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Las niñas de Medina hacen croché

El lazo bordado de la primera comunión de la niña Cari —«La niña Caridad Sánchez Márquez tiene hambre de Ti»— estuvo muchos años en un cajón de la cómoda del dormitorio de Elsa, hasta que esa habitación hubo que habilitarla para que la ocupasen los Cronenberg. Elsa no había querido incluir el lazo entre sus escasísimas pertenencias de soltera que se llevó a su nuevo hogar al casarse con Álvaro Soto. Por alguna razón que no se preocupó de aclararse a sí misma, decidió que el lazo de la niña Cari no debía acompañarla en su quizás efímera aventura conyugal; sin comprender muy bien por qué, le tranquilizaba pensar que el lazo estaba allí, donde lo había guardado, por si alguna vez lo necesitaba como consoladora compañía. Su flamante equipo de casada —que estuvo expuesto en el salón de La Desembocadura una semana entera y fue muy visitado, comentado y alabado— era caro y atrevido, y Elsa lo había elegido a conciencia, con el expreso propósito de sentirse distinta en cuanto comenzase su vida en común con Álvaro. No quería llevarse nada, a excepción de algunas joyas —todas ellas regaladas por su futuro marido—, porque no quería que nada le recordase a la muchacha díscola y soñadora que había sido hasta entonces. El ropero de su dormitorio de soltera se quedó repleto de vestidos y demás prendas de invierno, verano y entretiempo, y toda su lencería de mocita estuvo perfectamente lavada y planchada en los correspondientes cajones de la cómoda, como si esperasen su pronto regreso a casa, hasta que Elsa se escapó a América con Robert Sheenan. Entonces, Carmen Osorio mandó que se entregase todo a la parroquia y no permitió a Magdalena, ni a ninguna de las muchachas del servicio, que se quedase con una sola blusa, un solo camisón o un solo par de zapatos. «Lo único tuyo que hay ya en tu antiguo cuarto es el costurero, con la cajita de porcelana de los dedales, y el lazo de la primera comunión de la niña Cari», le había escrito su hermana, sin añadir ninguna explicación o conjetura sobre los motivos de Carmen Osorio para respetar esas dos antiguas pertenencias de su primogénita. Años después, en alguna de las exultantes cartas que Magdalena le mandó a Elsa con motivo de su enamoramiento, su compromiso matrimonial y su boda —probablemente, a propósito de la visita de los Cronenberg— se hacía mención al lazo y al costurero, y se lamentaba su pérdida, aunque Magdalena confiaba en que apareciesen alguna vez, en alguna parte. Pero en ningún momento, desde su regreso a La Desembocadura, Elsa había sentido el menor deseo de buscarlos, porque estaba convencida de que se habían perdido para siempre.

Por eso, cuando vio a la niña Cari al pie de la escalera, de espaldas a Vladimir, con el mismo vestido blanco con el que su madre la había amortajado y el mismo pañuelo de seda protegiéndole el cuello, acompañada de aquel muchacho de aspecto lúgubre y desconfiado, Elsa comprendió que estaba en deuda con su amiga de la infancia: la niña Cari llevaba en la mano el lazo rosa en el que la costurera Cinta había bordado primorosamente «La niña Elsa Medina Osorio tiene hambre de Ti».

—No puedo creer que todavía lo conserves —dijo Elsa, y enseguida hizo un gesto de contrición, arrepentida de no haber encontrado palabras más cariñosas y emocionantes para celebrar el reencuentro.

Elsa volvía del porche chico, desde donde había intentado adivinar la distribución de las antiguas despensas, ahora convertidas en gimnasio, y no se sorprendió al ver a la niña Cari en el vestíbulo porque llevaba un rato pensando en ella. El día anterior, al despedirse, Genaro Medina Jones le había prometido que Cari pasaría por La Desembocadura antes del almuerzo, y Elsa, al ir avanzando la mañana, se fue dejando ganar por el recuerdo de la muchacha que murió sin tiempo para olvidar su sigilosa desdicha. Allí estaba ahora, con un melancólico resplandor azulado en el rostro, con sus facciones pasadas de moda y su aspecto concienzudamente virginal, observada con palpitante obstinación por aquel adolescente raro y de mirada trágica que parecía dispuesto a defenderla, a despecho de su propia endeblez, contra alguna vileza que tal vez llevaba años tratando de identificar.

—El señorito Genaro me ha dicho que habías vuelto y que querías verme —dijo la niña Cari con una voz muy tenue, pronunciando las palabras muy despacio, como si aún tuviera alojado en la garganta el hueso de ciruela. Y parecía feliz, pero cohibida por la cautela, como si no estuviese segura de poder recuperar el cariño y la confianza de Elsa.

—Llevo toda mi vida viéndote —dijo Elsa, temblorosa, y sólo ella podía comprender hasta qué extremo decía la verdad.

—El señorito Genaro también me ha dicho que vas a necesitarme.

—Llevo necesitándote toda mi vida.

—Me ha dicho que cree que nunca has sido feliz.

—Genaro es un bocazas con muy poco fundamento. Pero siempre me he acordado de ti cuando me sentía desgraciada.

—No creo que te hayas acordado de mí tanto como yo me he acordado de ti.

—Me he acordado de ti tanto como tú de mí, estoy segura.

