EL FUNERAL DE LA SEÑORA DRABLOW

Mi primera impresión de la pequeña población de Crythin Gifford fue muy favorable, aunque debo decir también que me pareció poco más que una aldea que hubiera crecido demasiado. Cuando llegamos, el coche del señor Samuel Daily, uno de los vehículos más brillantes, espaciosos y de postín en los que había viajado en toda mi vida, cubrió rápidamente el kilómetro y medio que separaba la diminuta estación de la plaza del mercado y se detuvo a las puertas de la Gifford Arms.

Me disponía a descender cuando el hombre me entregó su tarjeta.

—En el caso de que necesite a alguien…

Se lo agradecí, aunque insistí en que era harto improbable, pues toda ayuda que pudiera necesitar para ordenar los asuntos de la difunta señora Drablow me la prestaría el agente inmobiliario local y, por si eso fuera poco, no pensaba pasar allí más de uno o dos días. El señor Daily me traspasó con la mirada pero no dijo nada y, con el propósito de no parecer descortés, guardé cuidadosamente la tarjeta en el bolsillo del chaleco. Sólo entonces ordenó al conductor que siguieran viaje y se alejó.

Antes había dicho que en Crythin todo me resultaría hospitalario y estaba en lo cierto. En el salón de la posada vi un fuego de leños apilados y, al lado, un cómodo sillón; otro fuego me aguardaba en el dormitorio primorosamente amueblado de lo alto de la casa; me animé y me sentí como un hombre de vacaciones más que como alguien que se dispone a asistir a un funeral y ocuparse de los desagradables asuntos que conlleva la muerte de una clienta. El viento había amainado o no se oía al amparo de los edificios que rodeaban la plaza del mercado; mi malestar y el tono sobrecogedor de la conversación sostenida en el tren se esfumaron como una pesadilla.

El posadero me recomendó una copa de vino con especias, que bebí sentado ante el fuego de la chimenea, mientras me llegaba el murmullo de las voces procedentes del otro lado de la puerta maciza que nos separaba de la taberna; su esposa logró que se me hiciese la boca agua cuando mencionó la cena que había preparado: caldo casero, solomillo de ternera, tarta de manzanas y pasas con nata y queso Stilton. Mientras esperaba, escribí a Stella una nota breve pero cariñosa, que al día siguiente enviaría por correo, y mientras cenaba de buena gana reflexioné sobre el tipo de casita en la que podríamos permitirnos vivir una vez casados, siempre y cuando el señor Bentley siguiera delegándome responsabilidades propias del bufete, lo que justificaría que le pidiera un aumento de salario.

Satisfecho mi apetito y con la media botella de clarete con la que había acompañado la cena, me dispuse a subir a acostarme sumido en la calidez de la satisfacción y el bienestar.

—Señor, supongo que estará presente durante la subasta —comentó el posadero, que aguardaba junto a la puerta para darme las buenas noches.

—¿Ha dicho la subasta?

El dueño se mostró sorprendido.

—Vaya, supuse que ese era el motivo por el que ha venido. Se celebra una gran subasta de varias granjas situadas al sur y, por si eso fuera poco, mañana es día de mercado.

—¿Dónde tendrá lugar la subasta?

—Aquí, señor Kipps, ¿dónde iba a ser? Tendrá lugar en la taberna a las once en punto de la mañana. Solemos celebrar las subastas en la Gifford Arms, pero hace muchos años que no hay una tan importante. Luego habrá una comida. Los días de mercado servimos no menos de cuarenta almuerzos, pero mañana serán unos cuantos más.

—En ese caso lo lamento, pero me la perderé; confío en poder dar un paseo por el mercado.

—Señor, no pretendía inmiscuirme, sólo quería cerciorarme de que estaba al corriente de la subasta.

—Me parece lógico y natural. Me temo que mañana, a las once de la mañana, tendré que cumplir un penoso compromiso. He venido para asistir a un funeral…, al funeral de la señora Drablow, de Eel Marsh. Quizá la conociera…

La expresión del posadero se demudó a causa de…, ¿de qué? ¿Fue de alarma? ¿De preocupación? No logré dilucidarlo, pero ese nombre le provocó intensas emociones, cuya manifestación se esforzó por disimular de inmediato.

