A las puertas de la Gifford Arms no se detuvo un coche a motor, sino un cabriolé arrastrado por un poni tristón y consumido. En la plaza del mercado no desentonó; por la mañana había visto varios vehículos de las mismas características, por lo que supuse que el que acababa de llegar pertenecía a un granjero o ganadero, así que no hice caso y seguí atento a la llegada de un automóvil. Entonces oí que pronunciaban mi nombre.
El poni era un ejemplar menudo y de pelo hirsuto y llevaba anteojeras; con un gorro voluminoso calado sobre la frente y un abrigo de color marrón, largo y peludo como el poni, el conductor se fundía con el cabriolé. Me sentí encantado, deseaba dar un paseo en cabriolé y monté enseguida. Después de una escueta mirada, Keckwick supuso que yo ya estaba sentado, ordenó al poni que se pusiera en marcha, se abrió paso por la plaza del mercado llena a rebosar y tomó la calle que conducía a la iglesia. Cuando pasamos intenté ver el sepulcro de la señora Drablow, pero los arbustos me lo impidieron. También recordé a la joven solitaria y de aspecto enfermizo, así como la reacción del señor Jerome cuando la mencioné. Poco después quedé demasiado fascinado por el presente y el entorno para seguir reflexionando acerca del funeral y sus consecuencias, ya que estábamos en terreno abierto y, reducida y volcada sobre sí misma, Crythin Gifford quedó a nuestras espaldas. A nuestro alrededor, en lo alto y más lejos parecía extenderse el cielo, mejor dicho, el cielo y una delgada franja de tierra. Vi esa zona del mundo con los mismos ojos que los grandes paisajistas habían contemplado Holanda y los alrededores de Norwich. Aunque aquel día no había nubes, me resultó fácil imaginar lo magnífico que estaría ese terreno inmenso y amenazador salpicado de lluvia gris y con los nubarrones flotando sobre el estuario; qué aspecto tendría durante las inundaciones de febrero, cuando las marismas adquirían un tono gris metálico y el cielo parecía fundirse con ellas, y cómo se vería en medio de los vientos recios de marzo, cuando la luz ondulaba y las sombras perseguían a las sombras por los campos arados.
El día era claro y despejado y, pese a que brillaba un sol pálido, la luz se había vuelto difusa y el cielo había perdido el azul intenso de la mañana y se había vuelto casi plateado. Al recorrer a buen paso el terreno totalmente llano, apenas vi árboles, si bien las cercas de setos eran oscuras, ramosas y bajas, al tiempo que la tierra arada más próxima era de un suntuoso color marrón oscuro y formaba surcos rectos. Gradualmente el terreno dio paso a la hierba, avisté diques y acequias llenos de agua y por fin nos aproximamos a las marismas. Permanecían en silencio, apacibles y brillantes bajo el cielo de noviembre, y parecían extenderse en todas direcciones hasta donde alcanzaba la mirada y fundirse sin fisuras con las aguas del estuario y con la línea del horizonte.
La cabeza me dio vueltas ante esa belleza pura e impactante. La sensación de espacio y la inmensidad del cielo tanto en lo alto como a los lados me aceleraron el pulso. Habría sido capaz de recorrer miles de kilómetros con tal de ver algo así. Jamás imaginé que pudiera existir un lugar tan hermoso.
Los únicos sonidos que percibí en medio del trotar de los cascos del poni, el fragor de las ruedas y los chirridos del cabriolé fueron los reclamos súbitos, bruscos y extraños de pájaros próximos y lejanos. Habíamos recorrido alrededor de cinco kilómetros sin avistar granja, casa ni morada alguna; imperaba el vacío más absoluto. Poco después, las cercas de setos comenzaron a escasear y tuve la sensación de que nos dirigíamos a los confines del mundo. Ante nuestros ojos, el agua brillaba como el metal y distinguí algo semejante a la huella que deja la estela de una embarcación. Al acercarnos me percaté de que el agua que cubría la arena ondulada a uno y otro lado era muy poco profunda y que, en realidad, la huella era una senda estrecha que conducía directamente hacia delante, como si se internara en el estuario. Cuando nos adentramos por la senda deduje que se trataba del paso elevado de Nine Lives y que, con la marea entrante, no tardaría en quedar sumergida y resultaría imposible de encontrar. ¡Esa senda casi imperceptible era conocida como el paso elevado de Nine Lives!
