Fuera todo estaba tranquilo, por lo que, cuando caminé deprisa por la grava, sólo oí el sonido de mis propias pisadas, sonido que quedó amortiguado en el instante en que pisé la hierba rumbo a la senda del paso elevado. Al otro lado del cielo, unas pocas gaviotas emprendieron el vuelo de regreso a los nidos. Un par de veces miré por encima del hombro, casi a la espera de advertir la figura negra de la mujer siguiéndome. Para entonces estaba casi convencido de que debía de haber una ladera o inclinación del terreno al otro lado del cementerio y, más allá, tal vez una morada solitaria que no quedaba dentro de mi campo de visión, ya que los cambios de luz en un lugar de esas características juegan todo tipo de malas pasadas y, al fin y al cabo, no había salido a buscar su escondite, sino que me había limitado a mirar a mi alrededor y no había visto nada. Pues ya estaba. En ese caso, adelante. De momento no quise recordar la reacción exagerada que el señor Jerome había manifestado cuando por la mañana mencioné a la mujer.
Aunque la senda del paso elevado todavía estaba seca, vi que a mi izquierda el agua se había aproximado lenta y silenciosamente. Me pregunté a qué profundidad quedaba sumergida la senda cuando la marea alcanzaba su punto culminante. En un anochecer como aquel, había tiempo de sobra para cruzar sin riesgos, si bien al atravesarla a pie, tuve la sensación de que la distancia era mayor de lo que me había parecido cuando la recorrimos en el cabriolé de Keckwick; además, el final de la senda del paso elevado parecía retroceder hacia la grisura. Nunca había estado tan solo ni me había sentido tan pequeño e insignificante en un paisaje inconmensurable; azorado por la indiferencia absoluta del agua y el cielo ante mi presencia, me sumí en un estado de ánimo reflexivo y filosófico.
Un rato después, cuya duración no puedo precisar, salí del ensueño y advertí que apenas podía ver nada por delante de mí; me volví y me llevé una gran sorpresa al ver que la casa de Eel Marsh también resultaba invisible, aunque no porque hubiese caído la noche, sino debido a la niebla espesa y húmeda que se había deslizado sobre las marismas y lo había cubierto todo: mi persona, la casa situada a mis espaldas, el final de la senda del paso elevado y el campo circundante. La bruma era como una gran telaraña pegajosa, delgada e impenetrable a la vez. Olía y tenía un sabor muy distinto al de la niebla amarilla y sucia de Londres; la de la ciudad era asfixiante, espesa y no se movía, mientras que esta resultaba salitrosa, ligera, clara y constantemente cambiaba de forma ante mis ojos. Tuve la sensación de que me confundía y me provocaba, como si estuviese hecha de millones de dedos vivos que reptaron sobre mí, me aferraron y luego se alejaron. Un manto húmedo cubría mi pelo, mi cara y las mangas del abrigo. Más que nada, fue lo súbito de la aparición de la niebla lo que tanto me alteró y me desorientó.
Caminé despacio, decidido a no apartarme un centímetro de la senda hasta alcanzar la seguridad del camino rural. Me di cuenta de que tenía muchas posibilidades de perderme enseguida, en el mismo momento en el que abandonase el trazado recto del paso elevado, y de que podría deambular toda la noche hasta el agotamiento. La solución más evidente y sensata consistía en desandar los pocos cientos de metros que había recorrido hasta entonces y esperar en la casa hasta que la niebla se despejara, Keckwick viniese a buscarme o ambas cosas.
Aquella caminata de regreso fue una pesadilla. Me vi obligado a dar un lento paso tras otro por temor a caer en la marisma y acabar en el agua de la marea creciente. Si miraba hacia arriba o a mi alrededor, quedaba de inmediato confundido por la niebla siempre cambiante, así que me moví a tientas y recé para llegar a la casa, que se alzaba más lejos de lo que había supuesto. En medio de la neblina arremolinada y la oscuridad, oí un sonido que me levantó el ánimo: el lejano pero inequívoco chacoloteo de los cascos del poni y los chirridos y crujidos del cabriolé. Por consiguiente, Keckwick no se había inmutado a causa de la bruma, pues estaba habituado a recorrer caminos y cruzar el paso elevado en la oscuridad, de modo que me detuve, me preparé para avistar un farol porque, sin duda, debía de portarlo, y me pregunté si debía gritar para indicarle mi presencia en el caso de que me encontrase repentinamente y me arrojara al agua.