—Entonces, el señorito Genaro tiene razón. No has sido feliz.

Elsa sintió un picor acuoso en los ojos, y extendió los brazos. Logró que la voz le saliera despreocupada y alegre cuando dijo:

—¡Por Dios, a Genaro, además de partirle el corazón, tenían que haberle cortado la lengua!

Habían pasado muchos años y las separaba el abismo de la muerte, pero abrazar a la niña Cari volvía a ser como reparar alguna antigua y secreta injusticia. Elsa supo que su amiga buscaba otra vez refugio apretándose contra su pecho, igual que en aquellos días desvanecidos que ahora regresaban, sin daño alguno, fugándose de la memoria. El muchacho de aire desolado e inquieto observaba a las amigas abrazadas con la tensión de quien intuye que se ha cumplido un augurio largamente aplazado, pero irremediable, que condena a la soledad, y Elsa sintió lástima por él.

—El señorito Genaro dice que se te nota que has vivido mucho —susurró Cari, sin separar la cara del pecho de Elsa. Era un modo de reconocer que tenía miedo de haberse quedado anticuada e ignorante por culpa de la muerte.

—Dentro de unos días, cariño —se lamentó Elsa—, haber vivido tanto no va a servirme de nada. También podía el pinchaculo de Genaro haberte dicho eso.

—Me lo ha dicho. Por eso el señorito Genaro me ha pedido que te ayude.

—¡Y deja ya de llamarlo señorito Genaro, por Dios! Mírame. —Elsa obligó con mucha delicadeza a la niña Cari a separarse de ella y mirarla a los ojos—. Me imagino que a él le encanta, pero recuerda que me lo prometiste.

Cari bajó la mirada. Era cierto que le había prometido a la señorita Elsa, hacía muchos años, no volver jamás a llamarla así, por más que Caridad Sánchez Márquez le ordenase, desde que empezó a hablar con un mínimo de soltura, dirigirse a todos los miembros de la familia Medina, e incluso mencionarlos, sin olvidar nunca anteponer a los nombres propios el apelativo «señorito» o «señorita». La niña Cari debía obedecer en eso hasta cuando se trataba de Elsa o sus hermanos, y a todo el mundo le hacía mucha gracia oír a una mocosa dirigirse o aludir a sus compañeros de juegos con aquella fórmula de servidumbre. Pero cuando Elsa tomó conciencia del verdadero significado del tratamiento que recibía por parte de su amiga —y eso fue poco antes de hacer ambas la primera comunión—, le hizo jurar que nunca más la llamaría de esa forma, sino por su nombre mondo y lirondo, y que lo mismo haría con sus hermanos Carlos, Tomás, Juan y Magdalena. La niña Cari, aun a sabiendas de que su madre la castigaría cada vez que la oyese dirigirse por las buenas a los señoritos chicos de la casa —como Caridad Sánchez decía siempre con imperturbable seriedad—, acabó prometiéndole a Elsa lo que le pedía, y entonces Elsa le dijo que lo jurase sobre un catecismo o, de lo contrario, la promesa no valía nada, pero Cari se negó. Elsa y la niña Cari habían empezado a jurar sobre un catecismo todo lo que se les ocurría —desde los acuerdos secretos por los que se obligaban a ponerse en el pelo un lazo celeste todos los domingos o a no comer galletas en la merienda como sacrificio por la salvación de los infieles, hasta el firme compromiso de no morirse ninguna de las dos sin avisar antes a la otra para poder hacerlo juntas—, pero Caridad Sánchez las sorprendió un día, en la habitación de la accesoria, jurando ceremoniosamente sobre la cartilla eclesiástica darse la una a la otra toda la sangre que fuera necesaria en caso de accidente, y se puso tan histérica que la niña Cari se asustó de verdad y no consintió en volver a utilizar el catecismo para los juramentos. Entonces fue cuando a Elsa se le ocurrió que, a partir de entonces, todo lo jurarían delante de Vladimir el Cosaco, cuyos misteriosos poderes abarcaban sin duda el dominio de los sueños, los deseos y las caballadas del corazón. Y así fue como una tarde, aprovechando el sosiego de la hora de la siesta, la niña Cari, cogida de la mano de Elsa, aguantando a duras penas la mirada severa de Vladimir, juró con toda solemnidad llamar en adelante a su amiga y a los hermanos de su amiga sólo por su nombre de pila, consintiendo en que, cada vez que faltase al juramento, Nuestro Señor Jesucristo le arrebatase un año de vida. Poco después, y a pesar de que Caridad Sánchez castigó muchas veces a su hija al oírla llamar a los señoritos chicos sin el debido tratamiento —porque la niña, a pesar de sus esfuerzos, nunca logró del todo dominar el arte de hablar como su madre quería cuando podía escucharla, como quería Elsa cuando estaban juntas, y con rodeos o trucos muy elementales, como evitar los nombres propios o sustituirlos por inocentes nombres comunes («niño», «niña», «tu hermano», «tu hermana»…), si estaba con Elsa y sus hermanos y Caridad Sánchez andaba por allí o la podía oír desde la habitación contigua—, a pesar de que la única que se arriesgaba al castigo era la niña Cari, Elsa le pidió que también llamara a sus padres y a sus tíos, empezando por tío Genaro Medina Jones, o se refiriese a ellos, sin el «señorito» o «señorita» delante, y también se lo hizo jurar una tarde, mientras la cogía de la mano para darle coraje, delante de Vladimir.

