12
Los ojos pintados

Elsa tenía serias dudas sobre el éxito de Irene con el muchacho del gimnasio. Desde luego, no se trataba de que lo sedujera, sino sólo de convencerlo de que acudiese a La Desembocadura para una sesión fotográfica que, aparte de estar bien remunerada, podría llegar a abrirle insospechadas puertas como modelo publicitario en las mejores revistas de moda de Estados Unidos.

La ocurrencia era audaz, pero a nadie le pareció descabellada. Elsa encontró encantador que ya hasta los muertos aceptasen con una mentalidad muy contemporánea el que un macho verdadero pudiera entusiasmarse con la perspectiva de posar prácticamente desnudo, o desnudo del todo, y aparecer de tal guisa en publicaciones más o menos rigurosas sobre últimas tendencias en ropa y complementos para hombre. En cambio, la decisión de encomendarle a Irene el encargo de engatusar al chico, acordada por irremediablemente exigua mayoría —Magdalena y Bonifacio se manifestaron a favor; Leonel, en contra; y Elsa se mantuvo firme en abstenerse de expresar su opinión, argumentando una inverosímil falta de objetividad al tratarse de su hija—, no ofrecía demasiadas garantías de éxito. Al menos, ésa era la verdadera opinión de Elsa —objetiva a más no poder—, aun aceptando que, en el mejor de los casos, el aspecto plastificado y algo ortopédico, el aire medio alelado y el fortísimo acento de Irene eran un arma de doble filo: si bien el muchacho podía sacar inmediatamente la conclusión de que el vino, sobre todo ingerido en ayunas, produce efectos de veras catastróficos en las señoras de cierta edad, también cabía aventurar que el mozalbete concediera a la fantasiosa propuesta un crédito mesurado, pero suficiente para animarlo al menos a probar, en atención al prestigio que, desde la rumbosa boda de un guapo y jovencísimo mancebo de la farmacia de la plaza de El Pradillo con la destartalada y muy rica viuda de un escurridizo especulador inglés, habían adquirido entre la juventud masculina local las forasteras extravagantes. Ése fue, precisamente, el argumento que utilizó Magdalena para depositar su confianza en Irene, y lo hizo con su afectuosa e inmutable sonrisa, en la que Elsa adivinó esta vez un malicioso homenaje a Martha Cronenberg.

Irene aceptó el encargo sin apreciables muestras de entusiasmo, fastidio o preocupación. La idea había sido, el día anterior, de Bonifacio Medina, nada más salir Genaro del gabinete entre lánguidas camballadas, como las desdichadas heroínas románticas cuando se dan cuenta de que acaban de beber un veneno mortal. Segundos antes, Leonel había conseguido aturdirlos a todos con la noticia de que Diego Castro vigilaba frente a la casa y había prometido no moverse de allí hasta que Genaro aceptara hablar con él, y Genaro fue el primero en reaccionar y se soltó del brazo de Bonifacio y salió del gabinete con aquel vaivén indeciso, pero armonioso, que tanto se parecía a la marcha hacia el cadalso de una marquesa íntima de María Antonieta, narcotizada previamente por alguna mano misericordiosa para atenuarle el daño de la guillotina. Entonces, Bonifacio dijo que había que hacer algo. Lo dijo con sencillez, con calma, sin ningún énfasis, para dejar claro que era un hombre que sabía tomar decisiones, se veía que dominaba esa delicada manera de tomar la iniciativa que consiste en dar a entender que, en realidad, se está solicitando ayuda.

Lo primero era no dejarle salir de casa bajo ningún pretexto; Elsa se mostró de repente muy alarmada ante la posibilidad de que Genaro fuese al encuentro de Diego Castro, pero Bonifacio la tranquilizó asegurándole que el corazón de Genaro estaba todavía tan cargado de alhucema, tan anestesiado por aquella fragancia humeante y acogedora, que carecía de la energía necesaria para obligarle a ser imprudente. Luego, Bonifacio dijo que había oído hablar del muchacho del gimnasio, sabía que Genaro conseguía desprenderse del peso doloroso de su memoria mientras lo contemplaba, y estaba al tanto de que hasta el lunes a mediodía el chico no acudiría de nuevo a entrenarse y, si el sol calentaba lo suficiente, a tumbarse en una hamaca en la azotea de las antiguas despensas con la placidez de quien no tiene deudas ni proyectos pendientes. Dijo que había que conseguir que el chico y Genaro se conocieran.

