14
Las danzas cosacas

Los violines empezaron a tocar un vals. Al piano, Lolita Garrido improvisaba un acompañamiento lleno de filigranas como trinos de jilgueros austriacos, según su propia definición de aquella algarabía de notas que daba al traste continuamente con la cadencia de la melodía, pero que ponía burbujas en los cuerpos, según el insigne poeta don Antonio de Arellano, quien así lo había proclamado tras asistir por primera vez a un recital de la joven y encantadora soprano y precoz pianista: eso ocurrió en 1934, y Lolita Garrido llevaba sesenta y cinco años reproduciendo el carbónico elogio en todos los programas de sus conciertos. Seis camareros perfectamente uniformados y sincronizados entraron en el salón y se dispersaron por la estancia con grácil y risueña agilidad, ofreciendo a los invitados bandejas muy bien surtidas de exquisitos canapés: dedales de hojaldre rellenos de foie, cuadraditos de emparedados de jamón de york y bechamel, rollitos de queso y anchoas, dátiles envueltos en beicon, mínimas canastillas de ensaladilla rusa, pequeñas mediasnoches con mayonesa y espárragos blancos… Elsa y Genaro brindaron con sus copas de champán.

—Una fiesta maravillosa —dijo él.

—Bonifacio ha hecho un trabajo magnífico. Ése es el hombre que te conviene.

—Querida, tú dedícate a disfrutar de tu soirée y deja que yo compita deportivamente con tu hija por los favores de ese joven y macizo querubín. Echa fuego. Tu hija, digo.

Elsa rió a carcajadas como una experta mujer de mundo. El champán le salpicó la pechera de su vestido de organza de color fucsia que se compró para celebrar en The Rainbow House su último cumpleaños, y con el que quería que la amortajasen, según había dejado escrito. Los violines permitían que se desmandase el vals por compases efervescentes y Lolita Garrido hacía serpentinas musicales que invitaban a soltar los pies. El muchacho del gimnasio, vestido tan sólo con el camino de mesa que le había proporcionado Genaro para adornar sus ingles de favorito de algún sultán complaciente, empezó a mover el cuerpo con la elegancia de un cóndor perezoso. Irene se llevó la mano derecha a la garganta, como si se hubiera tragado de golpe el canapé de salmón espolvoreado con caviar que acababa de meterse en la boca.

—Exquisito —le dijo Elsa—. Pero acostúmbrate a masticar, sweet heart. Si te lo tragas todo, todo te sabrá a lo mismo.

A Irene se le había empezado a desencajar la cara y Elsa se sobresaltó:

Darling no me digas que te estás asfixiando. Ahora no me hagas la faena de morirte antes que yo.

Entonces sintió la mano izquierda de su hija que se aferraba a su brazo y tiraba de él según el método de llamar la atención que Irene, cuando tenía poco más de tres años, había aprendido de Zsa Zsa, la perra dálmata que el abuelo Robert le había regalado a la niña por Navidad y que murió, vieja y cancerosa, el mismo año en que su joven dueña ingresó en la Universidad del Sur de California. Elsa comprendió que Irene, aparte de seguir exquisitamente atragantada, intentaba avisarla de algún serio percance que acababa de suceder o que estaba a punto de producirse. Lolita Garrido no pudo aguantarse más y empezó a expulsar una catarata de gorgoritos experimentales que se peleaban alegremente con el vals. Pero Irene le dijo con la mirada que no se trataba de eso, que mirase hacia la puerta del salón. Lo hizo, y lo que vio la dejó paralizada.

—No puede ser —balbuceó, cuando logró recuperarse un poco—. ¿Quién le ha dejado entrar?

Nadie más parecía haberse dado cuenta. Genaro, de espaldas a la puerta, dedicaba toda su atención a los voluptuosos vaivenes del muchacho del gimnasio. Los gorgoritos experimentales de Lolita Garrido causaban estragos en la melodía vienesa que los violines intentaban salvar por el drástico método de infundirle unos bríos cada vez más castrenses, de forma que en el resplandeciente salón de La Desembocadura todo empezaba a moverse a un ritmo gimnástico y vibrante, y los sincronizados camareros de Bonifacio Medina iban abandonando su deslizante ligereza y adoptando curtidos aires marciales. El recién llegado, sin embargo, permanecía inmóvil y serio y miraba a su alrededor con hosca lentitud. Era menos alto de lo que parecía visto de lejos y sin nadie a su vera. Vestía una camisa blanca abrochada hasta el cuello bajo un chaleco de muselina parda que le hacía dos profundas arrugas junto a los sobacos, señal de que no era de su talla; los puños de la camisa le estaban tan apretados que las mangas le quedaban abombadas y flotantes, según la moda que muchas mujeres habían seguido en los años treinta. Calzaba alpargatas de lona, sin calcetines, y los bajos del pantalón, arremangados, dejaban al aire unos tobillos gruesos y mucho más oscuros que las manos y el rostro, como si hubiera hecho un largo viaje a pie, embozado con algún capote que hubiese abandonado en alguna parte. El pantalón era de pana gruesa amarillenta, carecía de forma y tenía la portañuela abultada y con los bordes desbocados, de manera que enseñaban el forro de color negro, una raya serpenteante como el borde de una herida cicatrizada sin costura. Cuando la mirada de Elsa se cruzó por fin con la del recién llegado, él, sin apartar la vista, hizo una leve pero desafiante inclinación de cabeza. Uno de los camareros le ofreció en aquel momento una bandeja con bebidas y el muchacho de mirada lenta y retadora cogió al azar un vaso largo que enseguida se llevó a los labios. De un solo trago, bebió más de la mitad.

Al fondo del salón, junto a la vitrina en la que Carmen Osorio guardaba la vajilla de cristal de Murano que Santos Medina Ríos le había comprado también a su hermano Valentín cuando se hizo con la casa, Leonel se inclinaba ceremoniosamente ante Clara Montero Galván y le suplicaba que le concediera un baile.

—«Ojú» —dijo ella, y se apretujó contra Antonio Luque, bien agarrada de su brazo, y escondió la cara entre el hombro y el pecho protector de su devoto galán.

—Es «mu» corta de genio —la disculpó él—. Como «haiga» gente, hasta conmigo le da apuro bailar.

—Lo siento —se excusó Leonel, encantado de poder desplegar su finura portuguesa—. Pero a lo mejor se anima un poco más tarde, ¿verdad?

—Igual se encarta —concedió Antonio—. «Ajolá».

Los violines enmudecieron tras las últimas notas del vals, pero Lolita Garrido prolongó durante treinta segundos, a todo volumen, su potente y tembloroso maullido, y luego lo fue dejando morir con el virtuosismo de una comadreja a la que le retuercen el pescuezo. Aplaudieron todos los que tenían las manos libres, y los demás exhalaron un suspiro de admiración. Lolita Garrido saludó tres veces inclinando el espinazo todo lo que le permitía su generoso perímetro ventral y, tras reclamar con gestos muy maternales merecidas muestras de entusiasmo por la labor de su sacrificado e inusual cuarteto de cámara —dos violines, un violoncello y un acordeón—, tuvo el placer de anunciar su siguiente número.