Fue entonces cuando me di cuenta de que la niebla no sólo jugaba malas pasadas visuales, sino también auditivas, pues el ruido del cabriolé continuó lejos de mí durante más tiempo del que cabía esperar y, por si eso fuera poco, no procedió directamente de mis espaldas, llegando en línea recta por la senda del paso elevado, ya que provino de mi derecha, de la marisma. Intenté deducir la dirección del viento, pero no soplaba. Me volví y el sonido se alejó un poco más. Desconcertado, esperé y agucé el oído en medio de la bruma. Pese a que no pude entenderlo ni explicarlo, lo que oí a continuación me dejó helado y me horrorizó. El sonido del cabriolé era cada vez más tenue, cesó de repente y en la marisma hubo un peculiar ruido de vaciado, de succión y de agua agitada, acompañado de los relinchos agudos de un caballo atenazado por el pánico. Fue entonces cuando me llegó otro sonido que me costó descifrar, un grito o sollozo aterrorizado que, espantado, me di cuenta de que procedía de un niño, de un crío pequeño. Quedé paralizado de impotencia en medio de la neblina que me envolvía tanto como a todo lo demás; estuve a punto de echarme a llorar en plena agonía de miedo y frustración y supe, más allá de toda duda razonable, que lo que oía eran los últimos sonidos de un poni y un cabriolé que transportaba a un niño y al adulto que lo conducía, se supone que Keckwick, y que todavía luchaba a brazo partido. Por algún motivo, se había salido de la senda del paso elevado, había caído en las marismas y se hundía a causa de las arenas movedizas y del arrastre de la marea entrante.
Me puse a gritar hasta que tuve la sensación de que me reventarían los pulmones y eché a correr, pero enseguida me detuve porque no veía nada y me pregunté de qué serviría mi esfuerzo. No podía meterme en la marisma y, aunque lo hiciese, no tenía la más mínima posibilidad de dar con el cabriolé tirado por el poni ni de ayudar a sus ocupantes; probablemente, sólo correría el riesgo de ser absorbido por la marisma. La única salida consistía en regresar a la casa de Eel Marsh, encender todas las luces y tratar de hacer señales desde las ventanas, esperando, contra toda lógica, que desde alguna parte alguien las viese como si se tratara de un buque faro.
Estremecido por los espantosos pensamientos que recorrieron mi mente y las imágenes que no pude dejar de ver de los pobres desgraciados que morían lentamente ahogados en el barro y el agua, olvidé mis temores y mis nerviosos fantaseos de hacía unos minutos y me concentré en regresar a la casa con tanta rapidez y seguridad como me fuese posible. El agua rompía muy cerca de los bordes de la senda, aunque yo sólo podía oírla; la niebla seguía siendo densa y la noche había caído por completo, así que dejé escapar una exclamación de alivio al notar la hierba y la grava bajo mis pies mientras me dirigía a ciegas hacia la puerta de la casa.
A mis espaldas, en las marismas todo estaba tranquilo y en silencio; de no ser por el movimiento del agua, cualquiera habría pensado que el poni y el cabriolé jamás habían existido.
Entré de nuevo en la casa, logré coger una silla del vestíbulo a oscuras, me senté en el preciso momento en el que me flaquearon las piernas, me rodeé la cabeza con las manos y sollocé sin poderlo evitar a medida que me abrumaba la comprensión plena de lo que acababa de ocurrir.