Entonces llegó Magdalena, con mucho sofoco, y contó que Genaro no se despegaba del ventanal del vestíbulo, y que Diego Castro terminaría por descubrirlo, que si todas las personas tienen un sexto sentido que les avisa de que alguien las está mirando con mucha insistencia, aunque sea a escondidas, en los delincuentes seguro que está desarrolladísimo ese sentido de más. Bonifacio pidió un poco de tranquilidad. En su opinión, los ajusticiados terminaban sintiéndose redimidos y él pensaba que Diego Castro no había vuelto para vengarse, que había llegado desde tan lejos y al cabo de tantos años en busca de descanso, que quizás lo único que pretendía era el perdón de su víctima, y seguramente pedirle que volviera con él, y que ahí estaba el peligro, y Elsa pensaba que Bonifacio tenía razón. Leonel intervino en ese momento para indicar que el tipo porfiador y nervioso con el que había hablado en la puerta hacía menos de una hora no parecía desde luego una beata penitente. Pero Bonifacio estaba seguro de que si Diego Castro comprobaba que Genaro ya no sentía nada por él, que había otro muchacho que le caldeaba el corazón, se sentiría reconfortado y libre por fin de sus remordimientos y probablemente optaría por regresar, como quien se retira a reconciliarse con sus grandes fracasos, al lugar en el que el castigo había luchado por librarle de la necesidad de escapar de su propia culpa. Por eso había que lograr que Genaro y el chico del gimnasio se conocieran, y había que darle al chico un buen motivo para venir a la casa. Magdalena dijo: «Pelayo, el bisnieto de tía Ángela Medina, podría hacerle fotos».

Elsa recordó entonces aquellas páginas de una revista, a todo color, que Magdalena le había enviado no hacía demasiado tiempo. Formaban parte de un número especial sobre jóvenes artistas plásticos españoles e incluían dos fotografías: en una de ellas, colocada por el maquetista en el centro de la página y rodeada de texto, aparecían dos chicas, o tal vez dos chicos, lo suficientemente decorados como para que el sexo de cada uno de ellos resultara no sólo impredecible, sino intranscendente, y el pie de foto informaba: «Tándem Terminal: Pelayo Galván y Ana Campoy»; la otra página la ocupaba entera una composición mixta de fotografía y pintura con animales quiméricos —fotomontajes con cuerpos y cabezas de perros, gatos, loros y salamandras reales y de peluche— devorando los restos de una cena babilónica que incluían, entre sobras de suntuosos manjares, un elegante zapato rojo de tacón, el cuello de una camisa de gala con su correspondiente pajarita de raso negro, las inconfundibles iniciales doradas de Christian Dior sobre un trozo de cuero desgarrado que sin duda era todo lo que quedaba de un bolso o un cinturón, un guante de señora con una imponente sortija de esmeraldas y brillantes en el dedo anular, y otros despojos de los comensales. En el ángulo inferior derecho de la página, calado en blanco, figuraba el título de la obra: Reciclaje.

Leonel, tal vez tratando de hacer valer su advertencia con un gesto que a su edad no dejaba de denotar cierta gallardía, se levantó de la butaca y dijo que no le parecía una buena idea meter en casa a un chico así. Magdalena salió de inmediato en defensa de la honradez del joven desconocido del gimnasio, porque no había ninguna razón para sospechar lo contrario, pero Leonel aclaró que no se refería a aquel muchacho, sino a Pelayo Galván «y a esa horrible enfermedad de la que murió».

Sobre ese particular, sobre la causa de la muerte de Pelayo Galván Serrano, ocurrida el 9 de octubre de 1994, Magdalena se había limitado a escribirle a Elsa: «Recordarás que cuando la hija mayor de Adela Cordero murió de tuberculosis nadie, ni su propia madre, quería amortajarla, y con esta criatura ha pasado lo mismo». Elsa, en efecto, se acordaba de la muerte de Cristina León, la hija de Adela Cordero, y de cómo un estupor cargado de terror supersticioso se había apoderado de las familias bien de la ciudad, porque hasta entonces la tuberculosis sólo había causado víctimas entre «la gente sencilla», como decía siempre Carmen Osorio, con su caritativo concepto de la sencillez. La hija de Adela Cordero iba al colegio de La Blanca Pastora, en el que las monjas habían admitido el último curso a cinco alumnas «de familias sencillas», de cuyos gastos de educación y manutención en el comedor escolar se hacía cargo la Asociación de Padres de Alumnas y Antiguas Alumnas de La Pastora, un círculo de mucho empaque social que aquel año, por sugerencia de la superiora del colegio, había acordado destinar parte de su saneada tesorería a la formación de niñas sin recursos. Pero el diagnóstico de la tuberculosis en una alumna de pago, que todo el mundo atribuyó al contagio de las alumnas de misericordia, provocó una retirada en masa de colegialas que la congregación religiosa de ninguna manera podía permitirse, de forma que el prepósito general de la orden concedió su paternal autorización para que la desconsolada superiora de La Blanca Pastora tomase la dolorosa decisión de expulsar sin contemplaciones a las alumnas del programa benéfico. Sólo tras una exhaustiva desinfección del colegio, y cinco inspecciones de unos abrumados técnicos designados por la Asociación de Padres y que eran en realidad expertos en las plagas de la vid, algunas familias consintieron en que sus hijas volvieran a las aulas, pero, dado que enseguida aparecieron y abundaron los casos de tuberculosis entre los apellidos más distinguidos, La Blanca Pastora tardó mucho tiempo en librarse de su justiciera fama de nido de bacilos.