—Jesucristo Nuestro Señor me quitó un año de vida cada vez que me equivoqué —dijo Cari, muy compungida—, y me equivoqué tantas veces que me llegó la hora de pasar a mejor vida cuando aún no había cumplido diecisiete años.

—Sin avisarme —le reprendió Elsa afectuosamente—. Recuerda que juraste hacerlo para que las dos nos muriésemos juntas.

—A ti no te gustaban las ciruelas —se excusó, contrita, la niña Cari.

Elsa se echó a reír y acarició la cara de su amiga.

—Oh, cariño, qué bobada. Pude cortarme las venas o algo así. Por tu culpa hemos tenido que estar separadas tantísimo tiempo. Menos mal que dentro de nada ya ni me acordaré de los setenta y cinco años que me has obligado a vivir más que tú.

—Yo quiero que me cuentes todo lo que tú has vivido —suplicó la niña Cari.

—Por supuesto, cariño. Habrá tiempo de sobra, la eternidad tiene pinta de ser larguísima. Pero ahora hay que dejarse de cháchara. ¿Te ha contado Genaro Medina Jones, ya que habla tanto, de qué se trata? Vamos un momento a mi dormitorio.

Elsa se colgó del brazo de la niña Cari, consciente de que sus muchos años de vida la obligaban a procurarse el apoyo de una muchacha que conservaba en su recuerdo el vigor de las teenagers, y sólo entonces, al indicarle que se dirigieran a la escalera, se dio cuenta de que el muchacho lúgubre y alerta les impedía el paso.

—Caramba —dijo—, tenemos un carabinero para nosotras solas, ¿o se trata más bien de una carabina, querida?

—Es tu sobrino Javier Medina Hidalgo —la niña Cari se había ruborizado—, el hijo de Juan. Pensé que lo habías reconocido.

Elsa se quedó un momento desconcertada por la sorpresa, pero enseguida reaccionó y dijo:

—¡Naturalmente! Claro que sé quién eres, cariño. ¡El joven poeta! A tu padre no te pareces en absoluto, la verdad, mi hermano Juan era un chico tan guapo que nunca comprendimos la manía que le entró por meterse a cura, así que supongo que has salido a tu madre, a la que nunca tuve el gusto de conocer, porque me parece que era de algún sitio de Málaga, ¿no?

—Todavía vive —dijo el muchacho.

—Perdona, darling —Elsa se mostró de veras desolada—. Esto de que los muertos andéis tan campantes de un lado para otro resulta un poco confuso, compréndelo. Me gustas mucho, ¿sabes? Ahora que me fijo, me gustas muchísimo, tienes un aire tan romántico… Precisamente una de las invitaciones para mi fiesta es para ti, fíjate qué coincidencia tan encantadora. Ven con nosotras, no te preocupes, no pensamos hacer nada inconveniente, ¿verdad, honey?, aunque ahora hay inconveniencias entre mujeres, y entre hombres, que son tan interesantes y están tan de moda…

Toda la vida le había ocurrido lo mismo: hablaba demasiado cuando intentaba no compadecerse de alguien para quien la compasión no tenía más remedio que resultar ofensiva. «Ha muerto el hijo de Juan y Rosa Hidalgo, ya sabes, ese niño prodigio, ahora que empezaba a hacer unas poesías preciosas, pero no sé si alguien llegó a explicárselo alguna vez», le había escrito Magdalena en una de sus cartas. Alguien tenía que haberle explicado algo al muchacho, y Elsa nunca tuvo la menor duda sobre a qué se refería su hermana. Miró a Javier Medina tratando de comprobar que junto a la clavícula izquierda tenía el beso del cosaco, pero el chico llevaba un jersey de cuello de cisne, algo desbocado por el uso, aunque no lo bastante como para permitir que se viese la marca de nacimiento. Luego, descubrió que no había sido del todo justa con su sobrino y que algo en su expresión recordaba mucho a Juan Medina, desde luego el más guapo de los cuatro hermanos, lo que sin duda sembró en todos la desconfianza en la justicia divina cuando, con diez años recién cumplidos, comunicó solemnemente a sus padres que quería ingresar en el seminario. Carmen Osorio se apresuró a convencerse, con la ayuda de su confesor, de que aquélla era la voluntad del Señor y puso toda su voluntad en contagiar su alarde de fe a su marido, sus hijos, el resto de la familia y los amigos y conocidos que consideraban un desperdicio entregar al sacerdocio y, por consiguiente, al celibato a un niño que prometía tener el día de mañana la cara y las hechuras de un actor de cine, pero lo cierto es que todos se sintieron aliviados cuando, cinco años después, Juan Medina, convertido en un adolescente guapísimo, aunque algo desmadejado por culpa de los estirones de la edad y del exceso de entrega al cuidado de su espíritu, renunció para siempre a la ilusión de cantar misa, colgó la sotana y volvió a La Desembocadura con el aura de desvalimiento que durante algún tiempo conservan quienes admiten haber perdido la vocación. Cuando se casó, a principios de 1943, Elsa llevaba ya ocho años viviendo con Bob en Del Mar, pero Magdalena le había tenido al tanto del noviazgo «con una de algún sitio de Málaga a la que ha conocido en un campeonato de tiro de pichón, porque parece que ella también es aficionadísima», y le dio cuenta puntual, aunque sucinta, de la boda.