Desconozco cuánto tiempo permanecí sumido en esos extremos de desesperación y terror. Al cabo de un rato, logré recuperarme lo suficiente como para ponerme de pie, recorrer la casa, encender todas las luces que logré que funcionasen y que dejé encendidas, aunque ninguna era muy intensa y en el fondo supe que existían pocas probabilidades de que lo que no era mucho más que el brillo de un puñado de lámparas dispersas se avistase a través de esa tierra brumosa, incluso en el caso de que cerca hubiese un observador o un viajero en condiciones de detectarlas. Sin embargo, había hecho algo, lo único que fui capaz de hacer, y precisamente por eso me sentí un poco mejor. A continuación, registré armarios, aparadores y alacenas de la cocina hasta que, por fin, en el fondo de uno de los muebles del comedor, encontré una botella de brandy…, de hacía treinta años y todavía sin abrir. La descorché, busqué una copa y me serví una medida tan generosa como la que pensé que podía consumir un hombre que había sufrido una gran conmoción y tomado su última comida hacía varias horas.
Era evidente que durante muchos años la señora Drablow no había utilizado el comedor. Los muebles mostraban el brillo apagado de la sal contenida en el ambiente, los candelabros y el centro de mesa estaban deslustrados, la mantelería se encontraba rígidamente doblada y con capas de amarilleado papel de seda entre una y otra, y tanto la cristalería como la vajilla estaban cubiertas de polvo.
Me dirigí a la única estancia de la casa con un mínimo de comodidades, ya que todo estaba helado y olía a humedad; me refiero al pequeño cuarto de estar, donde bebí el brandy y, con toda la calma del mundo, intenté decidir qué haría a continuación.
A medida que el alcohol surtió efecto, la agitación disminuyó y mi mente se convirtió en un torbellino creciente. Me enfadé con el señor Bentley por enviarme a ese sitio y por mi autonomía y estupidez irreflexivas al no hacer caso de las indirectas y las advertencias veladas que me habían hecho sobre la casa; anhelé, no, mejor dicho, recé por una solución acelerada y por retornar a la seguridad, a la actividad reconfortante y al clamor de Londres, rodeado de amigos —bueno, de seres humanos—, y en compañía de Stella.
No podía permanecer quieto en esa casona claustrofóbica que, al mismo tiempo, producía una extraña sensación de vacío, por lo que deambulé de un cuarto a otro, cogí este o aquel objeto para volver a dejarlos en su sitio en medio de una gran desesperanza; luego subí, deambulé sin rumbo fijo por los dormitorios con los postigos cerrados y volví a subir a buhardillas atiborradas de trastos, sin alfombrar y sin cortinas ni persianas en las ventanas altas y estrechas.
Abrí todas las puertas y cada cuarto estaba ordenado, polvoriento y terriblemente frío y húmedo, aunque también resultó asfixiante. Sólo me topé con una puerta con el cerrojo echado, puerta situada en el extremo del pasillo que se alejaba de los tres dormitorios del segundo piso. Por fuera no había ojo de la cerradura ni cerrojo.
Por algún motivo inexplicable, me enfadé con esa puerta, la pateé y sacudí enérgicamente el picaporte antes de darme por vencido y descender atento al retumbo de mis pisadas en la escalera.
Cada pocos segundos me acerqué a una u otra de las ventanas y froté el cristal con los dedos en un intento de ver hacia fuera; aunque retiré la delgada película de suciedad, lo suficiente para despejar un pequeño espacio, no pude quitar el cortinaje de bruma que por el exterior estaba tan pegado al cristal. La observé y constaté que todavía mudaba sin cesar, como las nubes, aunque sin abrirse ni dispersarse.
Por último me dejé caer en el sofá afelpado del gran salón de techos altos, dejé de mirar por la ventana y, en compañía de los últimos sorbos de una segunda copa del brandy añejo y fragante, me entregué a una reflexión melancólica y a una especie de autocompasión reconcentrada. Ya no tenía frío ni estaba asustado o inquieto; me sentí a salvo de los espantosos acontecimientos que se habían producido en las marismas y me concedí el derecho de relajarme, de caer en ese estado pasivo, tan informe como la niebla exterior, estado en el que descansé, me sumí y busqué, si no la paz, al menos cierto alivio en la interrupción de las emociones extremas.