«Ella también murió de lo mismo», dijo Bonifacio, «y los dos trabajaron siempre juntos, pero no hay ningún riesgo de que alguien se contagie». Leonel miró a su alrededor y se dirigió al secreter para tocar madera y conjurar el peligro. Elsa no necesitaba que nadie pronunciase el nombre de la enfermedad que había terminado prematuramente con la vida y la prometedora carrera artística de Pelayo —los términos tan entusiastas con que se referían en el reportaje que le había enviado Magdalena al trabajo de Tándem Terminal compensaban con creces el desconcierto y la incomodidad estomacal que provocaba la mera contemplación de aquel Reciclaje sin anestesia— para identificarlo, y no le parecía un nombre infamante: «Aids», dijo. Y lo repitió en español: «Sida». En California, con todos aquellos muchachos demacrados pero de mirada encendida por el coraje de vivir, se había acordado más de una vez, antes de que Magdalena la mencionara para referirse con su habitual cautela a la muerte de Pelayo, de Cristina León, aquella chiquilla que murió de una tuberculosis que parecía un mal de otros.

En aquel reportaje, Tándem Terminal hablaba de su trabajo con un entusiasmo desigual y discordante. Ana: «Sé que la composición es fundamental y reconozco sin dificultades las ideas con alma, las distingo muy bien, enseguida, de las que son tramposas y cancerosas, por brillantes que puedan parecerles a los demás. Yo no sé engañarme a mí misma, y ser modesto es, desde luego, una forma muy tonta de mentirse a uno mismo. Si tengo un flash que me parece bueno, es bueno, eso lo tengo clarísimo. Pero también tengo clarísimo que es necesario que tú mires, sin tu mirada demiúrgica mis ideas jamás podrían llegar adonde han llegado, yo no sería nadie». Pelayo: «A mí, en realidad, crear me parece aburrido, pero discurrir con la mirada sobre lo creado por ti resulta al menos práctico. Con mi mirada, tu obra adquiere valor, mi mirada te permite ponerle precio y no considerarlo denigrante». Ana: «A veces tengo pesadillas en las que un cirujano nazi me trasplanta tus ojos y, cuando despierto de la operación, descubro horrorizada que estoy ciega. Porque tu mirada no puedo fagocitarla, no la puedo copiar, sé que estoy condenada a depender de ella durante el resto de mi vida, porque sé que estoy condenada a crear mientras esté viva». Pelayo: «Para mí, vivir es mucho más que crear». Y así, en ese vaivén entre la devoción fatalista de ella y la desdeñosa vitalidad de él, discurría toda la entrevista a dos voces —interrumpida por recuadros de fondo sepia en los que ambos, bajo el nombre común de Tándem Terminal, comentaban, mediante párrafos únicos y de puntuación anárquica, algunos de sus cuadros, reproducidos o no—, una conversación que alguien, cuya firma ni siquiera aparecía, se limitaba a transcribir. En un momento determinado de la doble perorata, el destino creativo de ella se entrelazaba con su supuesta biografía, brumosos datos familiares de vacilante procedencia nórdica, casi mitológica, que parecían extraídos sin el menor escrúpulo de narraciones mágicas de gran éxito editorial en aquel momento en todo el mundo o, con más seguridad, de una aparatosa adaptación cinematográfica de las mismas. A aquella desenvuelta y sospechosamente galaica mistificación del linaje de Ana, Pelayo oponía una descripción no menos estilizada y desinhibida, pero utilizando el lenguaje y el colorido de la más elegante revista del corazón, de su origen y parentela, con todo lujo de detalles: el nombre de su lugar de nacimiento, sus ocho primeros apellidos —Medina figuraba en séptimo lugar—, la tradición bodeguera de una de las ramas de su familia, los nombres de los cortijos y las casas de recreo en las que se celebraban las monterías o discurrían los felices veranos, nombres en diminutivo seguidos de apellidos sonoros de la mejor sociedad andaluza y citados con armoniosa indolencia, encantadores homenajes a algunos hombres y mujeres de la rama materna que habían triunfado moderadamente en sus respectivas profesiones por su propio esfuerzo —un conocidísimo ginecólogo, una presidenta nacional de Acción Católica, un joven arquitecto que prometía horrores— y, de pronto, una frase que sin duda resultaría enigmática para todo el que la leyese, pero no para Elsa: «Algunos cargamos con nuestro destino desde mucho antes de que existiera todo eso». No era una frase que sonara solemne en medio de tanta distinción y tanto desahogo económico —producto a todas luces de la imaginación burlona del mozalbete de la prodigiosa mirada—, sino que se integraba sin desentonar con su risueño misterio de serial radiofónico en esa caricatura del pamplineo que Pelayo Galván había decidido dibujar sobre los vulgares trazos de su libro de familia. Sin embargo, adquiría empaque de legendaria fatalidad cuando Elsa la leía en voz alta. A ella no le cabía la menor duda: Pelayo Galván se declaraba víctima del beso de Vladimir. Por lo demás, Elsa encontraba desternillante el contraste entre la empingorotada saga familiar, desbordante de estilo clásico, que Pelayo se adjudicaba, y el propio aspecto del muchacho, si es que en efecto Pelayo era quien Elsa había decidido, después de observar en la fotografía que publicaba el reportaje a aquellas dos criaturas pintarrajeadas y vestidas con lo primero que al parecer cada una de ellas había encontrado en el enloquecido armario común. Apenas seis meses después de la aparición de aquel número monográfico de una revista que parecía dedicada realmente a proclamarse a sí misma el heraldo de la modernidad —cuando la modernidad llevaba, al menos en Madrid, diez años muerta—, Magdalena dejó constancia en una de sus cartas a Elsa del fallecimiento del bisnieto artista de Ángela Medina y le recordó el caso dramático de Cristina León, la hija de Adela Cordero, a la que nadie, ni su propia madre, había querido amortajar.