—Ven con nosotras —insistió Elsa—, siempre me han parecido tan interesantes los poetas…

La niña Cari le dirigió a su devoto acompañante una mirada de súplica y el muchacho entonces aceptó enseguida la invitación a subir con ellas al dormitorio de Elsa. Dejó que pasaran delante y se mantuvo todo el tiempo que duró la subida de la escalera con el cuerpo en tensión y la mirada inquieta, como si estuviera a punto de ocurrir alguna catástrofe y él se sintiera en la obligación de impedirla o, al menos, aliviarla, lo que resultaba conmovedor por el aura de fragilidad e inexperiencia que desprendía. El aire se frunció de pronto por el olor de un guiso de cazón con chícharos, y Elsa sonrió porque aquel aroma tan evocador y reconfortante no parecía, sin embargo, el colmo de lo poético. Pero notó en la niña Cari una punzada de preocupación, y el deseo a duras penas contenido de volver la cabeza y comprobar si a Javier Medina Hidalgo, el muchacho que murió de melancolía metafísica según desconcertante diagnóstico de Salvador Rivera, no le aquejaba algún repentino padecimiento que le hiciera insufrible la permanencia en la casa.

—Estoy bien —susurró el muchacho, adivinando la inquietud de Cari—. El tiempo cura todas las heridas.

«También las metafísicas», subrayó Elsa para sus adentros. Recordaba muy bien el estupor que le produjo aquella otra frase de alguna carta de Magdalena en la que le daba cuenta del júbilo con el que Juan y Rosa celebraron el meritorio, aunque incompleto triunfo de su hijo Javier en las justas poéticas de la Fiesta de Exaltación al río Guadalquivir: «Los pobres van diciendo por ahí, como locos, que la poesía de su niño es casi tan bonita como “Las niñas de Medina hacen croché”, y es que no te puedes imaginar el peso que se han quitado de encima». Era el verano de 1960 y la reina de la Fiesta del Guadalquivir de aquel año era una nieta de Patricio Niño Medina, el primo apabullante de los Medina Osorio que había hecho una fortuna con escurridizos negocios de exportación-importación, de forma que el notable éxito poético de un Medina hizo subir muchos enteros la cotización familiar en los distinguidos mentideros locales, según frase feliz acuñada por el corresponsal de La Voz del Sur. Javier Medina Hidalgo tenía diecisiete años recién cumplidos y, sin confiárselo a nadie, había presentado al certamen de Poemas al Guadalquivir una colorista composición titulada «El río baja lleno de naranjas», en la que el jurado, presidido por don Antonio de Arellano, acaudalado bodeguero y gloria literaria municipal, apreció encantadora viveza, delicada musicalidad, inspiradísimas metáforas y admirable dominio de la estrofa, salvo una rima repetida —la palabra «jazmín»— que, si bien se correspondía, según el acta, con el ánimo de ruptura que llevaba a los jóvenes poetas a aventurarse en licencias prosódicas y otros experimentos formales, merecía adecuada censura a la luz de la tradición y la ortodoxia poéticas, por lo cual se acordaba conceder a la citada composición un digno y elogioso accésit. Cuando el jurado abrió la plica y comprobó la identidad y la fecha de nacimiento del autor de aquellos versos tan bien medidos y tan enraizados en la más luminosa lírica andaluza, se puso frenético de admiración por la precocidad del poeta e hirviente de orgullo por la distinguidísima familia a la que pertenecía, y don Antonio de Arellano hizo llegar a Juan Medina y Rosa Hidalgo, los padres del joven genio, su calurosa felicitación, lamentando además no poder expresar su enhorabuena personalmente a su dilecto amigo, y abuelo del nuevo poeta, Jesús Medina García, fallecido en 1957. En realidad, la fatídica repetición de la palabra «jazmín» era un simple error cometido por el joven Medina al pasar a limpio sus versos: aturdido por el interminable pulimento de sus heptasílabos, el joven Medina había repetido «jazmín» donde estaba decidido a poner «mastín», dentro de la aguda retahíla de rimas en asonantes, y el jurado no sólo fue incapaz de valorar la valentía inconformista de la reiteración, sino que se desentendió por completo del brioso descalabro surrealista que provocó en los cristalinos versos la azarosa sustitución de un alarmante perro por una vaporosa flor. En cualquier caso, Javier Medina Hidalgo disfrutó durante unos meses de una popularidad que nada tuvo que envidiarle a la de la mismísima reina de las fiestas, pero con la llegada del invierno y el incurable despertar de la melancolía comenzó literalmente a marchitarse.

—A lo mejor puedes inventar alguna poesía bonita para la fiesta —dijo Elsa, y la niña Cari le tiró del brazo con tanta fuerza y desesperación que comprendió que acababa de hacerle mucho daño a su sobrino. Se volvió a mirarle, y el muchacho tenías los ojos llenos de lágrimas—. Lo siento, hijo —la disculpa estaba llena de sinceridad, porque Elsa comprendía de pronto el origen de aquel dolor—. De verdad que lo siento. Tengo tantas ganas de agonizar a gusto que a veces hablo como una estúpida.

