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Invitados a un fatal desenlace

Encontró los tarjetones donde sabía que debía buscarlos, en el primer cajón de la derecha de la cómoda del dormitorio que siempre había sido el de sus padres. Ahora, en aquel cajón, había también pañuelos de bolsillo de Leonel con sus iniciales bordadas, y pañuelos de cuello con estampados geométricos o con motivos de deportes selectos —tenis, golf, equitación, náutica…—, pañuelos de seda italiana a los que su cuñado se había aficionado cuando dejó de ir a todas partes como si estuviera a punto de salir a la pista central de Wimbledon. Pero los tarjetones seguían allí, donde su madre los guardaba, levemente abarquillados por la humedad, con el color arena algo desvaído y los bordes oscurecidos por el tiempo. Carmen Osorio los utilizaba muy de tarde en tarde, y siempre decía: «Parecen rancios, habrá que comprar tarjetones nuevos».

Elsa dudó a la hora de escribir su nombre. Su primera idea, instintiva, fue poner Elsa Sheenan —a fin de cuentas, llevaba más de sesenta años identificándose ante todo el mundo, en todas partes, de esa forma—, pero de pronto pensó que lo más probable era que ninguno de los que iban a recibir la invitación estuviese al tanto de sus vicisitudes matrimoniales, porque jamás las conociera o por haberlas olvidado, y que, después de todo, si se trataba de convocar una fiesta familiar, lo mejor era recuperar sus apellidos de nacimiento. Encabezó, pues, la nota que se disponía a escribir con su nombre completo de soltera —Elsa Medina Osorio—, pero enseguida consideró que estaba siendo injusta con Bob, y también injusta consigo misma e imprecisa con los demás, porque su huida con su joven amante americano, y los años que habían pasado juntos y que lo había añorado, formaban parte ineludible de aquella larga y tal vez sonámbula historia que ahora se encontraba a punto de clausurar. Así que rompió el tarjetón, cogió otro del montoncito que había puesto sobre la mesa camilla de su alcoba, y escribió, con la inconfundible caligrafía de los elegantes colegios de monjas: «Elsa Medina de Sheenan tiene el gusto de invitar a Teresa Galván Medina a la fiesta de su despedida del mundo de los vivos».

—Desangelado —dijo Genaro Medina Jones, cuando Elsa le pasó el tarjetón con la frase manuscrita—. Por lo pronto, parece que vas a tirarte por un balcón. Y encima no se sabe cuándo será tan luctuoso acontecimiento. Si yo recibiera una invitación así, me daría pereza.

—No vas a recibir una invitación así —le dijo Elsa—, por la sencilla razón de que no hace ninguna falta que te la envíe. Sabes perfectamente que eres el primer invitado.

Genaro hizo un gesto de refinadísima repulsión.

—Me descompone la proverbial informalidad de los norteamericanos —dijo—. Si no me envías una invitación como Dios manda, no podré darme por invitado, pequeña.

—Me descompone lo pejiguera que eres, Genaro Medina Jones. Tendrás tu tarjetón, escrito de mi puño y letra, no te preocupes.

—Habrás de mejorarlo mucho —dijo Genaro, y puso la cartulina sobre la mesa camilla—. No se puede invitar a una fiesta y no poner el lugar, el día y la hora.

—Lo que no se puede es saber a ciencia cierta cuándo va a llegar el fatal desenlace. Hace tanto tiempo que te has muerto que, por lo visto, se te ha olvidado en qué consiste la cosa.

—Si pretendes insinuar que soy un muerto senil —Genaro hizo con la cabeza un ademán de majestad ofendida—, mejor será que busques consejo y apoyo en otra parte.

Elsa rompió a reír. Abrazó al querido tío Genaro por la cintura y dijo:

—Ten un poco de paciencia. Al fin y al cabo, sólo se agoniza una vez en la vida.