La niña Cari se encargaría de avisarlos.

Naturalmente, si la niña Cari iba esa tarde por La Desembocadura y podían darle el recado. Porque desde el día de la tormenta, cuando acarició con sus dedos tristísimos la marca del beso tatuada en el cuello de Elsa, sólo aparecía para darle al primero con quien se encontrase en aquel momento en la casa alguna noticia, en general insignificante, sobre los invitados a la fiesta, o para recabar respuestas a preguntas, casi siempre peregrinas, que siempre sonaban como pretextos inventados para justificar aquellas visitas fugaces y llenas de congoja: Laura Ortiz Medina había recibido por fin la invitación con un gesto que a la niña Cari le había parecido sobre todo de cansancio; Teresa Galván se había sonrojado cuando ella le aseguró que Mariano Galván había olvidado por completo que estaba muerto; Clara Montero quería saber si resultaría excesivamente inadecuado asistir con el vestido de noche que lució en su puesta de largo, porque le hacía ilusión arreglarse un poco para la primera fiesta a la que iba a asistir con Antonio Luque… Muchas veces no encontraba más que la mirada atónita de María Buena o la desconcertante facilidad de Irene para decir incongruencias en nombre de su buena voluntad para ayudar en todo lo posible, cuando no la patosa indiferencia de Leonel, pero la niña Cari no prestaba la menor atención a aquellas muestras de desvarío o desinterés y sólo tenía ojos para el lazo de la primera comunión de Elsa, todavía atado como un prisionero olvidado por sus guardianes al brazo de Vladimir. Confiar, por tanto, en la niña Cari la tarea de pedir a Pelayo Galván y Ana Campoy que fueran a La Desembocadura la tarde del lunes 18 de octubre, a recuperar el esplendor de la mirada, era temerario, y entonces Bonifacio dijo que él se encargaría de hacerlo y que estaba seguro de conseguir que acudieran. «El muchacho del gimnasio es muy guapo», añadió.