Cuando el poni y el cabriolé pisaron la senda arenosa, los ruidos que emitían cesaron y viajamos casi en silencio, si exceptuamos un siseo sedoso. Aquí y allá había grupos de cañas emblanquecidas y periódicamente el más tenue de los vientos las agitaba, por lo que entrechocaban. El sol situado a nuestras espaldas se reflejaba en el agua, por lo que todo brillaba y resplandecía como si fuera la superficie de un espejo; el horizonte había adquirido un matiz rosado que, a su vez, se repetía en las marismas y el agua. Era tan intenso que me dolieron los ojos, por lo que miré hacia delante y, como si surgiera del agua misma, contemplé una casa alta, desolada, de piedra gris y techo de pizarra, que brillaba aceradamente. Se alzaba cual un faro o una torre de vigía y daba a la amplia expansión de marismas y estuario; era la casa más extrañamente situada que había visto o que podía imaginar, pues se encontraba aislada, impertérrita y, a su manera, bonita. Al acercarnos, reparé en que el terreno en el que se alzaba estaba ligeramente elevado, rodeado de unos treinta metros de hierbas blanqueadas por la sal y luego por guijarros. El islote se extendía hacia el sur y atravesaba una zona de matorrales y un prado rumbo a lo que parecían las ruinas de una iglesia o capilla viejas.
Sonaron chirridos cuando el cabriolé rodó sobre los guijarros, ascendimos y por fin llegamos a la casa de Eel Marsh.
Durante unos segundos me limité a mirar azorado a mi alrededor y a no oír más que el débil gemido del viento invernal que cruzaba la marisma y el graznido repentino de un pájaro al que no vi. Experimenté una sensación extraña, una mezcla de entusiasmo y alarma…, no sé muy bien qué sentí. Es evidente que noté la soledad porque, pese a la presencia del enmudecido Keckwick y del poni castaño y peludo, me sentí totalmente solo a las puertas de esa casa vacía y sombría. De todas maneras, no me asusté, ¿a qué podía temerle en ese lugar extraordinario y hermoso? ¿Al viento? ¿A los reclamos de las aves de las marismas? ¿A las cañas y el agua estancada?
Me apeé del cabriolé y di la vuelta hasta detenerme junto al cochero.
—¿Hasta qué hora es transitable el paso elevado?
—Hasta las cinco.
Sólo podría echar un vistazo, orientarme en el interior de la casa e iniciar la búsqueda antes de que Keckwick volviera a recogerme. No me apetecía marcharme tan pronto. La casa me había fascinado y deseaba que Keckwick se marchase a fin de recorrerla lenta y libremente, asimilarlo todo a través de los cinco sentidos y con mi propia presencia como única compañía. De repente tomé una decisión y propuse:
—Escuche, es absurdo que tenga que ir y volver dos veces por día. Será mejor que traiga mi equipaje, alimento y bebida y que me quede un par de noches aquí. Así cumpliré más eficazmente con mis obligaciones y no lo molestaré. Esta tarde regresaré con usted y espero que mañana me traiga lo antes posible, en cuanto las mareas lo permitan.
Callé. Me pregunté si intentaría hacerme cambiar de opinión, si discutiría o si trataría de disuadirme mediante indirectas sombrías. Keckwick meditó y finalmente debió de reconocer la firmeza de mi decisión, pues se limitó a asentir.
—Tal vez ahora prefiera esperarme aquí. Sólo estaré un par de horas. Haga lo que le parezca mejor.
A modo de respuesta, Keckwick tiró de las riendas del poni y comenzó a girar el cabriolé. Al cabo de unos minutos se alejaron por el paso elevado, se convirtieron en figuras cada vez más pequeñas en la inmensidad y la extensión de las marismas y el cielo, hasta que me volví y me dirigí a la entrada de la casa de Eel Marsh, sin dejar de acariciar con la mano izquierda la llave que llevaba en el bolsillo.
No entré. Todavía no me apetecía. Deseaba absorber el silencio y esa belleza misteriosa y deslumbradora, aspirar el peculiar olor salobre que el viento apenas arrastraba y escuchar el más débil murmullo. Reparé en la agudización de todos mis sentidos y fui consciente de que ese lugar extraordinario dejaba huella tanto en mi mente como en mi imaginación.
