Eran las nueve y media de la Nochebuena. Mientras atravesaba el largo vestíbulo de Monk’s Piece tras salir del comedor, donde acababa de disfrutar de la primera de las alegres cenas de las fiestas, y dirigirme al salón y al fuego en torno al cual mi familia se había reunido, hice una pausa y, como tenía por costumbre en el transcurso de la noche, me dirigí a la puerta, la abrí y salí.
Siempre me ha gustado aspirar una bocanada de aire nocturno para ver si está dulcemente perfumado por las flores del verano, intenso a causa de las hogueras y el humus otoñal o gélido debido a la escarcha y la nieve. Me agrada contemplar el firmamento que se extiende sobre mi cabeza, ver si hay luna y estrellas o la oscuridad más absoluta y escrutar la negrura que aparece ante mis ojos; me apetece estar atento a las llamadas de los seres nocturnos, al gemido del viento que arrecia y decrece o al golpeteo de la lluvia en los árboles del huerto; disfruto con las bocanadas de aire que escalan la colina desde los pastos llanos del valle del río.
Esa noche percibí de inmediato y con el corazón alegre que el tiempo había cambiado. La semana anterior había llovido sin cesar, había caído una lluvia fría y la niebla se posó sobre la casa y el paisaje. Desde las ventanas, sólo podía verse uno o dos metros jardín abajo. Era un tiempo pésimo, daba la sensación de que nunca era totalmente de día y resultaba desapacible. Salir a caminar era desagradable, la visibilidad resultaba insuficiente para cazar y los perros estaban taciturnos y cubiertos de barro. Dentro de la casa, las lámparas permanecían encendidas todo el día; las paredes de la despensa, del anexo y de la bodega rezumaban humedad y olían mal, y los fuegos chisporroteaban, ahumaban y ardían con deprimente falta de intensidad.
Hace muchos años que las condiciones meteorológicas afectan mi vida en demasía y reconozco que, de no ser por la atmósfera de alegría y el ajetreo que imperaban en el resto de la casa, me habría hundido en la desesperanza y el letargo, no habría disfrutado de la vida como me gusta hacer y mi propia susceptibilidad me habría irritado. Como las inclemencias del tiempo provocan en Esmé un animoso desafío, los preparativos de las Navidades de ese año habían sido más amplios e intensos que de costumbre.
Me aparté uno o dos pasos de la sombra de la casa para ver a la luz de la luna cuanto me rodeaba. Monk’s Piece se encuentra en una cumbre que se eleva suavemente alrededor de ciento veinte metros desde el lugar donde el pequeño río Nee serpentea de norte a sur por esa zona fértil y resguardada del país. A nuestros pies hay pastos salpicados de pequeñas arboledas de ejemplares frondosos. A nuestras espaldas se extienden varios kilómetros cuadrados de una zona muy distinta, formada por monte bajo y landas, un manchón de terreno agreste en medio de un territorio primorosamente cultivado. Estamos a poco más de tres kilómetros de una aldea de dimensiones considerables y a once de la población principal con mercado, pero predomina una atmósfera de lejanía y aislamiento que nos lleva a sentirnos mucho más distantes de la civilización.
Vi Monk’s Piece por primera vez una tarde de pleno verano, en la que había salido a pasear en cabriolé con el señor Bentley. El buen hombre había sido mi patrón, aunque últimamente me había convertido en socio de pleno derecho del bufete en el que de joven había entrado como pasante y en el cual, dicho sea de paso, permanecí durante toda mi vida laboral. En aquel entonces, el señor Bentley se acercaba a la edad en la que se mostraba propenso, poco a poco, a soltar las riendas de la responsabilidad, a pasarlas de sus manos a las mías, si bien siguió acudiendo a nuestro bufete de Londres como mínimo una vez por semana hasta su fallecimiento, cuando contaba ochenta y dos años. De todas maneras, se acostumbró cada vez más a vivir en el campo. Como no le atraían la caza ni la pesca, se dedicó a desempeñar las funciones de magistrado rural, coadjutor, así como las de director de esta, aquella y la de más allá junta, cuerpo y comité parroquiales y del condado. Me sentí aliviado y satisfecho cuando, después de tantos años, me hizo por fin socio de pleno derecho, si bien seguí convencido de que ese cargo no era ni más ni menos de lo que merecía, ya que había trabajado como un burro y asumido gran parte de la responsabilidad de dirigir el destino del bufete cobrando lo que, en mi opinión, era una remuneración insuficiente…, al menos en lo que a mi posición se refiere.