★ ★ ★
En mis oídos y en mi cabeza sonó y volvió a sonar un timbre; su estrépito resonó muy cerca y extrañamente lejos a la vez, el sonido pareció oscilar y yo con él. Hice denodados esfuerzos por salir de una oscuridad que no era fija sino cambiante, al tiempo que el suelo parecía moverse bajo mis pies, por lo que me aterrorizó la posibilidad de tropezar, caer, hundirme, ser absorbido por esa vorágine espantosa y retumbante. El timbre siguió sonando. Desperté desconcertado y vi la luna, enorme como una calabaza, al otro lado de las altas ventanas, en el firmamento oscuro y despejado.
Tenía la cabeza espesa, la boca pegajosa y reseca y las extremidades rígidas. Había dormido, quizá minutos o tal vez horas, no lo sabía porque había perdido la noción del tiempo. Hice esfuerzos por incorporarme y advertí que el timbre que oía no formaba parte de la confusión de mi pesadilla intermitente, sino que era real y retumbaba por la casa. En la puerta había alguien.
Debido al entumecimiento de los pies y las piernas por haber estado encogido en el sofá, salí del salón y me dirigí al vestíbulo dando tumbos, Entonces comencé a recordar lo sucedido y, sobre todo, el asunto del cabriolé y el poni, desde el que había oído gritar al niño, en medio de Eel Marsh. Con esa evocación experimenté un recrudecimiento del horror que sentía. Las luces seguían encendidas y, mientras abría la puerta principal, pensé que las habían visto; contra todo pronóstico, deseé ver una partida de buscadores y auxiliadores, de hombres fuertes, de personas a las que podría contarles lo sucedido, que sabrían lo que había que hacer y que me sacarían de ese sitio.
A la luz del vestíbulo y de la luna llena, en la calzada de acceso de grava sólo apareció un hombre: Keckwick. Tras él estaban el poni y el cabriolé. Todo era muy real, muy normal y estaba intacto. El aire era frío y límpido y el firmamento estaba salpicado de estrellas. Las marismas permanecían quietas, silenciosas y habían adquirido un brillo plateado gracias a la luz de la luna. No quedaban vestigios de la niebla ni de nubes y el ambiente no retenía la más mínima gota de humedad. Todo había cambiado tanto y tan profundamente que experimenté la sensación de que había renacido en otro mundo y que lo demás había sido un sueño provocado por la fiebre.
—Cuando hay estos velos, tiene que esperar a que despeje. Es imposible cruzar con tanta niebla —explicó Keckwick con aplomo—. Ha tenido muy mala suerte. —Me pareció que tenía la lengua pegada al cielo del paladar y que mis rodillas estaban a punto de flaquear—. Una vez que se levanta, también hay que esperar las mareas. —Keckwick paseó la mirada a su alrededor—. Este lugar es muy poco accesible. No tardará en comprobarlo…
En ese momento pude consultar la hora y vi que eran casi las dos de la madrugada. La marea había empezado a retirarse y dejado al descubierto el paso elevado de Nine Lives. Había dormido cerca de siete horas, casi las mismas que en una noche cualquiera, pero ahí estaba, con muchas horas por delante hasta que amaneciese, y me sentía tan abatido, desgraciado y agotado como cualquiera que ha pasado la noche sin pegar ojo.
—Francamente, no esperaba que viniese a buscarme a estas horas —dije sin tenerlas todas conmigo—. Se lo agradezco muchísimo…
Keckwick echó su gorra hacia atrás para rascarse la frente y noté que la nariz y gran parte de la mitad inferior de su cara estaban cubiertas de carnosidades, granos y verrugas, que su piel tenía la textura de las gachas y que el tono de su cutis era de un rojo oscuro y descolorido.