Concluí que, si pasara tiempo en Eel Marsh, probablemente me habituaría a la soledad y el silencio y me convertiría en observador de pájaros, ya que sin duda había muchas especies raras, zancudas, pescadoras, patos y gansos salvajes, sobre todo en primavera y otoño; con la ayuda de libros y de un buen par de prismáticos, no tardaría en identificarlos por su vuelo y su reclamo. Mientras deambulaba por el exterior de la casa, hice conjeturas sobre la posibilidad de vivir allí y fantaseé con que Stella y yo viviríamos allí, solos en ese lugar silvestre y aislado…, aunque dejé convenientemente de lado la pregunta de cómo nos ganaríamos la vida y ocuparíamos el tiempo.
Sin dejar de soñar, me alejé de la casa en dirección al prado y lo atravesé hacia las ruinas. A mi derecha, al oeste, el sol poniente se había convertido en una bola inmensa, invernal y de tono rojo dorado que lanzaba flechas de fuego y rayos sanguinolentos sobre el agua. Al este, mar y cielo habían adquirido un color gris plomizo uniforme. El viento que de repente llegó del estuario me resultó gélido.
Al acercarme a las ruinas, vi claramente que pertenecían a una antigua capilla, tal vez de origen monástico, que ahora estaba destrozada y desmoronada; parte de las piedras y varios cascotes habían caído, tal vez a causa de ventadas recientes, y estaban desperdigados sobre la hierba. El terreno descendía un poco hacia la orilla del estuario y, al pasar bajo uno de los viejos arcos, asusté a un pájaro, que se elevó y pasó por encima de mi cabeza aleteando ruidosamente y lanzando un ronco graznido que resonó entre las viejas paredes y al que respondió otra ave situada a cierta distancia. Era un bicho horrible y satánico, una especie de buitre marino, en el caso de que exista tal cosa; no pude reprimir un estremecimiento cuando me cubrió con su sombra y comprobé aliviado que volaba desgarbadamente hacia el mar. Reparé en que tanto en el suelo como entre las piedras caídas se acumulaban excrementos y deduje que esos pájaros debían de anidar y posarse en las paredes de la capilla.
Por lo demás, ese lugar solitario me agradó e imaginé cómo sería allí una cálida tarde de pleno verano, en la que la brisa soplaría apaciblemente desde el mar y atravesaría las hierbas altas; cuando las flores blancas, amarillas y rosadas floreciesen y treparan entre las piedras rotas, mientras las sombras se alargaban con delicadeza y las aves estivales entonaban sus mejores cantos, al tiempo que desde lejos llegaba el suave susurro de la entrada y la salida del agua.
En medio de esas meditaciones llegué a un pequeño cementerio. Estaba rodeado por los restos de un muro y al verlo me detuve asombrado. Había alrededor de cincuenta lápidas, en su mayor parte ladeadas o tumbadas, salpicadas de manchas amarillo verdosas a causa de los líquenes y el musgo, azotadas por el viento salobre y deterioradas por años de lluvia intensa. Los túmulos estaban cubiertos de hierba y de malas hierbas o se habían hundido y desaparecido. Resultó imposible descifrar nombres y fechas, y allí imperaba una atmósfera de descomposición y abandono.
Por delante de mí, donde el muro terminaba en un montón de polvo y cascajos, se encontraban las aguas grises del estuario. Me detuve azorado y en ese momento desapareció la última luz del sol y se levantó una ráfaga de viento que agitó la hierba. Por encima de mi cabeza, el mismo pájaro desagradable y con cuello de serpiente planeó hacia las ruinas; vi que en el pico llevaba un pez que se retorcía y forcejeaba inútilmente. Lo observé cuando se posó y, sin querer, moví las piedras, que se deslizaron y cayeron fuera de mi vista.
