UNA PECULIARIDAD LONDINENSE

Era la tarde de un lunes de noviembre y ya había oscurecido; no se debía a lo tardío de la hora, pues apenas eran las tres, sino a la niebla, a la más espesa de las brumas londinenses, que nos había cercado desde el alba…, en el caso de que hubiese habido amanecer, pues la niebla apenas había permitido que la luz se abriera paso en la espantosa penumbra.

La bruma se encontraba en el exterior: pendía del río, se deslizaba por callejones y callejuelas y se arremolinaba entre los árboles pelados de los parques y los jardines de la ciudad; también estaba dentro: penetraba como el mal aliento a través de grietas y fisuras y se colocaba con sigilo cada vez que se abría una puerta. Se trataba de una bruma amarillenta, sucia y maloliente, de una niebla que atragantaba, cegaba, manchaba y ensuciaba. Hombres y mujeres cruzaban las calles a tientas, se jugaban la vida, trastabillaban en las aceras y, en busca de guía, se aferraban entre sí y a las barandillas.

Los sonidos quedaban asordinados y las sombras se desdibujaban. La niebla había caído hacía tres días, no parecía dispuesta a marcharse y supongo que poseía las características de todas las brumas: resultaba amenazadora, siniestra, ocultaba el mundo conocido y confundía a sus habitantes, del mismo modo que se confundirían si les tapasen los ojos y los hicieran girar para jugar a la gallina ciega.

En conjunto, el tiempo era espantoso y abatía el ánimo en el más temible de todos los meses del año.

Sería fácil volver la vista atrás y creer que durante aquella jornada había tenido presentimientos de mi inminente viaje, que un sexto sentido o intuición telepática, que en la mayoría de los hombres permanece inactiva y oculta, había despertado y estaba alerta en mi interior. En aquella época de mi juventud, yo era una persona resuelta y sensata y no experimenté la más mínima incomodidad ni recelos. Toda caída de mi espíritu habitualmente alegre respondía sólo a la niebla y al mes de noviembre, hastío que compartía con la totalidad de los ciudadanos de Londres.

Por lo que recuerdo, no sentí más que curiosidad y un interés profesional por la escueta explicación del asunto que el señor Bentley me planteó, a lo que hay que añadir un cierto afán de aventura, pues nunca antes había visitado esa remota región de Inglaterra a la que me dirigía, así como cierto alivio ante la posibilidad de escapar de la atmósfera malsana de la bruma y la humedad. Por si eso fuera poco, apenas tenía veintitrés años y conservaba la pasión escolar por todo lo relacionado con las estaciones de tren y los recorridos con locomotoras de vapor.

Es posible que lo extraordinario sea lo bien que recuerdo hasta el detalle más nimio de aquel día; todavía no había sucedido nada lamentable y mis nervios estaban templados. Si cierro los ojos, me veo sentado en el coche de alquiler y avanzando despacio entre la niebla rumbo a la estación de King’s Cross; percibo el olor frío y húmedo de la tapicería y el hedor indescriptible de la bruma que se cuela por la ventanilla; noto la sensación de tener los oídos tapados, como si me hubiera puesto algodones.

Charcos de luz amarillenta y azulada, que parecían proceder de diversos rincones de algún círculo del infierno, destellaban en las tiendas, en las ventanas de los pisos altos de las casas y en los sótanos, desde los que se elevaban cual llamaradas procedentes del fondo; también había charcos de luz al rojo vivo de los castañeros de las esquinas; aquí se alzaba un gran caldero de brea hirviente para los peones camineros, caldero que burbujeaba y soltaba un enfermizo humo rojo; allí se vislumbraba la luz de la farola que el farolero sostenía en alto y que se balanceaba y vacilaba.

En las calles el estrépito era constante, se oían frenazos, bocinazos y los gritos de un centenar de conductores cegados y obligados a aflojar la marcha debido a la niebla; cuando me asomé por la ventanilla del coche en medio de la penumbra, las figuras que discerní y que se abrían paso en las tinieblas semejaban formas espectrales, con las bocas y los mentones embozados por bufandas, velos y pañuelos; cada vez que alcanzaban la seguridad relativa de un charco de luz, sus ojos adquirían un tinte rojizo y resultaban demoníacos.

Tardé cerca de cincuenta minutos en recorrer el kilómetro y medio que separaba el bufete de la estación y, como no podía hacer nada y había tenido en cuenta que el inicio de mi viaje sería lento, me arrellané, me convencí de que ese sería el peor tramo de mi recorrido y repasé mentalmente la conversación que por la mañana había mantenido con el señor Bentley.

Trabajaba con tesón en los aburridos detalles de unas escrituras de traspaso de propiedades y había olvidado por un momento la niebla que se aferraba a la ventana como una bestia peluda a mi espalda cuando Tomes, el pasante, entró para pedirme que fuese al despacho del señor Bentley. Tomes era un hombre menudo, delgado como un palo, con la piel del color de una vela de sebo y un resfriado perenne, lo que lo llevaba a sorberse los mocos cada veinte segundos, motivo por el cual había sido relegado al cuchitril de la entrada, donde guardaba libros mayores y recibía a los clientes con tal aire de sufrimiento y melancolía que, cualquiera que fuese el asunto por el cual hubiesen decidido ir a ver al abogado, los visitantes sólo pensaban en testamentos y últimas voluntades.