Elsa creía no haberse olvidado de nadie al confeccionar la reducida, pero emocionante, lista de invitados. Teresa Galván Medina murió a los veinte años, en febrero de 1938, acribillada a tiros por un atolondrado pelotón de falangistas borrachos que la conocían desde que era niña; a Bonifacio Medina Lara lo ejecutó la mafia del estraperlo en vísperas de la Semana Santa de 1944, y de nada le sirvió ser a los veintitrés años uno de los hombres más acaudalados y generosos de la provincia; Clara Montero Galván, nieta de Ángela Medina García —hermana del padre de Elsa— se quitó la vida abrazada a su amante Antonio Luque, cuando los dos acababan de cumplir veintiún años, y tardaron un día entero, de sol a sol, en sacar sus cuerpos del pozo de la bodega de la calle Almonte al que se habían tirado, pues era tal la fuerza con la que estaban abrazados los cadáveres que se necesitó todo ese tiempo para que dos hombres, que apenas cabían en el pozo junto a los suicidas, lograran separarlos e izarlos, uno después del otro, a la superficie; Javier Medina Hidalgo se consumió de melancolía metafísica, según enigmático pero firme diagnóstico del médico Salvador Rivera, con sólo diecisiete años, por haber traicionado a la verdadera poesía, a finales de 1961; Laura Ortiz Medina y su hermana Julia murieron dentro del flamante coche de Laura, estrellado contra un eucalipto de la Huerta de los Curas, en septiembre de 1985 —Laura tenía veintiocho años; Julia, veintitrés—, cuando los especialistas del hospital Virgen de la Salud consideraban inminente el fallecimiento de la pequeña de las hermanas como consecuencia de un tumor cerebral; Pelayo Galván Serrano, nieto de Fernando Galván Medina —el hijo mayor de Ángela Medina—, murió víctima del sida en 1994, dejando a los veintiséis años una extraña y turbadora obra gráfica que firmaba con el premonitorio seudónimo de Tándem Terminal, seudónimo bajo el que se ocultaba también una iluminada muchacha que le ofreció su talento y compartió con él su enfermedad y su muerte… En la cabecera de la lista, Elsa puso entonces el nombre de Genaro Medina Jones, para no olvidarse de remitirle una invitación en regla. Todos ellos tenían en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda, el beso del cosaco.

—Ideal —dijo Genaro cuando Elsa le pasó la lista—. La verdad es que todos tenemos mucha clase, cada uno en su estilo. Pero no sé cómo vas a apañártelas para que se animen a venir.

—Cuento contigo.

Genaro se llevó la mano izquierda al pecho; con la derecha, contraviniendo las normas de la virilidad, fumaba uno de los cigarrillos que sin duda había sacado de la tabaquera del secreter del gabinete, durante el tiempo en que se había ausentado del dormitorio de Elsa, mientras ella cavilaba sobre la nota que debía redactar para la invitación. Dijo:

—Con esa especie de esquela prematura y tacaña que se te ha ocurrido, hasta alguien con tanto mundo como yo me parece que poco puede hacer. Y mi corazón no está para más fracasos, como comprenderás.

Elsa puso cara de encontrarse en un callejón sin salida y leyó en voz alta la frase que había escrito:

—«Elsa Medina de Sheenan tiene el gusto de invitar a Teresa Galván Medina a la fiesta de su despedida del mundo de los vivos». Sólo se me ocurre —añadió— decir además algo así como que la fiesta se celebrará aquí, en La Desembocadura, y que la fecha y la hora exactas dependerán de cuando llegue el momento, confiando en que yo sea capaz de darme cuenta con suficiente antelación.

—Te darás cuenta —dijo Genaro—. Yo me di cuenta perfectamente.