—A continuación —dijo—, y como homenaje especial a nuestra querida anfitriona, interpretaremos, en versión lírica, la tonadilla Caridad, la sanluqueña.

Los que tenían las manos libres volvieron a aplaudir, y los demás exhalaron esta vez un suspiro de expectación. Luego, se produjo un profundo silencio, cinco abismales segundos durante los cuales dio la impresión de que todos intentaban concentrarse para que la arrancada de la brava soprano no les pillase con los tímpanos desprevenidos. Gimió uno de los violines. Un olor adormilado de guiso de papas con alcauciles se deslizó sigilosamente por la atmósfera festiva del salón. En el gran espejo de marco rococó sobredorado que había sobre la consola de ébano con tapa de mármol veteado de hilachos grises se reflejaban corros de invitados que, casi todos con la mirada fija en Lolita Garrido y su cuarteto de cámara, parecían inmovilizados por la ansiedad. Un camarero de rostro angélico se había quedado hierático con la bandeja en alto y parecía la figura central de un monumento al sindicato de hostelería. De pronto, el cuarteto atacó las primeras notas de la copla Caridad, la sanluqueña con el mismo vigor que si estuviera ensayando la llamada a los muertos para acudir al Valle de Josafat, y Lolita Garrido se estiró en una pose aflamencada de ceño dramático y garganta tensa e impaciente por reventar con la historia de la guapa de Sanlúcar. Teresa Galván, con su uniforme de miliciana y su cicatriz en forma de níscalo en la sien izquierda, se puso firme sin darse cuenta. El Pelayo verdadero, o quizás el falso Pelayo, con la cámara apoyada en las costillas, empezó a hacer morisquetas de tonadillera desgarrada. Rompió a cantar Lolita Garrido y vibraron las lágrimas esmeriladas de las lámparas del techo. Una invitada vestida de alivio de luto se metió en la boca un dedal de hojaldre relleno de foie, pinzó con el índice y el pulgar de la mano derecha un rollito de queso fundido con anchoas, y con el índice y el pulgar de la mano izquierda, una medianoche de mayonesa con espárragos blancos.

—Pobre Vivien —dijo Carmen Osorio—. Se está poniendo morada.

Carmen Osorio, la madre de Elsa, se había presentado en la fiesta sin avisar, con el mismo vestido con el que su hija mayor la había visto la víspera de su fuga a América con Bob, y con un ejemplar de La hija del doctor Jefferson, de Amanda White, una novela que releía entera todos los años. Desaparecía a ratos, y Elsa sabía que iba a refugiarse al gabinete, a recuperar el placer de sentarse en su sillón de orejeras, y a emocionarse con las desventuras sentimentales de la bondadosa hija de un elegante médico de Boston. Cuando volvía al salón, sólo se preocupaba por fijarse en aquellas caras que le resultaban conocidas.

La invitada vestida de alivio de luto le ordenó a un camarero que se detuviese, eligió un canapé de salmón espolvoreado con granos de caviar y se lo llevó a la boca apresuradamente; al mismo tiempo, con el índice y el pulgar de la mano izquierda prendió un pequeño emparedado de jamón de york y bechamel, y con el índice y el pulgar de la mano derecha, una canastilla de ensaladilla rusa. Luego, le dio al camarero la venia para que continuase cumpliendo con su obligación.

—Le va a dar un cólico —dijo Magdalena—. No tanto por mucho comer, como por comer con tanta ansiedad.

Pero Elsa no le prestó atención, así que Magdalena la zarandeó suavemente por el hombro.

—¿Qué te pasa? No me digas que ya estás muerta… No puedes perderte el espectáculo de tía Vivien Jones arramblando ella sola con todo el cátering.

—Canapera —dijo, burlón, el Pelayo verdadero, o tal vez el falso Pelayo. Los dos se habían incorporado al grupo que formaban Irene, Elsa y Magdalena, y el Pelayo verdadero, o el falso Pelayo, añadió—: La canapera es una figura típica en cualquier cóctel que haya en Madrid. Ésta, desde luego, tiene foto.

Los dos Pelayos se fueron a buscar sitio para sacarle una buena instantánea a la madre de Genaro masticando a dos carrillos y con las dos manos ocupadas. Lolita Garrido se guía haciendo desconcertantes excursiones guturales por los sanluqueños dones de la fogosa Caridad. La niña Cari, por llevar el nombre de la hembra de la copla, se sentía el centro de todas las miradas, menos de la mirada de Elsa, que era la única que le importaba. Elsa no podía apartar la vista del muchacho de mirada tranquila y desafiante que seguía parado junto a la puerta.

—¿Cómo ha podido entrar? —preguntó Elsa.

—¿Tía Vivien Jones? —Era evidente que a Magdalena le parecía una pregunta tontísima—. Habrá venido con Genaro. Además, María Buena se encarga de abrir y deja pasar a todo el mundo.

Elsa volvió entonces la cara hacia Magdalena y su hermana pudo ver que no estaba asustada, escandalizada o de mal humor. Simplemente, sentía curiosidad, y no sólo por saber lo que había pasado, sino lo que podría ocurrir a partir de aquel momento.

—A estas alturas, querida —dijo Magdalena, y no era fácil distinguir por su tono si trataba de infundirle tranquilidad a su hermana, o de desanimarla—, tía Vivien Jones es inofensiva. Bueno, menos para el pobre Bonifacio. Puede arruinarlo.

—No me refiero a ella —dijo entonces Elsa. Después, miró hacia la puerta y añadió—: Me refiero a él.

En aquel momento, Lolita Garrido se recreaba en un repique de alaridos prodigiosos que a Caridad la sanluqueña seguro que le producían escalofríos, pero con los que Magdalena se sintió plenamente identificada.

—¡Dios mío! —exclamó, y nunca cupieron tantos altibajos en esas dos simples palabras—. Ése es…

—Ése es Diego Castro —dijo Elsa—. Sigue esperando a Genaro.

Los violines daban brincos folclóricos y el acordeón gemía con mucho coraje. La niña Cari se había puesto el vestido de novia con el que la enterraron, y el mismo pañuelo de seda con el que su madre le abrigó el cuello antes de acostarla en el ataúd le seguía protegiendo la garganta. A su lado, Javier Medina Hidalgo buscaba ansiosamente con la mirada enemigos de los que defenderla. Por los ventanales que daban a la fachada principal entraba una luz limpia y cálida que parecía presagiar un día eterno, como si la claridad que irrumpía desde el exterior nunca fuera a desvanecerse. Un camarero pálido y esbelto como un bailarín ruso le llevó a la niña Cari, sobre un pequeño plato cubierto con un mantelito de lino bordado, un vaso de agua sin hielo. Sobre un velador de madera de nogal con filigranas de marquetería, una batea de plata con catavinos temblaba muy delicadamente y despedía trasparentes y afilados reflejos. Jesús Medina, el padre de Elsa, llevaba chistera, levita y guantes, y se apoyaba en el respaldo ovalado de un sillón de armazón de roble con doliente resignación, como si ya no pudiera librarse de una pecaminosa fatiga que se hubiese apoderado de él muchos años atrás. Los camareros pasaban ahora bandejas con copas de champán, catavinos de manzanilla y amontillado, tragos largos de colorido brillante, desordenadamente interrumpido por el perfil geométrico de los cubitos de hielo. Genaro brindaba con el muchacho del gimnasio, mientras su mano izquierda revoloteaba muy cerca del pecho desnudo y palpitante del chico, cuando Elsa llegó junto a él y le dijo:

—Alguien debería sacarme a bailar.