Se parecía a Larry Campbell; eso dijo Irene. También ella lo había estado observando con frecuencia desde la ventana de su habitación, y era como si viera a Larry despreocupadamente apoyado en el viejo Packard de segunda mano que había conseguido comprarse después de todo un año de trabajar de noche en la gasolinera que había frente al hipódromo de Del Mar. Irene tenía entonces catorce años y Larry Campbell, el hijo mayor del escrupulosísimo contable de Bob Sheenan, empezaba ya a estudiar leyes en la Universidad de San Diego, con una beca conseguida gracias a sus excelentes marcas como nadador de fondo. Entre ellos no hubo más que la mínima familiaridad que permitía la relación profesional de sus respectivos padres, pero un día, desde la ventana de su habitación, Irene —que se había pintado los ojos a escondidas de su madre— vio a Larry apoyado en su coche de color cereza con esa indolencia que no favorece más que a los hombres muy guapos y, fascinada por el hecho de que sólo desde aquella distancia exacta lo encontrase tan irresistible, se quedó observándole hasta que Paul Campbell salió de despachar con Bob y subió en el Packard de su hijo con la cara de satisfacción de quien empieza a recoger los frutos del esfuerzo invertido en la educación de su prole. Durante más de dos semanas, todas las tardes, Irene se apostaba en la ventana de su cuarto, atenta a la invariable sucesión de movimientos y gestos de Larry: aparcaba frente al camino que conducía a la entrada principal de la casa, bajaba del coche con californiana energía y lo rodeaba por detrás sin olvidarse nunca de obsequiarlo con dos palmadas muy cariñosas en el maletero, cambiaba bruscamente el ritmo de sus pasos y se acercaba con la insinuante lentitud de los proxenetas primerizos a la puerta delantera del lado opuesto al del conductor, apoyaba la cadera en la carrocería y giraba el cuerpo restregándose lentamente contra ella para terminar como si las nalgas las tuviera incrustadas en el coche, y luego se recostaba y se relajaba poco a poco hasta alcanzar aquella provocativa dejadez que tanto inquietaba a Irene, y encendía un cigarrillo. Apenas se movía durante los diez o quince minutos que tardaba en aparecer su padre. En esos momentos, se parecía a Tab Hunter. Y, sin embargo, el segundo día de vigilancia, Irene se había llevado una decepción: Larry resultaba sin duda atractivo, pero sin el brillo adulto y acaparador de la víspera. Para sorpresa de Irene, ese brillo reapareció el tercer día, y entonces ella cayó en la cuenta de que acababa de pintarse otra vez a escondidas los ojos, y se convenció de que en sus ojos clandestinamente pintados estaba el secreto del resplandor maduro y avaricioso de Larry, y desde entonces siguió espiando a Larry día a día con los párpados maquillados y las pestañas embadurnadas de rímel para ver a un hombre que no existía. Al cabo de dos semanas, Larry dejó de ir a recoger a su padre, al parecer por culpa de su nuevo horario de entrenamiento con el equipo universitario de natación, e Irene se sintió extrañamente liberada y Larry volvió a ser, entre los chicos y chicas de su edad o a bordo de su escandaloso coche, el joven risueño y algo fanfarrón de siempre, pero la primera vez que Irene vio al muchacho del gimnasio tomando el sol en la azotea de las antiguas despensas le dijo a Elsa cuánto le recordaba aquel chico a Larry Campbell.

Había vuelto a pintarse los ojos.

Y se los había pintado también aquella mañana de luminosidad variable, con nubes aisladas de color aluminio que iban deslizándose como silenciosas carretas ensabana das por un cielo muy azul y que velaban el sol con frecuencia imprevisible y por tiempo desigual, de forma que la luz iba brillando y desmayándose como si llegara desde un faro mal graduado y de mecanismo caprichoso. Esa claridad voluble y traicionera había sido la causa de que Irene se mostrase durante toda la mañana particularmente aturdida: no sabía cómo acertar con el maquillaje para aquel continuo vaivén entre un día radiante de otoño y un tiempo mortecino y de colores muy apagados, circunstancias que aconsejaban iluminar el cutis de forma muy diferente si se perseguía conseguir un efecto seductor, tal como le habían explicado con enérgico optimismo los expertos en tratamiento facial después de cada una de las operaciones de estética. Al final, había optado por una solución intermedia, mezclando agresivos colores diurnos con enigmáticos tonos crepusculares, añadiendo, por si acaso, unos brochazos de pigmentación meridional, siempre tan rejuvenecedora. Según Leonel, parecía un apache a punto de entrar en guerra. Pero Magdalena, tan experta en sonreír con dulzura ante cualquier catástrofe, opinó que resultaba la mar de convincente como ricachona extranjera ansiosa de volver a catar los privilegios de la juventud, y que el muchacho del gimnasio no podría resistirlo.