Era un testamento lo que el señor Bentley tenía ante sus ojos cuando entré en su amplio y cómodo despacho, con la gran ventana salediza que, en días más apacibles, permitía una excelente vista del Inn of Court, los jardines y las idas y venidas de la mitad de los abogados de Londres.

—Tome asiento, Arthur, tome asiento.

Tras pronunciar esas palabras, el señor Bentley se quitó las gafas, las limpió con gran energía y volvió a colocárselas sobre la nariz. Luego se acomodó en el sillón cual un hombre satisfecho. El señor Bentley tenía una historia que contar y al señor Bentley le gustaba que lo escuchasen.

—¿Le hablé alguna vez de la extraordinaria señora Drablow?

Negué con la cabeza. Me dije que sin duda el tema sería más interesante que las escrituras de traspaso de propiedades.

—La señora Drablow… —repitió, cogió el testamento y, por encima del escritorio, lo agitó ante mis ojos—. La señora Alice Drablow, de Eel Marsh. Por si no lo sabe, ha muerto.

—Ah, bueno.

—Así es. Heredé a Alice Drablow de mi padre. La familia ha confiado sus asuntos a esta firma desde…, veamos…

El señor Bentley movió la mano y se sumió en las brumas del siglo pasado y de la creación del bufete formado por Bentley, Haigh, Sweetman y Bentley.

—Lo escucho…

—Alcanzó una edad considerable… —Volvió a agitar los papeles—. Había cumplido los ochenta y siete.

—¿Debo colegir que lo que tiene en la mano es su testamento?

—La señora Drablow… —Bentley elevó un poco la voz y pasó por alto mi pregunta, que había interrumpido el despliegue de su narración—. Como suele decirse, la señora Drablow era rarilla.

Asentí la cabeza. Como había descubierto a lo largo de mis cinco años en el bufete, buena parte de los clientes de más edad del señor Bentley eran «rarillos».

—¿Ha oído alguna vez hablar del paso elevado de Nine Lives?

—No, nunca.

—¿Y de Eel Marsh, en el condado de…?

—No, señor.

—¿Debo suponer que tampoco ha visitado dicho condado?

—Lamentablemente, no.

—Creo que, viviendo allí, cualquiera puede volverse rarillo —reconoció el señor Bentley con actitud reflexiva.

—Tengo una idea muy difusa acerca de dónde está.

—Muchacho, en ese caso vaya a su casa, prepare el equipaje, coja el tren de la tarde en King’s Cross, cambie en Crewe y vuelva a cambiar en Homerby. Una vez allí, siga el ramal que conduce a la pequeña ciudad comercial de Crythin Gifford. ¡A partir de ese momento, sólo tendrá que aguardar el cambio de marea!

—¿Ha dicho marea?

—Sólo es posible cruzar el paso elevado con la bajamar, lo que permite acceder a Eel Marsh y la casa.

—¿Se refiere a la casa de la señora Drablow?

—Cuando sube la marea, la vivienda queda aislada hasta que el agua desciende. Es un lugar extraordinario. —Mi jefe se puso en pie y se acercó a la ventana—. Hace años estuve allí. Me llevó mi padre. A la señora no le gustaban mucho las visitas.

—¿Era viuda?

—Perdió a su marido al poco tiempo de casarse.

—¿Tuvo hijos?

—Hijos… —El señor Bentley permaneció en silencio unos segundos. Pasó los dedos por el cristal de la ventana, como si quisiera apartar la oscuridad, pero la niebla se aferró, con su tono gris amarillento y más espesa que nunca; en diversos puntos de Inn Yard, las luces de otros bufetes brillaron borrosamente. La campana de una iglesia comenzó a dar las horas. El señor Bentley se dio la vuelta y escogiendo las palabras añadió—: Según todo lo que nos han dicho, no, la señora Drablow no tuvo hijos.

—¿Deja mucho dinero o tierras? ¿Sus asuntos son muy complicados?

—En conjunto, no, Arthur, en conjunto, no. Era propietaria de su casa, por supuesto, y de varias cosas más en Crythin Gifford, sobre todo tiendas que están alquiladas. También hay una especie de granja pobre y a medias sumergida. Invirtió dinero en varios diques, pero no sirvieron prácticamente de nada. También contaba con fideicomisos e inversiones al uso.

—Por lo que dice, todo es bastante sencillo.

—Eso parece, ¿no?

—¿Me permite preguntar por qué es necesario que vaya?

—Para representar a esta firma en el funeral de nuestra clienta.

—Ah, claro, por supuesto.