De modo que aquel domingo por la tarde estaba sentado junto al señor Bentley y disfrutaba al contemplar el paisaje verde y amodorrado por encima de los setos de espinos cuando el jefe condujo a paso lento al poni rumbo a su casa solariega, una vivienda bastante fea e imponente. Repantigarme sin hacer nada me resultó raro. En Londres vivía para trabajar, salvo el tiempo libre que dedicaba a estudiar y coleccionar acuarelas. A la sazón tenía treinta y cinco años y hacía doce que había enviudado. La vida social no me atraía y, aunque en líneas generales gozaba de buena salud, era propenso a enfermedades y malestares nerviosos debidos a las experiencias que más adelante describiré. A decir verdad, envejecía prematuramente y era un hombre sombrío, pálido y de expresión tensa: un bulldog.
Comenté con el señor Bentley la tranquilidad y lo benigno del día; me miró por el rabillo del ojo y comentó:
—Debería comprarse algo por esta zona, ¿no le parece? Una preciosa casita…, ¿tal vez allí abajo? —Señaló con el látigo un caserío cómodamente asentado en un recodo del río, con las paredes blancas calentadas por el sol de la tarde—. Deje la ciudad cualquier viernes por la tarde, dé un paseo por aquí, llénese los pulmones de aire fresco y tome huevos y nata de primera.
La idea tenía su encanto, pero lejano, y me pareció que no se vinculaba conmigo, así que me limité a sonreír, a aspirar el aroma cálido de las hierbas y las flores silvestres, a observar el polvo que los cascos del poni levantaron en el camino y me olvidé del tema. Mejor dicho, lo descarté hasta que llegamos a un tramo que pasaba frente a una casa de piedra de proporciones ideales, construida en una cuesta, por encima de una panorámica espectacular del valle del río, que se extendía varios kilómetros más allá hasta llegar al perfil violeta azulado de las colinas distantes.
En ese momento me dominó algo que no puedo describir con exactitud, una emoción, un deseo…; no, fue algo más: una certeza, la certidumbre, tan clara e impactante que involuntariamente grité al señor Bentley que se detuviese y, casi sin darle tiempo, abandoné de un salto el cabriolé y me detuve en un otero cubierto de hierba; en primer lugar miré esa casa tan bonita, tan adaptada al sitio que ocupaba, esa casa modesta pero segura de sí misma y, a continuación, paseé la vista por la campiña. No experimenté la sensación de haber estado allí, sino la convicción absoluta de que volvería a ese lugar, de que la casa ya era mía y estaba invisiblemente unido a ella.
A un lado, un arroyo correteaba hacia el prado situado más abajo, desde donde serpenteaba en dirección al río.
El señor Bentley me observaba con curiosidad desde el cabriolé y comentó:
—No está nada mal.
Asentí pero, como no estaba en condiciones de transmitirle mis intensas emociones, le di la espalda y subí unos pocos metros hasta avistar la entrada del viejo huerto invadido de maleza que se extendía detrás de la casa y que se estrechaba hasta llegar al otro extremo, poblado de hierbas largas y espesura enmarañada. Más lejos pude ver el perímetro de un terreno abierto y agreste. Aún me dominaba la convicción que ya he descrito y recuerdo que me alarmé, pues nunca he sido un hombre imaginativo ni fantasioso y, por supuesto, no solía tener visiones del futuro. Por cierto, desde aquellas experiencias previas había evitado deliberadamente la contemplación de cualquier asunto inmaterial y me había aferrado a lo prosaico, lo visible y lo tangible.
Sin embargo, no pude librarme de la creencia…, no, tengo que ser más preciso, de la certeza absoluta de que esa casa se convertiría algún día en mi hogar y de que, tarde o temprano, no sabía cuándo, pasaría a ser su dueño. Cuando por fin lo acepté y lo reconocí, experimenté una profunda sensación de paz y contento que hacía muchos años que no sentía y regresé con el corazón ligero al cabriolé, donde el señor Bentley me aguardaba bastante sorprendido.