—Con una música menos castiza, por piedad —le suplicó Genaro, sin separar la copa de la copa de Sergio (champán y Bloody Mary), sin que su mano izquierda dejase de revolotear, sin apartar sus ojos prometedores de los ojos interrogantes del muchacho desnudo.

El cuarteto de cámara de Lolita Garrido hizo «chimpum». Sólo aplaudieron Javier Medina Hidalgo y Julia Ortiz Medina, que eran los únicos que tenían las manos desocupa das: Javier, porque quería mantenerlas libres para defender a la niña Cari cuando hiciese falta, y Julia porque bebía del mismo vaso que su hermana Laura, que le ponía en los labios, como a un cachorro al que hubiera que alimentar delicadamente, el combinado de color cobrizo que chisporroteaba igual que si hubieran disuelto en él una cucharada de fuego. Las dos hermanas permanecían todo el tiempo abrazadas, y se mecían la una a la otra amortiguando el ritmo de la música, como si en realidad siguieran estando muy lejos de todo y de todos y nada lograse ya ni darles ánimos ni lastimarlas. El murmullo de las conversaciones ponía un cosquilleo bullicioso en aquel repentino paréntesis de alivio después del estrépito músico-vocal. Lolita Garrido anunció:

—Lolita Garrido y su Cuarteto de Cámara van a tomarse un respiro, pero regresaremos enseguida para seguir deleitándoles con nuestras interpretaciones. No se desanimen, y sigan disfrutando de esta maravillosa fiesta.

Elsa buscó a Bonifacio Medina con la mirada. Lo encontró junto al aparato de música, atento a sus indicaciones, y le hizo un leve movimiento de cabeza para que el servicial muchacho procediese. Lucho Gatica, con su voz de terciopelo abrupto y su acento fervoroso, comenzó inmediatamente a cantar, desde un viejo disco de vinilo, «Reloj no marques las horas, porque mi vida se acaba…».

—Muy adecuado —dijo Genaro. Le rogó con un gesto a Sergio que le sostuviese la copa de champán, rozó el exuberante pectoral izquierdo del muchacho con la yema del dedo corazón de su mano derecha, se volvió hacia Elsa con actitud de disponibilidad absoluta, y prosiguió—: Esto debemos bailarlo.

Les hicieron sitio, como si el gesto de Genaro de abrazar a Elsa por la cintura fuese una contraseña para todos. Otras miradas empezaron a cruzarse en busca de consentimiento para bailar. Lucho Gatica desgranaba sus conmovedoras súplicas para que se empantanase el tiempo. La orquesta sinfónica que acompañaba al vocalista carraspeaba a veces, por culpa de lo vetusto de la grabación, como una gran dama víctima de un ligero enfriamiento. Pero la atmósfera del salón se había embriagado de repente de armonía y todos los invitados acompañaban con soñadores balanceos de sus cuerpos la ondulante efervescencia del bolero. Elsa vio de reojo que el único que permanecía inmóvil, sin apartarse de la puerta, era Diego Castro.

—Es delicioso morirse así —dijo Elsa.

—No estoy seguro —objetó Genaro—. Supongo que más de una preferiría morirse sin tanta delicia, pero en brazos de un hombre, digamos, menos sensible.

—Yo misma —reconoció Elsa—. El que admita que morirse así es delicioso no significa que me parezca justo. Mi vida entera ha sido deliciosa, así que debería tener derecho a una muerte mínimamente trágica. Por ejemplo, en brazos de un desalmado.

—No se puede tener de todo, querida. Sería excesivo que, encima, hubieses encontrado a un hombre que te hiciera sufrir.

—El sufrimiento tiene mucho prestigio. La felicidad es tan aburrida…

—Querida, sufrir es de tan mal gusto…

—¡Qué frívolos somos, Genaro Medina Jones!

—Para lo que nos ha servido… Yo no he podido librarme de sufrir, y tú has tenido una vida y estás teniendo una muerte deliciosas.

Se mecían con la afectuosa indolencia de quienes juegan a recordar un amor que nunca llegó a existir. Leonel y Magdalena, enlazados primorosamente, como esas parejas que llevan años practicando en una academia de baile, dejaban que la lentitud narcotizante del bolero los enredase como si fuera cierto que hubo una primera vez, en aquel espejismo de la terraza de los Cronenberg en Estoril, en el contraluz granuloso de una tarde de principios de verano, con él tarareando una melodía muy melancólica —sin soltar la raqueta, desde luego, como si la llevase pegada a la mano—, y ella dejándose llevar sin darse cuenta, a pesar de sus risitas acharadas y empapadas de melindrosa incredulidad, de que toda aquella música arrebatadora se la estaba inventando. Sin duda, algún operario municipal había vuelto a abrir el desagüe de aguas fecales que vertía en la playa, cerca de Las Piletas, porque un hedor dulzón y ralentizado cruzó el salón de extremo a extremo. Lucho Gatica seguía implorándole al reloj que se estuviese quietecito. Las hermanas Laura y Julia Ortiz parecían haberle encontrado al bolero un compás secreto, una cadencia que sólo ellas reconocían, o tal vez un eco raro e íntimo que nadie más podía detectar y que disfrutaban a solas, aunque permanecieran abrazadas a la vista de todos; viéndolas, engañosamente inmóviles y engañosamente ajenas a los lamentos voluptuosos de Lucho Gatica, Elsa se acordó de las dos anodinas profesoras de la edad de Irene que vivían en Del Mar, a poco más de una milla de distancia de la casa de los Sheenan, y cuya amistad no era motivo de especial interés para nadie, hasta que aparecieron en todos los noticiarios de las cadenas de televisión del condado participando en San Diego en una aguerrida manifestación de lesbianas y se desató sobre ellas la curiosidad, y no porque cosecharan animosidad o desprecio a partir de aquel momento, sino por todo lo contrario, porque adquirieron una extraña aura de lascivia, capaz de provocar los más peregrinos deseos. Julia alzó la mirada hacia su hermana y levantó un poco la cabeza, como si fuese Laura la que le permitiera respirar, y la intensa sensualidad de aquel gesto tan leve dejó a Elsa durante unos segundos sin respiración.

—Ni se te ocurra expirar ahora —protestó Genaro—. Ya es mi reputación lo bastante dudosa como para que tenga que cargar durante el resto de la eternidad con ese horrible blasón, ¡una mujer fallecida en mis brazos!

—No te quejes —dijo Elsa—, más de un hombre daría media vida por pasar a la posteridad por una cosa así.

—Te equivocas, querida. —Genaro recorrió con la mirada, aprovechando un suave giro en el baile, todo el salón—. Fíjate en Leonel, prefiere refugiarse en los brazos de su mujercita y durar un poco más de tiempo.

