo que enviaría un telegrama al señor Bentley, dejaría las cuestiones en manos del señor Jerome y cogería el primer tren a Londres.

En pocas palabras, me disponía a huir. Pues sí, con la brillante luz del día comprendí que esa era mi posición. No me sentí particularmente culpable de la decisión tomada. Me había llevado un susto de muerte. Supuse que no era la primera persona que huía de los riesgos y los peligros físicos, aunque tampoco tenía motivos para considerarme notoriamente más valiente que los demás. Las otras cuestiones resultaban más aterradoras en virtud de que eran intangibles, inexplicables, indemostrables y me afectaban profundamente. Empecé a darme cuenta de que lo que más me había asustado y, a medida que aquella mañana evaluaba mis pensamientos y sentimientos, me seguía asustando no era lo que había visto, ya que no había nada intrínsecamente repelente ni horripilante en la mujer de rostro estragado. Es cierto que los sonidos espectrales que había oído en medio de la bruma me habían alterado sobremanera, pero fue mucho peor lo que emanó de esas cosas, las rodeó y surgió hasta hacerme sentir inseguro; me refiero a una atmósfera, a una fuerza, a algo que no sé exactamente cómo describir, a la fuerza del mal, la suciedad, el terror, el sufrimiento, la malevolencia y la cólera enconada. No supe cómo afrontarlos.

—Hoy notará que Crythin está más tranquilo —comentó el posadero, cuando se acercó a recoger mi plato y a rellenarme la taza de café—. Los días de mercado viene gente de varios kilómetros a la redonda. Hoy no pasará casi nada… —Permaneció a mi lado unos segundos más, me observó atentamente y me pareció imprescindible disculparme una vez más por haberlo obligado a levantarse de la cama y bajar a abrirme en plena madrugada. Meneó la cabeza y me dijo—: Verá, lo prefiero a que pase una…, a que pase una mala noche en otra parte.

—A decir verdad, pasé una noche agitada por otras cuestiones. Al parecer, tuve una sobredosis de pesadillas y, en un sentido general, estuve inquieto. —El posadero guardó silencio—. Creo que me vendría bien un poco de ejercicio al aire libre. Caminaré un par de kilómetros por el campo y contemplaré las granjas de algunos hombres que ayer se dedicaron a negociar en el mercado.

Lo que quise decir fue que tenía pensado dar la espalda a las marismas y caminar resueltamente en dirección contraria.

—La caminata será ligera y agradable, pues el terreno es totalmente llano. Si le apetece montar a caballo, podría llegar más lejos.

—¡Vaya! En mi vida he montado a caballo y debo confesar que hoy no estoy de humor para empezar.

El posadero sonrió y de pronto sugirió:

—También puedo prestarle una buena bicicleta.

¡Una bicicleta…! El dueño de la Gifford Arms reparó en mi cambio de expresión. De niño había pedaleado mucho y grandes distancias; a veces Stella y yo cogíamos el tren que nos llevaba a alguna de las esclusas y recorríamos varios kilómetros, siguiendo el camino de sirga del Támesis, con la comida en las cestas de las bicicletas.

—La encontrará en el fondo, en el patio de atrás. Señor, si le apetece, úsela todo lo que quiera —concluyó el posadero, antes de abandonar el comedor.

La idea de pasear una o dos horas en bicicleta, de quitarme las telarañas mentales y librarme de la dureza de la noche, de reponerme y de restablecerme, fue muy estimulante y noté que mi estado de ánimo mejoraba. Además, no tenía intención de huir.

Decidí que iría a hablar con el señor Jerome. Se me había ocurrido pedirle ayuda para organizar los papeles de la señora Drablow; tal vez podría prestarme al botones de su oficina porque ahora tenía la certeza de que, a plena luz del día y acompañado, me sentía con fuerzas suficientes para volver a la casa de Eel Marsh. Regresaría al pueblo mucho antes de que anocheciese y trabajaría lo más metódica y eficazmente posible. Ni se me ocurriría dar un paseo en dirección al cementerio.

