EL VIAJE RUMBO AL NORTE

Como había dicho el señor Bentley, por mucha que fuese la distancia y triste el motivo de mi desplazamiento, lo cierto es que suponía salir de la peculiar niebla londinense y nada podía animar más mi espíritu que darme un gusto como contemplar la enorme y cavernosa estación de trenes, cuyo interior resplandecía como la fragua de un herrero. El ruido era constante y la alegría de los preparativos de la partida resultaba palpable; en el quiosco compré periódicos y publicaciones y caminé con paso ligero por el andén, junto al tren humeante y resollante. Recuerdo que el motor pertenecía a la serie Sir Bedivere.

Busqué un compartimento vacío, dejé el abrigo, el sombrero y el bolso en el portaequipajes y me arrellané cómodamente. Cuando llegamos a los suburbios de Londres, aunque todavía persistía, la niebla se volvió más irregular y pálida, lo que me alegró. Para entonces, un par de viajeros habían entrado en el compartimento y, tras saludar con una inclinación de cabeza, se mostraron tan concentrados como yo en sus periódicos y así cubrimos muchos kilómetros sin novedad rumbo al corazón de Inglaterra. Al otro lado de la ventanilla no tardó en hacerse de noche y, cuando cerramos las cortinas, el espacio resultó tan cómodo y acogedor como un estudio iluminado por la luz de las lámparas.

En Crewe cambié de tren sin dificultades y seguí viaje; noté que, además de dirigirse al norte, las vías viraban hacia el este; tomé una agradable cena. Sólo cuando cambié nuevamente de tren y cogí el ramal de la pequeña estación de Homerby dejé de estar relajado, ya que el aire era mucho más frío, soplaba racheado desde el este y escupía una lluvia desagradable. Además, el tren en el que viajaría durante la última hora era uno de los formados por vagones antiguos e incómodos, con los asientos rellenados con el pelo de caballo más duro y tapizados con la piel más rígida que quepa imaginar y los portaequipajes construidos con tablillas de madera. Olía a hollín frío y rancio, las ventanillas estaban sucias y el suelo, sin barrer.

Hasta el último segundo tuve la sensación de que estaría solo tanto en el compartimento como en el tren. En el preciso momento en el que el jefe de estación tocaba el silbato, un hombre franqueó la barrera, paseó rápidamente la mirada por la triste hilera de vagones vacíos, advirtió mi presencia y, como era evidente que prefería tener compañía, subió y cerró la puerta justo cuando el tren empezaba a moverse. La nube de aire frío y húmedo que lo acompañó acrecentó el frío del compartimento y, cuando el desconocido comenzó a desabotonarse el abrigo, comenté que hacía una noche de perros. Me observó inquisitivamente, aunque sin acritud, miró las cosas que yo había dejado en el portaequipajes y asintió.

—Al parecer, he cambiado un mal tiempo por otro. Salí de Londres inmerso en una bruma espantosa y aquí hace tanto frío que da la impresión que va a nevar.

—No nevará —puntualizó el desconocido—. Por la mañana el viento soplará y se llevará la lluvia.

—No se imagina cuánto me alegra oír eso.

—Si cree que al venir aquí se ha librado de las brumas, está muy equivocado. En esta zona del país también hay velos.

—¿Ha dicho velos?

—Así es, velos. Velos marinos, brumas de mar. En un minuto se forman en el mar y llegan a tierra atravesando las marismas. Es una de las características del lugar. Ora está despejado como en un día del mes de junio y a continuación… —Expresó con ademanes la brusquedad espectacular de los velos—. Es terrible. De todas maneras, si se queda en Crythin no verá lo peor.

—Pasaré esta noche allí, en la Gifford Arms. También estaré mañana por la mañana. Supongo que, más adelante, tendré ocasión de visitar las marismas.

Como no estaba deseoso de analizar con ese hombre la naturaleza de los asuntos que me habían llevado hasta allí, cogí el periódico y lo abrí con cierta ostentación; durante un rato, viajamos en silencio en ese desagradable tren…, en silencio, si exceptuamos los resoplidos de la locomotora, el repiqueteo de las ruedas de hierro sobre los raíles, algún pitido ocasional y las ráfagas de lluvia, cual descargas de la artillería ligera, en las ventanillas.

Ya estaba harto de viajar, del frío y de permanecer sentado mientras me bamboleaba de aquí para allá, y empecé a soñar con la cena, el fuego y una cama calentita. A decir verdad, a pesar de que me ocultaba tras sus páginas, ya había leído el diario de cabo a rabo, de modo que comencé a hacer especulaciones sobre mi compañero de viaje. Era corpulento, de cara recia, manos enormes que parecían despellejadas y bien hablado, aunque con un acento peculiar que supuse que era el local. Deduje que era labriego o, de lo contrario, dueño de algún pequeño negocio. Estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta años, vestía ropa de calidad pero que no estaba bien cortada y en la mano izquierda lucía un anillo de sello, pesado y llamativo, que parecía recién engastado y resultaba un poco vulgar. Llegué a la conclusión de que se trataba de un individuo que había ganado o heredado dinero tardía e inesperadamente y se había empeñado en que todo el mundo lo supiese.