Elsa, entonces, recordó los comentarios tétricos de Lorenza y María Buena sobre la muerte de Genaro. Parecían saberlo todo. Las monjas no descubrieron el cadáver hasta pasado el mediodía, cuando entraron a limpiar la habitación. Tuvieron dificultades para abrir la puerta, porque el cuerpo desnudo estaba pegado a ella por dentro, de forma que los guardias y los policías encargados del caso tuvieron fácil deducir que la víctima —arrastrándose con sobrecogedor y denodado esfuerzo sobre el pavimento, en el que dejó un espeluznante reguero de sangre—, había intentado salir en busca de ayuda una vez que el asesino abandonó el escenario del crimen, lo que no dejaba de sorprender a los investigadores dado el carácter de la herida, no sólo mortal de necesidad, sino por lo general de efecto fulminante, pero quizás las conocidas ganas de vivir del finado, de cuya jovialidad y carácter animoso habían quedado sobradas pruebas en la ciudad, hicieron que aquel corazón herido de muerte intentara incluso rebelarse contra un final irremediablemente luctuoso… Así, en esos términos redichos y con esa sintaxis churrigueresca, estaban escritas las crónicas del cursi de Fali Baena en el periódico local, y así, con esas engoladas frases de rutinario patetismo —aprendidas de memoria de tanto leer, días tras día, prácticamente el mismo texto sobre lo que Fali Baena llamaba, con atildada malicia, «el ominoso asesinato de un distinguido elemento célibe de la buena sociedad»—, ilustraban Lorenza y María Buena sus comentarios sobre el suceso que tuvo conmocionada a la ciudad entera, pero a la buena sociedad sobre todo, durante más de tres meses. Y todavía retumbaban en la memoria de Elsa, como las enconadas salmodias que impiden conciliar el sueño, aquellas frases susurradas en la cocina, a escondidas de Carmen Osorio, y la narración de los detalles escabrosos que Fali Baena administraba y estiraba con astucia muy profesional en sus crónicas, y que ella leía, abusando de la cariñosa obediencia de las criadas, con apresurada avidez, temerosa de que su madre la sorprendiera.

La revelación más impactante sobre el asesinato de Genaro Medina Jones la hizo Fali Baena en su crónica del sábado siguiente al día en que se descubrió el cadáver, a sabiendas de que el ocio dominical facilitaría su lectura y su difusión, y multiplicaría su efecto escandaloso. Los detalles técnicos del crimen ya eran suficientemente excitantes: la hora aproximada en que se había cometido, no antes de la incuestionable indecencia de las tres de la madrugada; el tamaño y las características de la navaja utilizada por el asesino, y que alguien hizo llegar de forma anónima al cuartelillo de carabineros con una nota, escrita por completo con mayúsculas, en la que informaba sobre su hallazgo casual en uno de los navazos de El Mamelón; la completa desnudez en la que la violenta puñalada había sorprendido a la víctima; el lugar profanado por aquel suceso de sangre, aquellas pocas habitaciones, ascéticas como celdas, que las monjas de clausura del convento de Madre de Dios alquilaban, para aliviar un poco sus estrecheces económicas, sólo a huéspedes que, dentro de las limitaciones impuestas por su vida de retiro y su desconocimiento de algunas miserias de los hombres, les merecían verdadera confianza… Pero el dato más escabroso corrió de boca en boca, aquel domingo desapacible de mediados de septiembre, cuando Fali Baena, con el consentimiento de la policía, dio a conocer en su artículo, fogosamente pregonado por los vendedores callejeros del periódico desde primera hora de la mañana, el nombre y algunos indicios de la vida del sospechoso: Diego Castro, de veinticuatro años, talabartero de profesión, casado y con dos hijos de tres y un año respectivamente, con el carnet de la FAI, aunque sin fichar por acciones anarquistas, y, según Fali Baena, «relacionado al parecer con la víctima por lazos que, considerados contra natura por las personas de recto juicio y sano comportamiento moral, son desviaciones debidas a taras de nacimiento o viciosos caprichos de la condición humana». Después de leerlo, Lorenza dijo: «Todo el mundo sabía que ese Diego le hablaba desde hace por lo menos tres años al señorito Genaro. Qué canalla».

—¿Es verdad que intentaste abrir desesperadamente la puerta con la intención de pedir socorro, a pesar de que la atroz herida era para haber expirado de forma instantánea? —preguntó Elsa, y sonrió al darse cuenta de que había utilizado el tono y las expresiones de folletín que Lorenza y María Buena terminaron por, contagiarle, setenta años atrás.