—La conocí —contestó con ecuanimidad.

—He venido en representación de su bufete de abogados. No la conocí. Por lo que tengo entendido, casi siempre se mantuvo al margen de todo.

—Viviendo donde vivía, no podía hacer mucho más. —El dueño de la posada se volvió bruscamente hacia la taberna—. Buenas noches, señor, espero que descanse. Por la mañana servimos el desayuno a la hora que más le convenga.

Me dejó solo. Estuve a punto de llamarlo, pues sentía curiosidad y su actitud me había irritado un poco. Pensé en arrancarle con pelos y señales a qué se refería, pero estaba cansado, así que descarté la idea, achaqué sus comentarios a habladurías y tonterías locales que se habían salido de madre, como suele ocurrir en las comunidades pequeñas y apartadas que sólo pueden apelar a sí mismas a fin de encontrar el melodrama y el misterio de la vida. Debo reconocer que en aquella época yo mostraba esa superioridad londinense, la creencia a medio digerir de que la gente de pueblo y, en concreto, la que habitaba los rincones más remotos de nuestra isla, era más supersticiosa, crédula, dura de entendederas, rústica y primitiva que nosotros, los cosmopolitas. Sin duda, en un lugar como ese, con las extrañas marismas, las nieblas repentinas, los vientos ululantes y las casas aisladas, podrían mirar de reojo a cualquier pobre anciana; al fin y a la postre, en otros tiempos la habrían tildado de bruja, todavía abundaban las leyendas y las historias locales, y campaba por sus respetos cierta sabiduría popular pero extravagante en la que seguían creyendo a medias.

Es verdad que ni el señor Daily ni el posadero parecían otra cosa que hombres resueltos y sensatos y también tuve que reconocer que ambos se habían limitado a guardar silencio y a mirarme con atención y cierta extrañeza cuando surgió el tema de la señora Drablow. Sin embargo, no me cupo la menor duda de que lo que no se dijo tenía su importancia.

Con el estómago lleno de comida casera, la agradable modorra producida por el buen vino y la visión del fuego y la cama abierta y tentadora, aquella noche fui propenso a disfrutar de todo y a divertirme, como si esas rarezas añadiesen un toque picante y pintoresco a mi expedición. Dormí pacíficamente en aquel lecho mullido. Todavía recuerdo la sensación de deslizarme en los acogedores brazos de Morfeo, rodeado de calor y suavidad, tan feliz y seguro como un niño pequeño en su habitación. Recuerdo que por la mañana desperté, abrí los ojos y vi haces de luz solar invernal que jugueteaban en el techo blanco y en pendiente, y noté una deliciosa sensación de soltura y renovación tanto mental como de las extremidades. Quizá las recuerdo más intensamente por el contraste con lo que vino después. De haber sabido que aquel sería el último reposo despreocupado que tendría a lo largo de muchas noches aterradoras, atormentadas y agotadoras, tal vez no habría saltado de la cama con tanta celeridad, deseoso de bajar a desayunar, salir a la calle e iniciar la jornada.

Incluso ahora, en compañía de mi querida esposa Esmé, en que he sido tan feliz y he estado tan en paz en mi hogar de Monk’s Piece como se puede desear, y a pesar de que cada noche doy gracias a Dios porque todo ha terminado, ha quedado en el pasado remoto y no puede volver ni volverá, me parece que no he vuelto a dormir tan profundamente como aquella noche en la posada de Crythin Gifford. Ahora me doy cuenta de que todavía estaba en estado de inocencia y que, una vez perdida, dicha inocencia desaparece para siempre.

La intensa luz del sol que iluminó mi habitación cuando abrí las cortinas floreadas no fue una visitante fugaz de primera hora de la mañana. En contraste con la bruma londinense y el viento y la lluvia que habían acompañado el viaje de la víspera, el tiempo había cambiado mucho, tal como el señor Daily había vaticinado con gran tino.