De pronto tomé conciencia del frío, de la extremada desolación del lugar y de la oscuridad de la tarde de noviembre; como no quería que mi ánimo se deprimiera tanto como para quedar afectado por toda clase de fantasías malsanas, había decidido regresar deprisa a la casa, donde pretendía encender la mayor parte de las luces y, si era posible, un pequeño fuego, antes de iniciar la búsqueda de los papeles de la señora Drablow. Al girarme, dirigí la mirada hacia el cementerio y volví a ver a la misma mujer de rostro estragado que había asistido al funeral de la señora Drablow. Se encontraba en el otro extremo del terreno, cerca de una de las pocas lápidas que seguían en pie, y llevaba el mismo atuendo y toca, pero echada hacia atrás, por lo que vi su cara con más claridad.
Dado el gris crepuscular, su cutis no presentaba el brillo y la palidez de la carne, sino del hueso propiamente dicho. Cuando por la mañana la había mirado, aunque debo reconocer que fugazmente, no había reparado en la expresión de su rostro devastado, pues quedé muy afectado por su aspecto tan enfermizo. En ese momento le clavé la mirada, la observé hasta que me dolieron los ojos, la miré sorprendido y desconcertado por su presencia y me di cuenta de que su rostro poseía expresión. Aunque las palabras parecen del todo inadecuadas para definir lo que vi, sólo puedo describir su expresión como de malevolencia desesperada y ansiosa; daba la sensación de que buscaba algo que quería, que necesitaba, que debía tener, algo que deseaba más que la vida misma y que le había sido arrebatado. Con todas las fuerzas de que disponía dirigió esa maldad, ese odio y ese desprecio puros a quienquiera que se lo hubiese quitado. Pese a su extremada palidez, su rostro y sus ojos hundidos pero extraordinariamente brillantes ardían a causa de la concentración de una emoción apasionada que estaba en su seno y que emanaba de su ser. Yo no podía saber si dirigió contra mí tanto odio y malevolencia…, no tenía motivos para suponer que así fuera, pero entonces no estaba en condiciones de basar mis reacciones en la razón y en la lógica. La combinación del lugar peculiar y aislado con la súbita aparición de la mujer y lo espantoso de su expresión me atemorizó. Jamás había sentido terror semejante, jamás me habían temblado tanto las rodillas ni se me había helado la sangre; mi corazón nunca había sufrido semejante sacudida, como si estuviera a punto de saltar por mi boca seca para, a continuación, golpear mi pecho como el martillo al yunque; jamás había sido presa de un temor, un horror y un miedo al mal tan intensos. Tuve la sensación de que estaba paralizado. Por puro terror no soportaba la sensación de quedarme allí, pero en mi cuerpo tampoco quedaban fuerzas para darme la vuelta y echar a correr; tuve la certeza absoluta de que, en cualquier momento, caería muerto en ese condenado cementerio.
Fue la mujer la que se movió. Se deslizó detrás de la lapida, caminó pegada a las sombras del muro, atravesó una de las brechas y desapareció de mi vista.
En el instante mismo en el que desapareció, recuperé el aplomo, la capacidad de hablar y de moverme y el sentido del yo; me aclaré las ideas y, de inmediato, me enfadé, eso es, me enfadé con ella por las emociones que había despertado en mí y por hacerme sentir tanto miedo; la contrariedad me llevó a la decisión de seguirla, detenerla, hacerle algunas preguntas, recibir las respuestas que correspondía y llegar al fondo de la cuestión.
Corrí rápida y ligeramente para cubrir el tramo corto de hierba que había entre las tumbas, me dirigí a la brecha que había en el muro y salí casi al borde del estuario. A mis pies, la hierba daba paso más o menos a un metro de arena, después de la cual había agua poco profunda. A mi alrededor las marismas y las salinas llanas se extendían hasta confundirse con la marea entrante. Vi a varios kilómetros de distancia. No hallé el menor indicio de la mujer de negro ni de un sitio en el que pudiera haberse ocultado.
No me pregunté quién o qué era ni cómo había desaparecido. Procuré no pensar en ese episodio; con las últimas energías que tenía y por temor a que me abandonasen rápidamente, di media vuelta, corrí, huí del cementerio y de las ruinas y puse la mayor distancia posible entre la mujer y yo. Me concentré exclusivamente en correr y sólo oí el golpe de mis pisadas sobre la hierba y el siseo de mi aliento. No volví la vista atrás.