—Qué espanto, Elsa Medina Osorio —se quejó Genaro—, hablas de pronto con el pegajoso y campanudo estilo del canalla de Fali Baena.

Y entonces Elsa volvió a escuchar en la cocina de La Desembocadura, al atardecer de aquel domingo de finales de verano, la frase lapidaria de Lorenza al enterarse del chiva tazo público del reportero de El Municipal —así se llamaba el periódico— sobre la clase de vínculo que unía a la víctima y su asesino. Y recordó que la primera parte de la frase —«Todo el mundo sabía que ese Diego le hablaba desde hace por lo menos tres años al señorito Genaro»— la pronunció Lorenza en un tono de compasiva naturalidad, sin que hubiera en sus palabras el menor reproche ni la más mínima sombra de escándalo, con la dolorida sencillez de quien se limita a dejar constancia de una habitual historia de amor que ha terminado mal. Todo el desprecio lo dejó para el remate: «Qué canalla». Y Elsa había comprendido que el improperio iba dirigido a Diego Castro, pero no se le ocurrió en aquel momento que quizás Lorenza estaba insultando a Fali Baena, por presentar con saña y venenosa intención la tragedia de dos hombres que «se hablaban» y —por los misterios del corazón y de las ingles de la gente— habían desembocado en un final sangriento.

Las únicas que, al parecer, nunca llegaron a enterarse del carácter del «crimen de Madre de Dios», antetítulo con el que pasó a encabezar sus interminables crónicas Fali Baena, fueron las propias monjas redentoristas del convento de clausura. No leían el periódico, y no parecía probable que el confesor de la comunidad, o algunos de sus benefactores, decidieran atormentar más a las religiosas, poniéndolas al tanto de un aspecto tan desagradable del ya de por sí angustioso suceso. Quizás los inspectores de la policía encargados de la investigación no tuvieron más remedio que hacer algunas preguntas, sin duda muy cuidadosas y consideradas, a la madre superiora y, sobre todo, a la hermana encargada del torno, donde los huéspedes recogían, al alquilarlas y pagar la modestísima cantidad estipulada, las llaves de las habitaciones, y donde las depositaban al marcharse, siempre antes de la diez de la mañana, según la norma estricta que todos los huéspedes aceptaban y cumplían sin rechistar. La hermana tornera apenas veía la cara de los huéspedes, y sólo por el tono de voz y por la manera de expresarse deducía si podían considerarse de confianza; desde luego, el señor que había alquilado la habitación número 4 —y que, según declaró la hermana tornera, hacía uso del hospedaje con mucha frecuencia, porque sus deberes laborales le obligaban a pernoctar muchas veces en la ciudad, o al menos eso le había explicado el forastero cuando comprendió que ella lo había reconocido al segundo o tercer día en que él pidió habitación para una sola noche— tenía todas las trazas de ser un perfecto caballero, y nunca habría podido ella imaginar que la voluntad de Dios nuestro Señor le tuviera reservada una muerte tan cruel. Por supuesto, la hermana tornera no estaba completamente segura de que el huésped viniera solo cuando alquiló por última vez la habitación, pero ella nunca había tenido la impresión de que aquel forastero fuese acompañado cuando necesitaba pasar la noche lejos de su familia. Además, el crimen se había cometido en torno a las tres de la madrugada, y a esa hora la única explicación posible para tan terrible suceso —y en eso coincidieron la hermana tornera y la madre superiora— era que el criminal hubiese entrado saltando la tapia del jardín y hubiera sorprendido a la víctima —que, sin lugar a dudas, cometió el descuido de no cerrar con llave la puerta de su habitación—, para robarle, en pleno sueño y ajeno por completo a su espantoso destino. Todo eso lo fue contando Fali Baena en El Municipal, en el enrevesado serial por entregas en que convirtió la dilatada crónica del asesinato de Genaro Medina Jones.