Aunque corrían los primeros días de noviembre y estaba en un rincón frío de Inglaterra, al salir de la Gifford Arms tras disfrutar de un desayuno muy apetitoso noté que el aire era fresco, despejado y límpido y que el cielo estaba azul como los huevos de los mirlos. Gran parte de la edificación de la pequeña población era de piedra y de austera pizarra de color gris; las casas no eran muy altas y estaban apiñadas. Deambulé hasta reconocer el plano del lugar: de cada esquina de la compacta plaza del mercado salían varias calles rectas. La posada daba a la plaza propiamente dicha, que comenzó a llenarse de corrales, tenderetes, carros, carretas y diversos transportes como prolegómenos del día de mercado. De todas partes me llegaron gritos de los hombres que se dedicaban a clavar cercas provisionales, cubrir los tenderetes con toldos de lona y deslizar carretillas sobre el empedrado. Fue un espectáculo animado y jovial del que podría haber disfrutado en cualquier parte, así que caminé con muchas ganas de asimilarlo en su totalidad. Cuando quedé de espaldas a la plaza y subí por una de las calles, los sonidos se atenuaron y lo único que percibí fueron mis pisadas en medio de las casas silenciosas. No avisté la menor elevación del terreno. Crythin Gifford era una población totalmente llana y, cuando de pronto llegué al final de una de las callejuelas, me encontré en campo abierto y vi un campo de cultivo tras otro que se extendían hasta el difuso horizonte. Entonces me percaté de qué había querido decir el señor Daily cuando mencionó que el pueblo se arropaba de espaldas al viento porque, desde donde me encontraba, sólo se veían los fondos de las casas, las tiendas y los principales edificios públicos de la plaza.

El sol otoñal despedía cierto calor y los árboles que vi, inclinados hacia el lado contrario del viento predominante, aún exhibían un puñado de hojas bermejas y doradas en las puntas de las ramas. Imaginé lo monótona, gris y desolada que parecería la localidad sumida en la lluvia y la niebla, lo azotada que durante interminables días estaría por los vendavales que atravesaban el terreno abierto y llano y lo absolutamente aislada que quedaría por las tempestades de nieve. Por la mañana había vuelto a buscar Crythin Gifford en el mapa. Hacia el norte, el sur y el oeste, el vacío rural se extendía muchos kilómetros: veinte hasta Homerby, el pueblo siguiente en importancia; cuarenta y ocho hasta una población considerable situada al sur y once hasta otra aldea. Hacia el este no había más que marismas, el estuario y el mar. Tenía más que suficiente con pasar uno o dos días allí y, mientras regresaba al mercado, me sentí satisfecho, a mis anchas, renovado por la luminosidad del día y fascinado por todo lo que vi.

Cuando llegué al hotelito, me enteré de que en mi ausencia el señor Jerome, el agente inmobiliario que se había encargado de las propiedades y los negocios de la señora Drablow y que sería mi compañero durante el funeral, me había dejado una nota. Con letra educada y formal, anunciaba que volvería a las once menos veinte para conducirme a la iglesia. Por lo tanto, durante el tiempo de espera me senté ante el ventanal del salón de la Gifford Arms, leí la prensa del día y contemplé los preparativos en la plaza del mercado. En la posada también había mucha actividad y supuse que se relacionaba con la subasta. Las puertas de batientes se abrieron de vez en cuando y desde la cocina llegaron aromas deliciosos a comida, a carne asada, a pan que se cocía y a pasteles y pastelitos; desde el comedor me llegó el entrechocar de los platos. A las diez y cuarto la acera se llenó de granjeros fornidos y de apariencia próspera, que vestían trajes de lanilla; se saludaron a gritos, se dieron la mano y movieron enérgicamente la cabeza al tiempo que intercambiaban pareceres.