Y es que Javier Medina, a pesar de su extrema juventud, no sólo había escrito poesías cristalinas y encantadoras. El dolor venía de más atrás y de más adentro, de un vértigo espiritual que le afligió tan temprano y de forma tan persistente, y que el muchacho trató de desahogar en versos tan impulsivos y misteriosos, que sólo causaron alarma en quienes los conocieron, y que no soportaron verse traicionados.

De la inquietante precocidad lírica del hijo de su hermano Jesús también había tenido Elsa noticia por una carta de Magdalena. «Rosa dice que son unos versos que dan miedo», le había escrito su hermana, y Elsa adivinó que debía interpretar la frase de manera estricta, como consecuencia sin duda del talento oscuro y desmedido de un niño de tan sólo quince años. A esa edad, Javier Medina Hidalgo había empezado a escribir en un cuaderno escolar unos versos herméticos, violentos y sombríos que dos años más tarde eran ya 398, agrupados en general de doce en doce, sin título ni, desde luego, rima, pero torturados por un ritmo interior que evocaba los redobles de asalto y duelo. Uno de sus profesores descubrió el cuaderno por casualidad y quedó conmocionado por la profunda desesperanza y el desvarío desafiante de aquellos versos que no era preciso entender para que contagiasen aquel raro desconsuelo embargado por la ira y desordenado por culpa de su propio extravío. Javier Medina Hidalgo escribía de una inocencia convulsa, y producía en el lector, por ignorante que fuera, la insoportable sensación de encontrarse acorralado. Rosa Hidalgo tenía razón: daban miedo aquellos versos de su hijo que ella y Jesús leyeron sin comprender una palabra y que enseguida pusieron en manos del médico Salvador Rivera, del capuchino que confesaba cada domingo a toda la familia, y del corresponsal de La Voz del Sur, siguiendo un turno de entrega de acuerdo con la confianza que cada uno de ellos les merecía. Fue el periodista el que, en un rapto infrecuente de perspicacia, decidió enviar los versos «a un verdadero poeta», con una carta muy minuciosa en la que explicaba las circunstancias personales y familiares del jovencísimo autor, y con la esperanza de merecer no un dictamen exhaustivo, pero al menos un somero comentario sobre la impresión que le causara la lectura del cuaderno. A las tres semanas, el periodista recibió el cuaderno devuelto con una escueta nota: «Mi estimado señor: Si quien ha escrito estos versos tiene la edad que usted asegura, asusta pensar que eso sea posible». La nota la firmaba Vicente Aleixandre, y no se ofrecía a amparar o difundir tan precoz y abrasador talento, de forma que el periodista concluyó que se había asustado de veras. Le devolvió el cuaderno a Rosa Hidalgo con un comentario superfluo cuya falta de gallardía ella percibió claramente, aunque se privó de hacer reproche alguno porque la familia, atendiendo los consejos del confesor y de Salvador Rivera —escandalizado el cura por el desasosiego espiritual del niño, y preocupado el médico por su salud física y mental—, había decidido encauzar por el buen camino aquellas insólitas y prematuras facilidades poéticas. Un profesor particular empezó a instruirle todas las tardes, durante una hora, en las celebérrimas redondillas de don Antonio de Arellano a las preciosas e impúberes vendedoras callejeras de conchas marinas y a las colegialas de rizos de oro que saltaban a la comba vigiladas por las monjas, en los airosos romances a dorados vendimiadores y fornidos costaleros de pasos de Semana Santa de unos inspiradísimos y muy fértiles hermanos gemelos de Jimena de la Frontera, en las primorosas canciones de cuna —recogidas en tres volúmenes, editados por la Diputación Provincial— de una admirable maestra de Puerto Real que, a la finura de su trato con las musas, añadía el mérito, para tanta canción de cuna como había escrito, de ser soltera, virgen y puede que hasta yerma. Además, por indicación estricta de Juan Medina, el profesor particular hizo especial hincapié en el legendario cuplé familiar Las niñas de Medina hacen croché, obra del ínclito escritor madrileño, con familia en la ciudad, Álvaro Retana, quien había pasado unos días alojado en casa de Genaro Medina Jones, de quien se había hecho íntimo, y con quien había ido de visita —una tarde en la que, en efecto, Elsa y la niña Cari hacían croché— a La Desembocadura. Y como, a pesar de su mirada huidiza y su frente tan despejada y solemne que parecía la de un adulto, Javier Medina Hidalgo no era un niño de carácter y comportamiento monstruosos, sino más bien apacibles y de buen conformar, y dado que las lecciones particulares tuvieron el efecto de un electrochoque, los versos torturados del cuaderno se interrumpieron para siempre y, en secreto, fue naciendo de la inspiración aparentemente desinfectada y curada del chiquillo aquel jubiloso «El río baja lleno de naranjas», destinado no sólo a rozar la Flor Natural de la Fiesta de Exaltación al río Guadalquivir, sino a amenazar, en la familia Medina, el privilegiado aprecio del que gozaba la letrilla de Álvaro Retana.