Fue extraordinaria la forma en el que el bienestar físico mejoró el anímico, y cuando salí a la plaza del mercado volví a ser una persona normal, estable y contenta, al tiempo que cada tanto saltaba en mi interior una chispa de alegría ante la perspectiva del paseo en bicicleta.

Di con la oficina de Horatio Jerome, agente de la propiedad e inmobiliario: dos cuartos estrechos y de techos bajos, situados sobre la tienda de un comerciante de cereales, en la calleja que se alejaba de la plaza; aguardé la aparición de un ayudante o empleado al que dar mi nombre. No lo había. La oficina estaba en silencio y la sala de espera exterior se veía sucia y vacía. Tras esperar unos segundos, me dirigí hacia la única puerta cerrada que había y llamé. Se produjo una nueva pausa, una silla rascó el suelo y sonaron varias pisadas rápidas. El señor Jerome abrió la puerta.

En el acto quedó claro que mi presencia no le gustó lo más mínimo. Su rostro adquirió la expresión cerrada y mortecina de la víspera, titubeó incluso antes de hacerme pasar a su oficina y me lanzó miradas de soslayo antes de apartar rápidamente la vista y clavarla en un punto situado por encima de mi hombro. Esperé, supongo que para darle tiempo a que me preguntase cómo me había ido en la casa de Eel Marsh. El agente inmobiliario permaneció en silencio, por lo que me dispuse a formular mi propuesta:

—Verá, no tenía idea…, no sé si usted estaba al tanto…, de la cantidad de documentos pertenecientes a la señora Drablow. Hay toneladas de papeles y, aunque estoy seguro de que la mayor parte no son de utilidad, habrá que revisar del primero al último. Es evidente que, a menos que me instale en Crythin Gifford, necesitaré ayuda.

La expresión del señor Jerome fue de pánico. Echó la silla hacia atrás, alejándose de mí, mientras continuaba tras su desvencijado escritorio, lo que me llevó a pensar que, de haber podido atravesar la pared y salir a la calle, el agente inmobiliario lo habría hecho.

—Señor Kipps, lamentablemente, no puedo ofrecerle ayuda, desde luego que no.

—Ni se me ocurrió que me prestara personalmente ayuda —precisé con tono tranquilizador—. De todos modos, es posible que cuente con algún ayudante joven…

—No dispongo de ningún tipo de asistente, estoy totalmente solo. No puedo prestarle ninguna ayuda en este sentido.

—En tal caso, ayúdeme a encontrar a alguien, seguramente en el pueblo hay un joven con dos dedos de frente y deseoso de ganar un puñado de libras, al que pueda encomendar la tarea.

Noté que las manos del señor Jerome, apoyadas a los lados de la silla, se movían, frotaban, se agitaban y se cerraban y abrían.

—Lo lamento, este es un pueblo pequeño. Los jóvenes se marchan…, no tienen oportunidades.

—Pues yo ofrezco una oportunidad, por muy temporal que sea.

—No encontrará a la persona adecuada. —El señor Jerome prácticamente me gritó.

Fue entonces cuando, con gran serenidad y con voz baja, apostillé:

—Señor Jerome, lo que está diciendo no es que no haya nadie disponible, sino que tanto en la aldea como en los alrededores no encontraré a alguien joven o a un adulto capacitado y en condiciones de hacer el trabajo por mucho que lleve a cabo una minuciosa búsqueda. Estoy seguro de que no habrá muchos postulantes, pero seguramente encontraremos uno o dos candidatos capacitados. Lo que hace es abstenerse de decir la verdad, que consiste en que no encontraré un alma dispuesta a desplazarse a la casa de Eel Marsh, por temor a que lo que se cuenta de ese lugar resulte cierto…, por temor a encontrarse con lo que yo ya me he topado.