Cuando el señor Jerome llegó, lamenté tener que interrumpir mi contemplación. Me había puesto un traje y un abrigo oscuros y protocolarios, brazalete y corbata negros y en la mano sostenía un sombrero del mismo color. Mi acompañante resultó inconfundible por la monotonía de su vestimenta, parecida a la mía; nos estrechamos las manos y salimos a la calle. Durante unos segundos observé la escena pintoresca y ajetreada que se desplegaba ante nosotros, me sentí como un espectro en un alegre festín y tuve la impresión de que nuestra aparición entre esos hombres que vestían ropa de campo o de trabajo era como la de un par de sombríos cuervos. Por cierto, ese fue el efecto que sin duda causamos en cuanto repararon en nuestra presencia. Al cruzar la plaza nos convertimos en el centro de miradas recelosas y los hombres se apartaron ligeramente, guardaron silencio y permanecieron rígidos en medio de sus conversaciones, por lo que experimenté la desagradable sensación de que era un paria y me alegré de abandonar la plaza e internarme por una de las tranquilas calles que, como explicó el señor Jerome, conducían directamente a la parroquia.

Se trataba de un hombre muy bajo, de apenas metro sesenta, y poseía una peculiar cabeza abombada, bordeada de pelo rojizo en la nuca, cual si fuera una especie de galón que rodea la base de la pantalla de una lámpara. Podía tener entre treinta y cinco y cincuenta y siete años, actitud insípida y formal y expresión tan impenetrable que era imposible saber algo de su personalidad, su estado de ánimo o sus pensamientos. Se mostró cortés, directo y hablador, pero no intimó. Quiso saber cómo había ido el viaje, si la Gifford Arms era cómoda, se interesó por el señor Bentley y por el tiempo en Londres, me dio el nombre del clérigo que oficiaría el funeral y mencionó la cantidad de propiedades, creo que seis, que la señora Drablow poseía en el pueblo y en los alrededores. No transmitió absolutamente nada personal, revelador ni muy interesante.

—¿Será enterrada en el camposanto? —inquirí.

El señor Jerome me miró de reojo y noté que tenía los ojos enormes, ligeramente saltones, y de un color entre el azul y el gris claros, tono que me recordó al de los huevos de gaviotas.

—Sí, exactamente.

—¿Hay un sepulcro familiar?

El inmobiliario guardó silencio unos instantes y volvió a escrutarme, como si intentase discernir si más allá de la franqueza de mi pregunta había algo encubierto.

—No —repuso finalmente—. No, mejor dicho…, aquí no lo hay, en este camposanto no hay sepulcro familiar.

—¿Y en otra parte?

—Ha dejado de…, ya no se utiliza —replicó tras pensárselo bien—. La zona no es adecuada.

—Disculpe, pero no entiendo a qué se refiere…

En ese momento reparé en que habíamos llegado a la iglesia, a la que se accedía a través de un portón de hierro forjado, situado entre dos tejos que colgaban y al final de un sendero muy largo y recto. A ambos lados y más a la derecha se alzaban las lápidas, mientras que a la izquierda había varios edificios que, según supuse, debían de ser la sala parroquial y, más cerca del templo, la escuela, con la campana colgada en lo alto de la pared y de cuyo interior surgían voces infantiles.

Me vi obligado a poner fin a mis preguntas sobre la familia Drablow y su cementerio y a adoptar, lo mismo que el señor Jerome, una expresión profesional de pesadumbre a medida que, con pasos medidos, nos acercamos al pórtico. Durante cinco minutos que parecieron una eternidad, esperamos en solitario hasta que el coche fúnebre franqueó la entrada y el párroco se materializó a nuestro lado desde el interior de la iglesia; los tres contemplamos la lúgubre procesión de los empleados de la funeraria que, cargados con el féretro de la señora Drablow, se aproximaron lentamente a nosotros.

Fue sin duda un oficio melancólico y con muy pocos asistentes en el interior del frío templo; me estremecí cuando por enésima vez pensé en lo inefablemente penoso que es que el fin de una vida humana, que abarca desde el nacimiento, la infancia y la madurez adulta hasta llegar a la suprema ancianidad, se caracterice por la ausencia de parientes consanguíneos o amigos del alma y que sólo haya dos hombres que acuden sólo por deber profesional, uno de los cuales ni siquiera ha visto a la mujer en vida, por no hablar de los presentes en una condición profesional más lóbrega si cabe.