—Leonel no es precisamente el hombre en el que ahora deberías fijarte —le advirtió Elsa, calculando cuidadosamente el retintín para que él no tuviese más remedio que darse cuenta de la segunda intención. Pero enseguida recuperó el mundano tono protector y añadió—: En tu caso, además, el que una mujer expirase en tus brazos te daría un toque bisexual muy cosmopolita. Siempre lo he pensado: eres tan homosexual porque has viajado poquísimo.

—Y porque mamá era inglesa, afortunadamente —replicó Genaro, con un gran suspiro de alivio.

Genaro Medina Jones bailaba muy bien. Elsa recordaba haberle oído decir, alguna de aquellas tardes en que iba a La Desembocadura a enfrascarse en animada y maliciosa tertulia con Carmen Osorio, que su madre le había enseñado a bailar para distraer el hambre, según ella era un método que se seguía con gran éxito en las buenas familias británicas para que las señoras mantuviesen el tipo: al menos tres días por semana, durante muchos años después de la muerte de Valentín Medina, su viuda Vivien Jones encendía el achacoso aparato de radio a la hora del almuerzo y ella y su hijo bailaban sin parar hasta que se les anestesiaba el estómago. Por eso no tenía nada de raro el que Vivien Jones no se moviese ahora del lugar estratégico que había elegido nada más llegar —junto a la mesa alargada y cubierta con un gran lienzo rojo y dos almidonados y blanquísimos manteles gemelos en la que dos jóvenes camareros a todas luces mellizos, y que lucían corbata negra en lugar de la pajarita que llevaban sus compañeros, ofrecían bebidas a los más sedientos o los más impacientes— y no perdonase una sola bandeja de las que pasaban por su lado.

Carne mechada, caña y cabeza de lomo, morcón, lonchas de ternera asada sobre rebanadas de manzanas reinetas, solomillitos de cerdo con pimientos de refrito, higaditos de ave en canastillas con arroz blanco, tacos de jamón de Jabugo, rodajas de chorizo de Cumbres Mayores… Un camarero de expresión extremadamente candorosa, rayana en la beatitud, ofreció a Diego Castro caña de lomo y recibió a cambio una mirada truculenta. Lucho Gatica dejaba ya que su voz se deslizase como una renqueante lancha a motor sobre la última invocación al reloj imparable. La orquesta sinfónica tosió elegantemente para rematar la faena. La única que aplaudió fue Clara Montero Galván, que seguía con el rostro apoyado en el pecho de Antonio Luque y que quizá mostraba así, con ese aplauso, su felicidad al comprobar que el corazón de su amado seguía latiendo como un reloj. Genaro le hizo a Elsa una reverencia de gratitud muy cinematográfica, así era como en las películas de época mostraba el galán a la dama su garbosa veneración por el honor del baile concedido. Los murmullos de las conversaciones tenían de pronto un sabor a chacina y a carne mechada. Lolita Garrido y su Cuarteto de Cámara ocuparon de nuevo su lugar en el estrado montado por Bonifacio Medina al efecto con admirable sentido de la oportunidad, y Lolita, tras golpear cuatro veces con la punta de un dedo la alcachofa del micrófono, dijo:

—Lolita Garrido y su Cuarteto de Cámara tienen el placer de ofrecerles la continuación de su depurado arte musical. Ahora, en estreno absoluto, un capricho andaluz compuesto expresamente para la ocasión por nuestro acordeonista Adriano Guerrero. Un aplauso para el maestro, por favor.

Se oyó, en efecto, un aplauso: el de Bonifacio Medina Escobar, que nunca permitía que nada le cogiese desprevenido. Pero enseguida Magdalena, Clara Montero, la niña Cari, Genaro y la propia Elsa se unieron al cariñoso homenaje manual al maestro Adriano Guerrero. Javier Medina Hidalgo, por no tener las manos distraídas en otra cosa que no fuera la protección de la niña Cari, ni siquiera se permitía aplaudir. Lolita Garrido le dirigió al joven poeta martirizado una mirada llena de artística devoción, y luego dijo, importando muchísimo la voz:

—Ruego también un caluroso aplauso para nuestro Pemán particular, aquí presente —y extendió el brazo ampuloso para señalar a Javier Medina—, porque este capricho andaluz ha brotado de su preciosa poesía El río baja lleno de naranjas, a cuyo servicio tengo el privilegio de poner mi humilde garganta.

A Javier Medina Hidalgo se le subió a la cara toda la melancolía metafísica. Un camarero creyó que su deber era plantarle a la altura de la barbilla una bandeja abarrotada de rodajas de chorizo ibérico, y la melancolía metafísica a punto estuvo de salírsele entera por la boca al Pemán de la familia y poner perdidos el chorizo, la bandeja, al camarero y a media docena de invitados, y casi la mitad del salón. El cuarteto de cámara atacó sin más demora una melodía pizpireta y Lolita Garrido y su piano ingresaron en un trance castizo que enseguida empezó a derramar sus chispeantes arpegios. Entre la niña Cari y Bonifacio tuvieron que sostener a Javier Medina para que no se desmayase. Magdalena se acercó a Elsa y le preguntó:

—¿Bailamos, hermana?

—¿Como cuando tú eras chica y yo te enseñaba a bailar agarrado?

—Como entonces.

A veces, María Buena y Lorenza también bailaban juntas, y Elsa y la niña Cari, y a Elsa ya no le cabía la menor duda de que también Magdalena y Martha Cronenberg bailaron muy pegadas la una a la otra en más de una ocasión, mientras Leonel y Samuel Cronenberg, muy amartelados en un mullido sofá, disfrutaban del sabroso espectáculo. Javier Medina se negaba a descansar un rato en alguno de los dormitorios, pero de pronto las fuerzas le abandonaron hasta tal punto que, de no ser por Bonifacio, que tuvo que suplir la debilidad de la niña Cari, se habría desplomado contra el suelo. Lolita Garrido gorjeaba con grandes ímpetus y trituraba alegremente en su humilde garganta los cascabeleros versos de Javier: «El río baja / lleno de naranjas / y los cítricos suenan / como sonajas». Diego Castro, con la mirada fija en Genaro, que estaba de espaldas a él, se desabrochó los dos botones superiores de la camisa.

—Es la fiesta del año —dijo Magdalena—. Hasta la prima Teresa Galván, con lo miliciana que ha sido siempre, ha venido.

—Todo el mérito es de Bonifacio. Ese muchacho nació para organizar.

—El estraperlo es lo que tiene. Hay que organizarse tanto, que ni muerto sabes ya hacer otra cosa.

Entonces, Elsa miró a su alrededor, por encima del hombro bamboleante de Magdalena, y vio a Bonifacio con las manos cruzadas a la altura del pecho, muy pálido, suplicándole algo a la niña Cari. A Javier Medina no se le veía por ningún sitio. Junto a ellos, Genaro observaba con comicona cara de grima cómo bailaban Irene y el muchacho del gimnasio, ella con una expresión de felicidad adolescente que chirriaba incluso en medio de los espejismos juveniles de la cirugía plástica, y él contoneándose como un boxeador novato con pretensiones de esteta del pugilismo. Bailaban suelto. El río seguía bajando lleno de naranjas como sonajas y como alhajas, a pesar de que las cabriolas vocales de Lolita Garrido parecían empeñadas en entretener a los cítricos por el camino más de la cuenta. Irene llevaba el mismo conjunto de entretiempo de color vino con el que había logrado seducir al chico y convencerle de que posase para las cámaras enredadoras de Tándem Terminal, y Elsa creyó ver por un momento que el lunar de su clavícula se desplazaba de repente hacia la base del cuello como un insecto precavido. Por el río bajaba un olor oscuro y pegajoso que arañaba el aire como araña la puerta de una habitación un animal encerrado con llave.