Elsa habría preferido no recordarlo con tanta intensidad, porque era como lastimar a conciencia a aquella criatura consumida por el morboso rencor de la poesía verdadera. Pero allí estaba también la niña Cari, a su lado, como tantos años atrás, cuando las dos eran muchachitas risueñas y charlatanas que se sentaban por la tarde, después de merendar, a hacer croché e intercambiar confidencias en la habitación de la accesoria o en el porche chico, si hacía buen tiempo. Una de esas tardes, llegó tío Genaro Medina Jones acompañado por un amigo aproximadamente de su edad y acicalado hasta el virtuosismo: pelo liso y planchado por la gomina, con raya alta a la izquierda; los ojos sombreados y las cejas perfiladas; los labios, muy finos, remarcados y habilidosamente desbordados por un brochazo de carmín, después algo disminuido con polvos de color carne; camisa de rayas anchas y cuello abarquillado, lazo de terciopelo granate, chaqueta ligera de color ocre y puños doblados hacia afuera… Tío Genaro Medina Jones se encargaría después de recalcar la importancia de aquel hombre de múltiples talentos y muy modernizado, proclamado por una famosa actriz «el escritor más guapo del mundo», autor de la letra de célebres y picantes cuplés como El Polichinela, Las tardes del Ritz o Ven y ven, y de novelas excitantes como La señorita Perversidad o Mi novia y mi novio. Aquella tarde, los dos amigos estuvieron mucho tiempo en el gabinete con Carmen Osorio y, luego, al despedirse, vieron a Elsa y a la niña Cari en el porche chico, haciendo croché, riendo como si toda la creación sólo fuera divertida, y el muy mundano y atrevido escritor las tomó por hermanas. Dos días más tarde, con un propio que Genaro le procuró entre los jovencísimos botones del Círculo Mercantil, le hizo llegar a Carmen Osorio, como humilde correspondencia a su gratísima hospitalidad, aquellos versos dedicados a sus encantadoras hijas. Eran unos versos compuestos a la manera de las letras de las canciones del género verde —«Las niñas de Medina / hacen croché / y los “pollos” se alteran / cuando las ven»—, aunque predominaba lo pizpireto sobre lo picante —«Las niñas les proponen / tomar el té / y los “pollos” prefieren / un tentempié»— en consideración a la buenísima cuna de las bellas y elegantes quinceañeras, si bien con pequeños guiños de picardía —tras la mención de una famosa «canción frívola» de la época, el galante poemita continuaba así: «Las niñas se sonrojan / con el cuplé / y los “pollos” les ríen / el paripé»—, coquetonas audacias que jugaban a poner en un brete la supuesta inocencia de las muchachas y la envidiable moral sin tacha de toda la familia. Así se lo explicó el propio Álvaro Retana a Genaro Medina Jones, mientras tomaban el aperitivo en el Círculo Mercantil entre solicitudes continuas a los deliciosos botones de tan respetable institución, y no sin advertirle a su dilecto amigo, con un pestañeo a lo Pola Negri, que a él por supuesto lo consideraba exento de la estricta moralidad familiar. Genaro, desde luego, no se tomó el trabajo de aclararle que sólo una de las dos muchachas a las que había dedicado el poema —la menos rubia— era una auténtica Medina, que la otra era hija de la cocinera, y que la reacción de su primo Jesús Medina García, padre de la Medina cabal, ante las insinuaciones sicalípticas de los versos era imprevisible. Pero la respuesta de Jesús Medina fue la propia de un bodeguero con clase: mandó etiquetar expresamente, y enviar al inspirado poeta con una nota de afectuoso agradecimiento, seis botellas de un repentino Coñac Álvaro Retana, postinero honor del que Retana presumiría durante el resto de su vida. Por lo demás, Las niñas de Medina hacen croché, obviado por todos el engorroso detalle de que una de las niñas en cuestión era la hija de la cocinera Caridad, pasó a convertirse en una especie de himno del gineceo familiar, un lujo de la estirpe femenina de los Medina, un privilegio no sólo equiparable, sino incluso superior si se tomaba en cuenta el orden de antigüedad, al de otra notable saga de mujeres de otra excelente familia local, las niñas de Colón, a las que el músico Joaquín Turina, a finales de los años treinta, tras un verano de honesta y generosa amistad, les compuso el vivaz oratorio Las señoritas de Colón van a misa.