El oficio estaba próximo a su fin cuando a mis espaldas oí un ligero sonido; me volví discretamente y vislumbré a una mujer, otra asistente al funeral, que sin duda había entrado en la iglesia después de que nosotros ocupáramos nuestros sitios; se había situado varios bancos más atrás y estaba sola, muy erguida y quieta, sin el libro de oraciones en la mano. Vestía de negro intenso, con ese estilo de luto riguroso que ha quedado anticuado en todos los casos, salvo en los círculos cortesanos y en las ocasiones más formales. Estaba claro que lo había sacado de un viejo baúl o armario, ya que el tono negro era algo añejo. Un sombrero parecido a una toca cubría su cabeza y tapaba su rostro; aunque no le clavé la mirada, lo poco que vi de la mujer me mostró lo suficiente como para darme cuenta de que padecía una enfermedad terrible y devoradora, pues no sólo estaba extremadamente pálida, incluso más de lo que podía justificar el contraste con la negrura de su vestimenta, sino que la piel y, al parecer, una delgadísima capa de carne se tensaban por encima de sus huesos, de modo que su cutis había adquirido un curioso matiz blanco azulado y daba la sensación de que tenía los ojos hundidos en la cabeza. Las manos apoyadas en el banco de delante mostraban el mismo estado, como si hubiera sido víctima del hambre. Aunque no soy experto en medicina, estaba enterado de la existencia de ciertos males que provocan ese espantoso deterioro, esos estragos de la carne, y de que generalmente se los considera incurables, por lo que me pareció conmovedor que esa mujer, que tal vez se encontraba a pocos días de su propia muerte, sacara fuerzas para asistir al funeral de otra. Tampoco parecía mayor. Las consecuencias de la enfermedad dificultaban el cálculo de su edad, aunque probablemente no pasaba de los treinta años. Antes de girar la cabeza, me prometí que, en cuanto el funeral terminase, me acercaría a hablar con ella y le preguntaría en qué podía ayudarla. Estábamos a punto de seguir al párroco y al féretro y salir de la iglesia cuando, una vez más, me llegó el ligero frufrú de la ropa y advertí que la desconocida había salido y esperaba junto a la fosa abierta, aunque varios metros más atrás, junto a una lápida cubierta de musgo en la que se apoyó delicadamente. A la luz diáfana del sol y en medio del calor relativo y la luminosidad del día, su aspecto era tan patético, tan pálido y demacrado a causa de la enfermedad que mirarla habría resultado descortés, pues sus facciones aún mostraban ligeras huellas, indicios persistentes de una considerable belleza anterior, lo que debió de hacerle sufrir más agudamente su estado actual, como le ocurriría a la víctima de la viruela o de una espantosa desfiguración causada por una quemadura.

Pensé que, después de todo, allí había una persona que se preocupaba por las demás y me dije que tanto afecto, amabilidad, valentía y generosidad no pasan desapercibidos y son recompensados, si es que las palabras que acabábamos de oír en la iglesia tienen un ápice de verdad.

Volví a apartar la mirada de la mujer, miré cómo depositaban el féretro en tierra, incliné la cabeza y, presa de un súbito arrebato de preocupación, oré por la anciana solitaria y para que nuestro escueto grupo fuese bendecido.

Al erguir la cabeza, avisté un mirlo en un acebo próximo y cuando abrió el pico dejó escapar una chispeante fuente cantarilla en medio del sol de noviembre. El entierro tocó a su fin, nos apartamos de la fosa y me situé un paso por detrás del señor Jerome, pues me proponía aguardar a la mujer de aspecto enfermizo y ofrecerle mi brazo, pero no la vi por ningún lado.

Tuvo quo marcharse tan discretamente como había llegado, mientras yo rezaba y el clérigo pronunciaba las palabras de despedida. Quizá no había querido molestarnos ni llamar la atención.

Nos detuvimos unos segundos en la entrada de la iglesia, charlamos amablemente y nos estrechamos las manos. Tuve ocasión de mirar a mi alrededor y reparar en que, en un día tan despejado y luminoso, era posible ver allende la iglesia y el camposanto, hasta el punto donde las marismas y el agua del estuario resplandecían en plateado y brillaban todavía más en la línea del horizonte, sobre el cual el cielo era casi blanco y brillaba tenuemente.