—Estás radiante, hermana —dijo Magdalena—. Lástima que sea tan a destiempo, pero ese maquillaje te rejuvenece una barbaridad.

—Ya le pedí a Irene que no se le fuese la mano. Desde que usa cosméticos que considera de acuerdo con su edad, tengo que andarme con mil ojos porque al menor descuido me pinta como a una niña.

—Terminarás pareciendo Blancanieves de cuerpo presente. Ya me han dicho cómo se las gastan los norteamericanos a la hora de decorar a los muertos.

—Irene opina que lo suyo es que, en la capilla ardiente, yo parezca una criatura. Creo que se ha creído al pie de la letra eso de que, cuando te haces muy mayor, es como si volvieras a la infancia.

—Sobre todo, y perdona que te lo diga, con ese vestido. Monísimo, pero no es para tus años.

—Me temo que lo mismo piensa Irene. Ella cree que no lo sé, pero más de una vez se lo ha probado, mientras yo me hacía la dormida. Y así se puso de histérica cuando le ordené que me entierren con él. Si de ella dependiese, me enterrarían con mi uniforme de enfermera de la segunda guerra mundial.

—La verdad es que da lástima —Magdalena se apartó un poco de su hermana, sin perder el ritmo de la música, y calibró con ojos codiciosos el elegante vestido de gasa de Elsa—. Seguro que cuesta una fortuna. A mí me sentaría divinamente.

—Lo siento, darling. La caridad empieza por una misma, y ya me he dado cuenta de que esto de morirse es como viajar en avión a uno de esos países donde no hay boutiques y que te pierdan las maletas. Te tienes que apañar con lo puesto.

En ese momento, Magdalena arrugó un poco la nariz, frunció levemente el entrecejo, y preguntó:

—¿A qué huele?

Croquetas de pollo, empanadillas de bonito, pinchos de tortilla de patatas caliente, pequeños sanjacobos recién salidos de la sartén… Los camareros llevaban las bandejas como gallardetes, y se abrían paso entre los invitados con el garbo de jóvenes barqueros que tuvieran que ir apartando las naranjas que bajaban por el río.

—Habrá saltado el sur —dijo Magdalena—. Ya vuelve a oler mal y seguramente tendremos nubes dentro de nada.

El maestro acordeonista Adriano Guerrero había compuesto las tres cuartas partes de su capricho andaluz según el prestigioso modelo del Bolero de Ravel, repitiendo sin cesar y con irreconciliables variaciones el estribillo de las naranjas sonando como sonajas. Genaro, cada vez que el muchacho del gimnasio se situaba de espaldas a él, amagaba el gesto de acariciarle con un dedo desde el cuello hasta la cintura. Diego Castro seguía el recorrido de la mano de Genaro con una casi imperceptible sonrisa que en realidad se le notaba más en los ojos que en los labios, y era como si estuviese convencido de que su antiguo amante nunca se atrevería a tocar la piel del chico desnudo. Un joven alto y bien vestido, guapo pero de expresión muy triste, con la cabeza cubierta con una bonita gorra a cuadros, bebía whisky solo en vaso bajo y apenas levantaba la mirada del suelo. Bonifacio Medina abrazó ansiosamente por la cintura a la niña Cari y Elsa pensó que era una forma muy brusca de invitarla a bailar. Vivien Jones se achicharró la boca por meterse entera una croqueta de pollo demasiado caliente, pero lo soportó como una auténtica dama inglesa debe soportar ese tipo de contratiempos.

—Yo cuidaré de ti de ahora en adelante —le dijo Bonifacio Medina, con la voz devastada por la desesperación, a la niña Cari.

Ella echó bruscamente la cabeza hacia atrás, puso las dos manos en el pecho de Bonifacio, y trató de librarse de él empujando como si un gran muro de piedra se le viniese encima.

—Tendrás lo que no has tenido nunca y podrás pedirme lo que jamás le hayan pedido a nadie —la voz de Bonifacio era de pronto opaca y febril como la de cualquier hombre aterrorizado.

La niña Cari ya no tenía más fuerzas, ya sólo podía defenderse echándose a llorar.

—No llores —suplicó Bonifacio—. Podrás hacer lo que quieras de mí.

—Déjala —ordenó Elsa—. Está asustada.

Sobresaltado, Bonifacio soltó a la niña Cari, y ella se apresuró a sujetarse al cuello con las dos manos el pañuelo de seda que su madre le puso cuando murió. Elsa había conseguido llevar hasta allí a Magdalena mientras bailaban, y los cuatro formaban ahora un grupo inestable y acongojado.

—Yo también —dijo Bonifacio—. Yo también estoy asustado. Por primera vez en mi vida tengo miedo.

La niña Cari había dejado de llorar. Miraba a Elsa fijamente y se le iba endureciendo la mirada como si comprendiese que había llegado el momento de darse por vencida.

—Enséñaselo —le rogó Bonifacio—. Cuéntale lo que me has contado.

Todavía le sostuvo la niña Cari la mirada a Elsa durante unos segundos. Luego, como quien no puede resistirse ni un instante más al resentimiento, se quitó muy despacio el pañuelo del cuello y dejó al descubierto la clavícula izquierda. Allí tenía, en el mismo lugar que los Medina besados por Vladimir, la marca de los labios del cosaco.

«El río tiene / azahar de espumas / que fabrica collares / para la luna», cantaba a todo gas Lolita Garrido, enhebrando con el piano y con la voz collares de muchas vueltas. Elsa se estremeció, pero intentó convencerse de que la niña Cari sólo acababa de confesar una travesura. Dijo, sonriendo:

—También tú te lo pintas…

La niña Cari, sin mover un músculo de la cara, lo negó con la cabeza.

—Dios mío… —y a Elsa la voz le tembló como las viejas bombillas cuando se producía una severa caída de tensión.

—Tienes que seguir bailando —intervino Magdalena, muy decidida—. Todavía queda mucha agonía por delante.

Elsa estaba aturdida por la revelación, pero se dejó llevar por Magdalena a los acuáticos balanceos del capricho andaluz para acordeón, violín, piano y voz de Adriano Guerrero. Magdalena también bailaba muy bien, con mucho ingenio y coquetería, con mucha habilidad para sortear con gracia los excesos del ritmo y acomodarlo a las limitaciones que al cuerpo le echan encima los años. El estribillo con sonajas burbujeaba por enésima vez. Del río llegaba un olor turbio y espinoso como el pronóstico sombrío de un agorero. Leonel, aprovechando que la ardiente croqueta había dejado por el momento a Vivien Jones sin ánimos para seguir diezmando el cátering, le solicitó a la británica viuda compañía para el baile, pero Vivien Jones se dio categóricamente la vuelta, como si temiera quemarse de nuevo. Teresa Galván bailaba sola, movía el cuerpo como si le doliese, mantenía la mirada hosca y perdida y la frente adusta entre la punta del gorro de miliciana que le cubría por completo la sien derecha y la cicatriz en forma de níscalo que parpadeaba en su sien izquierda igual que un exvoto a punto de romper a sangrar. Elsa vio que la niña Cari abandonaba el salón sin dejar de mirar hacia atrás y daba la impresión de temer que todos los invitados la persiguieran. Diego Castro se desplazó un paso a su izquierda para dejarla pasar. Durante un segundo, pareció que Diego y la niña Cari bailaban juntos el capricho andaluz.