Desde el cierro del gabinete, la habían visto dirigirse a las antiguas despensas, atravesando el jardín trasero, con la contumaz inseguridad de una dipsómana dispuesta a encontrar un amor para lo que le quedase de vida. Irene se había puesto un conjunto de entretiempo de color vino que Elsa recordaba haberle regalado hacía más de un año, un día en que, para celebrar que los niños de un colegio la habían confundido con Nancy Reagan —y la profesora que los acompañaba le había rogado que de todas maneras les firmase autógrafos, porque tan importante era ser la auténtica como ser una copia exacta—, salieron después del lunch de The Rainbow House y fueron juntas a pasear por un centro comercial recién inaugurado en La Jolla, en una de cuyas tiendas de precios desconcertantes su hija se enamoró de aquel modelo firmado por un diseñador italiano del que Elsa sólo sabía que acababa de ser asesinado en Miami por un guapo buscavidas; un conjunto de falda de punto hasta los tobillos y caída desigual y jersey de cuello en pico que le permitía a Irene enseñar el lunar encallado, como una canoa sin dueño y sin nombre, sobre su clavícula izquierda. Había dudado entre llenarse de bisutería de calidad, por si el muchacho del gimnasio conservaba la inocencia de los primitivos frente a las piedras de colores, o lucir algunas de las escasas joyas, regaladas por sus sucesivos maridos, que se habían salvado de la voracidad de los cirujanos plásticos. Optó por la hipotética sencillez de una gargantilla de oro de tres vueltas con treinta rubíes del tamaño de granos de café, un broche de platino y madreperla y lágrimas de ámbar en forma de velero cartaginés y de las dimensiones del puño de un encofrador, y un juego de pulseras de coral, marfil y lapislázuli, todo ensartado en hilo de cobre, que Elsa y Bob le habían traído de un viaje a Ceilán. Según Leonel, conseguiría que el muchacho del gimnasio le cantase una saeta. Y, sin embargo, viéndola atravesar el jardín y salir por el portillo falso con la vacilante parsimonia de una sonámbula, Elsa volvió a pensar que su hija no había existido jamás, que ella se la había inventado por no acertar a inventarse a sí misma con la pasión violenta y el destino trágico con los que tanto había soñado, que había consentido en poner la suerte de Genaro en manos de una sombra extravagante de su propia torpeza, y que Bonifacio tendría que deshacerse en excusas con Pelayo y su amiga. Pero se equivocaba. Porque, aunque Irene tardó hora y media en volver, lo hizo con una radiante expresión de incredulidad y con la buena nueva de que el chico del gimnasio se llamaba Sergio, era presumido, pero cándido y encantador, y había aceptado —no sin antes, eso sí, obligarla a contestar un montón de preguntas— hacerse las fotos.

—En taparrabos —dijo Pelayo Galván—. Y aquí, al lado de este fulano tan fachendoso.

El fulano fachendoso era Vladimir.

—Es quien escribió tu destino en el momento en que naciste —dijo Elsa, y sonrió como una vieja maestra comprensiva que sigue dando consejos y haciendo advertencias aunque ya nadie le haga caso—. Tenlo en cuenta, Pelayo.

—Yo no soy Pelayo, señora —protestó Pelayo—. Pelayo es él.

Elsa miró desconcertada a quien siempre, desde que recibió las páginas de la revista que le envió Magdalena, había tomado por la chica y ahora resultaba que era el chico. Ya había anochecido y apenas hacía media hora que había llegado Bonifacio Medina con los dos desenvueltos componentes de Tándem Terminal, cargando con todos los pertrechos —cámaras, trípode, paraguas blanco de largo pie articulado, focos, pantallas extensibles para diseminar la luz— necesarios para cumplir con la tarea que se les encomendaba: fotografiar a un guapo joven de cuerpo escultural por encargo de una rica y caprichosa norteamericana con complejo de descubridora de fotomodelos y pariente lejana de Pelayo. Tándem Terminal había aceptado —según se apresuró a aclarar Bonifacio en cuanto llegaron a La Desembocadura— con la condición de tener plena libertad creativa, y Elsa dijo que por supuesto, que cuanto mayor libertad creativa, mejor. Entonces, el que luego resultó ser el falso Pelayo sentenció que el modelo posaría en tanga y junto a Vladimir, y empezó a disponerlo todo con una agilidad y un vigor inesperados en alguien de aspecto tan consumido y frágil, mientras el verdadero Pelayo se limitaba a mirar con la cansina suficiencia de un experto y displicente tasador de arte efímero.

—Sergio llegará enseguida —dijo Irene de pronto, y Elsa recordó a aquella vidente de Maracaibo a la que ella y Bob fueron a visitar, en medio de un aguacero portentoso, por consejo de una divertida y audaz multimillonaria panameña con la que habían entablado amistad en el hotel y que les prometió vertiginosas revelaciones: la señora cayó en un largo y proceloso trance, lleno de gemidos y tiritonas de escalofrío, del que salió de repente para pronosticar con cara de susto y voz destemplada: «Mi marido está a punto de llegar».

—Ahí viene —anunció Genaro.

Irene se llevó la mano al corazón como si llegase el bondadoso desconocido a quien por fin podría entregarse para el resto de su vida.

—Se ha puesto de domingo —dijo Genaro, y Elsa se alegró, porque eso significaba que había conseguido desviar la atención de Diego Castro.

Genaro llevaba todo el día, como todo el día anterior y toda la noche, espiando a Diego a través de los visillos del ventanal del vestíbulo, que era desde donde mejor se veía la esquina de la calle, pero había terminado por ponerse cómodo, sentado con melancólica elegancia en una butaca del salón que había trasladado junto al ventanal con la simbólica ayuda de María Buena. Ahora, al ver acercarse al muchacho del gimnasio, su actitud había cambiado: inclinado hacia adelante, parecía de pronto ansioso, dispuesto a resistir, capaz de negarse a sí mismo el romántico placer de condenarse, embargado por una repentina y adorable confianza en su salvación.

—No sé si es conveniente que nos encuentre a todos aquí —observó Bonifacio—. A lo mejor le resulta raro y se asusta.