Miré hacia el otro lado de la iglesia y otra cosa llamó mi atención. A lo largo de la verja de hierro que rodeaba el pequeño patio asfaltado de la escuela había alrededor de veinte niños, todos boquiabiertos. Formaban una hilera de rostros pálidos, solemnes y de ojos grandes y redondos que habían asistido vaya usted a saber hasta qué punto de la ceremonia; aferraban los barrotes con fuerza y estaban en silencio y prácticamente inmóviles. Fue una visión muy seria y conmovedora, pues no se parecían en nada a los niños alegres y despreocupados que solemos ver. Mi mirada se cruzó con la de uno de los críos y sonreí con afabilidad, pero no obtuve respuesta.

Me percaté de que el señor Jerome me aguardaba amablemente en el sendero y corrí a su encuentro.

—Quiero que me diga una cosa —dije en cuanto llegué a su lado—. La mujer que… Espero que esté en condiciones de regresar a su casa…, me dio la sensación de que está muy enferma. ¿Quién es? —El señor Jerome arrugó el entrecejo—. Me refiero a la joven de rostro consumido —insistí—, la que estaba en el fondo de la iglesia y también en el camposanto, a pocos metros de nosotros.

El señor Jerome se detuvo en seco y me clavó la mirada.

—¿Ha dicho una joven?

—Sí, sí, la de la piel estirada sobre los huesos, daba pena mirarla… Una mujer alta que llevaba una especie de toca…, me figuro que para tapar el rostro lo máximo posible. ¡Pobrecilla!

Bajo la luz del sol y en el sendero tranquilo y vacío, durante unos segundos se produjo un silencio como el que debió de haber en el interior de la iglesia, un silencio tan profundo que oí cómo me latía la sangre en los oídos. El señor Jerome quedó petrificado, palideció y movió la garganta como si fuese incapaz de pronunciar palabra.

—¿Le ocurre algo? —me apresuré a preguntar—. No tiene buena cara.

Finalmente, el inmobiliario meneó la cabeza, aunque yo diría que se meneó de pies a cabeza, como si hiciera un esfuerzo supremo por serenarse después de sufrir una conmoción trascendental; de todos modos, su rostro no recuperó el color y las comisuras de sus labios parecían teñidas de azul.

—Yo no he visto a la joven —contestó finalmente casi en un susurro.

—Seguramente…

Miré por encima de mi hombro al camposanto y la vi, distinguí su vestido negro y el perfil de su toca. Al fin y al cabo, no se había marchado, se había escondido tras un arbusto, una lápida o el interior del templo a la espera de que nos fuéramos para hacer lo mismo que hacía en ese momento; permanecer de pie en el borde mismo de la fosa en la que acabábamos de depositar el cadáver de la señora Drablow y mirar hacia abajo. Volví a preguntarme qué relación tendría con la difunta, qué historia peculiar se ocultaba tras su visita subrepticia y qué sentimientos de pena experimentaba en ese momento. Señalé y añadí:

—Mírela, está allí… ¿No deberíamos…?

Callé cuando el señor Jerome me agarró la muñeca y la sujetó con todas sus fuerzas. Lo miré a la cara y tuve la certeza de que estaba a punto de desmayarse o de sufrir una crisis. Desesperado, miré a mi alrededor, miré el sendero vacío y me pregunté qué podía hacer, dónde podía acudir o a quién era posible pedir ayuda. Los empleados de la funeraria se habían marchado. A mis espaldas sólo se encontraban la escuela y una joven letalmente enferma y sometida a una enorme tensión física y emocional; a mi lado había un hombre al borde del colapso. La única persona a la que podría llegar era el clérigo, que se encontraba en el interior de la iglesia, pero, si iba a buscarlo, me vería obligado a dejar solo al señor Jerome.

—Señor Jerome, cójase de mi brazo… Le agradecería que no apretase tanto…, si está en condiciones de dar unos pasos y volver a la iglesia…, en el sendero… Antes he visto un banco una vez pasado el portón, allí podrá descansar y recuperarse mientras voy a buscar ayuda…, un coche…

—¡No! —casi gritó mi acompañante.

—¡Hombre, tranquilícese!