Y Elsa también podía recordar ahora el socarrón estupor con el que, casi diez años después de la muerte de Genaro, Robert Sheenan Jr. le puso al tanto del ajetreo que se organizaba cada noche en las habitaciones reservadas a huéspedes del convento de Madre de Dios. Porque —sin duda por la impresión que les había causado el crimen, pero puede que también por sugerencia de la policía, y hasta por el natural retraimiento de los huéspedes— las monjas redentoristas suspendieron el alquiler de habitaciones durante unos meses, tiempo que aprovecharon además para, con la generosa ayuda económica de un benefactor, cuya mujer había hecho promesa de caridad por los favores recibidos del Cristo Redentor del altar mayor de la iglesia de las religiosas, poner una alambrada con púas encima de la tapia del jardín, y procurar así mayor seguridad a quienes en el futuro buscaran aposento en la hospedería. Robert Sheenan Jr. fue uno de ellos. Había llegado a la ciudad con el brumoso propósito de investigar, en el archivo del palacio ducal de Medina Sidonia, las fortunas consolidadas en el sur de España como consecuencia de los viajes a América. El capricho investigador era de un estrambótico socio de su padre en el pujante negocio de corsetería y lencería que Robert Sheenan Sr. estaba implantando ya por toda California, mediante una cadena de tiendas muy bien diseñadas «para atraer a la mujer sin ofender su pudor» —como, con el paso del tiempo, acabaría reconociendo el condado de Utah, con su premio anual a empresas ejemplares—, y Bob no tenía la menor idea de por dónde empezar. Lo primero que tuvo que hacer fue buscar un sitio donde hospedarse, y alguien le habló de las monjas del convento de Madre de Dios. Cuando pidió hospedaje permanente y, ante el desconcierto de la hermana tornera —acostumbrada a alquilar las habitaciones sólo por una noche—, ofreció una deslumbrante cantidad de dinero por disfrutar de la excepción, tuvo que esperar a que la monja evacuara consulta con la madre superiora, quien autorizó a que se alquilase una habitación al joven norteamericano, para estancias semanales pagadas por adelantado, con las siguientes condiciones: respetar el horario de hospedaje —desde las cuatro de la tarde a las diez de la mañana del día siguiente—, con el compromiso de no utilizar el cuarto fuera de esas horas, que serían aprovechadas para la limpieza, asegurando la falta de contacto de las monjas con los hospedados; entregar y recoger en el torno, a diario, las llaves de la puerta de la zona de hospedería y de la habitación; no consumir comida ni bebidas alcohólicas en la habitación; no realizar ninguna actividad —laboral, o incluso artística, tales como tocar algún instrumento musical o utilizar herramientas ruidosas— que pudieran perturbar el recogimiento y la paz de la vida conventual; y pagar exactamente lo mismo, por cada noche, que el resto de los huéspedes, sin que la comunidad cayera en la tentación de la codicia… Bob lo aceptó todo y acomodó su vida cotidiana a una rutina que le permitía pasar los días según una disciplina tan innecesaria como tranquilizadora, hasta que conoció a la joven casada Elsa Medina de Soto. Las perturbadoras consecuencias del encuentro le obligaron a cambiar de hospedaje; pero sólo después de que los dos huyeran a California y se instalaran en una casa de dudoso estilo español cerca del hipódromo de Del Mar, Bob le contó a Elsa el asombroso trajín que se producía cada noche en la hospedería de Madre de Dios: caballeros de aspecto encopetado, pero también individuos maduros nada distinguidos, sacaban provecho de la insólita confianza de las monjas en sus huéspedes, y de lo arreglado del precio, para pasar la noche o, la mayoría de las veces, apenas un rato con muchachos vigorosos y de saludable belleza popular que, en no pocas ocasiones, cobraban en la misma calle, antes de traspasar la puerta, el precio de sus muchos y muy rozagantes encantos. A Elsa la historia le pareció fascinante y divertida, y le hizo comprender la razón por la que Genaro Medina Jones había recibido la puñalada en el corazón en el convento de Madre de Dios, pero nunca se atrevió a preguntar a Bob qué habitación había ocupado él durante el tiempo que se hospedó donde las monjas, por temor a la decepción de que no fuera en la habitación número 4.