—Por eso papá dejó de hablarle al tío Santiago —dijo Elsa.

Magdalena perdió la música por un momento, provocó un ligero tropiezo de su hermana con sus propios pies, y no pudo evitar levantar la voz para decir:

—Genaro lo sabe.

—Puede que lo sepan todos, y los únicos que no teníamos ni idea éramos Bonifacio y yo. ¿Tú sabías algo? ¿Sabías que tío Santiago era el padre de la niña Cari, y que ella y Bonifacio eran hermanos?

—Genaro sabe que Diego Castro está aquí —dijo Magdalena.

En aquel preciso momento, Lolita Garrido y su Cuarteto de Cámara remataban con un acorde garboso el ajetreo musical del río y las naranjas. Elsa tuvo que apoyarse en Magdalena, como si en lugar de acabarse la música se hubiera hecho repentinamente el vacío. En el otro extremo del salón, junto al muchacho del gimnasio e Irene, que aplaudían con sorprendente entusiasmo a los músicos, Genaro se volvió para mirar a Elsa. No tuvo que buscarla. Sabía dónde estaba. Y Elsa comprendió que Magdalena tenía razón: también sabía, lo había sabido desde el primer momento, que Diego Castro estaba allí, acechándole.

—Me di cuenta cuando Diego Castro se apartó para dejar pasar a la niña Cari —dijo Magdalena—. Apenas fue un paso, pero vi que a Genaro le dio un sobresalto, como si de pronto temiera que el otro se le fuese a echar encima. Y eso que estaba de espaldas y no podía verlo.

Olía a un guiso adormilado de cazón con chícharos. Por los ventanales del salón se asomaba una luz indecisa, cambiante, como si al otro lado de los muros de la casa un gran reptil amarillento estuviera mudando a trozos la piel. El muchacho guapo y lúgubre de la gorra de montar a cuadros cambió su vaso vacío por otro que un camarero de porte muy airoso y expresión muy dócil, siguiendo sus instrucciones, acababa de traerle lleno de whisky solo hasta poco menos de la mitad; Bonifacio, que había estado observándole con la melancólica envidia con que un jugador sensato contempla las apuestas temerarias, se acercó a él y le ofreció su vaso lleno de ginebra seca para brindar. Bonifacio se había desabotonado la camisa hasta el borde del estómago y aquel desgarro despechugado y brillante de sudor dejaba ver la marca del beso del cosaco en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda. Los violines del cuarteto de cámara maullaron notas de afinamiento. Teresa Galván Medina, la miliciana, tenía libre dé sombras la camisa del uniforme, con el cuello abierto y con las puntas desplegadas por encima de los tirantes del peto azul, y allí estaba, nítido sobre la piel de su brevísimo escote, el beso del cosaco. El escote del vestido blanco de organdí con el que Clara Montero se había puesto de largo y se había suicidado con Antonio Luque era generoso pero delicadamente párvulo, y el pecho de Clara, un sembrado de pecas que Antonio jugaba a contar —también ahora, mientras descansaban apoyados el uno en el otro, después de haber bailado tanto—, sin incluir nunca la huella del beso de Vladimir. Lolita Garrido se sentó al piano y bebió, de un vaso de cristal tallado que siempre llevaba a todas sus actuaciones, un mínimo trago de agua tibia con unas gotas de menta. Las hermanas Laura y Julia Ortiz Medina seguían meciéndose abrazadas, como si alguna música secreta continuara sonando para ellas solas, y se demoraban en la delicada travesura de rozar las marcas de los labios del cosaco que cada una de ellas llevaba en la base del cuello, una manera obscena y lírica de besarse. Lolita Garrido anunció por el micrófono:

—Ha llegado la hora de la música romántica. A continuación, el inolvidable Tema de Lara, de la famosa película Doctor Zhivago.

¡Cuántas veces lo había bailado Elsa con Bob, imaginando siempre que lo bailaba con Vladimir! Una oleada de sueños de amor perdido, de amor inalcanzable, de amor sin dueño, invadió la atmósfera del salón de La Desembocadura con la melodía de aquel encuentro de corazones arrebatados. A Lolita Garrido el arrobo le ponía cara de matrona rusa en estado semicatatónico. Con el viento sur acarreando nubes desde alta mar, el día era ya un enorme y viejo cetáceo gris sobre una ciudad de humo. Vivien Jones abandonó la fiesta indiscretamente, con el bolso rebosando de empanadillas de bonito y pequeños sanjacobos fríos; caminaba como una emperatriz. Leonel bailaba ya con su suegra, Carmen Osorio, y Magdalena trataba de convencer a su padre, Jesús Medina, de que lo hiciera con ella. Elsa se acercó a Bonifacio y le desafió con mucho afecto:

—¿Tendría la amabilidad de pedirme que le conceda este baile?

Bonifacio Medina Escobar no bailaba bien, pero ponía en ello su mejor voluntad. Tenía aún los ojos brillantes y todo su cuerpo desprendía un extraño calor, como si el miedo y el sufrimiento amenazaran con devolverle la vida. Se esmeraba en llevar a Elsa con toda la suavidad de que era capaz, pero el resultado era penoso, como subir a pie una larga escalera mientras Lara y el doctor Zhivago flotaban en su voluptuosa y romántica nube de amor. Elsa le dio unas palmaditas en el hombro para que se lo tomase con calma y para reconfortarlo, y le dijo:

—Menos mal que tengo toda la eternidad por delante para agradecértelo. Está resultando una fiesta maravillosa. Y ha venido todo el mundo.

—Prácticamente todo el mundo, sí.

—¿Quién es ese muchacho de la gorra a cuadros, tan guapo y tan elegante, pero tan triste, con el que brindabas hace un momento?

Bonifacio sonrió con pesarosa admiración, igual que ese jugador prudente que adivina que otro está a punto de ganar una fortuna con una apuesta insensata. Dijo:

—Mariano Galván Medina, el que le dio el tiro de gracia a su hermana Teresa.

Elsa, sorprendida y apurada como si de pronto cayera en la cuenta de que se había olvidado de socorrer a quien más lo necesitaba, se despegó un poco de Bonifacio y trató de localizar con la mirada a Mariano en el lugar en el que lo había visto unos minutos antes, pero el muchacho ya no estaba allí. Bonifacio notó que eso la ponía nerviosa.

—No te preocupes —le dijo—, no se ha marchado.

—Entonces —reconoció Elsa, haciendo un esfuerzo por tranquilizarse—, es verdad que no falta nadie. Bueno, falta Anselmo, el novio de María Buena. Y hay que ver la lata que me dio la pobre para que lo invitase.