La emoción abrumadora que había experimentado en Monk’s Piece me acompañó, aunque no ocupó el primer plano de mis pensamientos, cuando esa tarde abandoné el campo y regresé a Londres. Dije al señor Bentley que, si se enteraba de que la casa estaba en venta, me encantaría saberlo.
Varios años después me informó de que la habían puesto en venta. Ese mismo día me puse en contacto con los agentes y varias horas más tarde, sin siquiera volver a verla, ofrecí una cifra que aceptaron. Pocos meses antes había conocido a Esmé Ainley. Nuestro afecto había ido en constante aumento pero, como todavía estaba maldito por mi indecisión en todo lo referente a las cuestiones emocionales y personales, guardé silencio en lo que se refiere a mis intenciones futuras. Tuve la sensatez necesaria como para considerar la noticia sobre Monk’s Piece como un buen augurio y, una semana después de convertirme formalmente en el propietario de la casa, viajé al campo con Esmé y le propuse matrimonio entre los árboles del viejo huerto. Esmé aceptó y poco después nos casamos y nos fuimos enseguida a vivir a Monk’s Piece. Aquel día me convencí sinceramente de que por fin me había librado de la larga sombra que arrojaban los acontecimientos del pasado y, por su expresión y la calidez de su apretón de manos, tuve la sensación de que el señor Bentley pensaba lo mismo y de que se había quitado una pesada carga de encima. Siempre se había considerado responsable, al menos en parte, de lo ocurrido; al fin y al cabo, fue él quien me encomendó el primer viaje a Crythin Gifford, a la casa de Eel Marsh y al funeral de la señora Drablow.
Toda esa historia no podía estar más lejos de mis pensamientos, al menos de los conscientes, mientras aquella Nochebuena aspiraba el aire en la puerta de mi casa. Hacía catorce años que Monk’s Piece era el más feliz de los hogares: el de Esmé, el mío y el de los cuatro hijos que había tenido en sus primeras nupcias con el capitán Ainley. En los primeros tiempos sólo viajaba hasta allí los fines de semana y en vacaciones, pero la vida y los negocios en Londres comenzaron a fastidiarme desde el día en el que compré la casa y me alegré de retirarme definitivamente en el campo en la primera oportunidad que se me presentó.
Era a ese hogar feliz al que mi familia acudía de nuevo para las Navidades. En cuestión de segundos, abriría la puerta y oiría el sonido de sus voces procedentes del salón, a menos que me llamara de un modo imperativo mi esposa, preocupada ante la posibilidad de que pillase un resfriado. Era indudable de que la noche se había vuelto muy fría y despejada. El firmamento estaba tachonado de estrellas y la luna llena aparecía rodeada por un halo de escarcha. La humedad y las nieblas de la semana anterior habían desaparecido en la noche, como los ladrones; los senderos y las paredes de piedra de la casa brillaban tenuemente y mi aliento formaba vaho al entrar en contacto con el aire.
Arriba, en los dormitorios de la buhardilla, dormían los tres hijos pequeños de Isobel, los nietos de Esmé, con los calcetines colgados de los postes de las camas. A pesar de que al día siguiente no verían nieve, al menos el día de Navidad mostraría un semblante alegre y despejado.
Aquella noche había algo en el aire, supongo que algo que me recordaba mi propia niñez, añadido a otra cosa que los críos me habían contagiado y que, pese a tener la edad que tenía, me entusiasmaba. Como es obvio, no tenía ni la más remota idea de que mi tranquilidad de espíritu estaba a punto de derrumbarse y de que aflorarían recuerdos que consideraba definitivamente muertos. En ese momento me habría parecido imposible pensar que recuperaría mi estrecha relación, aunque sólo fuera en el transcurso de intensas evocaciones y vívidos sueños, con el miedo cerval y el terror espiritual.