—No. Le pido mil disculpas… —Respiró hondo y poco a poco recuperó el color—. Lo siento mucho. No fue nada, simplemente un desmayo pasajero… Lo mejor será que regrese conmigo a mi despacho de Penn Street, a la vuelta de la plaza.

El señor Jerome parecía alterado y deseoso de alejarse de la iglesia y sus alrededores.

—Si está seguro…

—Estoy totalmente seguro. Vamos.

Mi acompañante echó a andar deprisa, tan rápido que me pilló por sorpresa y tuve que correr para alcanzarlo. Sólo tardamos unos minutos en llegar a la plaza, en la que el mercado estaba en pleno apogeo, y enseguida quedamos inmersos en los gritos, las voces de los subastadores, los marchantes y los compradores, así como los balidos, los rebuznos, los bocinazos, los cacareos, las risas estridentes y los chillidos de montones de animales de granja. Reparé en que, en medio de ese jaleo, el señor Jerome tenía mejor aspecto, y cuando llegamos a la entrada de la Gifford Arms lo noté casi animado, como si hubiera experimentado un gran alivio.

—Supongo que más tarde me acompañará a la casa de Eel Marsh —comenté después de insistirle en que comiera conmigo y de recibir una negativa por respuesta.

Una vez más su expresión se tornó inescrutable y respondió:

—No, no iré a ese lugar. Puede cruzar cuando quiera a partir de la una de la tarde. Keckwick lo acompañará. Siempre ha sido el intermediario con esa casa. ¿Me equivoco si pienso que tiene usted la llave?

Moví afirmativamente la cabeza.

—Comenzaré a repasar los papeles de la señora Drablow y a ponerlos en orden. Supongo que no me quedará más remedio que regresar mañana y de nuevo pasado mañana. Tal vez el señor Keckwick me lleve a primera hora de la mañana para que pueda pasar todo el día allí, ¿no le parece? Tendré que familiarizarme con la casa.

—Tendrá que adaptarse a las mareas. Keckwick se lo explicará.

—Por otro lado, supongo que podría quedarme en Eel Marsh en el caso de que me lleve más tiempo del previsto. ¿Habrá alguien que se oponga? Me parece absurdo que el señor Keckwick tenga que ir a buscarme y traerme de regreso.

—Creo que le resultará más cómodo seguir hospedado en la posada —añadió el señor Jerome con sumo cuidado.

—Es indudable que me han acogido con los brazos abiertos y que la comida es excelente. Tal vez tenga usted razón.

—Eso creo.

—Lo haré, siempre y cuando no cause más inconvenientes.

—Ya verá que el señor Keckwick lo complace de buena gana.

—Me alegro.

—También hay que decir que no es muy comunicativo.

Sonreí y repliqué:

—Vaya, es algo a lo que empiezo a acostumbrarme.

Después de estrechar la mano del señor Jerome, me dispuse a comer con cerca de cincuenta granjeros.

Fue un acontecimiento sociable y festivo. Ocupamos tres mesas montadas sobre caballetes y cubiertas con manteles blancos y largos; sonaron gritos en todas direcciones acerca de asuntos del mercado mientras seis muchachas entraban y salían con fuentes de ternera y cerdo, soperas, cuencos con verduras, salseras y doce jarras de cerveza por vez sobre bandejas anchas. Aunque me pareció que no conocía a ninguno de los presentes y me sentí fuera de lugar, sobre todo por el atuendo fúnebre en medio de tantas prendas de lanilla y pana, disfruté enormemente, en parte debido al contraste entre esa animada situación y los acontecimientos inquietantes de hacía un rato. Por lo que entendí sobre las alusiones a pesos, precios, cultivos y razas, casi toda la charla podría haber sido en un idioma desconocido, pero me sentí feliz mientras tomaba un almuerzo excelente. Cuando el comensal de mi izquierda me pasó un enorme queso de Cheshire y me dijo que me sirviera lo que quisiese, le pregunté por la subasta que se había celebrado en la posada. Hizo una mueca.

—Señor, la subasta transcurrió como era de esperar. ¿Debo acaso suponer que estaba interesado en esas tierras?