—No habría permitido que pasase la noche aquí —puntualizó el cochero—. Jamás le habría hecho esa mala pasada.
Tuve una fugaz sensación de vértigo, porque parecía que habíamos vuelto a la charla normal y realista; a decir verdad, me alegré de ver a Keckwick, en mi vida acogí de tan buena gana la aparición de un semejante y me alegré de ver el pequeño poni que aguardaba serena y pacientemente.
Entonces evoqué el segundo recuerdo y espeté:
—¿Qué le ha pasado? ¿Cómo ha conseguido llegar? ¿Cómo pudo salir?
Mi corazón dio un brinco cuando me di cuenta de que no habían sido Keckwick y su poni los que se habían hundido en las arenas movedizas, sino otra persona, alguien con un niño; ya no estaban, habían muerto, la marisma los había devorado, las aguas se habían unido sobre sus cabezas y en esa superficie inmóvil y reluciente no se veía la menor ola ni alteración. En ese caso, ¿quién, quién en un oscuro atardecer de noviembre y en medio de la neblina entrante y la pleamar…, quién se había desplazado en cabriolé en compañía de un niño por esa zona plagada de peligros? ¿Por qué, adónde se dirigían y de dónde procedían? Al fin y a la postre, la casa de Eel Marsh era la única vivienda en muchos kilómetros a la redonda…, a menos que estuviese en lo cierto en lo que se refiere a la mujer de negro y a su morada oculta.
Keckwick me miraba directamente a los ojos y supuse que yo debía de estar desgreñado y alterado, que seguramente mi imagen no guardaba el menor parecido con la del abogado joven, perspicaz, responsable y seguro de sí mismo que por la tarde había depositado a las puertas de esa casa. En ese momento el cochero señaló el cabriolé tirado por el poni y musitó:
—Será mejor que suba…
—Sí, claro…, aunque lo más probable es que…
De repente Keckwick se dio la vuelta y ocupó el asiento del cochero. Miró hacia delante, se arropó con el abrigo, se levantó el cuello hasta cubrirse la nuca y la barbilla y esperó. Era evidente que sabía a la perfección lo que me pasaba, que me había ocurrido algo que no pareció sorprenderlo y con esa actitud me demostró de forma inequívoca que no deseaba saber nada, que no quería hacer preguntas ni tener que responderlas y que no le interesaba hablar de lo ocurrido. Me llevaría y me traería de forma responsable y a la hora que fuese, pero no estaba dispuesto a hacer nada más.
Entré en la casa en silencio y deprisa, apagué las luces, subí al cabriolé y, bajo la intensa luz de la luna llena, dejé que Keckwick y el poni me llevaran por esas marismas apacibles y sobrecogedoramente hermosas. Acunado por el movimiento del vehículo, me sumí en una especie de trance, en parte dormido y otro tanto despierto. Me dolía mucho la cabeza y periódicamente tenía espasmos provocados por las náuseas. No miré a mi alrededor, aunque a veces dirigí la vista hacia el gran cuenco del firmamento y las constelaciones, visión que me resultó reconfortante y me tranquilizó porque tuve la impresión de que los cuerpos celestes seguían bien e inmutables. Nada más lo estaba, ya fuese en mi interior o en lo que me rodeaba. Supe que me había adentrado en una esfera de la conciencia en la que hasta entonces no había reparado, mejor dicho, en cuya existencia no creía; supe que la visita a ese lugar ya me había cambiado y que no había vuelta atrás. Aquel día vi y oí cosas que jamás había imaginado que vería y oiría. Ahora sé que la mujer que vi junto a los sepulcros era espectral…, y no se trata de que lo crea, es que lo sé, ya que esa certidumbre se alojó en lo más profundo de mi ser; tal vez durante esa noche de inquietud y angustia se trocó en algo fijo e inalterable. Comencé a sospechar que el cabriolé tirado por el poni que oí en la marisma, que el cabriolé con el poni y el crío que había gritado de forma sobrecogedora y que fueron absorbidos por las arenas movedizas mientras las marismas, el estuario, la tierra y el mar quedaban envueltos por ese velo súbito y yo me perdía en su interior…, comencé a sospechar que tampoco ellos eran reales, que no estaban allí, presentes, y que no eran palpables, sino tan fantasmagóricos como la mujer. Había oído lo que oí con la misma claridad con la que en ese momento me llegó el rodar del cabriolé y el tamborileo de los cascos del poni; también había visto lo que vi: la mujer de rostro pálido y estragado junto al sepulcro de la señora Drablow y también en el viejo cementerio. Lo habría jurado y vuelto a jurar sobre cualquiera de los testamentos. En un sentido que me resultó incomprensible, habían sido irreales, fantasmales, cosas muertas.