Dada mi actitud juvenil y pedante, me hice una composición de lugar de ese hombre, perdí interés en él y mi mente volvió a concentrarse en Londres y en Stella; por lo demás, sólo fui consciente del frío extremo y del dolor de las articulaciones hasta que mi compañero me sobresaltó al decir:

—La señora Drablow…

Bajé el periódico y reparé en que la voz había resonado estentóreamente en el compartimento porque el tren se había detenido y lo único que se oía era el gemido del viento y, mucho más adelante, el débil siseo del vapor.

—La señora Drablow —repitió, y señaló el sobre de papel de estraza con los documentos de la mujer; sobre que permanecía en el asiento, a mi lado. Asentí rígidamente—. ¿Eran parientes?

—Soy su abogado. —Me sentí muy satisfecho por la forma en que mis palabras sonaron.

—¡Ah, claro! ¿Viene para asistir al funeral?

—Exactamente.

—Pues será el único.

Muy a mi pesar, deseaba averiguar más cosas y fue evidente que mi compañero se dio cuenta de ello.

—Tengo entendido que no tenía amigos ni familia directa… ¿Era una especie de ermitaña? Veamos, es algo que a veces ocurre con las ancianas… Se vuelcan hacia dentro y se vuelven excéntricas. Supongo que tiene que ver con el hecho de vivir solas.

—Diría que así es, señor…

—Me llamo Kipps, Arthur Kipps.

—Yo soy Samuel Daily. —Ambos hicimos una ligera inclinación de cabeza—. Cuando se vive solo en un lugar como aquel es cuando comienzan las rarezas.

—Venga ya —añadí sonriente—. ¿Pretende insinuar historias extrañas de casas solitarias?

El hombre me miró a los ojos y finalmente replicó:

—No, no es lo que pretendo.

Por algún motivo, me estremecí, más si cabe por la franqueza de la mirada y de la actitud de mi compañero de viaje.

—¡Sólo puedo decir que me parece penoso que alguien que ha vivido ochenta y siete años no pueda contar con que unas pocas caras amigas se reúnan para su funeral! —exclamé al final.

Con los dedos quité el vaho del cristal de la ventanilla e intenté ver en la oscuridad. Por lo visto, estábamos detenidos en campo abierto y el viento ululante nos golpeaba con todas sus fuerzas.

—¿Cuánto falta? —pregunté procurando no parecer preocupado, pero experimenté la desagradable sensación de estar aislado de toda morada humana y atrapado en la gélida tumba del vagón del tren, con el espejo manchado y el sucio revestimiento de madera oscura.

El señor Daily consultó el reloj.

—Diecinueve kilómetros. Estamos esperando a que pase el tren que baja por el túnel de Gapemouth. Atraviesa la colina, que es el último trozo de terreno elevado que hay en varios kilómetros. Señor Kipps, acaba de llegar a los llanos.

—De lo que no cabe duda es de que he llegado a la tierra de los nombres curiosos. Por la mañana oigo hablar del paso elevado de Nine Lives y de Eel Marsh y ahora del túnel de Gapemouth.[2]

—Es un lugar remoto. No recibimos muchos visitantes.

—Supongo que eso se debe a que no hay mucho que ver.

—Todo depende de lo que signifique «mucho que ver». Valgan como muestra las iglesias sumergidas y la aldea que la tierra se ha tragado. —El señor Daily rio entre dientes—. Son ejemplos realmente significativos de que «no hay mucho que ver». También contamos con las buenas y salvajes ruinas de una abadía, así como las del interesante camposanto…, que puede visitar durante la bajamar. ¡Todo depende de aquello que resulta inspirador para cada uno!

—¡Casi ha conseguido que sienta deseos de regresar a Londres!

El silbato del tren dejó escapar un gemido.

—Está a punto de cruzarse con nosotros. —El tren que hacía el trayecto de Crythin Gifford a Homerby salió del túnel de Gapemouth y pasó a nuestro lado; la hilera de vagones vacíos e iluminados con luz amarilla se perdió en la oscuridad y nuestro tren arrancó enseguida—. De todas maneras, en Crythin todo le resultará hospitalario, pues se trata de una localidad pequeña y sencilla. Nos arropamos de espaldas al viento y nos ocupamos de nuestros asuntos. Si le apetece acompañarme, lo dejaré en la Gifford Arms. Mi coche está esperando y me queda de camino.

El señor Daily parecía empeñado en tranquilizarme y compensar sus burlonas exageraciones acerca de la desolación y la extrañeza de la zona, por lo que le di las gracias y acepté su ofrecimiento. Ambos volvimos a concentrarnos en la lectura durante los pocos kilómetros que faltaban de aquel tedioso viaje.