El romance de Javier Medina Hidalgo al río Guadalquivir, que bajaba lleno de naranjas, quizás no tuviera la gracia femenina de los versos de Retana, pizpiretos como una liviana labor de ganchillo. Pero eso no se debía más que a la falta de práctica del joven y prometedor vate, según la definición que el sorprendido corresponsal de La Voz del Sur incluyó en su crónica del acto de coronación de la reina y de proclamación de vencedores de los juegos florales de la Fiesta de Exaltación al río Guadalquivir de 1969. Durante los cinco meses siguientes, Javier Medina escribió redondillas, romances, canciones de cuna y, por supuesto, piezas a la manera de letras de cuplé dedicadas prácticamente a todas las familias bien de la ciudad, con la consiguiente excitación de todos los afectados, y hasta la rivalidad entre ellos, aplicados a dilucidar qué poesía era la más bonita y emocionante. La popularidad de Javier Medina se disparó como la de miss España de aquel año, una guapa catalana con estudios cursados en Londres y que acababa de ser proclamada también miss Europa, y el propio don Antonio de Arellano, a despecho de la prudencia a que le obligaba su condición de presidente perpetuo del jurado, le auguraba el triunfo absoluto y merecidísimo en la siguiente edición del certamen de Poemas al Guadalquivir. Pero, con la llegada del invierno y la irrupción de una rencorosa melancolía en el alma desprevenida de Javier, se inició el proceso fatídico que no sólo iba a malograr el futuro poético del muchacho, sino que terminaría con su vida en el curso de apenas doce semanas. Al principio, fue un entoldamiento progresivo de la mirada, como los nublados incomprensibles que van ganando, antes incluso de que salte el viento sur e imponga el olor pegajoso de la humedad, los cielos vespertinos de algunos días de principios de septiembre. Rosa Hidalgo se dio cuenta inmediatamente del cambio que se producía en los ojos de su hijo, pero la supersticiosa certeza de que basta con mencionar un temor para que ese temor se confirme y se cumplan los peores presentimientos hizo que no lo comentara con nadie. Sólo cuando una delgadez cada día más alarmante y un color de la piel cada vez más insano hicieron que el propio Javier comprendiera y aceptara con la entereza de los idealistas ajusticiados su desvalimiento ante una condena sin remisión, Juan y Rosa pusieron de nuevo a su hijo en manos de Salvador Rivera y del confesor de la familia. Como, además, Javier Medina, a pesar de la corrosiva tristeza que iba minando por horas su salud, continuó produciendo cuartetas risueñas y primorosas, sin duda en una orgullosa demostración de su impotencia frente al hondo resentimiento de los 398 versos abandonados y humillados —y de los que quedaron sin nacer por culpa de los poemillas ligeros y felices que los sustituyeron—, su figura y su expresión, descompuestas por el feroz combate que se libraba en las profundidades de su alma, producían tal angustia en todos los que las observaban, y tal espanto en los más apocados, que el confesor de la familia llegó a cavilar seriamente la posibilidad de pedir permiso al cardenal de Sevilla para celebrar un exorcismo. Pero el médico Salvador Rivera supo enseguida que ni los ritos más extremosos y descarnados de la Santa Madre Iglesia, ni los más avanzados descubrimientos de la medicina, podrían curar a Javier Medina Hidalgo de los efectos de su forzada traición a un talento digno de Rimbaud, y por eso se abstuvo de intervenir y se limitó a certificar, en julio de 1961, la muerte de aquel trágico muchacho de dieciocho años por «melancolía metafísica», arriesgado diagnóstico que llegó a merecerle, tras ser reproducido en el fervoroso obituario que firmó el corresponsal de La Voz del Sur, una severa advertencia del Colegio Oficial de Médicos de Cádiz.

Ahora, Javier Medina Hidalgo, aunque conservase aquel aire dolorido y suspicaz, parecía consolado por la muerte. En el dormitorio de Elsa la luz del mediodía tenía una rara dejadez, como un eco medio desvanecido del vigor con que reverberaba en el jardín trasero, y el olor del guiso de cazón con chícharos se filtraba muy adelgazado, tal vez algo perdida su evocadora precisión en el delicado proceso de adormilarse. Elsa le entregó a la niña Cari las ocho invitaciones manuscritas —incluidas las destinadas a Genaro Medina Jones, a Javier Medina Hidalgo y a la propia Cari— y la muchacha, sin soltar el lazo rosa de la primera comunión de su amiga que había guardado durante todos aquellos años, las leyó completas una por una.

—No sé si Teresa Galván querrá venir —dijo—, es muy suya. Desde luego, Clara Montero y su Antonio Luque vendrán encantados. Pero Laura no asistirá a menos que Julia quiera acompañarla, y Julia es tan tímida que se resistirá todo lo que pueda. Cuenta con Pelayo porque seguro que Ana Campoy le convence, y Bonifacio lleva toda la muerte deseando reconciliarse con la familia. Con los demás no creo que haya ningún problema.

—Los demás sois Genaro, Javier y tú, darling —le recordó Elsa—. Genaro está entusiasmado, así que espero que vosotros tampoco me falléis.

—Yo no soy de la familia, Elsa. Esa invitación está de más.

Elsa la había añadido a última hora, porque no sólo quería tener a la niña Cari a su lado para inventar otra vez el espejismo de la muerte compartida, sino porque comprendió que la podía necesitar hasta el último momento. Así que le dijo:

—No te hagas la estrecha, Cari Sánchez Márquez. Cuando las dos vivíamos aquí de cuerpo presente, éramos como hermanas. Y por tu manera de morirte, y por la edad a la que me dejaste, es como si también tú llevases en el cuello el beso del cosaco.

—Y si ella no viene yo tampoco vengo —dijo entonces Javier—. Yo voy a donde ella va, hago lo que ella hace, y la ayudaré en todo lo que necesite.