Todos gimieron, alarmadísimos ante la posibilidad de perderse aquel artístico acontecimiento, y Leonel se encargó de protestar con vehemencia en su nombre y en el de los demás:

—¡No somos monstruos!

—No quiero decir eso, por Dios —se excusó Bonifacio—. Pero a lo mejor al chico no le gusta que haya tanta gente mirando.

—No te preocupes, hombre sensato —dijo el falso Pelayo—. Le gustará, a los guapos siempre les gusta que los miren. Además, diremos que sois figuración. Sois todos tan pintorescos…

«Mira tú quién fue a hablar», pensó Elsa. El falso Pelayo y el Pelayo verdadero formaban desde luego una pareja vistosa. Ana Campoy y Pelayo Galván Serrano daban la impresión de haber intercambiado algunos de sus rasgos en algún momento, de forma que se parecían mucho o no se parecían nada según el lado del que se les viese, y ambos tenían en la cara una recíproca extrañeza, con una ficticia tersura de piel que sin duda escondía penosas cicatrices de heridas ocasionadas no sólo porque el rostro de uno hubiera sido reconstruido quirúrgicamente con fragmentos del rostro del otro. Los dos estaban coherentemente esqueléticos, pero se notaba que era una delgadez que contrajeron en vida. Vestían ropa teatral y abigarrada, adquirida en baratillos exóticos e imbuida del espíritu unisex de la década de los setenta, por lo que daban una barroca y desafiante impresión de rebeldes pasados de moda. Pero lo que más llamaba la atención era el maquillaje del ojo derecho del Pelayo verdadero: un abanico de círculos concéntricos en colores brillantes igual que la cola de un pavo real, en cuyo centro se agazapaba, como un codicioso roedor muy oscuro, su mirada calculadora.

—Podéis sentaros en los peldaños de la escalera —dijo el falso Pelayo—, o asomaros a la barandilla, y haréis un fondo muy costumbrista.

—De acuerdo —dijo Bonifacio, y pasó inmediatamente a asignarle a cada uno un lugar en la escalera.

Sentada en el primer escalón, Irene tenía un envaramiento infantil, de niña impaciente por la aparición de la cabalgata de Disneylandia. Detrás de ella, Magdalena, que exigió mantenerse de pie, sonreía como si aquel juego, en el fondo, la rejuveneciera. María Buena, más que sentarse, se había acurrucado en el primer descansillo y el Pelayo verdadero le pidió que se desplazase un poco a su izquierda, para que se la pudiera ver, pero ella le miró con la impertinencia de una orgullosa enferma desahuciada. Leonel se apoyaba en la barandilla, cerca ya del distribuidor del piso alto, y se esmeraba en dar la impresión de que en cualquier momento se cansaría de aquella patochada y se dedicaría a mejores menesteres. Bonifacio había adoptado la postura de un cabal aficionado a los toros que asiste a una tienta de dudoso interés. Y Elsa, asomada desde el distribuidor con la falsa discreción de una reina madre, confiaba en que la distancia la protegiese de la mirada profanadora de Tándem Terminal. Desde allí, Vladimir, rodeado de instrumental fotográfico, parecía de pronto desamparado y vulnerable. Hubo un momento en el que se produjo una absoluta quietud, como si el vestíbulo fuese una sala de aluvión de un museo de cera, pero entonces sonó el timbre de la puerta y Genaro fue a abrir.

El muchacho del gimnasio, en efecto, se había vestido de domingo: pantalón de franela de color gris marengo con la raya intacta, camisa blanca recién planchada, cazadora negra de cuero de línea sencilla y mangas raglán, zapatos sólidos también de color negro y con cordones, y calcetines blancos. Se había puesto gomina en el pelo, pero después se había despeinado cuidadosamente y parecía un anuncio de peluquería de barrio. El detalle de los calcetines provocó una sonrisa codiciosa en el Pelayo verdadero.

—Tú eres Sergio —dijo Genaro de tal manera que aquellas palabras tan simples sonaron extraordinariamente halagadoras—. Yo soy Genaro Medina Jones. No sabes cuánto deseaba conocerte.

Sergio se quedó desconcertado frente a aquel señor que parecía escapado de una fotografía muy antigua y que lo miraba como suplicándole que lo secuestrara. Después vio a la norteamericana que le había propuesto hacerse las fotos, sentada en la escalera como si alguien le hubiese ordenado no estorbar, y que le saludaba agitando la mano con el ruboroso entusiasmo de una chiquilla que llevase horas esperando que apareciese su cantante favorito. Miró luego a los demás: todos parecían vestidos para actuar en una película. En especial aquellos dos esqueletos tan sonrientes, tan pintados y vestidos para salir corriendo a los carnavales.

—Ellos son los artistas —le aclaró Genaro.

Sergio sólo dijo:

—Se nota.