—Pensé en ir personalmente, por supuesto. Pero, a decir verdad, la semana pasada el pie ha vuelto a molestarme. —El señor Bentley sufría de gota, enfermedad a la que jamás mentaba por su nombre, aunque no tendría que haberse avergonzado de su padecimiento, ya que era abstemio—. También existe la posibilidad de que lord Boltrope quiera verme; y para eso tengo que estar aquí, ¿no le parece?

—Oh, claro, por supuesto.

—También ha llegado el momento de delegarle algunas responsabilidades. Al fin y al cabo, está totalmente capacitado para cumplirlas, ¿no?

—Eso espero. Puede dar por hecho que me gustará mucho asistir al funeral de la señora Drablow.

—Pues hay algo más.

—¿Se refiere al testamento?

—Sí, hay otro asunto del que hay que ocuparse, un asunto relacionado con la hacienda. Aprovechará el viaje para informarse de los detalles. Básicamente, tendrá que repasar los papeles de la señora Drablow, sus papeles privados…, sean los que sean y dondequiera que estén… —El señor Bentley masculló algo—. Cuando los encuentre, debe traerlos a mi despacho.

—Entendido.

—La señora Drablow era…, era un poco…, digamos que un poco desorganizada. Tal vez dar con ellos le lleve cierto tiempo.

—¿Quiere decir uno o dos días?

—Arthur, uno o dos días como mínimo. También es posible que la situación haya cambiado y que me equivoque…, quizá las cosas están en su sitio y todo se resuelva en una tarde. Como ya he dicho, han pasado muchos años desde la última vez que estuve allí.

El encargo comenzaba a parecer un recado salido de una novela victoriana, en la que una anciana que vivía aislada había ocultado un montón de papeles viejos en las profundidades de su casa llena a rebosar. Me tomé muy poco en serio las palabras del señor Bentley.

—¿Contaré con ayuda?

—La mayor parte de los bienes son para una sobrina y un sobrino nietos que están en la India, donde viven desde hace más de cuarenta años. En otra época había ama de llaves…, pero ya conocerá más detalles en cuanto llegue.

—¿He de suponer que la señora Drablow tenía amigos…, e incluso vecinos?

—La casa de Eel Marsh no cuenta con vecinos próximos.

—Por si eso fuera poco, ¿verdad que al ser rarilla tampoco estableció amistades?

El señor Bentley rio entre dientes.

—Vamos, Arthur, fíjese en el aspecto positivo de las cosas. Tómeselo como una excursión. —Me puse en pie—. Al menos se librará de esto durante uno o dos días. —Mi jefe señaló la ventana.

Asentí. En realidad, me atraía la idea del viaje, aunque no me pasó por alto que el señor Bentley no había podido resistir la tentación de mejorar una buena historia ni de exagerar y dramatizar el misterio de la señora Drablow y de su extraña casa. Supuse que se trataría de un lugar frío, incómodo e inaccesible, que el funeral resultaría melancólico y que los papeles que tenía que encontrar estarían escondidos bajo la cama de la buhardilla, en una caja de zapatos cubierta de polvo, que sólo contendría viejos recibos y borradores de cartas avinagradas dirigidas a medio mundo, todo lo cual era típico en una clienta de esas características.

Cuando llegué a la puerta del despacho, el señor Bentley apostilló:

—Llegará a Crythin Gifford a última hora y hay un hotelito en el que puede pasar la noche. El funeral tendrá lugar mañana a las once.

—¿Quiere que una vez celebrada la ceremonia vaya a la casa?

—Lo he organizado… Un lugareño se ocupará de todo… Ese hombre se pondrá en contacto con usted.

—De acuerdo, pero…

En ese momento, Tomes se materializó a mi lado y se sorbió los mocos antes de anunciar:

—Señor Bentley, el cliente de las diez y media.

—Está bien, está bien. Hágalo pasar.

—Señor Bentley, concédame un momento…

—Arthur, ¿qué ocurre? No se quede en la puerta, tengo cosas que hacer.

—¿No tiene nada más que decirme…?

Impaciente, el señor Bentley me despidió con un ademán, momento en el que Tomes apareció con el cliente de las diez y media. Me retiré.

Tenía que ordenar mi escritorio, volver a mis habitaciones, preparar el equipaje, comunicar a la casera que estaría fuera un par de noches y escribir una nota a Stella, mi prometida. Albergué la esperanza de que su desilusión ante mi ausencia repentina quedaría templada por el orgullo de que el señor Bentley me confiara de esa forma los asuntos de la firma, lo que suponía un buen presagio con respecto a la perspectiva futura de la que dependía nuestro matrimonio, previsto para el año siguiente.

Luego tenía que coger el tren de la tarde hasta un rincón perdido de Inglaterra, rincón del cual, hasta hacía pocos minutos, apenas recordaba haber oído hablar. Me disponía a abandonar el edificio cuando el lúgubre Tomes golpeó con los nudillos el cristal de su cubículo y me entregó un grueso sobre de papel de estraza en el que se leía DRABLOW. Me lo puse bajo el brazo y me zambullí en la asfixiante niebla londinense.