Eché un último vistazo a la escarchada oscuridad, suspiré satisfecho, llamé a los perros y entré con la expectativa de fumar una pipa y beber una copa de buen whisky de malta junto al fuego chisporroteante en compañía de mi familia. Crucé el vestíbulo, entré en el salón y noté un estremecimiento de bienestar, parecido al que suelo experimentar en mi vida en Monk’s Piece, sensación que de forma natural desemboca en otra de sincero agradecimiento. Por supuesto, agradecí ver a mi familia arrellanada ante el enorme fuego que en ese momento Oliver avivaba hasta una altura y unas llamaradas peligrosas mediante el añadido de otra rama del viejo manzano del huerto, frutal que en otoño habíamos talado. Oliver es el primogénito de Esmé y tanto entonces como ahora guarda un gran parecido con su hermana Isobel, sentada junto a su marido, el barbado Aubrey Pearce, y con Will, el que le sigue en edad. Los tres tienen sencillos y francos rostros de ingleses, propensos a la redondez y con el pelo, las cejas y las pestañas de tono castaño claro, el mismo color de los cabellos de su madre antes de quedar veteado de canas.
Isobel tenía sólo veinticuatro años, pero ya era madre de tres niños y estaba decidida a engendrar más vástagos. Presentaba el aspecto rollizo y asentado de las matronas y la propensión a hacer de madre y supervisar no sólo a sus hijos, sino a su marido y sus hermanos. Había sido la más sensata y razonable de las hijas; era cariñosa y encantadora, y daba la impresión de que en el tranquilo y juicioso Aubrey Pearce había encontrado a su compañero ideal. Sin embargo, en varias ocasiones había advertido que Esmé la miraba con melancolía y más de una vez había expresado, aunque con gran delicadeza y sólo en mi presencia, el deseo de que Isobel fuese menos formal, más fogosa e incluso frívola.
Debo confesar que no me habría gustado nada. No me habría gustado que algo agitase la superficie de ese mar apacible y pacífico.
Oliver Ainley, de diecinueve años, y su hermano Will, catorce meses menor, eran en el fondo muchachos igualmente serios y moderados, pero de momento todavía disfrutaban de la exuberancia de los cachorros, y tuve la sensación de que Oliver no mostraba suficientes señales de madurez, pese a ser un joven que cursaba el primer año en Cambridge y que, si seguía mis consejos, estaba destinado a hacer carrera como abogado. Will estaba tumbado boca abajo ante el fuego, con el rostro iluminado por las llamas y el mentón apoyado en las manos. Oliver se había sentado cerca y de vez en cuando sus piernas largas chocaban, se pateaban, empujaban y lanzaban estentóreas carcajadas, como si volviesen a tener diez años.
Edmund, el benjamín de los Ainley, permanecía a cierta distancia, apartado como de costumbre, alejado de los demás, aunque no lo hacía por animosidad ni por resentimiento, sino que debido a su natural escrupuloso y reservado, le gustaba su intimidad, característica que siempre lo había distinguido del resto de la familia de Esmé, del mismo modo que tampoco físicamente se parecía a los demás, pues tenía la piel clara, la nariz larga, el pelo de un negro extraordinario y los ojos azules. Edmund tenía quince años. Era el que yo menos conocía, al que apenas entendía y en cuya presencia me sentía incómodo pero, de manera incomprensible, lo quería más profundamente que a los demás.
El salón de Monk’s Piece es alargado, de techos bajos y con ventanales en ambos extremos; en ese momento las cortinas estaban echadas, pero durante el día entraba por los ventanales mucha luz, tanto desde el norte como desde el sur. Esa noche, las guirnaldas y festones de las ramas de hojas verdes que Esmé e Isobel habían cortado por la tarde colgaban sobre la chimenea de piedra y entre las hojas asomaban bayas y cintas rojas y doradas. En una punta de la sala se encontraba el árbol, engalanado e iluminado con velas, bajo el cual se apilaban los regalos. También había flores, jarrones con crisantemos blancos y, en el centro de la estancia, sobre una mesa redonda, una pirámide de frutas pintadas de dorado y un cuenco con naranjas llenas de clavos de olor cuyo aroma impregnaba el aire y se mezclaba con el de las ramas y el del humo de leña, que constituye el perfume mismo de la Navidad.
Me repantigué en mi sillón, un poco apartado del fuego, e inicié la tarea prolongada y relajante de encender la pipa. Mientras lo hacía reparé en que había interrumpido una animada conversación y en que Oliver v Will estaban impacientes por continuar.