—Déjate de monsergas, Genaro Medina Jones —dijo Elsa—, y no eches tanta cuenta de la prosopopeya. Lo que quiero saber es si, de verdad, tuviste tiempo de comprender que te ibas a morir y si tú crees que, en mi caso, y partiendo de tu experiencia, dispondré al menos de algunas horas para organizarlo todo antes de que sea demasiado tarde.

Genaro se echó a reír. Luego dijo:

—Vas de mal en peor. Ahora hablas como tu tía Blanca Roa. El pobre Santiago acabó sin atreverse a decir ni mu porque, aunque sólo dijera «a mí me parece…», ella lo mandaba callar, «que no están las cosas para prosopopeyas».

Era cierto. De hecho, en nombre no sólo de la decencia, sino también de la lucha a muerte contra la prosopopeya, Blanca Roa había expulsado a Caridad Sánchez de su casa, en cuanto se enteró de que estaba embarazada, sin que Santiago Medina se atreviera a protestar. Lo que no dejaba de sorprender a Elsa era que Genaro estuviese tan al tanto de las intimidades de una familia que se formó años después del «crimen de Madre de Dios» y que, sobre todo, nunca vivió en La Desembocadura.

—Mucho sabes tú sobre todos los Medina, me parece —dijo Elsa—. Menos mal que un cotilla muerto tiene que ser menos peligroso que un cotilla vivo.

—Querida —se defendió Genaro—, cada uno se consuela como puede. Al fin y al cabo, por culpa de ese imbécil piojoso de Fali Baena, todo el mundo acabó sabiéndolo todo sobre mí.

Y en eso también llevaba razón. Salvo las candorosas y recatadas monjas, todo el mundo, sin distinción de clase ni fortuna, acabó minuciosamente enterado de las malas costumbres, los penosos amores y la pésima situación económica, «pese a su gran prestancia y su exquisito gusto —a veces, quizás en exceso fantasioso— en el vestir», del pobre Genaro. Porque la clave del crimen estaba, como no podía ser de otra forma, en las cada vez mayores sumas de dinero que Diego Castro le reclamaba a su amante —«Porque el señorito Genaro tenía que haber comprendido que mi Diego tiene una mujer y dos hijos que alimentar», según declaró a El Municipal, en una gran exclusiva también muy pregonada por los vendedores callejeros del periódico, la desconsolada esposa del criminal, ya por entonces fugitivo—, y se descubrió que la economía de la víctima era más que precaria. Genaro Medina Jones jamás trabajó en otra cosa que no fuera el muy errático y sociable ejercicio del corretaje, fundamentalmente sobre antigüedades domésticas y modestas obras de arte, aunque no desdeñase, de vez en cuando, la oportunidad de intervenir en alguna operación mayor de compraventa, bien de casas o fincas, bien de partidas de mosto, alcohol, vinagre y, sólo una vez en toda su vida, vino de calidad. Con el no muy abundante y, sobre todo, nada puntual producto de su mediación comercial, vivían él y su madre —Vivien Jones sobrevivió a su hijo sólo cinco años, atendida en secreto, a pesar de su relativa juventud, por las Hermanitas de los Pobres—, conseguía vestir como si fuera rico, se permitía frecuentes caprichos relacionados casi de forma exclusiva con el gusto que dan los hombres y, cuando cometió la imprudencia de enamorarse, procuraba atender con temeraria generosidad las exigencias de Diego Castro. Al asesino lo detuvieron al cabo de mes y medio en Alcalá de los Gazules, en un cortijo en el que trataba de pasar desapercibido cuidando el ganado, y lo ajusticiaron por garrote vil en enero de 1929. Pero a Elsa, que ahora recordaba de pronto todos esos detalles con la emoción risueña con la que se recuerdan las peripecias de una novela de amor e intriga leída en la juventud, lo que de veras le impresionó fue la foto del cadáver que, por fin, publicó El Municipal: sólo se veían el torso y la cabeza de Genaro, tumbado bocarriba, con una herida pequeña y apenas sangrante en el pecho, y una mancha oscura en forma de pez en la base del cuello, junto a la clavícula izquierda. Lorenza y María Buena opinaron que era una gota de sangre seca, pero Elsa pudo confirmar lo que su madre le había dicho sobre el beso del cosaco.