Tras aceptarlo, enseguida me tranquilicé. Dejamos las marismas y el estuario a nuestras espaldas y viajamos por el camino en medio de esa noche serena. Supuse que podía despertar al dueño de la Gifford Arms y convencerlo de que me permitiese entrar; a continuación me proponía subir a mi habitación, acostarme en la cómoda cama, conciliar el sueño, intentar apartar esas cosas de mi mente y de mi corazón y no volver a pensar en ellas. Por la mañana y a la luz del día me habría recuperado y me dedicaría a planificar lo que haría a continuación. En ese momento lo que más me importaba era no tener que regresar a la casa de Eel Marsh, por lo que debía encontrar la manera de liberarme de mis obligaciones en relación con los asuntos de la señora Drablow. En aquel momento ni me planteé decidir si daba una excusa al señor Bentley o si me esforzaba por contarle la verdad con la esperanza de no quedar en ridículo.
★ ★ ★
El dueño de la posada se mostró de lo más comprensivo y servicial y únicamente cuando me disponía a acostarme pensé en la extraordinaria generosidad de Keckwick, quien, en cuanto la niebla y la marea lo permitieron, salió a buscarme. En otra situación, lo más probable es que se hubiera encogido de hombros, se hubiese acostado y decidido que me recogería a primera hora de la mañana. Sin embargo, había esperado despierto y quizás incluso mantuvo enjaezado el poni, preocupado por la idea de que no me viese obligado a pasar la noche a solas en la casa. Experimenté un profundo agradecimiento hacia el cochero y tomé nota de que sus esfuerzos merecían una generosa recompensa.
Cuando me metí en la cama eran más de las tres y faltaban cinco horas para que naciera un nuevo día. El posadero había dicho que podía descansar tanto como quisiese, que nadie me molestaría y que me servirían el desayuno a la hora que fuera. A su estilo, el posadero se había mostrado tan preocupado como Keckwick por mi bienestar, si bien percibí en ambos la misma reserva, una suerte de barrera que impidió toda pregunta y que tuve el buen tino de no franquear. Me era imposible imaginar qué era lo que ellos mismos habían visto u oído y qué más sabían tanto del pasado como de otra clase de sucesos, por no hablar de los rumores, las habladurías y las supersticiones atribuidas a semejantes acontecimientos. Lo poco que yo había experimentado bastaba y sobraba y no estaba dispuesto a profundizar en explicaciones.
Eso pensé aquella noche, cuando apoyé la cabeza en la almohada mullida y por fin me sumergí en un reposo inquieto y poblado de sombras, a través del cual diversas figuras entraron y salieron, perturbándome tanto que una o dos veces desperté a medias porque acababa de gritar o pronunciar un puñado de palabras incoherentes; sudé y di infinitas vueltas en el intento de librarme de las pesadillas, de escapar de mi sensación no del todo consciente de temores y presentimientos al tiempo que, atravesando la superficie de mis sueños, llegaban los aterrados relinchos del poni y el llanto y los gritos del niño, una y otra vez, mientras yo permanecía impotente en medio de la niebla, con los pies pegados al suelo y el cuerpo echado hacia atrás, a la vez que a mis espaldas rondaba la mujer, a la que no podía ver, aunque percibía su oscura presencia.