—Para empezar, en repartir las invitaciones —dijo Elsa, tratando de no parecer impaciente—. Se las entregáis a todos en mano y hacéis todo lo posible para que confirmen que vendrán. También a Genaro hay que dársela como a los otros, ya sabéis lo pejiguera que se pone cuando se trata de finuras. Eso es lo más urgente. Luego, tendréis que ayudarme a prepararlo todo. Con María Buena ya no se puede contar, mi hija Irene no da pie con bola desde que los cirujanos plásticos le han tocado algún nervio de esos que son fundamentales para no ir por ahí como un robot medio descacharrado, y Magdalena y Leonel, a su edad y después de la vida de privaciones que los pobres han tenido que llevar últimamente, no son las personas más adecuadas para organizar una fiesta. Echarán una mano, supongo, lo que será un engorro más, pero sé que todo acabará saliendo perfecto, ¿verdad?

La niña Cari, por toda respuesta, le ofreció el lazo rosa de primera comunión que había traído con el evidente y apesadumbrado propósito de devolvérselo.

—Cari, por Dios, es tuyo —protestó Elsa—. Yo te lo di. Siento mucho que el que tú me diste se haya perdido, cariño. También se ha perdido el costurero de porcelana de Sèvres en el que guardábamos los dedales, ¿recuerdas?

La niña Cari sonrió de un modo muy triste. Recordaba muy bien aquella cajita alargada, con forma de baúl, policromada, con los biseles y el cierre de oro, en la que Elsa guardaba la pequeña pero exquisita colección de dedales que había heredado de su abuela paterna, Isabel García Salazar. Había un dedal ruso de madera de Tilo, pintado a mano, imitando la forma de una típica muñeca matrioska, y que quizás había hecho el viaje desde las orillas del Don en compañía de Vladimir el Cosaco. Había también un dedal filipino de latón embutido en cáscara de oro, y uno mexicano realizado en metal, madreperla, oreja de mar y latón. Pero el preferido de Elsa era uno de mucha fantasía, fabricado en madera de balsa y con forma de codorniz, originario de Hong Kong, y que era el que siempre usaba para aquellas inútiles labores de costura que formaban parte de la educación de toda señorita de buena familia. La niña Cari, en cambio, obligada por su madre, aprendía costura de diario y corte y confección que el día de mañana podían serle de gran utilidad para ganarse la vida, y utilizaba uno de aquellos clásicos dedales de metal dorado con pequeñas filigranas labradas que estaban en los costureros de todas las mujeres de la época, excepto cuando acompañaba a Elsa a coser pañitos en los que empapar el perfume o fundas para los pinceles de maquillaje, momentos en los que aceptaba prestado cualquiera de los dedales de la colección. También tenía que prestarle Elsa los ganchillos para hacer croché las veces que Caridad Sánchez Márquez permitía a su hija acompañar a la señorita Elsa en aquella tarea melindrosa y trivial. Ahora le recordaba a Elsa que todo aquello se había perdido, y sabía que era el momento de que ella perdiese también, para siempre, el lazo rosa que Elsa le regaló. Con mucha decisión, la niña Cari puso el lazo en manos de su amiga.

—Está bien, cariño —dijo Elsa—, no vamos a discutir por esto. Además —añadió, poniendo cara de niña traviesa—, se me acaba de ocurrir dónde podemos ponerlo ahora mismo. Y recuérdame que tengo algo que enseñarte.

—Enséñamelo ahora —le pidió Cari—. No empieces otra vez a mortificarme con secretitos.

—Ahora no hay tiempo, de un momento a otro Magdalena me avisará para el almuerzo. Además —miró a Javier con la exagerada picardía de una vampiresa del cine mudo—, es cosa de mujeres.

Javier se ruborizó, pero no parecía dispuesto a excusarse y dejarlas solas aunque no fuera más que por unos minutos. Elsa hizo un gesto con el que daba a entender con gran es tilo que su pudor no le permitía ciertas libertades, y volvió a colgarse del brazo samaritano de la niña Cari.

Cinco minutos más tarde, los tres estaban en el vestíbulo, delante de Vladimir. Y Elsa se adelantó sonriente y ató en el brazo izquierdo del cosaco, a la altura de donde los hombres se ponían los brazaletes de luto, el lazo rosa con la leyenda «La niña Elsa Medina Osorio tiene hambre de Ti». Luego, se arrimó a la escultura de caoba como una gata melosa y dijo:

—Bandido. Elsa Medina Osorio, Elsa Medina de Soto, Elsa Sheenan, y todas las Elsas que he sido a lo largo de mi vida, han tenido hambre de ti. Y lo peor es que la siguen teniendo.

Cuando se volvió a mirar a la niña Cari, la vio vuelta de espaldas, refugiada en los brazos de Javier, con la cabeza baja, y adivinó que estaba aguantándose las ganas de llorar. Javier dijo, sin mirar a Elsa:

—Tenemos que irnos.

Los acompañó hasta el porche principal. Se sentía desconcertada y arrepentida. Las tapias de color pimienta del polideportivo municipal estaban sombrías y el aire se había ido cargando de un olor a humedad que anunciaba lluvia. La niña Cari se liberó de los brazos protectores de Javier y miró a Elsa con la devoción de los animales lastimados que no reniegan de su lealtad. Elsa, conmovida, pensó: «Puedo contar con ella».

—Es sur —dijo Javier—. El río vuelve a oler mal.

Se removió en el aire una bocanada de humedad maloliente. Sonó la sirena de un barco que entraba por el estuario. Hacía bochorno, y un puñado de nubes oscuras se precipitaba desde las marismas como la brama desesperada y febril de los venados en celo.