—Muy bien, ¿de qué se trata? —pregunté, antes de dar las primeras y cautelosas caladas a la pipa.
Se produjo una nueva pausa, después de la cual Esmé meneó la cabeza y sonrió sin dejar de bordar.
—Venga ya…
Oliver se puso en pie, se dedicó a recorrer rápidamente la estancia, apagó todas las lámparas salvo las luces del árbol navideño y, cuando regresó a su asiento, sólo nos veíamos gracias a la luz del fuego. Esmé se vio obligada a interrumpir el bordado…, y no cesó de protestar.
—Será mejor hacerlo correctamente —afirmó Oliver, muy satisfecho de sí mismo.
—Dejaos de historias, chicos…
—Vamos, Will, te toca, ¿no?
—No, es el turno de Edmund.
—Ajá —espetó el más joven de los Ainley, con voz extraña y profunda—. ¡Por mucho que quisiera, no podría!
—¿Es necesario apagar todas las luces? —inquirió Isobel, como si se dirigiese a críos pequeños.
—Por supuesto, hermana. Hay que apagarlas para alcanzar la atmósfera auténtica.
—Pues no creo que me apetezca.
Oliver gimió roncamente.
—En ese caso, que se ocupe otro.
Esmé se inclinó hacia mí y musitó:
—Están contando historias de fantasmas.
—¡Ni más ni menos! —exclamó Will, con la voz ondulante por el entusiasmo y la diversión—. Es lo ideal en Nochebuena. ¡Se trata de una antigua tradición!
—La casa rural solitaria, los invitados que se apiñan en torno a la chimenea en una habitación a oscuras, el viento que aúlla en las contraventanas… —Oliver volvió a gemir.
Entonces volvió a sonar el tono afable y flemático de Aubrey:
—Pues será mejor que nos pongamos manos a la obra.
Oliver, Edmund y Will compitieron entre sí para ver quién desgranaba el relato más horroroso y escalofriante, salpicado de efectos dramáticos y de gritos de fingido terror. Se superaron mutuamente a la hora de alcanzar los extremos de la inventiva y acumularon un tormento sobre otro. Describieron empapados muros de piedra de castillos deshabitados, ruinas de monasterios rodeados de hierba a la luz de la luna, habitaciones interiores cerradas a cal y canto, mazmorras secretas, osarios húmedos, cementerios cubiertos de maleza, pisadas chirriantes al subir la escalera, dedos que tamborileaban en las contraventanas, aullidos, chillidos, gemidos, correteos, cadenas que se arrastran, monjes embozados, jinetes decapitados, brumas arremolinadas, vientos súbitos, espectros incorpóreos, criaturas cubiertas por sábanas, vampiros, sabuesos, murciélagos, ratas, arañas, hombres hallados al amanecer, mujeres que en un abrir y cerrar de ojos encanecieron y se volvieron locas de remate, cadáveres desaparecidos y maldiciones dirigidas a los herederos. Los relatos se volvieron cada vez más estrafalarios, desaforados y absurdos, y poco después los jadeos y los gritos se trocaron en ataques de risa ahogada a medida que, de uno en uno e incluida la delicada Isobel, incorporaron más detalles terroríficos.
Al principio me divertí y me mostré complaciente pero, mientras permanecía sentado y escuchaba a la luz del fuego, me sentí al margen de los demás, como una persona ajena a ese círculo. Intenté contener mi creciente desasosiego y frenar el desbordamiento de la memoria.
Se trataba de un pasatiempo, de un juego divertido e inofensivo en el que los jóvenes participan durante las festividades y, como Will había sostenido atinadamente, también era una antigua tradición; no había nada que me atormentara ni me perturbase, nada con lo que pudiera estar en desacuerdo. No me apetecía parecer un aguafiestas viejo, vulgar y falto de imaginación, aspiraba a participar en lo que era ni más ni menos que una buena diversión. Libré una encarnizada batalla en mi fuero íntimo, con la cabeza apartada de la luz del fuego para que, aunque sólo fuera por casualidad, nadie viese mi expresión, que empezaba a manifestar indicios de turbación.