Cuando llegué a la casa estaba empapado de sudor, tanto por el esfuerzo como por los vaivenes de mis emociones, y al coger la llave me tembló la mano, por lo que se me cayó dos veces en el umbral hasta que por fin logré abrir la puerta. Una vez dentro, la cerré de un portazo. El ruido retumbó por toda la vivienda y, cuando el último eco se apagó, todo volvió a su cauce y se impuso un silencio que pareció bullir. Permanecí un buen rato inmóvil en el vestíbulo oscuro y revestido en madera. Necesitaba compañía y no la tenía; necesitaba luces, calor y una buena copa entre pecho y espalda; necesitaba consuelo y, más que nada, necesitaba una explicación. Es extraordinario lo poderosa que puede ser la curiosidad. Hasta entonces no me había dado cuenta. El deseo de averiguar exactamente a quién había visto y por qué me consumió más allá del intenso miedo y la conmoción que había sufrido; no descansaría hasta que lo hubiese satisfecho de una vez por todas, a pesar de que, mientras estaba en el cementerio de Eel Marsh, no me había atrevido a quedarme e investigar.
Yo no creía en fantasmas. Mejor dicho, hasta aquel día no había creído en ellos y, como la mayoría de los jóvenes racionales y sensatos, consideraba anecdóticas las historias que me habían contado acerca de ellos. Estaba al tanto de que algunas personas afirmaban tener una intuición de esos fenómenos superior a la normal y de que se hablaba de algunos lugares antiguos que recibían la visita de aparecidos, pero me habría mostrado reacio a reconocer que esas palabras contuviesen un mínimo de verdad, incluso aunque me hubiesen presentado pruebas. Y jamás había tenido pruebas. Siempre había considerado extraordinario que las apariciones espectrales y otros sucesos parecidos les ocurriesen siempre a terceros, ¡a alguien que sabía de alguien que se había enterado a través de alguien que conocía!
Hacía unos minutos, en las marismas, bajo esa luz mortecina y la desolación del cementerio, había visto a una mujer cuya forma era real y no me cabía la menor duda de que, en un aspecto esencial, también era espectral. Presentaba una palidez fantasmal y una expresión pavorosa, vestía de una forma que no estaba en consonancia con los estilos de los tiempos que corren, había guardado las distancias y no me había dirigido la palabra. Me había transmitido tan intensamente algo procedente de su presencia sosegada y silenciosa, en ambos casos junto a una tumba, que yo había experimentado un rechazo y un miedo indescriptibles. Además, había aparecido y se había esfumado de una manera que era imposible en el caso de un ser humano de carne y hueso. Por otro lado, en modo alguno tenía el aspecto que yo le atribuía a un «fantasma» tradicional: un ser transparente o vaporoso; la mujer había sido real, estuvo presente, la había visto con toda claridad, estoy convencido de que podría haberme acercado para hablarle y tocarla.
Yo no creía en fantasmas.
¿Existía otra explicación?
El reloj dio la hora desde algún rincón oscuro de la casa y el sonido me arrancó de ese ensueño. Me estremecí, desterré deliberadamente de mis pensamientos la cuestión de la mujer que había visto en el camposanto y en el cementerio y me centré en la casa en la que me encontraba.
Del vestíbulo arrancaba una ancha escalera de roble y a un lado había un pasillo que, según deduje, conducía a la cocina y a la despensa. Vi varias puertas más, todas cerradas. Encendí la luz del vestíbulo, pero la bombilla tenía muy poca potencia y decidí que lo mejor era recorrer las estancias de una en una y dejar entrar la luz natural que quedaba antes de emprender la búsqueda de los papeles.
Después de lo que había oído de labios del señor Bentley y de otras personas sobre la difunta señora Drablow, había creado toda clase de fantasías descabelladas acerca del estado de su casa. Quizás esperaba un santuario a la memoria del tiempo pasado, a su juventud o al recuerdo de su efímero marido, como la morada de la pobre señorita Havisham. También podía estar, simplemente, plagada de telarañas, sucia y con viejos periódicos, trapos y basura acumulados en los rincones, despojos todos de una ermitaña, a los que se sumarían un gato o un perro famélicos.