—Anselmo también ha venido —dijo Bonifacio, y de pronto daba la impresión de que volvía a ser el hombre sosegado y eficaz que era antes de conocer el miedo por culpa de la niña Cari—. Está con María Buena en el porche chico, como hace sesenta años, cuando eran novios y se pasaban ahí las horas pelando la pava. Él quería entrar, pero ella no le deja. Dice que no quiere que se le muera otra vez por meterse a que le protejan los señoritos.

Elsa sonrió con la dulzura maliciosa que siempre tuvieron las niñas de Medina.

—Si esto es lo que piensa de nosotros la María Buena, ¿qué pensará la María Mala, verdad? De todas maneras, que piensen lo que quieran, es bonito que estemos todos aquí.

—No todos, Elsa, no todos —ahora Bonifacio parecía cuidadoso para no lastimarla—. Sabes perfectamente que alguien falta. Sabes que falta Vladimir.

Uno de los violines desafinó como si arañara un cristal, y Elsa buscó cobijo en los brazos de Bonifacio para no quedar a merced de su propia desesperanza. Nunca le había gustado que la vieran descompuesta.

—Ya lo sé —dijo—. Claro que lo sé, maldita sea. Llevo toda la vida esperándole, llevo toda la vida echándole de menos, llevo toda la vida sintiéndome olvidada por él. He sido feliz, Bonifacio, he sido asquerosamente feliz durante toda mi vida. Nadie dirá nunca de mí que el dolor acabó por redimirme, nadie dirá nunca que tuve derecho a sentirme orgullosa de mí porque fui capaz de sufrir. He sido toda mi vida una negada para el sufrimiento, y nadie se tomará nunca mi recuerdo en serio, Bonifacio. Fíjate en el pobre Pelayo y en su pobre amiga —en aquel momento, Tándem Terminal les robaba con su cámara una fotografía sarcástica a Carmen Osorio y su yerno Leonel, que bailaban como si él tratase de derribar una puerta y ella intentase atrancarla por el otro lado—, ellos fueron siempre destrozones, descarados, feroces, divertidos, caprichosos, charlatanes, insidiosamente felices, y ahora ¿qué?, ahora seguro que mucha gente se emociona al acordarse de ellos, porque enfermaron de un mal terrible, porque tuvieron una muerte trágica y prematura y se enfrentaron a ella con gallardía, porque el sufrimiento los salvó. Yo, en cambio, nunca he sido capaz de sufrir más que durante un rato. Claro que me he llevado disgustos, claro que se me ha muerto gente a la que quería, pero enseguida me encontraba con montones de cosas que hacer y se me olvidaba que tenía que estar apenadísima. Nadie se emocionará cuando se acuerde de mí; dirán que fui muy mona, muy elegante, muy rica, muy afortunada, incluso muy valiente y muy adelantada a mi tiempo, y encantadora a más no poder, pero a nadie se le encogerá el corazón cuando me recuerde. Ya ves, Bonifacio, incluso estoy teniendo una muerte felicísima. Sólo ha faltado el marisco —Elsa se dio cuenta de que Bonifacio iba a protestar y se lo impidió—: Ya sé, hombre, ya sé que no están las cosas como para bromear con los mariscos por culpa de esos vertidos tóxicos, pero ni siquiera estoy expuesta al bochorno de que mis invitados se me intoxiquen. Mira esas pobres chicas —Laura y Julia Ortiz Medina ofrecían ahora, sin darse cuenta, su apacible y cálida lujuria a la burlona procacidad de la cámara de Tándem Terminal—, fíjate en nuestro joven y desgraciado poeta —Javier Medina acababa de regresar a la fiesta, tenía todo el aspecto de haberse despertado de pronto de un sueño indeseable, buscaba desesperadamente a la niña Cari—, hasta Genaro va a ser incapaz de librarse de caer de nuevo en brazos de Diego Castro, por más que siga empeñado en competir con Irene por los favores de nuestro beefcake de medio pelo. A lo mejor hasta consigue que Irene le arañe, y te aseguro que Irene es una fiera arañando. Irene no es que sea una mujer desgraciadísima, pero es una infeliz, en eso ha salido al pobre Bob, o al pobre Álvaro, ya ni me acuerdo, y algo es algo, y yo estoy convencida de que a ella también la besó Vladimir, aunque fuera de refilón, mira el lunar que tiene en la clavícula izquierda —y entonces Elsa creyó ver que aquel lunar volvía a desplazarse unos centímetros por la clavícula de su hija—. En realidad, ni el pobre Álvaro ni el pobre Bob me dieron nunca, queriendo o sin querer, verdaderos motivos para sufrir. Cuando Bob se las ingenió sin ningún reparo para no ir al frente en la segunda guerra mundial, yo me compré un uniforme de enfermera del Ejército de Salvación con la esperanza de compartir el dolor de nuestros heroicos soldados, me apunté en la oficina de San Diego del cuerpo de Sanidad, y me puse a esperar a que me llamasen. Nadie me llamó nunca, y por ahí andará mi uniforme, sin estrenar y muerto de risa. Ninguno de aquellos muchachos malheridos se acordará jamás con gratitud de mí. Y también aquí tuvisteis guerra, tuvisteis hambre, tuvisteis cuarenta años atroces, y yo vivía contentísima en California, un lugar que parece inventado para la gente que no sabe sufrir. A nadie, cuando piense en mí, se le romperá el corazón. No soy Merle Oberon en aquella película en la que hacía de francesa y engañaba a su marido con Louis Jourdan, no soy Audrey Hepburn en aquella otra en la que hacía de rusa y también engañaba a su marido y terminaba tirándose debajo de un tren mientras nevaba sin parar, no soy Vivien Leigh, que estaba loca por Marlon Brando y loca del todo en aquella película del tranvía, y que además acabó loca de verdad, la pobre, para amargura de Laurence Olivier, que era su marido; no soy Rock Hudson, ni soy Elizabeth Taylor, que ha tenido que someterse a tantísimas operaciones. Lo intenté, pero no me sirvió de nada. Vladimir no quiso saber nada de mí. Y sigue sin querer. Ahí estará, en el vestíbulo, como si todo esto no fuera con él. ¿Por qué no pasa, aunque no sea más que para ver eso? Fíjate —y Bonifacio miró hacia donde Elsa le señalaba, y vio a la miliciana Teresa Galván inmóvil, con las manos metidas en los bolsillos del peto azul, hosca, con la mirada baja, y a su lado, incapaz de aguantar el temblor del pecho, sin poder apartar la vista de la cicatriz en forma de níscalo que ella tenía en la sien izquierda, estaba Mariano, el muchacho guapo y lúgubre, el muchacho al que todavía le quemaba la pistola en la mano, mudo por culpa de la bala que él mismo se había disparado en el cielo del paladar, ocultando con aquella gorra a cuadros el destrozo que la bala hizo al salirle por la cabeza, aquel muchacho que empezó lentamente a acercar los labios a la cicatriz de la frente de su hermana, muy despacio, con mucho miedo de que su hermana le rechazase, hasta cerrar los ojos para no ver si ella seguía allí, esperando, aceptando, recibiendo el beso que por fin él depositó en la cicatriz como si estuviera sediento, mientras las lágrimas de ambos empezaban a mezclarse y la canción de Lara no dejaba ya resquicio para otra cosa que no fuera melancolía…—, míralos, ¿por qué no entra Vladimir y los ve, por qué no me mira, por qué no se da cuenta de que la niña Elsa Medina Osorio sigue teniendo hambre de él, por qué no se encapricha un poco de mí? Ya ves, Bonifacio, ya ves qué drama tan grande el mío, y ni siquiera soy capaz de llorar.