Se impuso un silencio absoluto. El señor Jerome siguió moviendo las manos como si fuesen las garras de un animal que forcejea. Su frente clara y abombada estaba cubierta de sudor. Al final se puso en pie y en el camino estuvo a punto de tirar la silla; se acercó a la estrecha ventana y; a través del cristal sucio, contempló las casas de la acera de enfrente y la calle tranquila que discurría más abajo. Sin dejar de darme la espalda, finalmente dijo:

—Keckwick fue a buscarlo.

—Así es, y me sentí más agradecido de lo que puedo expresar.

—No hay nada que Keckwick desconozca sobre la casa de Eel Marsh.

—¿Debo deducir de sus palabras que a veces fue a buscar y trasladó a la señora Drablow?

El agente inmobiliario asintió.

—La señora Drablow no veía a nadie más, a ningún otro… —Su voz se convirtió en un murmullo imperceptible.

—Querrá decir a otra alma viviente —puntualicé sin inmutarme.

Cuando volvió a tomar la palabra, el señor Jerome lo hizo con tono ronco y cansado:

—Se cuentan historias, anécdotas…, por no hablar de todas esas tonterías.

—Me lo creo. Ese lugar engendra carretadas de monstruos de las marismas, seres de las profundidades y fuegos fatuos.

—Que en su mayor parte podemos desdeñar.

—En su mayor parte, sí, pero no en su totalidad.

—Usted vio a la mujer en el camposanto.

—Y volví a verla. Ayer por la tarde, después de que Keckwick me dejara, di un paseo por los contornos de la casa de Eel Marsh. La mujer estaba en el viejo cementerio. ¿A qué corresponden las ruinas, a una iglesia o a una capilla?

—En el pasado, mucho antes de que se construyese la casa, en la isla había un monasterio, una comunidad reducida que se aisló del resto del mundo. Hay registros de su existencia en los anales del condado. Hace siglos que lo abandonaron y terminó por convertirse en una ruina.

—¿Y el cementerio?

—Se empleó…, se utilizó posteriormente. Contiene unas pocas tumbas.

—¿De los Drablow?

De pronto el agente inmobiliario se volvió y me miró. Su cara había adquirido una palidez grisácea y enfermiza y me percaté de lo mucho que nuestra charla lo había afectado y de que probablemente no quería continuar. Me quedaban cosas por organizar, pero decidí que, de momento, abandonaría el intento de colaborar con el señor Jerome y telefonearía directamente al señor Bentley a Londres. Para llamar a mi jefe tenía que regresar al hotel.

—Señor Jerome, no estoy dispuesto a amilanarme por uno ni por varios fantasmas. Fue desagradable y reconozco que me alegraré de encontrar un compañero con quien compartir las tareas en la casa. Lo cierto es que hay que llevar a cabo ese trabajo. Dudo que la mujer de negro tenga algo contra mí. Me pregunto quién era…, quién es. —Reí, pero el sonido sonó totalmente falso—. ¡Ni siquiera sé cómo llamarla! —Intenté quitarle hierro a algo que ambos sabíamos que era muy grave, intenté pasarlo por alto por insignificante y puede que hasta por inexistente; se trataba de algo que nos había afectado tan profundamente como cualquier otra experiencia trascendental que hubiéramos sufrido a lo largo de la vida, ya que nos arrastraba al borde mismo del horizonte en el que la vida y la muerte se encuentran—. Debo afrontarlo, señor Jerome, uno debe afrontar estas circunstancias.

Incluso mientras hablaba noté que en mi interior nacía una nueva determinación.

—Yo decía lo mismo. —El señor Jerome me miró con actitud lastimera—. Yo decía lo mismo…, en otros tiempos.

Su temor sólo contribuyó a reforzar mi decisión. ¿Qué era lo que lo había debilitado y quebrado? ¿Una mujer? ¿Unos ruidos? ¿Acaso se trataba de algo más que tenía que descubrir por mí mismo? Supe que, si se lo preguntaba, se negaría a responder y, por añadidura, dudé de querer conocer las historias aterradoras y extrañas de las experiencias que el nervioso señor Jerome había vivido en la casa de Eel Marsh. Concluí que, si quería llegar al fondo de la cuestión, sólo debería basarme en las pruebas que me ofrecían mis propios sentidos. Después de todo, quizá fuera mejor no contar con un ayudante.