Como acompañamiento del último aullido de hada maligna que Edmund dejó escapar, de repente se desplomó el leño que había ardido vivamente y, tras desencadenar una ligera lluvia de chispas y ceniza, perdió viveza, por lo que quedamos casi a oscuras. Luego se hizo el silencio. Me estremecí. Me habría gustado levantarme para encender todas las luces; ver el brillo, los destellos y el colorido de los adornos navideños; avivar el fuego para que ardiese alegremente; habría querido desterrar por completo el frío que se había apoderado de mí, así como la sensación de miedo que embargó mi pecho. Lo cierto es que no pude moverme: quedé paralizado; como siempre, experimenté una sensación largamente olvidada y, a la vez, demasiado conocida.
—Adelante, padrastro, te toca —intervino Edmund.
Los demás se sumaron, su insistencia rompió el silencio y hasta Esmé me pidió que participara.
—No, nada de eso. —Intenté adoptar un tono jocoso—. No tengo nada que contar.
—Déjate de tonterías, Arthur…
—Padrastro, estoy seguro de que, como mínimo, conoces una historia de fantasmas, todo el mundo sabe alguna…
¡Sí, claro, desde luego! Mientras escuchaba sus inventos macabros y espeluznantes, sus aullidos y sus gemidos, en mi mente sólo había un pensamiento, y lo único que habría podido decir es lo siguiente: «Pues no, claro que no, no tenéis ni la más remota idea. Todo esto son tonterías, pura fantasía, no tiene nada que ver. No existe nada tan escalofriante, raro y tosco…, nada tan…, tan risible. La verdad es radicalmente distinta y, al mismo tiempo, incluso más terrible».
—Vamos, padrastro.
—No seas aguafiestas.
—Arthur, te estamos esperando.
—Cumple con tu parte, padrastro. ¿Acaso piensas dejarnos en la estacada?
Como ya no pude soportar más, me puse de pie y respondí:
—Lamento decepcionaros, pero no tengo nada que contar.
Abandoné rápidamente el salón y, a renglón seguido, también la casa.
Un cuarto de hora después recobré la sensatez y, con el corazón acelerado y la respiración entrecortada, me encontré entre los matorrales que se extendían más allá del huerto. Había caminado presa de la agitación y, como comprendí que debía hacer un esfuerzo por serenarme, me senté en una vieja piedra cubierta de musgo y respiré deliberada y uniformemente, contando hasta diez tanto al aspirar como al espirar, hasta que noté que la tensión se relajaba, mi pulso se hacía más regular y me despejaba. Poco después volví a reparar en mi entorno, advertí la intensidad del firmamento, el brillo de las estrellas, la frialdad del aire y la rigidez de la hierba cubierta de escarcha que mis pies pisaban.
Me di cuenta de que en la casa, a mis espaldas, la familia debía de estar sumida en un estado de consternación y desconcierto, pues sabía que, normalmente, yo era un hombre ecuánime y de emociones previsibles. A toda la familia le costaría entender por qué, con el relato de un puñado de absurdas historias, habían provocado mi evidente desaprobación y desencadenado un comportamiento tan brusco; no tardaría en regresar a su lado, rectificar, restar importancia al incidente e intentar recuperar el espíritu festivo. Lo que me resultaría imposible sería dar una explicación. No, me mostraría alegre y sereno, aunque sólo fuese por el amor que sentía por mi esposa; pero eso sería todo.
Me habían regañado por ser un aguafiestas e intentado convencerme de que refiriese por lo menos alguna historia de fantasmas que, como cualquier otro ser humano, sin duda conocía. Tenían razón. Pues sí, yo tenía una historia que contar, una historia verdadera, un relato de aparecidos, del mal, del miedo, de la confusión, del horror y de la tragedia. Sin embargo, no se trataba de un relato que desgranar en torno al fuego de la chimenea como entretenimiento en Nochebuena.
En el fondo de mi corazón, siempre había sabido que esa experiencia jamás me abandonaría, que ahora estaba entretejida con las fibras mismas de mi ser y que formaba parte inseparable de mi pasado, aunque había albergado la esperanza de no tener que recordarla nunca más consciente y plenamente. Al igual que las viejas heridas, de vez en cuando provocaba una ligera punzada, pero cada vez con menor frecuencia, menos dolorosa a medida que los años transcurrían y mi felicidad, cordura y equilibrio no corrían ningún peligro. En los últimos tiempos había sido como la onda más externa de un estanque, ni más ni menos que el débil recuerdo de un recuerdo.