Cuando entré y salí del saloncito, del salón, del cuarto de estar, del comedor y del estudio, no hallé nada trágico ni desagradable, aunque cierto es que por todas partes se percibía ese olor a cerrado y agridulce que se cuela en cualquier casa que durante tiempo no se ha ventilado y, en particular, en una morada como aquella, destinada a estar siempre húmeda porque por los cuatro costados estaba rodeada por las marismas y el estuario.
Los muebles eran chapados a la antigua, pero de calidad, macizos y oscuros; estaban relativamente bien cuidados, aunque resultaba evidente que la mayoría de las estancias apenas se habían usado o hacía años que no se abrían. Sólo parecía utilizada la salita de la punta del estrecho pasillo que salía del vestíbulo; probablemente se trataba del sitio en el que la señora Drablow había pasado la mayor parte de sus días. En todas las estancias había librerías con puertas de cristal llenas de volúmenes y, junto a los libros, pesadas fotos, retratos aburridos y óleos de casas antiguas. Se me cayó el alma a los pies cuando, tras organizar el manojo de llaves que el señor Bentley me había entregado, di con las que abrían diversos escritorios, burós y bufetes, que en su totalidad contenían hatos y cajas con papeles: cartas, recibos, documentos legales y cuadernos atados con cintas o con cuerdas y amarilleados por el paso del tiempo. Tuve la sensación de que la señora Drablow jamás había tirado un papel o una carta y estaba claro que la tarea de clasificarlos, incluso de forma preliminar, resultaría bastante más complicada de lo que había previsto. Cabía la posibilidad de que, en su mayor parte, fuese material inútil e innecesario, pero habría que examinarlo antes de preparar para enviar a Londres todo aquello de lo que tendría que ocuparse el señor Bentley en lo relacionado con la ordenación de los bienes. Estaba claro que empezar en ese momento no tenía mucho sentido, pues ya era tarde y había quedado muy afectado por lo sucedido en el cementerio. Me limité a recorrer la casa, observé cada estancia y no encontré nada muy interesante ni de buen gusto. Todo me resultó curiosamente impersonal; tanto el mobiliario y el decorado como los adornos eran de alguien con poca individualidad y elegancia, por lo que se trataba de un hogar anodino, bastante sombrío y poco acogedor. Sólo presentaba un elemento extraordinario y excepcional: el emplazamiento. Desde las ventanas, en su totalidad altas y anchas, se contemplaba un aspecto u otro de las marismas, el estuario y la inmensidad del cielo, que en ese momento habían perdido el color, pues el sol se había puesto, la luz escaseaba, no había el menor movimiento, el agua no se ondulaba y me resultó difícil reparar en la diferencia entre la tierra, el agua y el cielo. Todo se había vuelto gris. Subí las persianas y abrí una o dos ventanas. El viento había cesado y no percibí más sonido que la debilísima succión del agua a medida que entraba la marea. Me pareció inconcebible que una anciana hubiese soportado día tras día y noche tras noche de aislamiento en esa casa y, por si no fuera suficiente, durante muchos años. Yo me habría vuelto loco; por cierto, pensaba trabajar hasta el último minuto sin hacer la más mínima pausa con tal de clasificar los papeles y terminar cuanto antes y de una vez por todas. Sin embargo, contemplar las marismas anchas y salvajes provocaba una extraña fascinación, pues poseían una belleza sobrecogedora incluso en medio del crepúsculo grisáceo. No había nada que ver a lo largo de varios kilómetros, pero tampoco podía apartar la mirada.
Por ese día ya tenía suficiente: suficiente soledad y silencio, salvo por el sonido del agua, el viento que gemía y el reclamo melancólico de la aves; suficiente monotonía en gris, suficiente tiempo en esa casa vieja y lóbrega. Como faltaba como mínimo una hora para el regreso de Keckwick en el cabriolé tirado por el poni, decidí moverme y dejar atrás la casa. Una buena caminata me animaría, me alegraría, me abriría el apetito y, si avanzaba a buen paso, estaría en Crythin Gifford a tiempo de ahorrar un viaje a Keckwick. Aunque caminase más despacio, lo encontraría por el camino. El paso elevado aún era visible, los caminos eran en línea recta y perderme me parecía imposible.
Tras reflexionar de esa guisa, cerré las ventanas, bajé las persianas y abandoné la casa de Eel Marsh bajo la luz penumbrosa de noviembre.