—¿Me dará tiempo a avisar a todos los invitados, cuando por fin tenga la certeza de que me voy a morir? —preguntó Elsa—. Es lo que necesito saber.

Genaro puso cara de experto.

—Todo es cuestión de organizarse —dijo—. A la vista de que esto de tu agonía parece que lleva su tiempo, supongo que no habrá grandes dificultades en poner todo en marcha en un santiamén, si lo fundamental está preparado. Manda que se haga limpieza general en el salón, con especial dedicación a las lámparas de cristal del techo y a los espejos de las paredes, que es siempre lo que más luce, y que todos los días se insista en la limpieza de mantenimiento. Con las bebidas no hay problema, basta con que las encargues cuanto antes, y es preferible que peques por exceso que por defecto; la manzanilla, por supuesto, no puede faltar, pero no olvides que las últimas generaciones tienen otros gustos. Para la comida, lo mejor un cátering: el hijo de una Terán se dedica a eso, y seguro que puede improvisarte un buen surtido y un buen servicio en un par de horas. ¿Música enlatada, como se dice ahora, o una orquesta sencilla, pero de calidad? Mi consejo es que tengas dispuestos los compactos y una buena cadena, por si acaso, pero yo que tú también hablaría con Lolita Gutiérrez, ella sigue cantando como los ángeles y conoce un grupo de músicos locales, pero expertos, que se pueden juntar y hacer un papel excelente con sólo un par de llamadas telefónicas. Las invitaciones, desde luego, que salgan enseguida.

—Hablando de las invitaciones, están sin redactar —recordó Elsa, y rompió el tarjetón en el que había puesto aquella frase que Genaro consideró inexpresiva, imprecisa y sin gancho alguno.

—Escribe —dijo Genaro.

Elsa obedeció como una alumna aplicada. Cogió otro de los tarjetones y se dispuso a escribir al dictado con la estilográfica que había encontrado en uno de los cajones de la mesilla de noche de su dormitorio. Genaro dijo, de corrido:

—Elsa Medina de Sheenan tiene el gusto de invitar a Genaro Medina Jones y acompañante a la Fiesta de la Agonía, que empezará a celebrarse, en el chalet La Desembocadura (calzada de los Infantes, s. n.), a partir del mediodía del miércoles 20 de octubre de 1999. Atuendo informal. Se ruega contestación.

Elsa puso el punto final a la frase, releyó lo escrito, y dijo:

—Estás loco, Genaro Medina Jones. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que yo me voy a morir el 20 de octubre?

—No lo estoy en absoluto, querida. Pero es una cuestión de márketing, no se puede invitar a una fiesta sin comunicar el día y la hora. Luego, si tú notas que la muerte se te adelanta, seguramente tendrás tiempo de convocar con urgencia a los invitados sin que les ocasiones grandes trastornos; no olvides que la muerte es, sobre todo, un ocio dilatado. Y si la muerte se te retrasa, y debo decirte con franqueza que no creo que tu naturaleza aguante mucho más allá de ese domingo, puedes retrasar la fiesta o, y creo que es la opción más sensata, prolongarla el tiempo que sea necesario. Pero fijar una fecha, y trabajar en función de ella, es fundamental.

—¿Y empezar a mediodía tampoco es un desatino? —protestó Elsa.

—Sólo te exigirá un pequeño esfuerzo para no morirte antes de esa hora —dijo Genaro, sin inmutarse—. Creo que lo conseguirás, después de una larga agonía todo el mundo se muere al anochecer. Pero tienes que contar con horas suficientes para que la fiesta sea de verdad una fiesta, no una rapidísima visita de cumplido. De ahí, también, lo del atuendo informal, si la fiesta se prolonga más de la cuenta los invitados tienen que sentirse cómodos. Además, todos los de esa lista, con excepción tal vez de Clara Montero Galván, no se vestirían de tiros largos ni bajo promesa de resurrección.