Por fortuna, el falso Pelayo demostró enseguida sus cualidades de organizador de conjuntos artísticos. Le aseguró al muchacho del gimnasio que no emplearían demasiado tiempo en la sesión fotográfica y que las personas que veía estaban allí para darle atmósfera a la composición llena de referencias pictóricas que habían ideado. Le indicó que debería desnudarse completamente y le preguntó si había traído tanga o similar, y Sergio asintió y dijo que traía puesto un eslip de culturismo. Entonces el falso Pelayo le dijo que adelante, y Sergio preguntó si tenía que desnudarse allí, delante de todo el mundo. Genaro se apresuró a ofrecerle la deseada intimidad y le rogó que aceptase en el antiguo oratorio, convertido para la ocasión en camerino, su compañía meramente profesional, como encargado de vestuario. Juntos se encerraron, ante la sonrisa maliciosa de todos, en la pequeña habitación misteriosamente insonorizada, pero al cabo de cinco minutos Genaro apareció, algo alicaído, reclamando la presencia del falso Pelayo o del Pelayo verdadero para que emitiese su veredicto. El falso Pelayo dictaminó que, en efecto, el eslip de competición, aunque ajustado y revelador, tenía «déficit de glamour» —según expresión que utilizó con solemnidad paródica— por culpa sobre todo del color, aquel benedictino tono marrón capaz de desanimar a la mismísima Mae West. Genaro dijo que tenía la solución, si se lo permitían. Se lo permitieron y, veinte minutos más tarde, salió del antiguo oratorio el muchacho del gimnasio cubierto tan sólo con un antiguo y hermoso camino de mesa de seda dorada con rosas pálidas y tréboles de un verde muy suave pintados a mano, anudado con milimétrica habilidad alrededor de la entrepierna. Sergio parecía un joven Apolo de piel brillante y del color de la arena mojada, aunque con un corte de pelo demasiado contemporáneo. A su espalda, Genaro sonreía con el beatífico orgullo de un dios realmente inspirado. El falso Pelayo se puso a dar instrucciones.

—Colócate delante de nuestro aguerrido cosaco —le dijo a Sergio—. Pero procura no taparle con la cabeza el brazo en el que lleva esa cinta tan heavy.

Sergio se acercó a Vladimir, leyó la frase bordada en el lazo de primera comunión de Elsa, y después miró al cosaco a los ojos.

—Parece que está vivo —dijo.

—Lo está —dijo Elsa, en un susurro, y Leonel se volvió a mirarla con expresión burlona.

«Quizás lo bese», pensó entonces Elsa, sin apartar la vista de la turbadora pareja que formaban Vladimir, con su pomposo uniforme y su altivez repentinamente insegura, y el muchacho del gimnasio, desnudo y tranquilo como el favorito de un monarca macedonio. Los hombros de Sergio eran como las dunas tersas que protegen los oasis, su pecho tenía el brillo ondulado de las jalmas de los reyes trashumantes, en sus brazos había cuajado el esplendor de la juventud, su cintura guardaba la esculpida precisión de una sentencia de los patriarcas, en sus muslos se acumulaban los deseos de una divinidad sibarita. El falso Pelayo iluminaba la escena con maestría consumada y repartía luces lánguidas y aliviadas sombras por los fondos borrosos del vestíbulo. El coro de espectadores daba la impresión de contener el aliento. Sólo la respiración de Genaro palpitaba con la taimada voluptuosidad de la serpiente en el manzano del paraíso. El falso Pelayo ajustó la cámara y contempló a través del visor el efecto todavía inane, aunque armónico, de su insuficiente talento, mientras el Pelayo verdadero continuaba observándolo todo con la fría autoridad de un experto en disciplinas evanescentes y enigmáticas. Sergio apoyó levemente su espalda desnuda y tibia en el vientre impecable del cosaco, y su cuello quedó al alcance de los labios hambrientos de Vladimir. Sergio sonrió, y a Genaro le chirriaron los dientes. Entonces, el falso Pelayo apartó el ojo de la cámara, hizo un gesto con la mano al Pelayo verdadero, y dijo:

—Ahora.

El Pelayo verdadero apoyó en la ventana del visor su ojo en forma de cola de pavo real y ordenó:

—Ya.

Brilló el fogonazo que fundía al instante la astucia y el talento de Tándem Terminal. Y Elsa, en ese mismo momento, sintió la necesidad de regresar, de atravesar de nuevo el océano, de serle desleal a la memoria de Bob, de recorrer los cinco continentes y probar experiencias secretas y peligrosas, de perderse en tugurios donde fueran capaces de tatuar la desesperación, de seguir buscando, donde nunca antes hubiera estado, el beso de Vladimir. Sintió el deseo imperioso de salir de La Desembocadura y volver al mundo. De padecer. De seguir viva.