En Nochebuena, aquel recuerdo volvió a embargar mi mente, expulsando todo lo demás. Supe que no me daría reposo, que permanecería insomne y bañado en sudor y repasaría aquella época, aquellos acontecimientos, aquellos lugares. Así había sido noche tras noche durante años.
Me incorporé y volví a caminar. Al día siguiente era Navidad. ¿No podía estar libre de ese recuerdo al menos durante esa bendita jornada? ¿No había manera de mantener transitoriamente a raya tanto el recuerdo como los efectos que ejercía sobre mí, de la misma forma que un analgésico o un bálsamo calman el dolor de una herida? De pie entre los troncos de los frutales, que la luz de la luna teñía de un gris argentino, recordé que la forma de desterrar a un viejo fantasma que sigue apareciendo consiste en exorcizarlo. En ese caso, había que exorcizar al mío. Debía relatar mi historia, pero no en voz alta y a la vera de la chimenea, ni para entretener a oyentes que disponen de un rato de ocio, pues era demasiado solemne y real para hacerlo de ese modo. Debía consignarlo por escrito, con sumo esmero y con todo lujo de detalles. Escribiría mi propia historia del fantasma. Tal vez así me liberaría de él durante los años de vida que me quedasen por disfrutar.
Tomé la decisión de que, al menos mientras estuviese vivo, sería un relato que únicamente verían mis ojos. Era a mí a quien se le había aparecido y quien había sufrido; ciertamente, no había sido el único, si bien supuse que era el único que seguía vivo; era yo quien, a juzgar por la agitación que había padecido esa noche, estaba aún profundamente afectado, sólo por mí había que conjurar a ese fantasma.
Contemplé la luna y la estrella polar, que brillaba con intensidad. Era Nochebuena. A continuación recé, pronuncié una oración sencilla y sentida para alcanzar la paz de espíritu, para tener la fuerza y la constancia necesarias, a fin de resistir mientras llevaba a cabo la que sería la más atormentadora de las tareas; y también oré para que mi familia se llenase de bendiciones y para que esa noche todos tuviéramos un sereno reposo. A pesar de que ya había recuperado el dominio de mis emociones, temía las horas de oscuridad que me aguardaban.
Como respuesta a mi plegaria, recordé enseguida fragmentos de un poema, fragmentos que antaño había sabido y que hacía mucho que había olvidado. Después se los recité a Esmé, que no tardó en identificar la fuente.
Algunos dicen que cuando se acerca el tiempo
en el que se celebra el nacimiento de nuestro Redentor,
ese pájaro matutino canta toda la noche
y que entonces ningún espíritu se atreve a salir de su morada,
las noches son saludables, ningún planeta influye siniestramente,
ningún maleficio produce efecto ni las hechiceras tienen poder para sus encantos.
¡Tan sagrados y tan felices son aquellos días![1]
Al recitar esas líneas, una gran paz se apoderó de mí, recuperé el aplomo y me reafirmé en mi decisión. Después de las festividades, cuando la familia se marchara y Esmé y yo quedásemos a solas, empezaría a escribir esa historia.
Cuando regresé a la casa, Isobel y Aubrey habían subido a compartir las delicias de poner calcetines llenos a reventar de regalos para sus hijos; Edmund leía; Oliver y Will estaban en la vieja sala de juegos de la otra punta de la casa, donde había una destartalada mesa de billar, y Esmé recogía el salón antes de acostarse. En lo que se refiere al incidente de esa noche, Esmé no dijo nada, si bien su expresión era de preocupación, y me vi obligado a inventarme un ataque agudo de indigestión para explicar mi brusca actitud. Me ocupé del fuego, apagué las llamas y vacié la pipa a un costado del hogar; volví a sentirme tranquilo y sereno y dejé de estar angustiado por los terrores solitarios que tal vez tendría que soportar, ya fuese dormido o despierto, a lo largo de esa madrugada.
Al día siguiente era Navidad, y lo aguardé con impaciencia y entusiasmo; sería una jornada de gozo y diversiones familiares, amor, amistad, juergas y risas.
Cuando terminara, me quedaría un trabajo por hacer.