Me despedí del señor Jerome y, antes de salir, comenté que lo más probable es que no volviera a ver a la mujer ni a otros visitantes peculiares en casa de la difunta señora Drablow.

—Le suplico que no lo haga —pidió el señor Jerome, y me apretó con fuerza la mano al tiempo que la estrechaba—. Le suplico que no lo haga.

—No se preocupe —repliqué, me esforcé en adoptar un tono despreocupado y alegre, y bajé la escalera con paso ligero, dejando al señor Jerome inmerso en su angustia.

★ ★ ★

Volví a la Gifford Arms y, en vez de telefonear, escribí una carta para el señor Bentley. Le describía la casa y el acervo de papeles y le explicaba que tendría que quedarme más de lo previsto y que esperaba tener noticias suyas si prefería que regresara inmediatamente a Londres y disponer otra solución. También hacía un comentario ligero sobre la mala fama de la que la casa de Eel Marsh gozaba en la zona y añadía que, tanto por ese motivo como por otros más corrientes, me costaría encontrar un ayudante, si bien estaba dispuesto a intentarlo. De todas maneras, el asunto debía terminarse antes de que acabara la semana y me ocuparía de enviar a Londres todo lo que me pareciese importante.

Dejé la carta sobre la mesa del vestíbulo para que la recogiesen a mediodía y salí a buscar la bicicleta del posadero, un vehículo de buena factura y chapado a la antigua que, encima de la rueda delantera, tenía una gran cesta, muy parecida a la que los repartidores de carne empleaban en Londres. Monté, pedaleé para cruzar la plaza y me alejé por una de las calles laterales en dirección a campo abierto. Hacía un día ideal para pasear en bicicleta, lo bastante frío como para que el viento me quemase las mejillas y lo bastante claro y despejado como para ver hasta muy lejos en ese paisaje llano y abierto.

Me proponía pedalear hasta la aldea siguiente, donde abrigaba la esperanza de encontrar otra posada rural en la que disfrutar de un almuerzo a base de pan, queso y cerveza, pero, al llegar a la última casa, no pude resistir el impulso extraordinariamente intenso de mirar hacia el este en lugar de hacia el oeste, donde habría avistado granjas, tierras de cultivo y los techos lejanos de una aldea. Hacia el este estaban las marismas plateadas, rutilantes y gesticulantes y el cielo se veía claro a la altura del horizonte, donde descendía hasta el agua del estuario. De las marismas me llegó una suave brisa con aroma salitroso. Incluso desde esa distancia percibí su misterioso silencio, y nuevamente su belleza obsesionante y extraña desató una reacción en lo más profundo de mi ser. No podía huir de ese lugar, tendría que regresar; no lo haría ahora, sino pronto, había sucumbido a esa clase de influjo que ciertos lugares desprenden y que atrajo hacia sí mismo mi persona, mis fantaseos, mis anhelos, mi curiosidad y todo mi espíritu.

Durante un buen rato contemplé ese lugar y me di cuenta de lo que me sucedía: mis emociones se habían vuelto tan vaporosas y agudas, mis reacciones nerviosas estaban tan a flor de piel y eran tan veloces y agudas que estaba viviendo en otra dimensión; tuve la impresión de que el corazón me latía más deprisa, mi paso se volvía más presto y cuanto veía era más intenso, con el perfil más agudo y exactamente definido. Todo eso me había ocurrido desde el día anterior. Me había preguntado si había cambiado en algún aspecto fundamental de tal modo que, cuando regresase a mi casa, los amigos y la familia advertirían el cambio. Me sentí mayor y como un hombre sometido a juicio, un poco temeroso y otro tanto asombrado, emocionado y totalmente esclavizado.

Para contener ese estado emocional agudizado y mantener mi equilibrio habitual, decidí hacer ejercicio, por lo que le di la vuelta a la bicicleta, volví a montar, pedaleé por el camino rural y di enérgicamente la espalda a las marismas.