Apoyó la cabeza en el pecho cálido y brillante de Bonifacio, y él le dijo suave, cariñosamente:

—La música ablanda los corazones. Aún hay algo que se puede hacer.

Pero la música se interrumpió de pronto. Se oyeron gritos. Todo el mundo dejó de bailar. Todos miraron hacia el lugar de donde venía el alboroto y vieron cómo el muchacho del gimnasio le daba un violento empujón a Genaro, y le gritaba:

—¡No me toques, maricón de mierda!

Bonifacio acudió corriendo a poner orden. Irene abrazaba por la espalda al muchacho desnudo y le suplicaba que se calmase. Genaro parecía una colegiala sorprendida mientras se disfrazaba de señorito calavera; de los pies a la cabeza era un modelo de candorosa contrición. Bonifacio quiso saber qué había pasado y el chico del gimnasio dijo que Genaro se había puesto a manosearle el culo y que lo iba a matar.

—No tan deprisa, chaval, no tan deprisa —dijo Diego Castro—. Matarlo es cosa mía.

Allí estaba, mandando. Nadie le había visto acercarse. Miró a Bonifacio, y Bonifacio entendió que aquél era un asunto entre Genaro y Diego, que los dos habían buscado que aquel momento llegase. También Elsa lo sabía, y no se movió. Bonifacio se volvió hacia el estrado de los músicos y les ordenó con gestos enérgicos que siguieran tocando, pero Lolita Garrido y su Cuarteto de Cámara sólo acertaron a repetir una y otra vez, muy desafinados, los últimos compases del Tema de Lara.

—Vuelve conmigo —dijo Diego Castro—. Yo te dejaré manosearme todo lo que quieras.

Genaro sonreía de un modo muy triste, y empezó a desabrocharse los botones del chaleco mientras decía con la cabeza que no.

—Si no te vienes —la voz y el tono de Diego Castro eran ahora suplicantes—, no tendré más remedio que apuñalarte otra vez.

—Hazlo, por favor —rogó Genaro—. Si no lo haces, no tendré valor para irme contigo.

Elsa vio cómo Diego Castro se metía la mano en el bolsillo del pantalón, con la absurda y cautelosa lentitud con la que alguien quitase la espoleta a una bomba pretendiendo que estallase sin hacer ruido. Luego, también muy despacio, también con la tranquilidad fatídica de un disparo proyectado a cámara lenta, Diego y Genaro se abrazaron. Sólo fueron unos segundos. Algo se movió sigilosamente entre los dos igual que una víbora con su certero instinto en busca del agua, llegó a la altura del pecho de Genaro, y Genaro se encogió de golpe, como si el pecho se le hubiese achicado repentinamente. Por el antebrazo de Diego Castro empezó a resbalar la sangre caudalosa del corazón.

El silencio era doloroso como si a todos les hubieran arrancado la lengua de cuajo.

Diego Castro cogió en brazos al hombre al que acababa de apuñalar en el corazón por segunda vez y, al volverse en dirección a la puerta, se encontró a Elsa que intentaba, si no impedirle la huida, tal vez retenerlo para velar durante unas horas el cuerpo inerte de Genaro. Elsa tenía en los ojos el brillo profundo e inconfundible del dolor.

—No se preocupe, señora —dijo Diego Castro, y parecía de pronto luchar contra un lacerante cansancio—. Está en buenas manos. Ya nunca volverá a dejarme, ya nada ni nadie podrá separarme de él.

Dejó que se fueran. Dejó que Bonifacio se empeñara inmediatamente en recuperar el bullicio y la animación de la fiesta. Elsa estaba asustada y sentía remordimientos. Pensó que le había puesto a Genaro una trampa, y ahora se avergonzaba de aquella manera de sufrir. El dolor era hondo e incurable, estaba bien agarrado a su alma. Bonifacio exigía a los camareros, que se dispersaban por el salón con bandejas de dulces y golosinas, un poco más de entusiasmo, un poco más alegría, un poco más de estilo. Seguían entrando desconocidos; María Buena había encontrado una forma de vengarse, dejar la puerta de la calle abierta de par en par. Del río llegaba un olor pegajoso y destemplado, era como si al aire le estuviera subiendo la fiebre. Trufas de chocolate, tocinillos de cielo, piononos, bizcotelas primorosamente troceadas, pasteles de crema de vainilla y de café… Bonifacio se acercó al estrado de los músicos y les ordenó que volvieran a tocar. Entonces, Lolita Garrido dijo:

—Lolita Garrido y su Cuarteto de Cámara interpretarán ahora para todos ustedes un número exótico y lleno de gracia, con el que esperamos que mantengan bien arriba los ánimos. A continuación, Cosacos de Kazán, de la ópera Katiuska.

Inmediatamente empezaron a salir trotando de la humilde garganta de Lolita Garrido, y de los violines trémulos y el acordeón entusiasmado, los valientes cosacos de la Pequeña Rusia. Los camareros servían vino dulce, licores de frutas insólitas, brandys y orujos, más champán. Elsa sabía que aquel sufrimiento era cabal, pero aún le hacía más daño la sospecha de que toda aquella fiesta no había sido más que una encerrona para Genaro, un pretexto para que él y Diego Castro se encontraran, y para que gracias a ellos y a su desdicha pudiera conocer ella el verdadero dolor. Lolita Garrido exaltaba con toda la fiereza de sus cuerdas vocales a los «cosacos de Kazán / que sobre caballo van / sin temor y sin desmayo». La pena estaba empezando a asfixiar a Elsa. Los cosacos de Kazán en la guerra eran un rayo y en la paz un huracán. Del río llegaba un olor ingrato que no parecía tener remedio, y Bonifacio, para combatirlo, había ordenado a los camareros que trajesen gigantescos ramos de flores. «El dolor ahoga» pensó Elsa. Gladiolos blancos, crisantemos amarillos, rosas pálidas. «Volverán, que no les parta un rayo, / Volverán, mediado el mes de mayo, / Volverán con las plumas de un gallo / los cosacos de Kazán». Elsa sintió en el hombro un aliento dulce y penetrante, capaz de anestesiarle la piel. Cerró los ojos. Notó una mano fuerte y cálida en su cintura. Se volvió. Sabía que era él. No había acudido al reclamo de la música, no había acudido al reclamo de los ecos que llegaban de las estepas del Don; había acudido al reclamo de su dolor. Todo estaba oscuro, como si hubieran apagado todas las luces y echado todas las cortinas. Elsa se apretó contra Vladimir, y sonrió: juraría que no llevaba calzoncillos. Luego sintió en su cuello los labios que tanto había deseado. La picadura de un beso punzante y feliz.