—Estás en todo —admitió Elsa—, no sé qué haría sin ti. Hasta es bonito lo de Fiesta de la Agonía.

—Márketing, otra vez —Genaro parecía de pronto realizar un elegante esfuerzo para superar el hastío que le provocaba tener que explicar lo obvio—. No sólo es bonito, es interesante, suena raro, y la rareza siempre tiene un encanto irresistible. Además, para un muerto, Fiesta de la Muerte o del Fatal Desenlace o del Luctuoso Final o algo parecido sería deprimente. En cambio, la agonía tiene gancho. Tiene para todos nosotros el melancólico atractivo de una apoteosis final. Ya lo comprobarás.

Elsa hizo un generoso ademán de rendición y un gesto de reconocimiento que quería decir: «Perfecto». Luego, se levantó, miró a Genaro de frente y, como quien de pronto quiere dejar constancia de haber aceptado todas las razones de su interlocutor sin que muchas dejen de intrigarle, le preguntó:

—¿Y ahora puedes decirme con qué misterioso acompañante piensas tú asistir a la fiesta?

—Ya lo sabrás, pequeña —dijo Genaro, jugando a hacerse el enigmático—. O puede que asista solo. En todo caso, conviene contar siempre con que los invitados deseen acudir acompañados. Te aconsejo que lo tengas en cuenta a la hora de calcular bebidas y viandas. Y, ahora, puedes empezar a escribir todas las invitaciones, yo tengo que volver un momento al gabinete.

—Voy contigo —dijo Elsa, con mucha decisión.

—Nada de eso, querida. Es un asunto privado.

—Ya me lo imagino. A ver a santo de qué iba a interesarme tanto, si no.

Ahora el que hizo un gesto de rendición fue Genaro. Le ofreció su brazo a Elsa y dijo, imitando a la perfección a un actor mediocre en una escena de estereotipado dramatismo:

—Desvelar un misterio, por tonto que sea, siempre produce jaqueca. Pero imagino que alguna vez tengo que empezar a cumplir lo prometido.

Elsa sonrió con la consabida dulzura, y compuso una apacible expresión de gran dama dispuesta a permanecer impertérrita ante la revelación más perturbadora o decepcionante. Salieron al distribuidor. A aquella hora de la tarde, cuando todo el mundo dormía la siesta en La Desembocadura, en la casa entera había una reverberación que parecía venir de unos cimientos bruñidos y puestos al descubierto momentáneamente, como si la casa flotase en el aire. El gabinete estaba frente al dormitorio de Elsa, y al otro lado de la puerta entreabierta se adivinaba el brillo denso del sol otoñal de las cuatro. Al entrar, Genaro frunció los ojos sin ninguna necesidad, porque la luz era cálida y suave, pero estaba impaciente por demostrarse a sí mismo que se encontraba ansioso de claridad y deslumbramiento. Extendió el brazo en dirección al cierro, en cuyos visillos la luz parecía entretenerse como un enjambre de insectos perezosos. Elsa se dejó conducir hasta el balcón acristalado, con la gentil docilidad de quien ha aceptado encantada bailar una pieza desconocida, y permitió a Genaro que se adelantase para moverse con desahogo. Allí la luz desprendía un delicado aroma de algodón tostado. Genaro retiró un poco los visillos y dijo, con una suavidad muy parecida a la unción:

—Mira. ¿Lo ves en la azotea del gimnasio?

Un muchacho rubio de músculos abultados y que parecían muy acogedores, con la piel del color de la arena mojada de la bajamar, cubierto sólo con un ceñido eslip de nadador, tomaba el sol tumbado en una hamaca de playa.

—Es hermoso —murmuró Genaro—. Procuro venir a verlo todos los días, para calmar el desconsuelo de mi corazón.

Y Elsa, conmovida, recordó entonces el olor de la alhucema al crepitar en el picón de los braseros.