—No, no. Sucede que anoche el posadero lo comentó y deduje que era un acontecimiento muy importante.

—Se trataba de una gran extensión de terreno, la mitad de las tierras del lado de Crythin que da a Homerby y varios kilómetros al este. Había cuatro granjas.

—¿Son tierras valiosas?

—Algunas, sí, señor. Lo son. En una zona en la que gran parte del terreno es inútil porque se trata de marismas y de salinas que no es posible drenar, las buenas tierras de cultivo resultan valiosas. Esta mañana varios hombres se han llevado una decepción.

—¿Es usted uno de ellos?

—¿Yo? Desde luego que no. Estoy satisfecho con lo que tengo y, de no estarlo, daría lo mismo, pues tampoco tengo dinero para comprar más. Además, soy demasiado sensato como para oponerme a hombres como ese.

—¿Se refiere al comprador?

—Ni más ni menos.

Seguí la dirección de la mirada de mi compañero de mesa.

—¡Vaya, pero si es el señor Daily!

En la cabecera de la mesa de enfrente se encontraba el otro pasajero de la víspera, que sostenía en alto una jarra de cerveza y, con expresión ufana, paseaba la mirada por el comedor.

—¿Lo conoce?

—No, pero compartimos el viaje en tren. ¿Es un latifundista de la zona?

—Lo es.

—¿Y precisamente por eso cae mal? —Mi compañero de mesa se encogió de hombros pero no respondió—. Se ha comprado la mitad del condado, supongo que antes de que acabe el año probablemente tendré que negociar con él. Soy el abogado encargado de los asuntos de la difunta señora Alice Drablow, de Eel Marsh. Todo apunta a que, a su debido tiempo, sus fincas se pongan a la venta.

Mi compañero permaneció en silencio unos segundos, que dedicó a untar con mantequilla una gruesa rebanada de pan, sobre la que dispuso cuidadosamente los trozos de queso. El reloj colgado de la pared marcaba la una y media y quería cambiarme de ropa antes de la llegada del señor Keckwick, motivo por el cual estaba a punto de disculparme y retirarme, pero el hombre tomó la palabra y declaró con tono comedido:

—Dudo mucho de que Samuel Daily sea capaz de llegar tan lejos.

—Me parece que no entiendo sus palabras. Todavía no conozco la plena extensión de las tierras de la señora Drablow, pero… Por lo que tengo entendido, posee una granja a varios kilómetros de la población…

—¡Hoggetts! —me interrumpió con tono despectivo—. Tiene veinte hectáreas, la mayoría de las cuales están anegadas casi todo el año. Hoggetts no es importante y, por añadidura, está arrendada de por vida.

—También hay que tener en cuenta la casa de Eel Marsh y las tierras circundantes. Dígame, ¿pueden utilizarse para cultivar?

—No, señor.

—En ese caso, cabe la posibilidad de que el señor Daily quiera ampliar su imperio, sólo para poder decir que lo posee. Por lo que usted ha dado a entender, es esa clase de hombre.

—Tal vez. —Mi compañero de mesa se limpió la boca con la servilleta—. Permítame decirle que no encontrará a nadie, ni siquiera al señor Sam Daily, dispuesto a tener algo que ver con esas tierras.

—¿Puedo preguntarle por qué?

Me mostré tajante, pues empezaba a estar harto de las alusiones y los oscuros comentarios que los hombres hacían ante la mera mención de la señora Drablow y sus propiedades. No me había equivocado: era el tipo de pueblo en el que abundaban la superstición y el chismorreo y donde incluso permitían que prevaleciesen sobre el sentido común. Esperaba que el vigoroso agricultor sentado a mi izquierda susurrase que tal vez respondería, que quizá no y que también podía optar por contarme una historia…

En lugar de responder a mi pregunta, el hombre me dio la espalda y se enfrascó en una complicada charla sobre cultivos con el compañero del otro lado. Enfurecido por el misterio y las tonterías que para entonces me resultaban conocidas, me puse bruscamente de pie y salí. Diez minutos después, ataviado con ropa menos formal y más cómoda, estaba en la acera y aguardaba la llegada del coche conducido por un hombre que respondía al apellido de Keckwick.